EN LA IMAGEN, VISTA DE LA ACRÓPOLIS, LA ROCA SAGRADA DE LA CIUDAD, DESDE LA VECINA COLINA DE FILOPAPO.
Resumen
Proponemos que exilio remite a un campo de tensiones de fuerza y violencia en su arquitectura conceptual con la cual se edificó en la historia de Occidente, desde la consigna moral, el rechazo social, el mandato religioso y la regulación legal. Se desplegará, por tanto, el método de “arqueología filosófica”, dado que ella nos permite evidenciar las fuerzas operantes que son persistentes entre la emergencia del exilio como concepto y su consolidación jurídica en la institucionalización del Estado. Aspiramos a proporcionar cierto esclarecimiento sobre los mecanismos contemporáneos de exclusión territorial y, por consiguiente, proponer una conceptualización que ayude a delinear aspectos pertinentes del exilio, en relación con otros eventos de desterritorialización humana actual.
Palabras clave: Platón, ley, violencia, exilio, ciudad, filosofía griega.
Abstract
We propose that exile refers to a field of tensions of force and violence in its conceptual architecture with which it was built in the history of the West, from the moral slogan, social rejection, religious mandate and legal regulation. Therefore, the method of “philosophical archeology” will be deployed, since it allows us to demonstrate the operating forces that are persistent between the emergence of exile as a concept and its legal consolidation in the institutionalization of the State. We aim to provide some clarification on contemporary mechanisms of territorial exclusion and, therefore, propose a conceptualization that helps to delineate relevant aspects of exile, in relation to other events of current human deterritorialization.
Keywords: Plato, law, violence, exile, city, Greek Philosophy.
El exilio hunde profundamente sus raíces en la historia de Occidente; de hecho, es estructural en la construcción conceptual de la comunidad, en sus formas de administrar los vínculos y regular (ponderar, incentivar o inhibir) las acciones de sus integrantes contra la comunidad misma.[1] Entre los siglos V y IV a. n. e., se instituye en el derecho griego (con otras figuras como el ostracismo) y muestra sus alcances, por lo cual es digno de atención en la filosofía de su tiempo. Como señala Claudio Guillén: “[…] el primer libro o tratado en Occidente consagrado al tema del exilio, del que tengamos noticia, fue obra de Arístipo de Cirene, nacido hacia el 425 a. C. y muerto en 355 a. C. Apunta Diógenes Laercio que circulaba un diálogo suyo titulado A los exiliados, y Panacio de Rodas y Soción (el peripatético), le atribuián el tratado de Los exiliados (Phugadás)”.[2]
Sin embargo, antes de la literatura de consolatio para el mal de exilio, atestigüemos en las siguientes líneas la emergencia del dispositivo excluyente en la filosofía, bajo el mismo estilo —el diálogo— que Platón utiliza por aquellos días en los que Arístipo escribe su volumen (si damos fiabilidad al doxógrafo, del mismo modo que se la concede Guillén).
Del prederecho al derecho griego: mandato y ley
Consignaremos, de entrada, el mandato que se reitera con enérgico énfasis en la enunciación del exilio y que, de ahí en más, vertebra esta exploración. Las palabras que mandan son del sabio Néstor en la Ilíada: “Sin familia, sin ley y sin hogar deberá vivir aquel quien gusta de la guerra (polemós) entre su propia gente”.[3]
La relación de las fuerzas en pugna (polemós) encuentra su condena en el espacio de su agencia: en el uso al interior de un nosotros (entre su propia gente). La tríada secuencial “sin familia, sin ley y sin hogar”, declarada en la Ilíada, perfila en el pre-derecho griego a un ser maldito de quien debe evitarse todo contacto porque lleva consigo un mal expuesto y declarado (enunciado y proclamado a los integrantes): ser maldito que gusta por la polémica y la guerra entre los propios, y quien ha realizado un acto que corrompe la armonía común y fractura a la comunidad con el derramamiento de sangre.
Cabe recordar que la administración del orden y el equilibrio de la fuerza en la época, a la cual se remonta este pasaje homérico, estaba literalmente en manos (al empuñar) de quien tenía el cetro (llamado thémis), potestad que correspondía a los grandes patriarcas y jerarcas de la época. Por lo cual, la práctica judicial descansaba de manera directa en la autoridad y en el saber canalizado por la tradición oral: regulaciones (themistés) que fijaban un derecho consuetudinario que reunía, protegía y administraba a las familias y pueblos.[4]
Con los siglos y las transformaciones de las estructuras sociales, el orden del decreto moral, social y divino, ejercido en el derecho consuetudinario, cedió poco a poco ante la idea secular y territorial de diké. Así lo enuncia Werner Jaeger: “El procedimiento de administración de la justicia se racionalizaba: la “costumbre” de las ciudades, el “nómos”, fue codificado por sabios legisladores designados por el pueblo, y de ahí vino que “nómos” sirviera para designar la forma escrita que a la costumbre se diera, surgiendo de esta manera un nuevo concepto de “ley”.[5]
Todo esto se confirma, según Gernet, con el dato de que “[…] los inicios de la organización procesal coinciden, en las sociedades antiguas, con el umbral de derecho. En la medida en que diversas exigencias y situaciones deben poder justificarse, es efectivamente que el derecho como tal y en su conjunto, lo que se ofrece a nuestra observación”.[6] Por lo que: “[…] lo primero a tener en cuenta es que entre el derecho y el prederecho se observa una cierta continuidad”.[7] Es de tal manera que la idea de regulación de las relaciones, que tanto el pre-derecho (en su thémis) como el derecho en la polis (con su diké) parecen albergar, advierten la funcionalidad y necesidad de la cohesión, protección y reconocimiento mutuo entre los integrantes de la comunidad.
FIGURA DE DIKÉ EN LA SALA DE LA CORTE SUPREMA DE VERMONT STATE HOUSE
Este haz de consideraciones, establecido con los siglos, se intensificó ante la epidemia de violencia fratricida en la polis del siglo V a. n. e.[8] y bajo la pretensión de la correcta y armónica relación interna de la paz entre ley (ahora escrita eunomía) y el orden natural de las cosas, es decir, el principio de convivencia (ley) y el principio de orden (arché).
