Revista de filosofía

Fragmentos sobre Buenos Aires

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Ciprian Valcan/ Trad. Ioana Kirculescu y Marco A. Jiménez

 

Resumen

El texto que a continuación se presenta es un relato sobre las impresiones que el pensador rumano, Ciprian Valcan, hace sobre su visita a algunos espacios emblemáticos de la ciudad de Buenos Aires durante el Coloquio dedicado a la obra de Cioran, realizado en esa misma ciudad en el otoño de 2018. Desde su encuentro con María Kodama, viuda de Borges, hasta su estrecha relación con Tomás Abraham, paisano de Valcan, por el origen de ambos en la ciudad rumana de Timișoara, Ciprian Valcan muestra una sensibilidad descriptiva de sus vivencias. Su pasión por los árboles, su curiosidad por la historia de Evita Perón, su crítica a la arquitectura de Buenos Aires, revelan un estilo creativo y original aquí expuesto de manera fragmentaria.

Palabras clave: Cioran, Buenos Aires, Evita Perón, Recoleta, Borges, Ciprian Valcan.

 

Abstract

The present text is a story about the impressions that the romanian thinker, Ciprian Valcan, makes about his visit to some emblematic spaces of the city of Buenos Aires during the colloquium dedicated to Cioran’s thinking made in the same city in the autumn of 2018. From his meeting with María Kodama, widow of Borges, until his close relationship with Tomás Abraham, countryman of Valcan because both borned in the romanian city, Timișoara, Ciprian Valcan shows a descriptive sensitivity of their experiences. His passion for trees, his curiosity about the history of Evita Perón, his criticism of the architecture of Buenos Aires, reveal a creative and original style here exposed in a fragmentary way.

Keywords: Cioran, Buenos Aires, Evita Perón, Recoleta, Borges, Ciprian Valcan.

 

Cioran, Depardieu, Borges

Recibí la primera invitación para ir a Buenos Aires en el verano de 2017. Gustavo Romero, un joven filósofo argentino, tenía muchas ganas de conocerme después de leer Influencias culturales francesas y alemanas en la obra de Cioran, mi libro traducido del francés al español por Liliana Herrera. Y como estaba en estrecho contacto con los organizadores del Festival La Noche de la Filosofía, me incluyó en la lista preliminar para la edición de 2018, junto con filósofos de Francia, España, Alemania y Argentina. Casi acepté ir a Buenos Aires en julio de 2018, impresionado por la calidad de los participantes en las primeras tres ediciones de este encuentro filosófico, cuando, Tomás Abraham, a quien conocí a principios de 2017, propuso que yo fuera invitado del Ministerio de Cultura de Argentina como parte de un proyecto dedicado a la ciudad de Timișoara a la que asistirían también Simona Neumann y Víctor Neumann. Al principio, traté de programar mi viaje a Buenos Aires para poder alcanzar tanto La Noche de la Filosofía como también aceptar la sugerencia de Tomás. Finalmente, debido a las dificultades que surgieron, decidí dejar que Tomás se encargara de organizar mi estancia en Argentina. Después de numerosas pláticas llevadas a cabo en otoño de 2017, fijamos las fechas para el viaje: salida de Timișoara el 30 de octubre de 2018, regreso de Buenos Aires el 10 de noviembre de 2018.

Por lo que Tomás me contó, el Ministerio de Cultura de Argentina preparó un programa que incluía, además de las actividades en Buenos Aires, un viaje a las cataratas de Iguazú y a la Patagonia. Sin embargo, debido a la crisis financiera en Argentina, se impusieron severas medidas de austeridad, lo que llevó al Ministerio de Cultura a ser absorbido por el inmenso Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología; por esta razón, los viajes dentro de Argentina fueron cancelados y todo tuvo lugar en Buenos Aires.

Como me preguntaron qué me gustaría hacer en las dos semanas que iba a pasar en Buenos Aires, decidí organizar el primer Coloquio dedicado a la obra de Cioran que se realizó en Argentina. Sólo pedí un espacio adecuado y me dediqué a persuadir a mis amigos cioranianos de todo el mundo para que asistieran. Tomás se reunió con Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional de Argentina, y obtuvo para nuestro Coloquio el anfiteatro Borges, con capacidad para 200 personas. Envié 16 invitaciones, firmadas a mi solicitud por Alberto Manguel. Doce de los cioranianos aceptaron inicialmente la invitación; luego, debido a que no obtuvieron el financiamiento necesario de las Universidades a las que pertenecen, sólo quedaron diez. Finalmente, unos días antes del Coloquio, debido a los eventos casi rocambolescos, quedaron cinco.

Mientras tanto, Alberto Manguel había renunciado a causa de la crisis financiera en Argentina. El Coloquio tuvo lugar el 1 de noviembre. Estaba nervioso, convencido de que el anfiteatro que Tomás había conseguido era demasiado grande, pues no esperaba encontrar más de 30 o 40 personas interesadas en la obra de Cioran en Buenos Aires.

