Resumen
Michel Foucault parece vislumbrar una comprensión alternativa sobre el fenómeno del suicidio frente a los ya conocidos dispositivos de poder que buscan la administración de la vida, mediante el establecimiento de una red de significados y de prácticas que además, tratan de crear e institucionalizar una verdad sobre el sujeto, cuyo resultado no deja de ser otro que la producción de sujetos sujetados a los efectos del saber-poder. Para que éstos puedan liberarse de tales juegos de verdad deben recurrir a prácticas de resistencia, como en este caso el suicidio, que los ayuden a romper con dichos efectos y así poder redescubrirse como sujetos autónomos.
Palabras clave: Foucault, biopoder, dominación, libertad, control, anormal
Abstract
Michel Foucault seems to glimpse an alternative comprehension of the phenomenon of suicide facing the already known power devices that look the administration of life, through the establishment of a net of meanings and practices that, also, try to create and institutionalize a true over the subject, whose result doesn’t let to be other than the production of subjects hold to the effects of knowledge-power. In order to this to be able to break of such games of true they must appeal to practices of resistance, like in this case suicide, that help them to break with such effects and so be able to rediscover themselves as autonomous subjects.
Key words: Foucault, biopower, domination, freedom, control, abnormal
El presente trabajo pretende hacer una reflexión biopolítica sobre el suicidio, sacando a relucir esa relación que existe entre las dinámicas políticas y la vida humana, entre la política y lo biológico, y que se encauza en función del beneficio social, directamente en la conservación, prolongación y administración de la vida misma. En últimas, según Foucault, idealmente tal relación podría comprenderse como una dinámica equilibrada en tanto no se configura un estado de dominación. Por el contrario, en el caso de la relación inestable suicida-sociedad, se establece una definición determinada de sujeto-no libre y una concepción restringida de “vida” sobre la cual la sociedad reclama su propiedad.
Se trata específicamente de vislumbrar la perspectiva de aquel que elige darse muerte, sobre aquello que lo lleva a tomar tal decisión y el papel paradójico que su acción juega en la trama de una biopolítica que quiere administrar la vida y prolongarla hasta sus últimas estancias, sin importar que exista o no una calidad de vida en la persona que sufre. En esta instancia, cabe resaltar los diferentes procesos que se aplican para instruir a la sociedad a temerle a la muerte y aferrarse a la vida. Es decir, se ha de inculcar en cada individuo “un deber ser” en relación con la vida, una obligación de seguir con vida, aún a expensas del dolor y el sufrimiento que se padezca.
El texto que va a articular esta investigación será Un placer tan sencillo, que aunque poco extenso; se considera, abre una ventana que permite comprender la elección libre y la perspectiva del otro-suicida.
Comprensión del yo-construido
Según nos muestran los análisis de Foucault (2008), desde la antigüedad se han ido estableciendo en la sociedad tecnologías específicas para que los hombres pudieran entenderse a sí mismos, se trata de un tipo de juegos de verdad que estructuran al sujeto mismo a partir de discursos dominantes y dispositivos de poder y de control que guían la forma de comportarse y de pensar, haciendo que los sujetos conectados a verdades instituidas se comprendan a sí mismos en relación con lo prohibido para que traten desde la marginación descubrir su identidad. Sin embargo, para el autor, “el punto principal no consiste en aceptar este saber como un valor dado, sino en analizar estas llamadas ciencias como «juegos de verdad» específicos, relacionados con técnicas específicas que los hombres utilizan para entenderse a sí mismos”.[1]
Ante dichos juegos de verdad Foucault expone ciertas técnicas que buscan el examen de sí mismo y que llevan a un cuidado de sí como perfeccionamiento. Un cuidado de sí un poco olvidado en la cultura occidental judeocristiana en tanto que ésta privilegia la renuncia de sí como eje de una construcción moral, de la cual también depende el conocimiento de sí. Tal moral social, de la mano de la ley, regula el modo de convivir y de comportarse con los demás.
En el cuidado de sí, el sí del que el sujeto se ocupa es la propia identidad que debe ser cuidada por medio de actividades que buscan el perfeccionamiento del alma, a través de normas y conductas específicas que permiten que ese cuidar de sí mismo se convierta en la búsqueda implícita del conocimiento de sí. Así, “el cuidado de sí es cuidado de la actividad y no cuidado del alma en tanto que sustancia”.[2] Tales técnicas, antes referidas, que estructuran una relación entre cuidado y conocimiento de sí, se enfocan sobre todo a la meditación y la reflexión sobre el propio comportamiento y pensamiento a través del camino de la introspección y de la escucha de la razón en la voz del maestro, por parte del discípulo. Tal escucha se convierte en presupuesto básico para un verdadero examen que permita purificar la conciencia.