A ello abonó la emergencia de la filosofía, cuando recurrió a la conexión fundada y fundante de la ley y el orden, entre el derecho y el ser: todo tiene una medida (lógos) más allá de las subjetividades y su inestabilidad humana. La verdadera realidad tendría que ser ordenada, un todo de relaciones, una comunidad al ritmo de la ley (del legislador y de los gobernantes), bajo la razón de lo real, de lo que es: “No hemos expuesto entonces como ley un imposible o algo semejante a vanos anhelos, puesto que hemos establecido la ley efectivamente en conformidad con la naturaleza”.[9]
Esta consolidación conceptual de la comunidad entre la antropogénesis subjetiva (conformada históricamente en el tránsito del pre-derecho al derecho) y la realidad normada (exigencia objetiva por cuanto onto-jurídica) colabora en el alcance que afirma:
En el universo normativo, el significado jurídico se crea a través de un simultáneo involucramiento y desentendimiento, identificación y objetivación. Dado que el nómos no es más que un proceso de acción humana tendido entre la visión y la realidad, una interpretación legal no puede ser válida si uno no está preparado para vivir de acuerdo con ella. […] Crear significado jurídico, sin embargo, no solo requiere el paso de la dedicación y el compromiso, sino también la objetivación de aquello a lo que uno se ha comprometido. La comunidad establece una ley, externa a sí misma, que se compromete a obedecer, y que obedece en dedicación a su comprensión de esa ley. […] La creación de significado jurídico conlleva, entonces, el compromiso subjetivo de una compresión objetivada, una exigencia. […] El alcance del significado que se puede asignar a toda norma […] se define, entonces, tanto por un texto legal, que objetiva la exigencia, como por una multiplicidad de compromisos implícitos y explícitos que lo acompañan.[10]
Este argumento sugiere que en la Grecia clásica del siglo V a. n. e. se llevó a cabo una asombrosa reforma, por cuanto inserción de modos inéditos de las relaciones. Se reformularon los alcances y exigencias normativas en la emergencia de la vida jurídica bajo nuevas formas de convivencia en el dominio de la polis: en ella se crearon mecanismos, no solo en “el paso de la dedicación y el compromiso, sino también la objetivación de aquello a lo que uno se ha comprometido”. Incluso al mantener la herencia de instancias reguladoras precedentes estas no fueron eliminadas, sino, como se ha dicho, las instituciones sociales transformadas ante las nuevas instituciones jurídicas y políticas.[11]
En este punto se estrechó íntimamente la modulación de los procesos, la oratoria, la administración de las leyes y el uso más extendido de la escritura,[12] lo que permitió afinar las leyes ante los cambios en los modos de relaciones y someter a los conflictos (las fuerzas y sus excesos, la violencia) con el equilibro en el mantenimiento de los vínculos y compromisos de los individuos que concentraba el derecho consuetudinario en su propia fundación.
Adviértase que los procesos y posibilidades de quedarse sin ley, familia y hogar en las precursoras organizaciones sociales (grandes familias, tribus, reinos o demos), fueron asumidas como posibilidades propias en la polis. La polis, en tanto forma de comunidad abstracta y positiva, propuesta por el pensamiento jurídico, tuvo por objeto y sujetos de experiencia a situaciones y actos, los cuales fueron atraídos al marco jurídico bajo la cualificación del espacio de las relaciones: la ciudad (como eje de la comunidad y la ley).[13]
De tal manera la polis o ciudad-Estado moduló, con instrumentos y mecanismos, la compleja idea de comunidad: en ella se reveló no solo la existencia de los individuos en relación, sino que hizo patente la relación conflictiva de sistemas vitales de fuerzas, cuya tensión realiza a la comunidad. Así lo expresa Derrida:
El surgimiento mismo de la justicia y el derecho, el momento instituyente, fundador y justificador del derecho implica una fuerza realizativa, es decir, implica siempre una fuerza interpretativa, y una llamada a la creencia, esta vez no en el sentido de que el derecho estaría al servicio de la fuerza, como un instrumento dócil, servil y por tanto exterior del poder dominante, sino en el sentido de que el derecho tendría una relación más interna y compleja con lo que llama fuerza, poder o violencia.[14]
Así, la tradición occidental se construyó sobre los cimientos de la idea clásica del derecho y la ontología (en la que gravitan, se enraízan o crecen factores diversos): la presuposición de que hay un cosmos ab origine, ordenado y duradero, en el que la existencia de los individuos es referida a un orden causal, supremo. Al respecto, en la propia voz de Platón: “Y ahora que nuestro discurso sobre el universo ha alcanzado ya su fin, pues este mundo, tras recibir a los animales mortales e inmortales y llenarse de esta manera, ser viviente visible que comprende los objetos visibles, imagen sensible del dios inteligible, llegó a ser el mayor y mejor, el más bello y perfecto, porque este universo es uno y único.”[15]
Aquí tenemos que localizar la idea fija sobre la realización de alguna esencia de lo común, el cumplimiento de alguna vocación histórica o la consagración de un destino previsto de un “nosotros-uno” que toman el lugar de toda obra, de toda conformación y construcción compartida posible: una obra de tal magnitud (realización, cumplimiento o consagración) no puede ser producto del esfuerzo de un individuo; antes bien, son la potencia individual y el acto o actualización en la comunidad de esa potencia (términos siempre ontológicos) los que transitan por la idea de que lo más propio del ser humano, su propiedad radical, está en su misma posibilidad de ser que es la comunidad: en esta koinós bíos, ser en comunidad como la unidad de lo diverso.[16]
La comunidad contra el exiliado
Sobre la importancia de estar en comunidad, ser con otros en la ley y vivir en la ciudad-común lo comprenderá, en sentido contrario, el exiliado a quien el decreto lo deja sin familia, sin ley y sin hogar. Esto es, ente residual de la comunidad en su biografía propia; pero, a la vez, prueba andante sin destino de las furias de la violencia institucional y procesal que puede ejercer la comunidad. Furias depuradas, resultados de experimentos de siglos entre la sanción, la magia, lo ritual, la venganza y la racionalidad que reguló el miedo y el castigo.
El exiliado muestra, de esta forma, la terrible idea, introducida con cierta naturalidad filosófica: fuera de esta propiedad o dominio de la comunidad (espacio-temporal), más allá de este microcosmos, el escenario es desconsolador. Lo otro, el espacio sin sentido, lo más allá (acosmia) se convierte en un afuera sin acomodo, sin realización, sin consagración, sin obra; sin tener lugar físico, social ni político en una organización que se brinda reconocimiento mutuo a partir de condiciones y derechos.
ION THEODORESCU-SION, “OVIDIO EN EL EXILIO” (1915)
Como se ha dicho, frente a la posibilidad de la disolución de aquellos que aman la polémica entre su propia gente (enemigos del orden), la ley deberá resistir, forzar y someter a totalidad a las mismas fuerzas desrealizadoras que amenazan el orden. Esto lo entendió el heleno en su construcción jurídica. Quizá sea por ello que la especialización y puntualización histórica del exilio contenga gradaciones específicas (colmadas de posibles causas éticas, socioculturales, religiosas o políticas), evidentes en la interdicción que hace Platón como legislador teorético.