En la entrada del anfiteatro, había inmensas imágenes de Borges ciego; a su alrededor, los movimientos precipitados de quienes querían ser fotografiados fotografiando las fotos de Borges o que les tomaran fotos con las fotos de Borges. Tomé su agitación como una buena señal, y no me equivoqué; había 154 personas en el salón, como me dijo, entusiasmada, una señora de la embajada de Rumanía que había logrado contarlos. Abracé a mis amigos cioranianos; saludé a la señora embajadora Carmen Podgorean; intercambié unas palabras con la señora Alina Diaconu, escritora argentina de origen rumano que fue mencionada hace tres años en la presentación del hispanista Luca Cerullo en el Coloquio Cioran en Nápoles. Mientras hablaba y gesticulaba, como de costumbre, vi a una dama con rasgos asiáticos, vestida de blanco y con inmensas gafas de sol negras que se acercaba a nuestro grupo. Me preguntaba quién podría ser, cuando la señora Diaconu me pidió que la siguiera hacia ella: déjame presentarte a María Kodama. ¡Jamás hubiera esperado encontrar a la viuda de Borges en la sala!

Mientras decía unas palabras en francés, agradeciéndole a María Kodama por venir a escucharme, estaba pensando que todo mi viaje parecía estar bajo el signo de Borges: el Coloquio se celebró en la Biblioteca Nacional de Argentina, donde Borges había sido director por 18 años; las invitaciones habían sido firmadas por Alberto Manguel, quien le había leído a Borges ciego entre 1964 y 1968; el Coloquio tuvo lugar en el anfiteatro de Borges; el moderador de la reunión fue Tomás Abraham, quien conoció a Borges y lo invitó a sus cursos; en la primera fila de la sala se encontraba María Kodama. Durante mi estadía en Buenos Aires, iba a descubrir las huellas de Borges en todas partes.

MARÍA KODAMA

Después de casi tres horas de Coloquio, platiqué con personas que querían felicitarme o pedirme informaciones sobre Rumanía. La primera persona que se me acercó fue una mujer joven vestida de azul con una cálida sonrisa; pensé que era de Buenos Aires y me sorprendió escucharla hablar rumano. Le pregunté cómo llegó a esta ciudad y respondió que vivía en Montevideo y que había venido especialmente para asistir al Coloquio. Al ver que estaba impresionado, agregó: soy de su ciudad. Ah, de Timișoara, dije. No, de Arad, continuó, mostrándome que había estudiado mi biografía; luego, me dijo que había terminado la carrera de filosofía en Cluj y estaba haciendo una maestría en historia del teatro en Montevideo, trabajando en paralelo como profesora de inglés. Su nombre era Mónica. Le conté esto a la señora embajadora Podgorean, quien me confesó que no esperaba que nadie de Uruguay asistiera, pues eso nunca había sucedido antes.

Siguió una señora con la que hablé en español. La señora Dinescu provenía de una familia rumana establecida hace tres generaciones en Argentina; ella no sabía rumano, pero estaba interesada en todo lo relacionado con el país de origen de sus abuelos. Dijo que le gustaría visitar Rumanía pero que le tiene miedo al largo camino. Luego, intervino una simpática dama que hablaba un rumano muy expresivo, vivió un tiempo en Bucarest y había ido a Argentina después de graduarse. Trabajó en Buenos Aires como traductora de inglés y francés. Me mostró al caballero que la acompañaba y me dijo: él es mi marido, es italiano y tenemos 58 años de casados. La felicité, y después de esta entusiasta dama, me abordó una joven con un leve acento transilvano y me felicitó. Ella había estudiado historia en Cluj y ahora era psicoanalista en Argentina, casada con el ex fiscal general de la provincia de Buenos Aires, un señor muy distinguido que la había acompañado al Coloquio.

Inmediatamente después de hablar con una señora de la Biblioteca Nacional de Argentina, quien comentó que se había filmado todo el Coloquio y que podía verse en YouTube, recibí una invitación de Susana, prima de Tomás, para ir a San Isidro. Ella es una psicoanalista nacida en Timișoara en 1946. Inicialmente acepté, pero al final tuve que cancelar el viaje debido a la apretada agenda en Buenos Aires.

La gente había comenzado a irse. Pensé que podría quedarme con Tomás para hablar sobre el programa del día siguiente, cuando, una señora de unos 35 años y un caballero de unos 40 años, se me acercaron. El señor me felicitó con mucho aprecio y agregó que incluso su esposa disfrutó mucho de mi conferencia, aunque no entendiera el francés. Asombrado, pregunté que cómo había sido posible; la señora no esperó más explicaciones de su marido y comenzó a decirme con entusiasmo que no tenía que entender lo que estaba diciendo porque estaba fascinada por la forma en que leía y especialmente por la musicalidad de mi francés. Entonces empezó a gritar, ¡tú eres un genio!, ¡tú eres un genio! Estupefacto, me pregunté cómo podría ser un genio si la mujer ni siquiera entendió nada. No necesité decirlo porque ella entendió mi asombro e inmediatamente respondió la pregunta que se leía en mi cara: ¡actitud, actitud! Y, además, continuó, te pareces mucho a Gerard Depardieu. No pude controlarme, estallé en carcajadas, y eso no sólo porque me pareció muy cómico, sino también porque recordé que ya alguien había hecho la misma comparación por primera vez hace 21 años: una vietnamita que conocí en un restaurante estudiantil parisino…

 

Necronomicon

Lovecraft escribió, en 1927, el relato History of the Necronomicon, pero no se publicó hasta 1938, aproximadamente un año después de su muerte. Se ha convertido en uno de los textos más leídos entre los amantes del ocultismo, porque describe la historia de un libro maldito. Azif, escrito en árabe por el poeta loco Alhazred en el siglo VIII, y traducido al griego en 950 por Theodurus Philetas con el título de Necronomicon.