Como lo afirma Foucault (2008) en Séneca, tal examen se comprende como la elaboración de un inventario de las acciones buenas (según las reglas de conducta) que han dejado de hacerse, para actuar de mejor manera en un futuro, recordando la norma pero sin la intención de buscar culpa o castigo; todo esto, sin olvidar la propia identidad. Para dicho examen hay que recordar la enseñanza del maestro que debe hacerse norma de conducta e incorporarse en sí mismo, ya que tal recordación se convierte en un progresivo dominio de sí, en tanto que la verdad (norma) se convierte en principio de acción de una subjetividad en constante perfeccionamiento.
La espiritualidad cristiana, por otra parte, plantea otro tipo de examen, ejemplificado en la confesión y que tiene como finalidad juzgar pensamientos y comportamientos para purgarlos en la penitencia. La idea es que el creyente haga coincidir su verdad interior con la verdad institucional de la religión. Para esto se requiere un conocimiento previo de sí mismo y así poder revelar a Dios o a la comunidad lo que pasa en su interior, si se tiene intención sincera de purificación se accede al conocimiento de sí, de tal modo que el penitente se castiga a sí mismo a la vez que se descubre a sí mismo (como pecador que quiere renunciar a sí mismo para restaurar la gracia del bautismo).
En Séneca, vemos cómo se resalta la importancia de la relación maestro-discípulo, en donde el primero guía al segundo hasta que éste alcance, por medio de sus consejos, una vida autónoma, mientras que en el monaquismo cristiano tal relación implicaba un control completo de la conducta del discípulo, sin buscar un estado final de autonomía, antes busca eliminarla. En este contexto las enseñanzas del maestro dirigen a una contemplación constante que encausa pensamientos y acciones siempre hacia Dios, pero que se centra más en controlar el pensamiento para distinguir al momento lo que debía pensarse y lo que no.
De esta manera, alcanzar un conocimiento de sí habría de pasar, según se ha visto, por una renuncia de sí, es decir, lo que queda después del examen, después de repetirse mentalmente las doctrinas aprendidas, es “la verdad sobre uno mismo”. O, en otras palabras: la identidad.
Si seguimos el camino del estoicismo, encontramos que dicha identidad no está necesariamente afuera, sino que parte de la posibilidad de ser autónomo, de autodefinirse, aunque tal construcción parta de presupuestos adquiridos en medio de la sociedad en que nos desarrollamos. Así, no se trata de un simple vaciado de contenidos o de seguir tal o cual norma sin más, sino de reflexionar y poder actuar según un pensamiento crítico, que se examina, que permita saber el ¿por qué? de aquello que se me dice que debo ser o hacer, dando valor a la propia postura, pero buscando siempre fundamentos para la acción.
En el caso concreto del suicidio, se trata de una elección que parece desconocer las convenciones sociales que nos dicen cómo deberíamos actuar o qué posición tomar con respecto a la muerte, pero, en tanto que tal decisión asocia experiencias personales, narrativas del sujeto y circunstancias especiales o puntuales, al igual que normativas heredadas de la colectividad a la que pertenece, todos ellos factores que constituyen la experiencia de ser sujeto y que también entran a debatir en la conciencia de aquel que quiere darse muerte, para elegir libremente ya sea saltar al vacío o continuar con vida.
Lo importante es comprender en qué consiste la elección autónoma y hasta qué punto el suicidio puede constituirse en una, sin que ningún elemento puesto a consideración determine o coaccione dicha elección, negando la posibilidad de que ésta sea libremente elegida. Y esto sólo puede lograrse por medio de una profunda reflexión basada en principios de comportamiento estructurados a partir de toda la vida, dirigidos por medio de una formación y que, finalmente, conversan con esa manera particular de ver el mundo y la situación concreta que posee aquella persona que quiere buscar la muerte. Esto, porque el suicidio como acción tiene un régimen especial, en tanto que no se puede juzgar por la propia persona con posterioridad, su examen radica en el antes, y el momento de realizarlo, a lo largo del recorrido vital, sólo puede determinarlo cada uno a través de dicho examen.