En Las leyes, Platón observa los peligros del derramamiento de sangre al interior de la ciudad-comunidad, por lo cual el filósofo efectúa, ante esto, los más diversos entrecruces sobre el homicidio voluntario, involuntario y los “intermedios” (por arrebato, thymos) cometidos por los médicos; los amigos; los hijos a los padres, los padres a los hijos; entre los hermanos; del amo al esclavo, del esclavo al amo; entre esclavos; del hombre libre al forastero y viceversa; entre forasteros; entre los hombres de la ciudad a los esclavos.[17]
De ello, Platón infiere, como arquitecto de la ciudad en la ley, que el exilio operará no solo como castigo (ejecución punitiva de la ley), sino también como regulador de la venganza y el contagio de la violencia desatada por el derramamiento de sangre en la demarcación citadina que posibilita la justicia (diké) platónica. En este sentido —y como señalaremos líneas más abajo— la evocación a purificaciones, la asistencia a templos y procesos rituales funcionan como un dispositivo (un mecanismo de interdicción sumamente complicado en su articulación heterogénea de elementos), no únicamente de administración legal o al abierto uso de la fuerza de ley, sino que, conjuntamente, esa evocación le da volumen al plano de las acciones de castigo como mediación con las representaciones socioculturales que están en juego.
Bajo esta pauta, Platón pondera que el uso de la fuerza de ley se pone en marcha cuando el autor del delito no escucha los “preludios” de prevención y contención generados por la razón filosófica y creadora de ley (los razonamientos derivados de la mesura, templanza y valentía) y el razonamiento (logón) (procedente de ritos y opiniones colectivas) que afirman el cumplimiento (el pago de la venganza) que habrá de saldar el posible homicida en el Hades.[18] En efecto, Platón expone esta vivencia al modo aritmético, del cual el griego fue artífice: una techné métrica del abuso de la fuerza y el castigo correspondiente con exceso de fuerza de ley: mal con mal se paga.
Efectivamente, violencia con violencia se paga, aunque dentro de la institución de la ley adquiera el rasgo cualitativo de una venganza no solo legal, sino legítima e impersonal en el decreto de la asamblea y sus jueces contra propios y extraños, eso que se llamará justicia (diké): es la ciudad-uno (con sus instituciones e instrumentos jurídicos) de acuerdo al orden interno y natural de las cosas contra un criminal. Así se da un paso adelante en la justicia penal y procesal del derecho estatal en adelante.[19]
Este es el tema de la energía y su equilibrio, de su virtud (areté) como regulación de la fuerza que transita desde el espíritu de la épica y la némesis de la tragedia del siglo V a. n. e.[20] Para Platón, la edificación de la ciudad y su mantenimiento en la virtud dependerá de esa relación de fuerzas individuo-comunidad;[21] pero cuando dicha relación se desborda, el rigor de la fuerza de la comunidad, vuelta poder, se acentúa, a su vez: la violencia de la comunidad se empuña en la ley y se extiende como enunciación. En este sentido: “El poder político, violencia de hecho, debe presentarse a través de un fundamento natural para poder apoyarse en un consenso, más bien que en la fuerza física. Para ello utilizará, en todo momento, las configuraciones de creencias dominantes para moldearlas en beneficio propio.”[22]
El discurso platónico erige, precisamente, a la ley del exilio como una forzosidad: “[…] lo que se asemeja al mayor mal ha de tener mayor castigo”;[23] pues existen otros mecanismos reguladores de las acciones, enunciados por Platón: el miramiento a las instituciones sociales, el vengador de la víctima o el miedo (fobouméno) a la justicia del Hades. El castigo del exilio (phugén epibálein), en las gradaciones de Las leyes, es la búsqueda por acotar y restringir, a su vez, al acto violento y a su autor, enemigo público.[24] Todo lo cual evidencia:
I. La irreductibilidad de la excepcionalidad del acontecimiento de una violencia criminal irreversible (dar muerte),
II. La corrosión y destructividad de vínculos que el homicidio ha hecho (desrealización jurídica de la comunidad),
III. La posibilidad de su contagio (venganza: “[…] muertes que tengan que purgarse con otras muertes”)[25] como correspondiente de la violencia mortal, y
IV. La arbitrariedad (desequilibrio sociopolítico) que puede acarrear consigo un acto homicida.
Frontal a esta violencia homicida —ejecutada por aquel que “[…] gusta de la polémica entre su propia gente”—, Platón emite leyes de exilio que aspiran a aislar, desarticular, alejar y tornar indefenso al agresor, integrándolo a una dimensión que no es humana ni divina ni animal, sino larvaria o monstruosa (bestial dice el otro): atributos y comportamientos de un ser que no es igual ni absolutamente otro, sino que ha sido degradado por sus propios actos a una condición en la que se le puede matar.
Encontramos, de este modo, una relación compensatoria entre el acto y el castigo. La comunidad y el castigado comparecen ante la aplicación de la ley a través de la violencia: la violencia de aquel que disuelve los vínculos promueve e infunde daño, en menoscabo de la integridad de otro u otros; daño deliberadamente optado e infligido por parte del agente, y que es indeseado por quien o quienes lo padecen;[26] y aquí comparece la fuerza de la ley de la comunidad, la cual busca reparar ese vínculo roto al neutralizar no únicamente a la violencia y su contagio sino al que la ha generado: al agente polémico.
JEAN DELVILLE, “LA ESCUELA DE PLATÓN” (1898)
En este punto, resulta pertinente referir a Girard cuando menciona sobre la violencia en la Antigüedad que: “[…] los males que la violencia puede desencadenar son tan grandes, y tan aleatorios los remedios, que el acento recae sobre la prevención. Y el terreno de lo preventivo es fundamentalmente el terreno religioso. La prevención religiosa puede tener un carácter violento […] La utilización “astuta” de determinadas propiedades de la violencia, en especial su aptitud para desplazarse de un objeto a otro.”[27]
Dar muerte a otro no es algo que dentro del marco jurídico pueda corresponderse con la venganza o la compensación (como lo fue en el pre-derecho griego); aunque tampoco el exilio como castigo operará, ni en Platón ni en el derecho ateniense, solamente en la esfera jurídica, sino que funciona en la mixtura de la aritmética jurídica, sanción social y proceso ritual. Esto es legible en Las leyes.