El que lo lea está expuesto a grandes peligros: perder la cordura o incluso encontrar su muerte. Para mantener a los curiosos alejados de su poder maligno, el patriarca de Constantinopla, Mihail I Cerularius, lo mandó quemar en 1050, y el papa Gregorio IX lo habría incluido en la lista de libros prohibidos en 1232. Sin embargo, las ediciones en latín habrían seguido en Alemania y España, y una edición griega se habría impreso en Italia. John Dee lo habría traducido al inglés, pero su versión nunca fue publicada y sólo se habrían guardado algunos fragmentos.

Según cuenta Lovecraft, únicamente hay unas pocas copias de la primera edición del Necronomicon, algunas de las cuales están en posesión de personas que son exactamente personajes de sus otras historias, mientras que cuatro se encuentran en el Museo Británico, la Biblioteca Nacional de Francia, la Biblioteca Widener de la Universidad de Harvard, la Universidad de Buenos Aires y, una quinta copia en la ficticia Universidad Miskatonic, en la ciudad ficticia de Arhkam, Massachusetts, donde habría una traducción latina del libro publicada en España en el siglo XVII.

Lovecraft jugó con la imaginación de sus lectores, divirtiéndose al imaginar las reacciones de los entusiastas del ocultismo ante sus supuestas revelaciones. No se limitó a escribir el libro que describe la historia de Necronomicon, sino que continuó refiriéndose a él, también en otros textos, como At the Mountains of Madness, The Dunwich Horror, The Case of Charles Dexter Ward, The Diary of Alonzo Typer. Además, sus amigos y admiradores cercanos, como Clark Ashton Smith y August Derleth, citaron el libro en sus escritos, contribuyendo a la impresión de que debería ser real. Ni Borges pudo abstenerse de participar en esta sutil operación de engaño, y mientras era director de la Biblioteca Nacional de Argentina, escribió la ficha del Necronomicon como si el volumen hubiera estado realmente en los catálogos de la Biblioteca, ahondando aún más el misterio, especialmente porque el archivo sobre él desapareció dos años más tarde.

Quienes no han dejado de creer que el Necronomicon existe, incluso que se encuentra en Buenos Aires, han planteado la hipótesis de que la ceguera de Borges no es más que una prueba de que el volumen maldito es real, y Jorge Luis habría perdido la vista porque lo había leído. Algunos de ellos fueron incluso más lejos, considerando que Borges había escondido el malvado tomo en los túneles subterráneos o en los sótanos alrededor de la antigua sede de la Biblioteca Nacional, al albergue tanto de la febril curiosidad de los bibliófilos, como de la morbosidad funesta de los fieles de satanás. Otros afirmaron que se había perdido durante el traslado de la Biblioteca a la nueva sede en el barrio de Recoleta, cuando desapareció un camión lleno de libros. Para todos, el hecho de que el volumen no se encuentre en la Biblioteca no es en absoluto prueba de que no exista.

Quienes quisieron ayudar a los creyentes en la existencia real del Necronomicon, comenzaron a estudiar la historita de la Biblioteca Nacional de Argentina. Se dieron cuenta rápidamente que tres de los directores de la Biblioteca, todos ellos personajes notables, perdieron la vista durante su mandato: José Mármol, director entre 1858 y 1871; Paul Groussac, director entre 1885 y 1929; Jorge Luis Borges, director de 1955 a 1973. Además, dos de ellos, Groussac y Borges, aunque expresaron por testamento su voluntad de ser enterrados en el cementerio de Recoleta, han sido sepultados en otros lugares. Desde la perspectiva de los estudiosos fascinados por la coincidencia de los misterios, todos estos hechos son sólo una evidencia de que Mármol, Groussac y Borges leyeron el Necronomicon.

 

El cementerio de la Recoleta 

Llegué por primera vez a Louvre a principios de octubre de 1995 acompañado por Oana Sălișteanu. Estábamos tratando de llegar, en el laberinto del museo, a los salones de pintura italiana. Oana fue abordada por un estadounidense que parecía completamente desorientado, y me dio la impresión de que le estaba preguntando con sus últimas fuerzas: Where is David? Su respuesta llegó rápida y despiadadamente: In Florencia. No tuvimos tiempo de consolar al pobre hombre, teníamos prisa por encontrar las pinturas de Sasetta, especialmente las de Le bienheureux Ranieri délivre les pauvres d’une prison de Florence que Oana, definitivamente, insistía en ver.