El poder de las instituciones y el control de la vida
Para Foucault (2007) se da una transformación en la manera de ejercer el poder, que ya no será un poder que se ejerza directamente bajo la amenaza de muerte, como hacían los antiguos soberanos, sino uno que se encarga de administrar la vida y de prolongarla. Se trata de un biopoder que nos obliga a vivir pero que también, nos dice cómo comportarnos, cómo elegir cada cosa a lo largo de nuestra vida. Es más, se trata de un discurso tan bien elaborado y que abarca todas las instancias de la vida, que ni siquiera sabemos que lo estamos siguiendo, que estamos sometidos. En otras palabras:
“La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida. Desarrollo rápido durante la edad clásica de diversas disciplinas -escuelas, colegios, cuarteles, talleres; aparición también, en el campo de las prácticas políticas y las observaciones económicas, de los problemas de natalidad, longevidad, salud pública, vivienda, migración; explosión, pues, de técnicas diversas y numerosas para obtener la sujeción de los cuerpos y el control de las poblaciones. Se inicia así la era de un “bio-poder”, Las dos direcciones en las cuales se desarrolla todavía aparecían netamente separadas en el siglo XVIII. En la vertiente de la disciplina figuraban instituciones como el ejército y la escuela; reflexiones sobre la táctica, el aprendizaje, la educación, el orden de las sociedades; […] En la vertiente de las regulaciones de población, figura la demografía, la estimación de la relación entre recursos y habitantes, los cuadros de las riquezas y su circulación, de las vidas y su probable duración […]”.[3]
A este discurso sólo se le escapa una cosa, la muerte. Las redes del biopoder se afanan por decirnos que es importante seguir viviendo, seguir siendo útiles y producir para la sociedad, y para convencernos ha inventado un discurso por el cual se tecnifica la muerte, donde, por un lado, se ha estructurado todo un entramado médico-psiquiátrico que explica desde la más pequeña hasta la más grande dolencia, la manera en que se comportan las personas normales y los anormales; estos últimos, desadaptados sociales e indeseables, ladrones, venéreos, libertinos y suicidas, todos ellos deben ser desaparecidos, encerrados y corregidos para volver a la normalidad porque no son más que animales, ya no son humanos. A pesar de que la psiquiatría se esfuerza por rescatar lo poco que queda de humanidad en el loco y en el suicida, lo que hacen, por el contrario, es hundirlo cada vez más en el rechazo, en el desconocimiento social y en el suyo propio, cuando salen del psiquiátrico ya son otros, programados, autómatas, adoradores de la vida.
Si el biopoder es incapaz de dominar la muerte, más sorprendido se encuentra todavía de que alguien pueda elegirla, que alguien quiera salirse de ese control tomando posesión de lo único que le pertenece en la vida, su cuerpo. Las leyes se han unido a ese encausamiento de la vida como un derecho inviolable que a nadie puede ser negado, nadie puede ayudar a que se niegue, la ley se esfuerza y estira su brazo hasta donde le alcanza pero no puede obligar a vivir, no puede obligar a que para la totalidad de las personas en una sociedad “vivir” sea una obligación, algo que tenga un valor verdadero, que pudiera pensarse desligado de una historia personal y de circunstancias personales que sólo cada uno puede experimentar.
Finalmente, podemos apreciar de la mano de Foucault (1979), la estructura que sostiene este biopoder y que ha imaginado Jeremy Bentham, el panóptico. Se trata de un mecanismo, un modelo de control y vigilancia social que se configura como el centro de un poder disciplinario que quiere transformar la conducta y que puede ser aplicado a cualquier tipo de institución. La estructura se describe como un conjunto de celdas que rodean una torre, desde la cual se puede lograr tal visibilidad que puede vigilarse cada uno de los cuerpos circundantes, previniendo la formación de masas para evitar habladurías, complots, malos comportamientos e intentos de fuga. Para los locos y los suicidas, la sociedad se convierte en esa torre de vigilancia que se vigila a sí misma, que hurga entre sus entrañas para expulsar seres defectuosos. Para Foucault la idea era fundamental si se quería vigilar, clasificar y separar a los internados:
“Me di cuenta hasta qué punto el problema de la visibilidad de los cuerpos, de los individuos, de las cosas, bajo una mirada centralizada, había sido uno de los principios básicos más constantes. En el caso de los hospitales este problema presentaba una dificultad suplementaria: era necesario evitar los contactos, los contagios, la proximidad y los amontonamientos, asegurando al mismo tiempo la aireación y la circulación del aire; se trataba a la vez de dividir el espacio y de dejarlo abierto, de asegurar una vigilancia que fuese global e individualizante al mismo tiempo, separando cuidadosamente a los individuos que debían ser vigilados”.[4]
Sin embargo, Foucault establece, “el efecto mayor del Panóptico: inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder”.[5] Es decir, tal efecto consiste en convencer a los detenidos de que hay alguien que los mira y que siempre pueden ser mirados, se trata de la perfección del poder disciplinario que puede llegar a funcionar incluso en automático, una torre vacía que vigila y que produce miedo, ante la cual hay que esconder cualquier plan. Podríamos decir que el panóptico es la cúspide de la auto-vigilancia que ya en las tecnologías del yo, venía sugiriendo Foucault como requisito para el encuentro de sí consigo mismo, para encontrar la propia identidad. Una identidad donde cada uno se convierte en vigilante y vigilado al mismo tiempo, haciendo efectivo el poder disciplinario que hemos incorporado a lo largo de la vida. En últimas, “éste aparato arquitectónico sea una máquina de crear y de sostener una relación de poder independiente de aquel que lo ejerce; en suma, que los detenidos se hallen insertos en una situación de poder de la que ellos mismos son los portadores”.[6]
La maquinaria del panóptico fue establecida como modelo de vigilancia que permite la observación, la recopilación de información y la consolidación de un saber-poder de disciplina que se difunde en la sociedad, desde la más grande hasta el rincón más escondido, en las relaciones, en las familias, en las instituciones, en cada cosa que hacemos, en la vida. Para Foucault, todo lo anterior configuró el nacimiento de una sociedad disciplinaria que incluso se mantiene en nuestros días, la cual busca clasificar y normalizar.