Persecución y muerte al criminal: lo que ordena la ciudad
Si Platón asume los rigores del exilio, ello no se reduce a un gesto subjetivo del filósofo ateniense, a una preferencia jurista, sino a un concepto que maniobra en su complejidad y el cual es perceptible a Platón, por cuanto que subyace en la sociedad ateniense de los siglos V y IV a. n. e. con una trayectoria desde el derecho consuetudinario, si se sostiene lo que estamos proponiendo a lo largo de estas líneas.[28]
La fuerza latente en la ley, a la cual se le debería huir y tener miedo (fobéo), funciona bajo un parámetro en que la coerción es legítima y la violencia aplicada legal: actúa en la idea de las virtudes de la comunidad, al suponer a esta como una ciudad bien regida y bien educada. Gernet en este punto es de ayuda:
[…] en el orden precisamente de las relaciones familiares, [la maldición] puede estar dirigida con vistas a la satisfacción y a la sanción, al grupo entero. Tenemos entonces el antecedente de una parte característica del derecho en la ciudad, el cual hubo de garantizar el respeto de la moral familiar con procedimientos particulares en los casos en que no bastaba una disciplina interna; así ocurría, por ejemplo, cuando no aparecía el vengador del homicidio y, sobre todo, en caso de “malos tratos”, con respecto a una determinada categoría de parientes. El caso nos hace pensar en una de las “leyes reales” de Roma, de las que varias, por lo menos, y esta es una de ellas sin ningún género de dudas, representan una auténtica reminiscencia de una vieja costumbre: en virtud de una ploratio del padre o de la madre “maltratados” por el hijo, este quedaba encomendado, bajo la apelación de sacer, a los “dioses de los parientes” [Legis Regiae, IV, 1]. Disposición que no es ni mucho menos jurídica, pues hasta la sanción social que le acompaña es de índole religiosa. Pero ¿qué es en realidad la ploratio? […] la “consagración” del culpable equivale a una declaración fuera de la ley. Con otras palabras: el cumplimiento de una ploratio, acto mágico, puede tener un efecto análogo al que realizarán después las diligencias judiciales.[29]
Resulta, entonces, que aquel sujeto sin familia, sin ley y sin hogar declarado por Néstor, cantado por el poeta de la Ilíada, se va consolidando desde la voz mágica del pre-derecho a la escritura maldiciente de la ley. Es en tal medida sobresaliente el testimonio que brinda el discurso platónico como factor estructural del exilio, recogido en Las leyes que muestra a la ciudad como el todo(s) contra uno.
No es fortuito que la ley sobre homicidio y exilio sea inmediatamente próxima a la exposición que hace el Viejo Ateniense a su interlocutor, Clinias,[30] sobre las leyes relativas a quienes despojan a los dioses de la ciudad (impíos),[31] a los traidores,[32] y a todos aquellos que dañan las leyes afectando al orden constituido (“[…] hechos injustos, en general”).[33]
Si la constitución de Atenas se basaba en una idea orgánica de la ciudad-Estado,[34] ello puede darnos una clave de comprensión sobre la concentración de poderes (jurídicos, políticos y religioso-civiles), que es seguida por mínimos derechos individuales básicos; por lo cual, la ciudad, como comunidad sociopolítica, se consolida como una soberanía casi ilimitada y directa del poder: con un poder de castigar.[35]
Por lo que parece una consecuencia natural lo que la ley platónica habrá de disponer contra el criminal que comparece y al que se le dicta exilio “[…] en nombre de la ciudad entera”:
Al que desobedezca declárese en escritura la siguiente ley: si alguien con premeditación e injusticia mata por su mano a cualquiera de su misma estirpe, sea primeramente alejado de los usos comunes y no contamine los templos ni el mercado ni los puertos ni otra cualquiera reunión pública, lo mismo que si hay persona que se lo prohíba que si no la hay: la ley se lo prohíbe, en efecto, y aparecerá siempre prohibiéndoselo en nombre de la ciudad entera. El que no lo persiga, debiendo perseguirlo, o deje de intimarle semejante exclusión, siendo pariente del muerto por línea de varón o hembra hasta el grado de primazgo, reciba ante todo en sí mismo la contaminación y el odio de los dioses, ya que la maldición de la ley trae consigo tal condena; y, en segundo lugar, quede sujeto a proceso por quien quiera perseguirlo en nombre del muerto. Y ese perseguidor voluntario ha de cumplir primero con lo concerniente a la precaución de los lavatorios y cuantas otras prácticas prescriba el dios para estos casos, y ha de pronunciar el entredicho; tras de lo cual pasará a obligar al autor a someterse al cumplimiento de la pena conforme a ley. […] El culpable sea castigado con la muerte y no sea enterrado en el país de su víctima, no solo en razón de su impiedad, sino de su impudor. Si se escapa y rehúsa someterse a juicio, sea perpetuo destierro (phugón). Si alguno de estos desterrados (pheugéto) pisaré la tierra del muerto, el primero que lo encuentre de los allegados de este, y aun de entre los ciudadanos, mátele impunemente, o bien átele y entréguele a aquellos magistrados que juzgaron el hecho para que lo maten […].[36]
Como puede advertirse, el criterio de la desterritorialización, el exilio como signo del castigo en toda su intensidad, es un rasgo, sumamente espacial y visible de la movilización forzada; no obstante, la manera como se despliega el evento y la forma como lo instruye Platón no tiene igual.
La fuerza del poder de la comunidad entera, el nombre que firma esa fuerza, el nombre de la ciudad como autora y autoridad, tiene en su acto la energía de transformar todo lo que se ve sujeto a ella en forma de ley: por un lado da forma al poder (violencia instituida, imparcial, objetiva e impersonal en forma de ley) y forma a los individuos como ciudadanos con un acervo simbólico de identidad y unidad; por otro lado, tiene el poder de deformar la individualidad con una fuerza ejercida hasta el límite: no solo de los límites territoriales sino también de los límites existenciales que hacen del ser humano un humano: derechos, reconocimiento mutuo, arraigo, referencialidades con lo divino y lo humano. El exiliado: individuo contaminado y contagioso por gustar de la sangre de y entre los suyos ha de ser desarticulado en su conformación sociopolítica.
DOMENICO PETARLINI, “DANTE EN EL EXILIO” (1860)
El criminal exiliado, en tal sentido, carga con el peso del castigo, queda sujeto a un proceso en donde no únicamente él es el enemigo de todos, sino que cualquiera es su enemigo también, en el postulado de “[…] un principio simple y brutal”:[37] el enemigo común: público.
La ciudad herida
Ciertamente, el factor jurídico (el régimen, poder y la fuerza de la ley) transformó definitivamente la noción de daño interpersonal y tribal hacia la herida a la ciudad, porque se encargó —en la cualificación del espacio sociopolítico, que reconocemos como polis, y de los actos que se cometen en ese espacio— de atraer y envolver los acontecimientos de violencia frontal de individuos contra individuos a una relación más abstracta, por cuanto impersonal y objetiva.