CEMENTERIO “LA RECOLETA”, BUENOS AIRES

Algo parecido me sucedió mientras caminaba por el cementerio de Recoleta en Buenos Aires. Esta vez, un joven escandinavo me preguntó de la misma manera abrupta: Where is Borges? Casi disculpándome por las malas noticias que tenía que darle, susurré: en Ginebra. Pero si en el caso del pobre estadounidense era sólo ignorancia, esta vez era un poco más complicado, porque Borges realmente quería ser enterrado en el cementerio de Recoleta. Bioy Casares habló sobre sus numerosos paseos por el cementerio durante los cuales se divertían imaginando a los personajes ilustres de la historia de Argentina, con quienes serían amigos después de la muerte. Y no fue fácil para ellos elegir, porque el cementerio alberga a 29 presidentes argentinos, 100 gobernadores de varias provincias del país, 200 héroes de la independencia, más políticos, banqueros, militares, escultores, boxeadores, automovilistas, atletas, pintores, cantantes, actores, poetas, etcétera. Pero Borges murió en Ginebra y fue enterrado en el cementerio de los Reyes donde descansan: Calvino, Musil, Denis de Rougemont, Jean Piaget y Sophie, la hija de Dostoievski.

En su juventud, Borges, incluso, escribió un poema sobre el cementerio de Recoleta, publicado en el volumen Fervor de Buenos Aires de 1923:

 

La Recoleta

Convencidos de caducidad

por tantas nobles certidumbres del polvo,

nos demoramos y bajamos la voz

entre las lentas filas de panteones,

cuya retórica de sombra y de mármol

promete o prefigura la deseable

dignidad de haber muerto.

Bellos son los sepulcros,

el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,

la conjunción del mármol y de la flor

y las plazuelas con frescura de patio

y los muchos ayeres de la historia

hoy detenida y única.

Equivocamos esa paz con la muerte

y creemos anhelar nuestro fin

y anhelamos el sueño y la indiferencia.

Vibrante en las espadas y en la pasión

y dormida en la hiedra,

sólo la vida existe.

El espacio y el tiempo son formas suyas,

son instrumentos mágicos del alma,

y cuando ésta se apague,

se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,

como al cesar la luz

caduca el simulacro de los espejos

que ya la tarde fue apagando.

Sombra benigna de los árboles,

viento con pájaros que sobre las ramas ondea,

alma que se dispersa en otras almas,

fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,

milagro incomprensible,

aunque su imaginaria repetición

infame con horror nuestros días.

Estas cosas pensé en la Recoleta,

en el lugar de mi ceniza.

 

Teniendo en cuenta su deseo de ser enterrado en Recoleta, pero también el hecho de que Bioy Casares está allí, Silvina Ocampo, esposa de Casares, y su hermana, Victoria Ocampo, así como toda la familia Borges — padre, madre y hermana—, se lanzó una campaña respaldada por varios intelectuales argentinos para traer las cenizas de Borges al cementerio de Recoleta. Pero María Kodama se opuso, por lo que no se pudo hacer nada; así, Borges se quedó en Ginebra.

 

Si hubiera sido enterrado en Recoleta, Borges hubiera podido elegir también a otros compañeros de pláticas después de la muerte, no habría tenido que limitarse a las celebridades de la vida pública argentina.

 

Durante los casi 200 años que han transcurrido desde la creación del cementerio, unas 350 000 personas han sido enterradas en las 4 780 bóvedas, como lo indican los documentos rigurosamente guardados por la administración. Entre ellos hay muchos excéntricos desconocidos como David Alleno, un cuidador de tumbas que trabajó durante 30 años en Recoleta. Fascinado por la belleza de las estatuas y los monumentos funerarios que veía a diario, su único deseo era ser sepultado en el cementerio donde pasaba la mayor parte de su tiempo. Ahorró durante décadas para tener la cantidad necesaria para comprar un lugar de entierro, pero sus esfuerzos habrían sido en vano si el destino no le hubiera ayudado: su hermano se ganó la lotería y la compartió con la familia. A David Alleno se le dio suficiente dinero para poder abordar un ferry, que se dirigía a Europa, con destino a Génova.

 

Fue directo con uno de los escultores de la ciudad, dejó una foto de él con su equipo de trabajo y le pidió que hiciera su estatua en tamaño natural. Esperó hasta que todo estuviera listo, tomó su estatua y volvió a subir al barco. Cuando llegó a Buenos Aires, compró el pedazo de tierra que necesitaba en el cementerio de Recoleta, colocó el monumento y, contento por haber hecho exactamente lo que quería, anunció su renuncia al trabajo en el cementerio. Dispuesto a tomar posesión de la tumba lo antes posible, fue a su casa y se mató de un tiro. Su final probablemente le hubiera gustado a Borges, especialmente porque podía recordar el final de Philipp Mainländer, uno de los filósofos que lo había fascinado. Éste se ahorcó a la edad de 34 años tan pronto como vio salir de la imprenta su libro Die Philosophie der Erlösung, considerando que el único propósito que había tenido en la vida había sido alcanzado. Incluso, algunas fuentes dicen que Mainländer se había trepado a una pila de sus libros recibidos de la imprenta para poder colgarse…

 