Podemos resumir todo lo anterior en una frase de Romero y Gonett: “Para Foucault, el poder en su forma moderna se ejerce ya no simplemente reprimiendo una individualidad, sino constituyendo positivamente la forma de los sujetos, de la sociedad y de la realidad”[7].
El suicidio como resistencia
“Entendemos que el intento de suicidio es una resistencia que el sujeto ejerce sobre su propio cuerpo, lacerándose y autoinfligiéndose, porque el poder se insertó y constituyó al cuerpo mismo. Con ello los sujetos suicidas se rebelan contra las acciones que han apuntado hacia ellos mismos desde su nacimiento hasta su muerte, y que bajo el derecho y posesión del saber han normado su forma de ser, su forma de desear por los otros, con las cosas que se deben o no hacer en conductas normales, amén de la homogenización”.[8]
Ese carácter de resistencia con el que identificamos a la elección suicida, que se enfrenta al poder de la sociedad que la estigmatiza, censura y niega como una verdadera posibilidad para el sujeto. Además, también cuenta con un carácter estratégico evidente en la planeación de las condiciones específicas para cada caso particular. Se ha visto cómo Foucault asegura que, una relación de poder como esta (suicida-sociedad), debe también contar con las condiciones necesarias de una relación dialéctica, especialmente, que ambas partes deben ser libres a la hora de interactuar, poniendo la libertad como condición necesaria de las relaciones de poder, pues, sin ella, se sometería completamente a una de las partes a la dominación, a la esclavitud. Así pues:
“Cuando se define el ejercicio del poder como un modo de acción sobre las acciones de los otros, cuando se caracterizan estas acciones por el “gobierno” de los hombres, de los unos por los otros -en el sentido más amplio del término- se incluye un elemento importante: la libertad. El poder se ejerce únicamente sobre “sujetos libres” y sólo en la medida en que son “libres”. Por esto queremos decir sujetos individuales o colectivos, enfrentados con un campo de posibilidades, donde pueden tener lugar diversas conductas, diversas reacciones y diversos comportamientos. Ahí donde las determinaciones están saturadas, no hay relación de poder; la esclavitud no es una relación de poder cuando el hombre está encadenado (en este caso se trata de una relación física de coacción), sino justamente cuando puede desplazarse y en última instancia escapar. En consecuencia, no hay una confrontación cara a cara entre el poder y la libertad que sea mutuamente exclusiva (la libertad desaparece ahí donde se ejerce el poder), sino un juego mucho más complicado. En este juego, la libertad puede muy bien aparecer como condición de existencia del poder (al mismo tiempo como su precondición, puesto que debe existir la libertad para que el poder se ejerza, y también como su soporte permanente, puesto que si se sustrajera totalmente del poder que se ejerce sobre ella, éste desaparecería y debería sustituirse por la coerción pura y simple de la violencia) ; pero también aparece como aquello que no podrá sino oponerse a un ejercicio del poder [como resistencia]que, en última instancia, tiende a determinarla completamente”.[9]
El suicidio se presenta como la transgresión definitiva frente a la sociedad, como una resistencia que rompe la dominación del poder que somete al sujeto que quiere jugar, que quiere tener un papel en el juego de poder, que quiere dar significado a su vida, que su vida sea significativa, por lo menos, por un momento, en ese diálogo en el que siempre es ignorado por el delito de pensar diferente; cuando simplemente quiere ser dueño de sí mismo, ser libre. El suicidio, como sabemos, no es algo nuevo, sino que ha existido desde que existe el ser humano y por esto, ha sido interpretado de diferentes maneras en diferentes épocas, adquiriendo, progresivamente, un reconocimiento sobre los derechos individuales, sobre la vida digna y sobre el reconocimiento de las voluntades que, aunque parezcan incoherentes, no son necesariamente perturbadas. En ese sentido, el suicidio es un contrapoder, una respuesta al poder de dominación que ha querido someter al sujeto a lo largo de los siglos, pero que, mediante chispazos, instantes y saltos, ha aparecido y desaparecido momentáneamente; ha respondido de golpe y ha doblado el pliegue del poder, pues, mientras éste grita con una voz dominante: ¡vivir es una obligación!, aquél responde con una voz fuerte pero que se apaga al momento: ¡no lo es!