Para restaurar la funcionalidad de la comunidad (rota por hechos injustos) el pensamiento griego introdujo la promesa del cumplimiento de la ley —que se transforma en la amenaza directa hacia el agresor que olvidó tener miedo a la ecuación ontojurídica todos-uno. Por ello, el asesinato de un conciudadano (“hermano”, aquel de la misma estirpe, por cuanto nacido en este cosmos político que es una phratría, una patria compartida)[38] se convierte en un problema de injerencia común y en una solución compartida como deber cívico: es la ciudad la que maldice, destierra, persigue y ejecuta, la que ordena y se encarna en cada ciudadano en la forma de deber punitivo al que se ha de temer permanentemente; lo cual se colige de esa exención de toda responsabilidad jurídica (impunidad) a quien mate al perseguido, es decir, al exiliado.[39] Insistamos: la transformación, hoy lo entendemos, es signo de una sofisticación total y sin precedentes en la historia jurídica de Occidente que va de la venganza individual (del daño entre particulares) a la justicia de la ciudad (la herida pública).
Exilio
Se propone, luego, plantear esta interdicción de exilio, presente en Platón y su horizonte histórico, de cara a las concepciones actuales del exiliado que se focalizan en: “[…] una persona obligada a abandonar o a permanecer fuera de su país de origen debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad u opinión política; una persona que considera su exilio temporal (aunque puede durar tiempo de vida), con la esperanza de volver a su patria, cuando las circunstancias lo permitan; pero se ve imposibilitada o incapacitada en tanto persistan los factores que lo han exiliado.”[40]
En contraste a esas consideraciones, debemos precisar que el exiliado era, antes de la Modernidad, castigado —de manera directa, frontal y personal— en la persecución no solo por motivos ideológicos sino por razones jurídico-políticas porque se trataba del perturbador de la paz común.
Habrá de enfatizarse que en este horizonte de interpretación de la Antigüedad, las comunidades vis à vis estaban conformadas por entramados de instituciones sociales, administradas por unidades de representación directa; con lo cual, los nexos de proximidad y reconocimiento se llevaban a cabo por vínculos sociales, estatus o tratos formales e informales de unos individuos con otros. En este sentido, Elnadi y Riffat afirman sobre el exilio:
En los tiempos lejanos en que la comunidad regulaba en sus más mínimos detalles el comportamiento de cada uno de sus miembros, excluir a uno de ellos era, prácticamente condenarlo a muerte. No solo se le negaba la protección del grupo y se le dejaba solo frente a lo desconocido, sino que se le privaba del vínculo con sus antepasados y de la posibilidad de […] fundar un hogar. Ya no tenía puntos de apoyo psíquicos que le dieran seguridad. Perdido para la comunidad, también estaba perdido para sí mismo.[41]
Es en tal marco de regulación geográfica y demográfica (cualificación legal del espacio y sociopolítica de los individuos), al que se ciñe Platón al pensar la ciudad-Estado. Con todo, el exilio seguiría operando igualmente en el plano de circunstancias similares dentro del pre-derecho romano, del derecho medieval temprano[42] y del pre-derecho español.[43] El exilio se concibe, una y otra vez, bajo este contexto fundamental de relaciones en el que la historia jurídica de las comunidades buscaba castigar, con la implementación de un mecanismo de prevención sobre la propagación y el contagio de la violencia, la alteración del orden o frente a cualquier hecho que pusiera en franco peligro a la comunidad. Todo esto desde las relaciones discursivas que se crearon entre el orden común (filosófico-ontológico), delitos públicos o crímenes (jurídico), la estigmatización (mágico-moral-religiosa), la privación de derechos (político) y la persecución a muerte (amenaza existencial).
Con tales medidas, se logró la configuración de un proceder racionalmente graduado y estructurado para la represión penal, que signa en espirales de un extremo a otro al exilio. De ahí que comprender a la comunidad en sus fundamentos implica, en rigor, marcar no únicamente la línea horizontal y progresiva de una positiva conciencia de sí que va del mito a la ley, pasa por la paideia literaria y se consagra en la filosofía y el derecho.[44]
La comunidad política, aquella que Occidente hereda y en sus rasgos fundamentales reproduce una y otra vez a lo largo de los siglos, está forjada también por el envés de la violencia y los principios de exclusión que la constituyen;[45] violencia, esta, que varía en formas, grados e intensidades, pero que está latente, activa potencialmente, para accionar contra extraños y los propios (aquellos que la comunidad llama los “nuestros”: polités, ciuies, prójimo o ciudadano) en todos los marcos de legitimidad y legalidad; pues en todas las variantes que Occidente ha creado, la comunidad no pierde (por el contrario, parece intensificar) su potencial constituyente de represión y de exclusión.[46]
J. M. W. TURNER , “ANTIGUA ITALIA – OVIDIO DESTERRADO DE ROMA” (1836)
Así, más allá del consabido relegamiento geográfico, factor más visible del exilio, pesa la acusación de crimen (publicum) en la infracción penal, misma que da la autorización, por cuanto derecho cívico, para que todo ciudadano pueda ejercer contra el agresor la persecución y la muerte impune: “[…] quede sujeto a proceso por quien quiera perseguirlo en nombre del muerto”.[47]
El “alejamiento forzado” del enemigo de lo común, metamorfosea a la infracción penal del “todos contra uno”, que se corresponde aritméticamente —y no sin cierta extrañeza— a aquel que con su acción violentamente deliberada se convirtió en el “uno contra todos”.
Esto muestra, ciertamente, el rasgo más evidente y abordado por la intrahistoria sobre la condición exílica: el destierro. Porque la representación del exilio como destierro dentro de nuestra tradición se halla enclavada en este despliegue: un individuo o un colectivo en movimiento, escapando, alejándose.[48] Esto tiene su razón profunda.
El prófugo
No es fortuito que el término que utiliza Platón en el siglo IV reitere, en sus múltiples usos en Las leyes, el sentido de alejamiento: el desterrado, el exiliado, es pheugó. En efecto, usual desde Homero, los vocablos que participan de la función sintagmática del phug– refieren a la acción de dar la espalda, darse la vuelta, girar, plegar, doblar; que empujan en sus formulaciones a la acción explícitamente humana de emprender la fuga, huir (que en castellano antiguo se entendía como fuir), evitar, salir, escapar y desterrarse; por cuanto el que da la espalda, el fugitivo, evita la muerte o la venganza.
La diseminación del uso y su expresión fructífera convive con estos términos para ampliarse y formar instrumentos en torno al que huye o debe huir: prohibición de permanencia y regreso, fugitivo, el pró-fugo que busca asilo y protección ante el phugadotherás (cazador o perseguidor de exiliados).