Los guías, siempre listos para llevarte por los pasillos del cementerio Recoleta, platican, con voluptuoso placer, las historias de sus fantasmas célebres describiendo en detalle sus caprichos y cambios de humor, aún si algunos llegasen a ser fatales para la gente que los observa. En general, las historias están llenas de romanticismo, como si las hubieran escrito para ser publicadas en las revistas para mujeres, que atiborran los quioscos de periódicos, aunque algunos estén aderezados con una serie de elementos de horror para dar un colorido local. Hay pocas posibilidades que estas historias le gusten a Borges. A pesar del modesto gusto literario de los guías de Recoleta, ellos, a veces, dicen sin querer también cosas fascinantes, que probablemente no deberían de figurar en su discurso para divertir a los turistas. Así, pude escuchar que insistían, sin más explicaciones, que el cementerio está vigilado permanentemente por 80 gatos que le dan la vuelta, con cierta lentitud, al parecer en cumplimiento de una misión que les fue encargada por un poder desconocido. Los gatos son siempre 80, así como los miembros de la academia francesa son siempre 40. Yo no vi ni la sombra de un gato y no puedo decir que esto me haya causado desagrado, ya que siempre tengo una sensación de inseguridad en presencia de la estirpe felina. Creí que los gatos han de aparecer sólo al caer la noche, como nos cuenta Gastón Maspero que sucede en Egipto, cerca de Karnak. En las noches sin luna, un gato gigante hace su aparición y sus ojos alumbran como dos esferas de fuego –los desafortunados que se lo encontraban ya no podían liberarse del poder hipnótico de su mirada– que los hacía arrojarse a un lago cercano para morir ahogados. En las noches de luna llena ya no aparecía el gato, sino una bellísima mujer en una túnica blanca que no lograba tapar del todo sus caderas. Su voz suave atraía irresistiblemente a los jóvenes que pasaban cerca: en cuanto éstos caían seducidos por su cuerpo perfecto y aceptaban sus caricias, acababan estrangulados. Puede que esta leyenda sí le hubiera gustado a Borges…

EVA DUARTE

 

Evita

Divisé la primera imagen de Eva Perón desde el coche de la embajada rumana que me llevaba al hotel Salles. La señora embajadora Podgorean me explicó que se trataba de un retrato en acero colocado sobre la fachada sur del edificio del Ministerio de Desarrollo Regional y de la Salud, con el título de Eva. Luego supe que había otro retrato de Evita en la fachada norte: Eva de los humildes, que iba a ver durante los paseos sobre la Avenida 9 de Julio. Creí que ambos retratos habían sido realizados inmediatamente después de la muerte de Eva Perón, es decir, en 1952 o 1953, pero me dijeron que eran relativamente recientes —de 2011—, de tiempos de la presidenta Cristina Kirchner. Tampoco el edificio del Ministerio me dejó una muy buena impresión: el estilo brutalista en la arquitectura nunca logró convencerme y tampoco el retrato de Evita, que me hizo creer ver el retrato de Ana Pauker hecho con adornos de navidad. Después de este primer encuentro con Evita, siguieron imágenes suyas en carteles y playeras de todos tamaños, que se podían encontrar en los quioscos de periódicos de cada esquina. La Evita que estaba descubriendo ya no se parecía a Ana Pauker, sino a célebres actrices o jugadoras de tenis que recordaba de mi infancia, hasta ultra-competentes jefas de gabinete de algún gobierno nórdico. Jovial, carismática, amante o, por el otro lado, concentrada, competente, llena de compasión. Así veía yo a Evita y no sabía si la veía bien.

Mientras buscaba su tumba en el cementerio Recoleta, me acordé de la negativa de las autoridades argentinas de permitir usar la Casa Rosada en la película Evita de Alan Parker, por los temores que las imágenes del filme pudieran sugerir, al ser poco respetuosas, de una figura tan amada en Argentina. En consecuencia, la escena del discurso final de Evita se filmó en Budapest, donde nadie hubiera salido a las calles a pedir la muerte del director. Yo vi la película en 1997, en París, y me pareció honrosa, pero igual no logró hacerme entender mejor qué había pasado con Evita.