En ese juego de poder, el poder representado en la sociedad constituye al individuo en un “sujeto fabricado”, definido, en un sujeto sustancial, y éste recibe, pasivamente, esa forma creyendo que es su modo de ser. Si es que este “sujeto fabricado” quiere liberarse de dichos esquemas que lo constituyen, debe rechazar lo que cree que es, descubriendo modos emergentes de ser un sujeto no-esencial, un sujeto no-fabricado que busca una constante transformación de sí mismo. Dicha búsqueda se da, cuando el individuo revisa su conducta y establece un modo de autovigilancia para moldearse, como se hace con una escultura, como un sujeto ético. Esto, a manera de los griegos, que buscaban constituirse a sí mismos por medio de una libertad que se enfoca en un ideal estético, lo que nos hace pensar que, “no toda concepción moral ha de concebirse a través de definiciones universales de los comportamientos, sino que caben comprensiones de la ética, donde el sujeto moral se constituye a partir del propio trabajo de recreación estética”.[10]
De esta manera, el sujeto ético podría construir sus propios valores, buscando constantemente la perfección, por fuera de los códigos morales establecidos. La ética foucaultiana se puede definir como una serie de prácticas a través de las cuales: “el individuo se constituye en sujeto moral de su propia acción”[11]. En otras palabras, esta tiene la pretensión de alcanzar una transformación liberando al sujeto de sí mismo y de las normas por las cuales está sometido. Dicha ética está vinculada a una estética de la existencia, la cual se presenta como la posibilidad de que los sujetos construyan su vida como una obra de arte, (sin reglas impuestas, y en creación constante); y que al mismo tiempo, se configura como: “una resistencia a las ‘ciencias de la vida’, a las normas y a los códigos inoculados a través de las practicas discursivas que han convertido a los seres humanos en objeto de estudio, en sujetos disciplinados y en sujetos de poder”.[12]
Para Foucault, una estética de sí mismo se configura como una relación del sujeto con sus experiencias y a la vez, en una transgresión del orden, a los mecanismos de subjetivación impuestos en la sociedad y que impiden el gobierno de sí mismo. Es, en este sentido que:
“Las transgresiones al orden son acciones éticas que apuntan hacia la construcción de una cultura política distinta a la que ha dominado en el occidente moderno -la de la guerra y la paz-, y abren la posibilidad de la cultura de la tolerancia y del respeto a las diferencias”.[13]
Volviendo a la consideración de la muerte, podemos decir que ante la imposibilidad que tiene el biopoder para controlarla, surge un modo de comprensión del suicidio como objeto de estudio, muy relevante para la sociedad moderna que enfatiza sus esfuerzos en el control de la vida, y por tanto, no comprende cómo alguien pueda escoger la muerte, cómo puede tener derecho a una resistencia. El campo de batalla es revelado: “la propiedad de la vida”, y comienza el debate para ver a quién pertenece tal derecho, si a la sociedad o al sujeto; aunque para Foucault, habría que tener en cuenta que la vida, estrictamente, no puede comprenderse como un concepto abstracto que pertenece a la sociedad y por el cual pretende mantener un control sobre los individuos, si no aquella experiencia en el tiempo que vive cada uno buscando su propia identidad. La vida no se somete completamente ha dicho discurso del biopoder, el cual no puede impedir el surgimiento de fisuras en su estructura, que permiten la aparición de formas alternativas de subjetividad.
Para Foucault, la biopolítica ha convertido la muerte en un tabú del que no se puede hablar, pero que, al mismo tiempo, tiene un sinnúmero de protocolos y procedimientos que determinan lo que se debe hacer con el moribundo o con el cuerpo que ha cesado de vivir. Ante esto, según Quintanas: “Foucault se preguntó si sería posible contemplar la muerte cómo última oportunidad para experienciar de otra manera los últimos segundos de la vida, más allá de estos parámetros uniformadores prediseñados por la sociedad normalizadora en la que vivimos”.[14]
Como se ha dicho, está casi que prohibido hablar socialmente sobre la muerte y mucho más, cuando se trata de la propia, sobre cómo podría ser esta o sobre cuáles serían las disposiciones que se tendrían cuando llegase el momento. Como lo afirma Quintanas: “En una sociedad como la nuestra, donde todos los aspectos de la vida tienden a quedar perfectamente planificados, paradójicamente, resulta escandaloso que un individuo pretenda organizar su muerte y hablar de los preparativos de la misma”.[15] En cierta medida, hemos separado la muerte de nosotros mismos, entregando la responsabilidad a otros para que dispongan de mi cuerpo o el de mis allegados de forma organizada y aséptica, de forma bastante impersonal.