Como puede apreciarse en la interdicción platónica cometer un crimen tenía, a su vez, connotaciones morales y religiosas, dado que la religión se desarrollaba bajo un sistema de normas cívicas (un conjunto estricto de reglas no escritas pero que permeaban bajo su cultura normativa).[49] De ahí que la intensificación jurídica, con las relaciones políticas, confluía con las armas retóricas del insulto y la vejación moral. Por ello, confirma Platón, el criminal bajo proceso y prosecución, como ordena la ley: “[…] sea primeramente alejado de los usos comunes y no contamine los templos, ni el mercado, ni los puertos, ni otra cualquiera reunión pública”.[50]
El sentido primario, referido, del que da la espalda, como un acto voluntario para salvar la vida, aparece incesantemente en el mecanismo de desterritorialización del enemigo público. De hecho, en sus contracciones histórico-punitivas, el exilio se muestra como opción para salvar la vida frente a la posibilidad de enfrentar la pena capital; por lo cual, los grados de esa fuga se agravan o atenúan dependiendo de las diferencias radicales entre los agravios y, también, de aquellos que los han realizado (el diálogo menor Critón de Platón es paradigmático en este punto). La pena del exilio como una acción voluntaria de huida tendrá intermitencia; hasta el grado de que esa posibilidad de huida algunas veces desaparecerá por completo en derecho procesal, para convertirse en una acción obligada de desterritorialización y persecución.
La reiterabilidad del mecanismo de alejamiento forzado encuentra, de tal manera, variantes intermitentes en la producción legislativa de las comunidades en Occidente. En este punto cobra sentido la sentencia foucaultiana cuando señala: “Utopía del poder judicial: quitar la existencia evitando sentir el daño, privar de todos los derechos sin hacer sufrir, imponer penas liberadas de dolor”.[51]
Propuesta teórica
A medida que advertimos la fuerza y el juego de violencias que opera entre el criminal agente y la ciudad herida, apremia señalar cómo el exilio germina en un momento histórico determinado y se consolida, antes que como un término, más bien como un sistema conceptual de la comunidad que firma y confirma la regulación de un entramado moral, religioso, filosófico, jurídico y político.
De este modo, podemos conceptualizar y sugerir que el exilio en la temprana configuración que realiza Platón en Occidente refiere a un conjunto de criterios que muestran acciones reguladas desde la consolidación jurídica de la comunidad política. Por ello mismo, se trata de un mecanismo especializado, un conjunto de instrumentos discursivos y operacionales de exclusión territorial destinado, como resultado frontal de una condena judicial, a revocar en el individuo el pleno uso de sus derechos de ciudadanía, pertenencia y reconocimiento de los vínculos sociopolíticos en la comunidad. El desplazamiento y extrañamiento activados, expulsan al perturbador de la convivencia y a sus acciones violentas, dejándolo sin protección ni seguridad; por ende, el criminal —individuo violento a la comunidad y violentado por ella— queda a merced de cualquiera que en cumplimiento de un deber de comunidad desee darle muerte impunemente.
HENDRIK GOLTZIUS, “ZEUS TRANSFORMA A LYCAON DE ARCADIA EN LOBO” (1589) [52]
La relación que estableció la clásica definición aristotélica del hombre como animal viviente capaz de existencia política y capaz de articular con el lenguaje los modos, los sentidos y posibilidades del bien vivir, sitúa la posibilidad misma de la palabra para convenir políticamente lo que es justo o no, lo que es el bien y de qué manera perseverar en ello.[53] La vivencia estrictamente humana se inserta en este orden de palabras que Aristóteles confirma: “[…] la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad”.[54] El impedimento, a esa palabra común (el fondo de la monstruosidad y deformación humana es signado por la emisión del quejido, aullido o gruñido, ver imagen de Hendrik Goltzius) sitúa al exiliado[55] —que tiene voz (phoné) pero no palabra (logos), expresa placer y dolor pero no sabe sobre lo justo y lo injusto— en una zona, ya no solo de indistinción del reconocimiento político, sino también de indiferencia existencial; por lo cual adquiere fuerza mayor el mandato de ley platónico de no ayudar ni acercarse a este ser infectado por la violencia que accionó contra la comunidad.
Por lo que alcanzamos a ver, la pena del exilio, la severidad aplicada, no es solo un desplazamiento forzado, una neutralización del criminal, el extrañamiento de la comunidad; como si ello no bastara, el exilio apunta a dejar al criminal en el “abandono”, “a bando”.[56] Abandonado de ese ordenamiento humano que inscribe y ordena las formas de vida en un espacio determinado.
Deberá meditarse por un momento que la polis griega no creó solo un espacio, sino que inventó y fundó la íntima relación de la realidad política con la realidad ontológica en el orden y la medida. Por ello, la desterritorialización en donde se formaliza la existencia (“sin-familia”), la eliminación de derechos proclamados en un habla común (“sin-ley”) y el estado de intemperie (“sin-hogar”, sin protección) en que quedaba el exiliado —“un fuera de”, abandonado de la concurrencia de lo humano— serán el objetivo franco del mecanismo en cuestión.
Por ello, la exclusión forzada del exilio no fue únicamente del espacio geométrico —como la comunidad tampoco fue la aritmética sumatoria de los individuos—; sino que consistió y consiste en la complejización del espacio como horizonte vital.[57] El exilio pende, por ello, de las tensiones jurídicas que regulan, sancionan, limitan, indican y controlan la situación (el aquí y el ahora) con una pretensión absoluta, continua y supuestamente universal (sustentada en las ideas de igualdad jurídico-política y proximidad ontológica), para hablar de espacios prescriptivos de relación civilizados, del nosotros y el dentro, contra espacios externos, el fuera en donde impera lo salvaje, lo bárbaro y lo incontrolable dictaminado por un espacio legítimo.
De esta manera, decretado el exilio, el castigado es la derealización de todo derecho y toda familiaridad. Privado de derechos, desde “su zona” (que no es “suya” porque no es creada ni elegida), la comunidad mantiene al exiliado en una extraordinaria tensión, pues para él la comunidad se ha vuelto algo que lo amenaza y lo persigue, le da caza: “[…] cualquiera que lo encuentre puede darle muerte impunemente”.[58]
Como se observa, el griego comprendió que el exilio no radica solo en la devastación individual de una marginación geográfica, sino, además en su posibilidad misma: el poder de la ley, de lo que “ordena la comunidad”, para decretar y accionar la fuerza de la ley hecha franca violencia en aras de la desarticulación y hasta de la eliminación impune, dado que el exiliado no tiene identidad, no es más un ciudadano ya, ha sido despojado de sus apropiaciones (culturales, políticas y religiosas) y de sus propiedades (económicas y sociales).
El criminal (que el exiliado no por ser exiliado y figura paradigmatológica de abandono deja de ser un criminal ante la ciudad y su ley) es la alteridad de esa violencia posible para la cual la comunidad, el cuerpo sociopolítico herido no tiene destinado un lugar, es decir, no tiene y no da destino ni espacio ni tiempo; porque los espacios que ha generado la comunidad son, con toda claridad, en los límites de su ley, como lo son las murallas en la ciudad.