Después de numerosos intentos fallidos, logré dar con la cripta de la familia Duarte en la que se encuentra el cuerpo embalsamado de Eva Duarte de Perón. Es una cripta igualita a todas las demás y nadie se imagina la increíble historia que alberga. En 1952, después de la muerte de Evita a los 33 años, fue un golpe terrible para el pueblo argentino, para el cual, ella había alcanzado estatus de santa. Perón decidió que su cuerpo tenía que ser embalsamado y albergado luego en un monumento funerario mayor a la estatua de la libertad. El médico español, Pedro Ara, profesor de anatomía patológica, se dedicó a la tarea de embalsamar el cuerpo de Evita, reemplazando su sangre con glicerina y llevando a cabo, por más de un año, una serie de procedimientos laboriosos para dar al cadáver el aspecto de una verdadera obra de arte. Después de terminado el proceso de embalsamamiento, el cuerpo fue guardado en la sede del sindicato argentino más importante, la Confederación General del Trabajo (CGT), en espera de que llegaran a buen término las obras del monumento funerario que la iba albergar. Pero sucede que los militares que llegaron al poder por golpe de Estado de 1955, temían a la fuerza simbólica del cuerpo embalsamado de Evita, por lo que el dictador Aramburu dio órdenes de robar el cadáver, y, así, un comando del ejército lo tomó de la sede de la CGT y lo tuvo guardado varios meses en una camioneta estacionada, a veces en los almacenes del ejército, a veces en las calles de Buenos Aires. Algunas fuentes históricas afirman que el oficial encargado de la misión, tuvo un rato el féretro con el cadáver de Evita en su propia oficina, lo que acabó causándole un colapso nervioso. A raíz de los problemas suscitados, se tomó la decisión de sacar el cadáver de Evita de Argentina. En 1957, fue llevado en secreto y bajo un nombre falso, en un ataúd embarcado hacia el puerto de Génova y, posteriormente, sepultado en Milán. Para esconder las huellas de esta operación, parce que se mandaron a hacer tres copias en cera del cadáver, y éstos fueron sepultados en Bélgica, República Federal Alemana y en otra ciudad italiana. En 1970, un comando peronista secuestró al exdictador Aramburu, retirado de la política, y amenazaron con matarlo si no se les entregaba el cadáver de Evita. Se hizo el intento de regresar el cadáver a Argentina, pero la operación duró demasiado y Aramburu acabó asesinado. El cadáver de Evita fue exhumado apenas en 1971 en Milán y entregado a Perón, que se encontraba exiliado en España. Fue regresado a Argentina apenas en 1974, después de la muerte de Perón, por instrucciones de Isabel Perón, quien en aquel entonces era presidenta de Argentina. Se le guardó un rato en la Quinta de Olivos, la sede oficial de la presidencia argentina, en espera de la construcción del monumento funerario planeado desde la muerte de Evita. El cadáver finalmente fue devuelto a la familia después del golpe de Estado de 1976. Le faltaba un dedo que fue amputado a propósito, la nariz estaba un poco golpeada y en la frente se notaba un rasguño. Fue sepultada en el cementerio Recoleta en condiciones de extrema seguridad, bajo varias capas de cemento, para imposibilitar cualquier otra profanación.

ATENEO GRAND SPLENDID, BUENOS AIRES

 

Ateneo Grand Splendid

La librería más bella del mundo se encuentra en la avenida Santa Fe de Buenos Aires, en su número 1860. El edificio albergaba inicialmente un teatro que se inauguró en 1919; luego, una célebre estación de radio; después, un cine. Fue transformada en librería apenas en el año 2010, después de una restauración que logró mantener la belleza del viejo teatro, pero adaptándolo para recibir cientos de miles de libros en un ambiente muy refinado. Según lo dicho por la señora embajadora Podgorean, la librería tiene almacenados cerca de 120 000 títulos y vende casi 800 000 libros al año. Los viernes y los sábados abre hasta media noche y, los otros días de la semana, hasta las 10 de la noche.

Logré visitarla un sábado alrededor de las 22:30 horas. En la librería había por lo menos 100 personas. Me fui directo a la rica sección de filosofía, curioso de comparar lo que iba a encontrar aquí con lo que sabía que se puede comprar en las librerías de París, Roma, Nápoles, Barcelona, Lisboa o Viena. No tuve ninguna sorpresa: Marx, Gramsci, Foucault, Badiou, Milner, Agamben, Deleuze, Sloterdijk, más unos cuantos filósofos argentinos que conocía solamente de los libros de Tomás Abraham.

Ateneo Grand Splendid es la librería donde no entran sólo los interesados en libros, sino también los turistas que quieren fotografiar las maravillas en su interior. Pero en Buenos Aires, aparte de ella, hay otras 734 librerías, lo que hace que esta ciudad esté en el primer lugar en el mundo por la cantidad de librerías por número de habitantes; en Buenos Aires hay 25 librerías por cada 100 000 habitantes. Hong Kong, que está en el segundo lugar en esta clasificación, tiene 22 librerías por cada 100 000 habitantes. A la feria anual de libros de Buenos Aires acuden 1 200 000 personas; en casi todos los quioscos de periódicos se pueden comprar los libros de grandes filósofos de la tradición Occidental en ediciones de pasta dura que cuestan alrededor de 10 dólares.

En las casi dos semanas que estuve en Buenos Aires, vi innumerables veces libros de Schelling, Fichte, Kant, Spinoza, Tomas de Aquino, Bergson, Wittgenstein, Sartre y Bertrand Russell, a lado de los periódicos La Nación, Clarín y Perfil. Además, exactamente como en París, desde hace un año en cada quiosco de periódicos, se puede encontrar una colección dedicada a los grandes matemáticos de la Historia, de los cuales ya habían salido cinco tomos hasta mi llegada a Argentina.

Hasta los indigentes guardan cierta conexión con los libros: la señora Podgorean, me contó que vio, en varias ocasiones, gente sin hogar, acurrucada cerca de los aparadores resplandecientes de tiendas de lujo, para poder leer a la luz que despedían. Yo mismo vi un indigente que vendía libros viejos sobre una de las calles míticas de la ciudad, Avenida Corrientes, y que leía, en espera de posibles compradores, una novela de amor.