Pero, ¿por qué no se podría hablar sobre la propia muerte? ¿Por qué no se puede escoger la forma de salir de la vida como mejor crea cada cual le convenga? Para Foucault, como lo afirma Quintanas, dicha decisión podría estar fundamentada en una profunda reflexión, en una experiencia de vida, en una apreciación particular de la muerte como el cierre de un proyecto de vida específico. Es decir, si existe todo un ritual de bienvenida para todo aquel que nace y se prepara dicho acontecimiento con meses de anticipación, ¿no se puede hacer lo mismo con la propia muerte? Es más, continúa: “es inadmisible que no se nos permita a nosotros mismos preparar [la muerte] con todo el cuidado, la intensidad y el ardor que deseemos y con todas las complicidades que se nos antojen”.[16]
¿Por qué entregarnos entonces al azar, estirando los días que nos quedan para esperar la muerte? Nuestra muerte se presenta como algo inevitable que, ya sea, en pocos o en muchos años, de seguro llegará. Pero, la experiencia última de la muerte, de la muerte cercana, no puede dejarse al azar, esperando que algo externo actúe en nosotros hasta que dejemos de ser, teniendo, sin embargo, la posibilidad de adelantarnos, de actuar sobre nosotros mismos para darnos la seguridad de una salida a la cual, más adelante, no podríamos acceder por mano propia. Se trata de darle un sentido al momento en que se busca la propia muerte, o como dice Foucault: “transformarlo en un placer desmesurado, cuya preparación paciente, sin descanso y también sin fatalidad, iluminará toda la Vida”.[17] Pero, aunque tal sentimiento pueda dar sentido a todo el recorrido vital, dado su carácter personal y particular, no puede ser comprendido por los otros.
La muerte, entonces, se convierte en un lugar de periferia y el suicida como excluido de la sociedad, carga con un estigma al momento de saltar colocando los criterios programados en él por la sociedad y los suyos propios en su contra. A veces, tal elección suicida puede partir de una depresión, pero otras, de una profunda reflexión, lo cual no justifica por qué siempre debe comprenderse como algo vergonzoso. El ocultamiento del suicidio en la sociedad no necesariamente evita que la gente se mate, al contrario, ante un sufrimiento máximo, una acción contradictoria que está por encima de cualquier acción, de cualquier valor, de la vida misma. Se trata de un contrasentido final que supera una contradicción interna insuperable, lo que lo hace más atractivo.
Una voluntad reflexiva determina la acción suicida que sólo a través de la ética (forma reflexiva de la libertad) se puede realizar como acción moral. Es por esto que Foucault defiende la posibilidad de la muerte propia como momento significativo de la existencia y como cierre que no puede darse de cualquier modo o entregarse a los procedimientos de muerte instituidos por el biopoder. Hay que practicar la libertad ética buscando el cuidado de sí. Pero, es controversial pensar el suicidio como un cuidado de sí, pues ¿cómo es posible un cuidado en la búsqueda de la propia muerte? No obstante, al respecto responde que el “cuidado de sí” es conocimiento de sí y conocimiento de verdades-guía que ayudan al sujeto a formarse a sí mismo. En ese sentido, el cuidado de sí es el cuidado de la actividad y no del sujeto como sustancia, es el cuidado de permanecer en la actividad y de construcción de sí mismo, actuando y vigilando, al mismo tiempo, para cambiar lo que cada uno considera que debe cambiarse.
“Cuidarse de sí debe ser la tarea de toda una vida, el objetivo ya no es prepararse para la vida de adulto o para otra vida, sino prepararse para un cumplimiento total: la vida. Dicho cumplimiento llega a ser total en el instante que precede a la muerte”.[18] Se trata de una autoconstrucción que pretende ser lo más conveniente para el sujeto, partiendo de la reflexión y de un recorrido vital de forma libre, lo cual implica incluso poder pensar en el momento de la propia muerte, cuando la vida es dolorosa y vivir se convierte en un capricho que quiere ocultar que somos libres y dueños de nosotros mismos. Dicha libertad también es política, en tanto que el sujeto se enfrenta a la lógica de la vida y al orden social para que se reconozcan sus derechos personales, los cuales ejerce al apropiarse de sí mismo, dándose muerte.