LUCAS CRANACH, “EL HOMBRE LOBO O EL CANNIBAL” (1512)
El exiliado, como ser intermedio y sin relación, es también el signo sociopolítico-jurídico de una profunda alteración, construida al interior de la polis, que consiguió discernir y seleccionar los factores precisos para una relación contradictoria: muerte en vida, aterradora para los ciudadanos, sin llegar al suplicio corporal ni a la supresión absoluta y explícita de existencia del criminal.
Con esto, es posible advertir criterios que evidencian acciones destructivas, reguladas por un mecanismo de desplazamiento y extrañamiento, expulsión y desprotección declarada, capaz de someter a una zona gris e indeterminada a los individuos que antes fueron en comunidad.
Hemos enfatizado en esta colaboración que la gravedad del exilio en la Antigüedad, y retomada desde una filosofía del derecho en Platón en Las leyes, exhibe criterios positivos, benéficos, necesarios e insuperables para la comunidad, así concebida, en la dinámica de promesa-amenaza bajo la cual funciona la regulación colectiva en la dinámica de derechos y obligaciones, castigos y recompensas. La prevención del crimen en la comunidad, la cohesión común y la referencia sustantiva (lo uno-comunidad) a un conjunto de consensos legales, políticos, religiosos y culturales, mismos que no solo son la construcción y protección de la identidad, referencialidad, soberanía de ese cuerpo sociopolítico, sino que han de ser también protegidos con todo el rigor y la violencia necesaria por parte de la ciudad-Estado.
En general, el exilio mantuvo registros hasta los Estados-nacionales modernos, pues la definición de espacio, desde el trazo de bordes fronterizos y sistemas jurídicos, abre lugares y genera puestos de convivencia (voluntaria y forzada), pero, a la par, cierra esos lugares deportando, relegando, abandonando a sectores poblacionales en zonas de muerte sociopolítica.[59] Este mantenimiento del exilio —desde su construcción arquitectónica-conceptual hasta sus acabados jurídicos en los compendios legales— fue posible por la consolidación de la identidad en la ciudadanía a medida que avanzó la democratización de los Estados; ya que con esa consolidación se garantizó, en su lado positivo, la unión de la identidad cívica, los derechos de pertenencia y participación, es decir: la “nacionalidad”; pero, por otra parte, el Estado-nación promovió y mantuvo el poder para negar la ciudadanía, impugnar derechos e ingresos al espacio jurídico-político a determinados individuos.
En nuestros días, y más allá de la geopolítica, afrontamos el tiempo de las ciudades, en las cuales se ha concentrado el poder, la riqueza y las dinámicas que fluyen en una intermitencia de derechos, obligaciones, castigos, celeridad jurídico-política, reconfiguración cotidiana de las alteraciones socioculturales, control, seguridad, violencia a la privacidad e intimidad, desprotección.[60] Por esto mismo, los dispositivos de relación y sujeción han tenido que mutar o se han tenido que generar otros nuevos con potencias desmedidas para contener ese bullir de espacio, diversidad, encuentro y conflicto.[61]
En este paisaje actual es que deberá pensarse el alcance y sentido que tiene hablar del exilio. Si logramos exponer aquí, con meridiana claridad, desde Platón el centro de atención que ha implicado el desplazamiento territorial del criminal, como factor de alteración de la disposición individual, debemos ceder al análisis de figuras que no han cometido crimen alguno, pero son sometidos a disposiciones parecidas a las del exiliado en la Antigüedad.
El exilio, no solo como criterio de desterritorilización, sino como descualificación de la vida puede aportar criterios de análisis a esas individualidades y colectivos que se tensan ante las promesas de mejora social, estado de bienestar y aquellas víctimas sin familia, sin ley y sin hogar, como son los indigentes, los vagabundos, los niños de la calle, los parias, los refugiados (o sea, los concentrados en campos humanitarios), los migrantes, los sin-trabajo, los desplazados a áreas suburbanas y todos aquellos que de manera permanente o intermitente son puestos en la intemperie social, económica, jurídica y política: seres malditos.
En las condiciones, factores y experiencias focalizadas por el mecanismo del exilio se observa el funcionamiento y la articulación de las fuerzas desmedidas de eso que se ha llamado la comunidad. Este análisis no se extiende únicamente, sino que además se intensifica, entonces, a la comunidad, al principio de autoridad como principio de comunidad y a la relación (también excesiva, violenta) de sus fuerzas: esta regulación normativa que ha pretendido y pretende cubrir con el manto de la ley a la fuerza a la comunidad como un todo orgánico.
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Notas
[1]Véase Bonner, Robert J. y Smith Gertrude (1974). The Administration of Justice from Homer to Aristotle, Chicago, University of Chicago Press, pp. 271-287.
[2] Guillén, Claudio (1985). El sol de los desterrados: literatura y exilio, Barcelona, Quaderns Crema, p. 18. Desde Arístipo de Cirene se despliega una literatura sobre el exilio con lugares comunes (cosmopolitismo, reconfiguración individual, temple moral frente a la adversidad, apertura y tolerancia a la heterogeneidad, en fin: literatura de la consolatio al exiliado) escrita por un linaje variado de autores: Estilpón de Megara, Crantor de Solos, Plutarco, Ovidio, Cicerón, Séneca, y el título en griego llega hasta el patriarca de Antioquía Juan de Oxita.
[3] Homer (1924). canto IX, en The Iliad, (versos 60-63), Londres, Harvard University Press
[4] Jaeger, Werner (1953). La alabanza de la ley, Madrid, CEC, p. 18. Asimismo ver Romilly, Jacqueline (2010). La Grecia antigua contra la violencia, Madrid, Gredos, p. 84.
[5] Jaeger, Werner (1953). La alabanza de la ley, Madrid, CEC, pp. 25-26.
[6] Gernet, Louis (1980). Antropología de la Grecia Antigua, Madrid, Taurus, p. 215.
[7] Ibid., p. 216.
[8] Loraux, Nicole (2008). La guerra civil en Atenas. La política entre la sombra y la utopía, Madrid, Akal, pp. 152-159.
[9] Platón (1997). República, versión bilingüe, 4ª ed., Madrid, CEPC, 456b-c.
[10] Cover, Robert (2002). Derecho, narración y violencia. Poder constructivo y poder destructivo de la interpretación judicial, Barcelona, Gedisa, pp. 75-77.
[11] Benveniste, Emile (1983). Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus, pp. 302-303.
[12] Véase el destacado estudio de Sennett, Richard (1997). Carne y piedra, Madrid, Alianza Editorial, pp. 56-70.
[13] Schiavone, Aldo (2009). Ius. La invención del derecho en Occidente, Buenos Aires, AH, pp. 15-18.
[14] Derrida, Jacques (2008). Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, Madrid, Tecnos, p. 32.