 

Tomás Abraham 

Nacido el 5 de diciembre 1946, en una familia judía de lengua húngara de Timișoara. Tomás Abraham llegó en 1948 a Argentina. Traumados por los tiempos terribles vividos durante la guerra, cuando lograron salvarse, más bien por casualidad, de ser enviados a los campos de exterminio nazi, en los cuales fueron asesinados todos sus familiares de Transilvania, sus padres entendieron que tampoco el régimen comunista que se estaba instalando iba a traer nada bueno, así que se fueron a Buenos Aires, donde se había establecido la hermana de su padre. Tomás Abraham vivió en Argentina hasta el golpe de Estado de 1966, cuando decidió irse a París para salvarse de la represión y de la persecución del gobierno militar contra los militantes de izquierda. Estudió filosofía y sociología en la Universidad de Vincennes y tuvo como profesores, entre otros a: Althusser, Foucault, Deleuze y Badiou. Después de terminar los estudios en París vivió un tiempo en Japón; de regreso a Argentina, fue profesor en la Universidad de Buenos Aires. Los volúmenes de sus ensayos, escritos en un estilo vivo e intensamente subjetivo, como su participación en la vida pública de Argentina, lo llevaron a ser una de las figuras más importantes de la intelectualidad sudamericana.

TOMÁS ABRAHAM

Conocí a Tomás Abraham en la primavera de 2017 en Timișoara. Desde nuestro primer encuentro sentí una extraordinaria simpatía por la energía con la cual se involucraba en los asuntos públicos y por la magnífica vehemencia ética que enarbolaba. Aún si nuestras fuentes filosóficas eran diferentes, aún si los pensadores que apreciábamos no eran siempre los mismos, aún si no concordábamos cordialmente en todo, esto no me ha impedido reconocer la veracidad de sus puntos de vista y admirar la vivacidad de su estilo. Llegando a Buenos Aires, descubrí que la potente vitalidad de su pensamiento había tomado algo de la atmósfera trepidante de la ciudad, del magnetismo de esta mezcla perfecta de sensualidad, refinamiento y colorido.

 

Cómo trabajan los argentinos

Obelisco, monumento emblemático de la ciudad de Buenos Aires, que mide 67.7 metros, fue construido en el año 1936, en solamente 31 días. Estaba convencido que este logro increíble seguramente había sido sólo una excepción en una historia caracterizada por emplazamientos y fallas. Pude ver, también, otros ejemplos de monumentos u obras públicas acabadas en muy corto tiempo, pero no me convencieron, las consideré irrelevantes porque mis prejuicios sobre la benéfica lentitud antiamericana eran más fuertes; cambié totalmente mi opinión sobre los trabajadores argentinos apenas los vi en vivo pululando en todas partes, con una precisión y una energía que me dejaron atónito: sin tiempos muertos, sin miradas al vacío, sin chistes tontos, parecía que la salvación de su alma dependía de sus movimientos de cada instante. Y las últimas dudas me fueron despejadas un domingo 4 de noviembre, cerca de la media noche, cuando percibí unos camiones salir de una construcción entre Puerto Madero y Casa Rosada; atrás de ellos vi decenas de obreros que trabajaban sin decir palabra.

Para nosotros, en Timișoara, es bastante diferente. El balcón del apartamento donde vivimos da justo al patio de la escuela de Vlăduț, mi hijo. Hace unos seis meses, se decidió renovar el terreno deportivo que ocupa la mitad del patio de la escuela. El equipo de obreros elegido para llevar a cabo los trabajos llegaba todas las mañanas a las 9. El ingeniero, que dirigía todo, aparecía un poco más tarde, se sentaba en un banco, sacaba un libro y leía lleno de satisfacción. Los obreros, respetuosos, se escondían a la sombra para no molestarlo en su lectura y usaban sus celulares a sus anchas. A las 2 pm, el ingeniero colocaba con calma su libro en su portafolios, los trabajadores guardaban sus celulares en los bolsillos y todos comenzaban el trabajo. Terminaban exactamente tres horas después, a las 5 en punto.

 

El Gomero

Mi fascinación por los árboles muy viejos se remonta, probablemente, a 1996, cuando descubrí, cerca de la iglesia de Saint Julien le Pauvre, el árbol más antiguo de París: una acacia plantada en 1601 por Jean Robin el jardinero de Enrique IV. Continué buscando arboles especiales y cada vez que llegaba a París pasaba por el Jardin des Plantes, para ver el cedro libanés plantado en 1734 por Jussieu y el plátano occidental (platan occidentalis) sembrado en 1785 por Buffon. Todavía hay otros tres árboles muy viejos en el Jardin des Plantes, una acacia de 1636, un terebinto de 1702 y una acacia japonesa de 1747. Encontré una Haya (fagus) de 1875 en el parque Montsouris, pero fue talado en 2011 debido a una enfermedad que lo llevó al borde del colapso. Descubrí otro árbol esplendido en la isla de Kampa, un psicomoro de 34 metros de altura de 1798, que voy a ver cada vez que llego a Praga. En 2011, observando a unos niños jugando futbol en la calle cerca de una terraza de la ciudad de Dubrovnik, encontré un enorme árbol gomero que me hizo dejar para siempre la convicción, errónea, de que sólo son plantas de interior, como había creído hasta entonces. Los recuerdos de mi infancia en Arad empezaban con el gomero llamado allá ficus, en el apartamento de los abuelos, que crecía en una maseta cuadrada y siempre se le caían las hojas. Antes de ver los magníficos gomeros de Dubrovnik pensé que todos eran como los de la casa de los abuelos. Luego, en 2017, encontré otro gomero en Roma, en el patio de la señora Lavarone, a 10 minutos del Vaticano, por lo que solía sentirme protegido por la presencia de estos magníficos árboles.