Parecería, entonces, que ese cuidado de sí en que se pretende ubicar al suicidio, implica olvidarse del otro y caer en el egoísmo, sin embargo, el suicida no es estrictamente egoísta ya que, primero, hace un cálculo daño-beneficio de su propia acción futura, teniendo siempre presente las consecuencias de dicha acción en los otros que lo rodean, es por esto que ese cuidado del suicida, no tiene la intención de dominar al otro, de imponer su punto de vista sobre la vida, sólo quiere cuidar de sí mismo saliendo de una vida que sólo representa penas; tampoco es esclavo de sus deseos, al obligarse a vivir una vida indigna. Y es precisamente, por buscar dicho cuidado de sí (que implica una evaluación, que contempla las consecuencias de su acción anticipadamente y que busca, ante todo, ejercer su voluntad sin dañar a los otros), que el suicida se libera de imponer algún estado de dominación sobre los otros. Existe, sin embargo, una tendencia por parte de la sociedad a determinar la conducta del otro, ya que, en ella, hay una gran cantidad de juegos de poder y por lo tanto, una mayor necesidad de modificar la conducta ajena, así, a mayor libertad, mayor deseo de modificar la conducta del otro. A decir de Foucault:
“Esta manera de determinar la conducta de los otros va a adoptar formas muy diferentes, va a suscitar apetitos y deseos de intensidad muy variada según las sociedades. No conozco en absoluto la antropología, pero cabe imaginar que hay sociedades en las que la forma en que se dirige la conducta de los otros ciertamente está de tal modo regulada de antemano que, en alguna medida, todos los juegos ya están efectuados. Por el contrario, en una sociedad como la nuestra -lo que resulta evidente en las relaciones familiares, por ejemplo, en las relaciones sexuales o afectivas-, los juegos pueden ser extraordinariamente numerosos y, en consecuencia, los deseos de determinar la conducta de los otros son tanto mayores. Sin embargo, cuanto más libre es la gente y más libres son unos con relación a los otros, mayores son los deseos en unos y en otros de determinar la conducta de los demás. Cuanto más abierto es el juego, más atractivo y fascinante resulta”.[19]
Frente a esto, el cuidado de sí trata de interpretarse como una conversión del poder, una forma de controlar el abuso de quienes lo ejercen imponiendo sus deseos que, en el caso del suicidio, representa de forma amplia a la sociedad en general que dispone de un discurso de verdad que juzga como normal lo que esté a favor de la conservación de la vida y como anormal, cualquier intento autodestructivo, siendo incluso repudiado, excluido y en últimas, expulsado y condenado al encierro. Quienes en la sociedad ejercen el poder (personas o instituciones) de tal manera que pueden influenciar el parecer colectivo sobre el tema del suicidio, institucionalizando el estigma y la persecución en función de la preservación de la vida, no ejercen un poder verdadero sobre sí mismos para regular sus acciones sobre otros, no son capaces de encontrar un límite o de colocarse en el lugar del otro-suicida, o simplemente, no les importa. Estamos ante la dictadura de la vida. Sobre esto, Foucault nos dirá que el cuidado de sí se trata de una conversión del poder,
“Una manera de controlar y de limitar. Pues si bien es cierto que la esclavitud es el gran riesgo al que se opone la libertad griega, hay también otro peligro, que aparece a primera vista como lo inverso de la esclavitud: el abuso de poder. En el abuso de poder, uno desborda lo que es el ejercicio legítimo de su poder e impone a los otros su fantasía, sus apetitos y sus deseos. Así se encuentra la imagen del tirano o simplemente del hombre poderoso y rico, que se aprovecha de este poder y de su riqueza para abusar de los otros y para imponerles eso un poder indebido. Pero cabe apercibirse -en todo caso eso es lo que dicen los filósofos griegos- de que este hombre es, en realidad, esclavo de sus apetitos Y el buen soberano es, precisamente, el que ejerce su poder como es debido, es decir, ejerciendo al mismo tiempo su poder sobre sí mismo. Y el poder sobre sí es el que va a regular el poder sobre los otros”.[20]
Es más, para Foucault, una nueva ética trataría de jugar con el mínimo de dominación, en tanto que es una crítica sobre el poder y su abuso en el constreñimiento de la conducta de los otros. Por esto, hay que distinguir entre las relaciones de poder y los estados de dominación. Las primeras pueden comprenderse como juegos estratégicos entre libertades, donde unos intentan determinar la conducta de otros, mientras que, al mismo tiempo, se trata de evitar que el poder de los otros determine la propia. De esta manera, afirma que aún:
“Cuando se habla de poder, la gente piensa inmediatamente en una estructura política, un gobierno, una clase social dominante, el amo frente al esclavo, etc. Ahora bien, no es en absoluto en lo que pienso cuando hablo de relaciones de poder. Quiero decir que, en las relaciones humanas, sean cuales fueren -ya se trate de comunicar verbalmente, como lo hacemos ahora, o de relaciones amorosas, institucionales o económicas-, el poder está siempre presente: quiero decir la relación en la que uno quiere intentar dirigir la conducta del otro. Se trata, por tanto de relaciones que se pueden encontrar en diferentes niveles, bajo diferentes formas; tales relaciones de poder son móviles, es decir, se pueden modificar, no están dadas de una vez por todas”.[21]
Para Foucault (1999) el diálogo en las relaciones de poder requiere que ambas partes sean libres o que, por lo menos, una de las dos conserve un margen de libertad tal que le permita resistir y responder en determinado momento al poder que se ejerce sobre sí o incluso de invertir la situación, lo cual no sucede en los estados de dominación. En el caso concreto del suicidio, lo ideal sería pensar en ambas partes como libres en la relación de poder, teniendo como tema central el valor de la vida y que cada parte interpretaría según su punto de vista, aunque sabemos que buscar la muerte o esperarla, no impide su llegada inevitable. Ambas opciones de muerte son válidas si para cada sujeto representa aquello que desea, un gozo, una satisfacción que se da anticipadamente. Sin embargo, la elección suicida sigue sin ser aceptada socialmente, el suicida sigue siendo calificado de egoísta, loco y pecador, lo cual niega sus derechos y su libertad individual, pues, para la sociedad, no es más que un sujeto alienado.
