Jean-Luc Nancy / trad. Maria Konta
Tribuna
Uno no habla de la soberanía, uno salmodia esta palabra.[1] Uno no cuestiona su contenido, uno exige disponer de ella. Como si fuera un poder, una fuerza motriz que se encontraría obstaculizada por parte del pueblo y, según los puntos de vista, todo lista para los usos del Estado o bien, por el contrario, abdicada entre las pinzas tecnoplutócratas de Europa y del universalismo. El problema es que la soberanía no es un poder. Ya sea esa del príncipe, esa de la república, o esa del pueblo, ella en sí misma carece del poder: indica que ahí donde ella se designa (príncipe, Estado, pueblo) permanece abierta una perspectiva absolutamente irrecusable y necesaria en el más allá de cualquier ley.
El más allá de las leyes no es otra ley, ese es el caso solo en la teocracia, donde no hay ni príncipe, ni Estado, ni pueblo, sino un Todopoderoso llamado Dios. Por el contrario, es el espacio infinitamente abierto al fundamento de toda ley: ahí donde no hay ni dios, ni naturaleza —cósmica o humana— ni un orden trascendente capaz de fundar la ley. Porque la ley, si no es ni divina ni natural, está fabricada por los hombres, por una sociedad que está dotada de un cierto régimen de funcionamiento y reconocimiento de sus principios. Es por eso que cae esencialmente debajo de la jurisdicción de la excepción: si el régimen legal adoptado resulta caduco o inadecuado en las circunstancias precisas el soberano debe poder decidir sobre las medidas que se dividen en medidas de refundación de la ley, por ejemplo, una asamblea constituyente o instituyente, y ante ellas, en las medidas de urgencia necesarias para autorizar llegar a las medidas de refundación.
Por sí misma, la soberanía no es ni una ley ni un poder: ella es estrictamente excepcional, extraordinaria y sin ningún otro contenido sino la suspensión de las leyes que se encuentran en un estado crítico. Esta suspensión requiere los medios, las garantías y las precauciones llamadas al servicio en el momento. Entonces uno puede decir que hay algo exorbitante en la soberanía. Sin duda, es un sentimiento justo de este carácter que induce una fetichización de la palabra según una idea muy a menudo demasiado vaga y más o menos confundida con la omnipotencia.
La confusión entre la soberanía y la omnipotencia —cuando ella no es teocrática— se llama tiranía o dictadura, hoy también uno dice “totalitarismo”. Cada uno de los posibles soberanos (príncipe, Estado, pueblo) es susceptible de devenir tirano —La bestia y el soberano es un título de Derrida—. Es que uno llama “República” —u hoy “Estado de derecho”— representa de manera muy precisa un régimen que hace posible el ejercicio sin desviación ni corrupción de todas las soberanías esa del Estado, esa del pueblo. La idea de la república es la idea de que nadie puede fundar la ley por iniciativa propia y de acuerdo con sus puntos de vista. Nadie, ni alguno de los magistrados a cargo del Estado ni alguno de los ciudadanos que forman el pueblo.
Por este motivo, cualquier magistrado, y sobre todo los que tienen los puestos más altos, está sumiso a la observación de las reglas relativas a situaciones de excepción (que incluyen la posibilidad misma de decidir que hay una excepción). Es en un sentido lo que esencialmente representan la división de los poderes y la posibilidad de su control.
Esta es también la razón por la que cada componente del pueblo (individuos, grupos de intereses o afinidades, magistrados o responsables de todo tipo) es sumiso, por definición, a las mismas reglas. Sin embargo, dado que estas reglas no son totalmente extrapolables de los cuerpos instituidos del Estado a múltiples grupos que conforman al pueblo, este último, como soberano, se encuentra con el siguiente dilema: o bien permite que se opere una desintegración total de la República y pospone a más tarde la tarea de la refundación, o ya está constituido como susceptible para ejercer la soberanía, es decir, está definido y define las modalidades de la palabra y de la acción según las cuales ella se ejercerá. En el 68, Sartre dijo: “En la democracia, todos los hombres deben ser soberanos, es decir, poder decidir, no solos, sino juntos, lo que hacen”. Juntos: he ahí lo que debe fundar la soberanía o, “juntos”, esto no se da, ni por naturaleza ni por lo sobrenatural. Esto no es ni un hecho, ni un deber, ni un ideal vago. Esto debe hacerse.
Es simple: la soberanía no existe si no se da ella misma algunas leyes para su ejercicio en el más-allá-de-la-ley. O, de nuevo: no es un pueblo supuestamente ya dado quien hace la soberanía, es por el contrario una soberanía pensada, construida y decidida que hace un pueblo. Por lo tanto, se trata de un mecanismo, incluso de un organismo, extremadamente delicado. Eso no se maneja como una herramienta que uno tendría a mano —ya que uno imagina muy fácilmente lo que sería un referéndum—. De hecho, es el corazón de la democracia y eso demanda, como todos los corazones, precauciones y atenciones. Pues de lo contrario, el infarto amenaza. He ahí porqué es necesario hablar de ella: es necesario que todos juntos escruten y ausculten su muy fina complexión para hacer un buen uso de ella.
Notas
[1] El original en francés “La souveraineté, parlons-en !” fue publicado el 13 de enero 2019 en Liberation. Véanse: https://www.liberation.fr/debats/2019/01/13/la-souverainete-parlons-en_1702693