Pero los gomeros que descubrí en Argentina no tienen nada que ver con los de Europa, son gigantes al lado de pigmeos, al igual que el de Dubrovnik comparado al de la maseta de los abuelos. El primero de ellos, el gomero de Plaza Lavalle, lo vi la noche del 31 de octubre, al entrar al Teatro Colón donde me invitaron a un concierto de los estudiantes del conservatorio. Me lo enseñó Radu Podgorean, quien me ofrecería los consejos más valiosos para descubrir árboles extraordinarios en Buenos Aires. No lograba verlo bien por la oscuridad, pero me sorprendió su impresionante tamaño y prometí volver a verlo durante el día. Regresé a Plaza Lavalle después de dos días, la recorrí en silencio, observé los magníficos edificios circundantes, prueba de un programa coherente de educación estética de la población y, finalmente, llegué al gomero cuya existencia me había parecido imposible. Aunque no me gusta tomar fotos, lo fotografié desde todos los lados, tratando de entender cómo era posible semejante milagro de la naturaleza. Para mí, no eran fascinantes las ramas enormes y las hojas perfectas, que había conocido desde mi infancia, cuando me decían que era el árbol de Jesús y que lo tocara suavemente, sino las raíces aéreas con sus formas irreales. Desde algunos ángulos, se me figuraban estructuras moldeadas en arcilla, fijadas a la sombra del árbol por un artesano, impulsado por un deseo patológico de creación; desde otros ángulos, estaba convencido de que eran misteriosas inserciones minerales en el reino vegetal, formas de granito que habían perforado el suelo para salir a la superficie y se habían convertido en partes del árbol gigante que estaba mirando; si intentaba observarlos con más atención, tenía la impresión de ver los enormes pliegues de piel de un antepasado lejano del hipopótamo expuestos, para recordarnos, remotas épocas geológicas en las que gigantes habitaban el súper continente de Pangea.

En la Plaza General San Martín vi al segundo gomero de Buenos Aires, protegido por un anillo de cemento y hierro. Probablemente, este gomero era incluso más viejo que el de Lavalle, ya que parecía el cuello desollado de un gigantesco ser volador, forzado a mover caóticamente sus decenas de alas con el afán de arrancarse del suelo. El intento siempre fue infructuoso, el fantástico ser se hundía aún más en el suelo gris, como tratando de gritar su desesperación de permanecer encarcelado para siempre, pero sin poder sacar un solo sonido.

La lección botánica más espectacular me la enseñaron el 3 de noviembre. Al ver que estaba fascinado por los gomeros que descubrí en Buenos Aires, el señor Podgorean se ofreció a mostrarme otros magníficos árboles cerca del cementerio de Recoleta. Primero, me llevó a las araucarias de la zona, me instó a que las examinara en detalle y me contó sobre la atención especial que Darwin les había proporcionado. Luego me acompañó a un grupo de 3 gomeras un poco más pequeñas que las que había visto en la Plaza Lavalle y en la Plaza General San Martín, entre cuyas raíces habían improvisado su vivienda dos indigentes. Finalmente, llegamos al árbol más famoso de Buenos Aires, El Gran Gomero, plantado en 1800 por los monjes de Recoleta. Al igual que el de la Plaza General San Martín, estaba protegido por una estructura circular que sostenía una cerca de hierro forjado de casi dos metros de altura. Pero en el caso de este legendario gomero, no fueron las raíces aéreas las más interesantes, sino las ramas de un grosor inverosímil, que estaban apoyadas en tres lugares por grandes soportes de acero. Frente a ellos, en un sugerente y juguetón dispositivo, una pequeña estatua de Atlas parecía participar sosteniendo el peso del gigante.

EL GRAN GOMERO, BUENOS AIRES

El Gran Gomero se extiende hasta la terraza de uno de los cafés más famosos de Buenos Aires, La Biela. Era el lugar donde se reunían los entusiastas del automovilismo, y, el héroe de todos ellos era Juan Manuel Fangio, 5 veces campeón del mundo de Fórmula 1, que era asiduo al lugar y cuya estatua se encuentra en la entrada. En todo el interior del café se pueden ver cigüeñales, volantes, cláxones y otras piezas desprendidas de las extrañas entrañas de coches de otros tiempos. Y como Bioy Casares y Borges solían ir a la cafetería, después de pasear por el cementerio de Recoleta, en la primera mesa de la entrada se pueden ver, en dos asientos idénticos a los utilizados por los clientes del lugar, sus estatuas de cera, sobre las que los turistas se abarrotan para tomarles fotos. Borges es ciego, pero tiene enfrente un libro abierto y sostiene ambas manos sobre su bastón. Bioy Casares, sonríe fotogénicamente, sostiene un bolígrafo en su mano derecha, mientras que su mano izquierda está colocada en un cuaderno y da la impresión de que está a punto de escribir. Probablemente pocos de los que fotografían las estatuas de cera de los dos ancianos saben quiénes son Borges y Bioy Casares y, tal vez incluso, menos han leído sus libros. Pero eso es de poca importancia, ellos han aprendido que tras las grandes personas quedan las estatuas, aunque de cera, y no los libros.

 

1 de abril de 2019