Recogiendo todo lo anterior, a modo de conclusión general, podríamos decir que en teoría, al concebirse el suicidio como una acción reflexiva y oportuna salida de una vida que ha perdido su significado, que no se puede negar el carácter intencional y reflexivo de aquel que escoge la muerte, su elección se basa en la experiencia de un proyecto de vida, en una realidad personal específica. Así, no se puede desconocer, al igual que tampoco su manera particular de comprender la vida y la muerte. Se trata de la culminación de una obra de arte que comenzó con su recorrido en la vida, que sólo él como autor de la obra, sabe cuándo y cómo habría de ser terminada, redefiniéndose como sujeto libre. Esto, a pesar de que la relación de poder en la que sigue jugando el suicida con la sociedad, continúa siendo la misma, una lucha desigual que no avista un reconocimiento cercano.
Bibliografía
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- Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (2004). Mil mesetas . Capitalismo y esquizofrenia. Pre-textos.
- Deleuze, Gilles (1996). Conversaciones. Pre-textos.
- Foucault, Michel (1998). Historia de la locura en la época clásica I. Colombia. FCE.
- Foucault, La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad. Entrevista realizada por Raúl Fornet-Betancourt, Helmut Becker y Alfredo Gómez-Muller el 20 de enero de 1984. Publicada en la Revista Concordia 6 (1984) 96-116.
- Foucault, Michel (2007). Los anormales. Buenos Aires. FCE
- Foucault, Michel (1988). Sujeto y poder. Revista Mexicana de Sociología, Vol. 50, No. 3, pp. 3-20.
- Foucault, Michel (2008). Tecnologías del yo. – 1a ed. – Buenos Aires. Paidós.
- Foucault, Michel. (1994). Un placer tan sencillo. En Estética, ética y hermenéutica. Obras Esenciales Vol. III. Barcelona. Paidós.
- Foucault, Michel (2002). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión.1a, ed. Buenos Aires. Siglo XXI.
Notas
[1] Foucault, Michel (2008). Tecnologías del yo. – 1a ed. – Buenos Aires. Paidós, pp. 47-48.
[2] FoucauIt, Michel (1999). Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, Volumen III. Barcelona. Paidós, p.452
[3] Foucault, Michel (2007). Los anormales. Buenos Aires. FCE, pp. 169-170).
[4] Foucault, Michel (1979). El ojo del poder. Entrevista realizada por Jean-Pierre Barou. Ediciones La piqueta. Madrid, p. 9.
[5] Foucault, Michel (2002). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión.1a, ed. Buenos Aires. Siglo XXI, p.185.
[6] Ibíd.
[7][7]Romero, María Aurora y Gonnet, Juan Pablo (2013). Un diálogo entre Durkheim y Foucault a propósito del suicidio. Revista Mexicana de Sociología 75, núm. 4, pp. 589-616. México, p. 606.
[8] Mondragón B. Liliana y Caballero G. Miguel Ángel (2008). Del sujeto que ha intentado suicidarse y el Otro: la Institución Psiquiátrica Rev Obs Filos. Nº.7, p. 11.
[9] Foucault, Michel (1988). Sujeto y poder. Revista Mexicana de Sociología, Vol. 50, No. 3, pp. 15-16).
[10] Sauquillo citado por Lechuga Solís, Martha Graciela (2000). Ética y subjetividad en Michel Foucault. Revista sociológica. Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Xochimilco. México, pp. 119-125., p. 121.
[11] Lechuga Solís, Martha Graciela (2000). Ética y subjetividad en Michel Foucault. Revista sociológica. Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Xochimilco. México, p. 121.
[12] Ibíd.
[13] Ibíd.
[14][14] Quintanas, Anna (2010). El tabú de la muerte y la biopolítica según M. Foucault. Δαι´μων. Revista Internacional de Filosofía, nº 51, p. 179.
[15] Ibíd.
[16] Foucault citado por Quintanas, Anna (2010). El tabú de la muerte y la biopolítica según M. Foucault. Δαι´μων. Revista Internacional de Filosofía, nº 51, p. 180).
Foucault, Michel. (1994). Un placer tan sencillo. En Estética, ética y hermenéutica. Obras Esenciales Vol. III. Barcelona. Paidós, p. 2.
[18] FoucauIt, Michel (1999). Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, Volumen III. Barcelona. Paidós, p.456.
[19] Ibíd, pp. 414-415.
[20] Ibíd, p. 400.
[21] Ibíd, p. 405.