[15] Platón (2000). Timeo, Madrid, Gredos, 92c.
[16] Sobre el tema metafísico de la comunidad, la identidad, el vínculo y el afán de hacer obra de comunional véase la conocida crítica de Nancy, Jean-Luc (2001). La comunidad desobrada, Madrid, Arena, pp. 25-25.
[17] Platón (1999). Las leyes, versión bilingüe, Madrid, CEPC, 865a-864b.
[18] Ibid., 869e.
[19] Véase Demandt, Alexander (1990) “Sócrates contra el tribunal popular de Atenas”, en AA.VV. Los grandes procesos, (p. 15). Barcelona, Paidós
[20] Véase Romilly, Jacqueline (2010). La Grecia antigua contra la violencia, Madrid, Gredos, pp. 29-60.
[21] Loraux, Nicole (2008) La ciudad dividida. El olvido en la memoria de Atenas, Buenos Aires, Katz, pp. 79-81.
[22] Materns, Pierre (1981) “Violencia institucional, violencia democrática y represión”, en AA.VV. La violencia y sus causas, (p. 253). París: Unesco, causas
[23] Platón (1999). Las leyes, versión bilingüe, Madrid, CEPC, 867b.
[24] Gauthier, Philippe (1972). Symbola. Les Étranger et la Justice dans les Cités Grecques, Nancy, Universidad de Nancy II, pp. 144-145.
[25] Platón (1999). Las leyes, versión bilingüe, Madrid, CEPC, 870c.
[26] Véase Bufacchi, Vittorio (2015) “Dos conceptos de violencia”, en Arturo Aguirre, (comp.). Estudios para la no
violencia I. Pensar la fragilidad humana, la condolencia y el espacio común, (pp. 19-21). México, Afínita
[27] Girard, René (1983). La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, pp. 26-27.
[28] Retomamos el planteamiento sobre la relación en el decir y lo dicho (por mentarlo rápidamente) que plantea Derrida, respecto de la palabra griega fármacon y el léxico platónico; para ello remitimos al lector al brillante trabajo del filósofo francés “La farmacia de Platón” (específicamente p.195): “Como todo texto, el de ‘Platón’ no podía dejar de estar en relación, de manera, al menos, virtual, dinámica, lateral, con todas las palabras que componen el sistema de la lengua griega. Fuerzas de asociación unen, a distancia, con una fuerza y según vías distintas, a las palabras ‘efectivamente presentes’ en un discurso con todas las demás palabras del sistema léxico, aparezcan o no como palabras, es decir, discurso. Comunican con la totalidad del léxico mediante el juego sintáctico y al menos mediante las sub-unidades que componen lo que se denomina una palabra”.
[29] Gernet, Louis (1980). Antropología de la Grecia Antigua, Madrid, Taurus, pp. 206-207.
[30] Platón (1999). Las leyes, versión bilingüe, Madrid, CEPC, 867a.
[31] Ibid., 852a.
[32] Ibid., 857a.
[33] Ibid., 859b.
[34] Nicol, Eduardo (2004). La idea del hombre, México, Herder, p. 111.
[35] Gernet, Louis (1980). Antropología de la Grecia Antigua, Madrid, Taurus, p. 433.
[36] Platón (1999). Las leyes, versión bilingüe, Madrid, CEPC, 871a-e (las cursivas son mías).
[37] Gauthier, Philippe (1972). Symbola. Les Étranger et la Justice dans les Cités Grecques, Nancy, Universidad de Nancy II, p. 144.
[38] La expresión áphrator (que hemos traducido “sin familia”) en la formulación homérica enunciada por Néstor tiene aquí una resonancia: la phratría era en el periodo homérico una cofradía o comunidad que agrupaba a una serie de familias emparentadas que formaban una subdivisión de la tribu; en la polis ateniense cada phatría refiere a una comunidad político-religiosa constituida por treinta familias de la misma tribu. Véase Benveniste, Emile (1983). Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus, pp. 168-169.
[39] Se mantiene, así, la prosopopeya leyes-ciudad que no es propia del Critón de Platón, sino que se debe más a una afectividad antropomorfizante de los atenienses contemporáneos sobre su polis.
[40] Tabori, Paul (1972). Anatomy of Exile. A Semantic and Historic Study, Michigan, Harrap, p. 27.
[41] Elnadi, Bahgat y Riffat (1998). Adel, Luces y sombras del exilio. Correo de la UNESCO, UNESCO, París, pp. 8-9.
[42] Véase Schiavone, Aldo (2009). Ius. La invención del derecho en Occidente, Buenos Aires, AH, pp. 65-77.
[43] Cotéjese con Hinojosa, Eduardo (1915). El derecho germánico en el derecho español, Madrid, CEH; asimismo con Nirenberg, David (2001). Comunidades de violencia. La persecución de las minorías en la Edad Media, Barcelona, Península, pp. 33-55.
[44] Confróntese Jaeger, Werner (1957). Paideia: los ideales de la cultura griega, México, Fondo de Cultura Económica, pp. 19-47.
[45] Maffesoli, Michel (1983). La violencia totalitaria. Ensayo de antropología política, Barcelona, Herder política, p. 29.
[46] Arendt, Hanna (1974). Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, p. 559.
[47] Platón (1999). Las leyes, versión bilingüe, Madrid, CEPC, 871e.
[48] C. Guillén, El sol de los desterrados, p. 24.
[49] Cotéjese con R. L. Sancho, “Stasis, phuge y homonia”.
[50] Platón, Las leyes, 871c.
[51] Foucault, Michael (2008). Vigilar y castigar, México, Siglo XXI, p. 19.
[52] Hay una profunda relación en el folcklore griego —que se filtra a la literatura y pintura en Occidente— entre el exiliado y el licántropo, rastreable hasta el asilo del desterrado y la protección de Zeus Lycaon, patrono de los exiliados, así como en el mito de Lycaón de Arcadia.
[53] Véase J. Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, pp. 13-26.
[54] Aristóteles, Política, 1252b.
[55] Véase Michel Jacoby, Wargus, Vargr. Verbrecher Wolf.
[56] Agamben, Giorgio (1996) Política del exilio, Archipiélago, 26-27, p. 47.
[57] Massey, Doreen (2005) For Space, Londres, Sage, pp. 55-59.
[58] Agamben, Giorgio (2006). Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida I, España, Pre-Textos, pag. 243
[59] Velasco, Juan Carlos (2016). El azar de las fronteras. Políticas migratorias, ciudadanía y justicia, México, FCE, pp. 15-18.
[60] Buttler, Judith (2010). Marcos de guerra. Las vidas lloradas, México, Paidós, pp. 60-61.
[61] Virilio, Paul (2006). Ciudad pánico. El afuera comienza aquí, Buenos Aires, El zorzal, pp. 94-97.