Revista de filosofía

Aproximación filosófica a la arquitectura de la Grecia antigua

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TOMADA DE ARQHYS ARQUITECTURA

 

Resumen

La trascendencia del pensamiento filosófico griego aún repercute en nuestros días, de manera similar podemos referirnos sobre su arte y arquitectura. Analizar, en primer lugar, la evolución del pensamiento inspirado por el espacio (tanto natural como social), y en segundo, el espacio producido a partir de la reflexión y la deliberación, nos permitiría comprender qué tanto la filosofía es influida por el entorno en el que el ser humano se desarrolla, y cómo una vez alcanzado nos impulsa a querer crear nuestro propio espacio. Por lo tanto, el presente ensayo bien puede considerarse una introducción a la arquitectura de la Grecia antigua desde el análisis filosófico, o si se quiere, una introducción a la filosofía clásica por medio del estudio de la arquitectura.

Palabras clave: filosofía clásica, arquitectura griega, filosofía de la arquitectura, antigua Grecia, arquitectura antigua, filosofía del espacio.

 

Abstract

The transcendence of Greek philosophical thought still has repercussions in our day, although we could refer in a similar way to its art and architecture. To analyze, in the first place, the evolution of thought inspired by the space (both natural and social), and second, the space produced from reflection and deliberation, would allow us to understand how far the philosophy is influenced by the environment in which human beings develop, and once reached, drives us to create our own space. Therefore, the present essay may well be considered an introduction to the architecture of ancient Greece from the philosophical analysis or, in a similar way, an introduction to classical philosophy through the study of ancient architecture. 

Keywords: classical philosophy, greek architecture, philosophy of architecture, ancient Greece, ancient architecture, philosophy of space.

 

Para Alfred Whitehead tal como sostuvo en su afamada frase, la caracterización general de la tradición filosófica europea “consiste en una serie de notas a pie de página de Platón”. En esta directriz: ¿Sería descabellado pensar de manera similar respecto a la arquitectura occidental?

En el presente ensayo nos acercaremos a la arquitectura de un pueblo que estuvo motivado por la búsqueda del orden, la belleza, lo bueno, y que no dudó en plasmar esos conceptos al reino de las tres dimensiones que habitaban y que con orgullo forjaron una tradición cuya influencia no ha dejado de evidenciarse más de dos mil años después, la herencia del intento de abstraer el misterio del cosmos a nuestra humilde –y al mismo tiempo osada– proporción.

El arquitecto históricamente ha sido una figura aliada al poder político y religioso. El arquitecto no construía las casas de los obreros, de los campesinos, de los siervos. Proyectaban los trazos de las ciudades, los palacios de los reyes, las casas de los dioses. No obstante, esta profesión iba a adaptarse a los nuevos paradigmas que guiaron a los seres humanos a la necesidad de erigir su propio mundo, y ese cambio se logró en parte gracias al desarrollo de la palabra oral y escrita que, divulgadas en espacios públicos, dotaron de existencia e identidad al ser humano.

También se hace necesario resaltar el diálogo directo o indirecto que tuvo la filosofía y la arquitectura griega con la vida política y religiosa de los ciudadanos. En las academias es comúnmente aceptado el fenómeno denominado “paso del mythos al lógos”, tan recurrente en la historia de la filosofía clásica; pero tal desplazamiento me resulta inverosímil, una conclusión (muy sensata, por supuesto) acuñada por aquellos que adoran enaltecer el mundo infalible de la razón por encima de la superstición. No obstante, el mythos y el lógos gozaron de un fructífero mutualismo. Que el auge y popularidad de la filosofía en la época clásica ateniense haya coincidido con el principio de la decadencia de su cultura no implica la derrota del mito, sino su transformación y adaptabilidad a los cambios sociales venideros. El pensamiento buscó anticiparse a la naturaleza, y el mito se tornó en metáfora, en analogía.

La arquitectura griega tal vez no hubiera brillado tanto sin este diálogo reflexivo, interpretativo. Empezaría una nueva era, donde una clase de mito intenta ser el lenguaje de una novedosa forma de ver el mundo. El mito no siempre refiere a las hazañas de los dioses, de criaturas grotescas o reinos terroríficos, también comprende al universo como una llama en constante transformación, o un mundo creado a partir de minúsculas partículas que según distintas proporciones se convierten en todo lo que podemos ver y tocar, o bien, a veces toma forma de un carro tirado por un par de yeguas hacia el “camino muy nombrado de la diosa, el que por todas las ciudades lleva al hombre que sabe”.[1]

 

Orígenes 

En vista de que debemos situar un tiempo y un lugar como punto de partida, respetaremos la tradición histórica que data a Creta y a Micenas entre el 2000 a.C. y el 1600 a.C., los cimientos de la cultura griega, inmortalizados en las espléndidas obras literarias de Homero que durarían más que los muros que protegían las ciudades de sus protagonistas. Eran ciudades palaciegas, es decir, giraban en torno al palacio del monarca, un complejo arquitectónico que albergaba edificios residenciales, administrativos y religiosos. Las ruinas de estas obras, que alguna vez se alzaron adaptándose a la topografía irregular (Grecia es preponderantemente montañosa), dan testimonio de una influencia tomada de la arquitectura de Asia Menor durante la Edad de Bronce. Una de las características más importantes de estas construcciones era el megaron (μέγαρον, gran salón), parte principal del palacio y que sería el antecedente del templo griego. De hecho, el megaron es posiblemente la estructura más fácil de reconocer en los antiguos sitios arqueológicos de Anatolia, como en el caso de los estratos que se suelen identificar como la mítica Troya.

En el palacio del rey, el dios era un invitado y el megaron su morada temporal en el mundo terrenal. Por este motivo el megaron era el salón en donde se realizaban algunas de las más importantes actividades del reino: se recibían a los visitantes importantes, se llevaban a cabo los ritos más significativos de su cultura, así como las fiestas y los consejos de guerra. Esta estructura era más que todo una sala rectangular con un acceso vestibulado (porche) en una de sus caras cortas; y en el centro, marcado por 4 columnas que ayudaban a sostener un techo plano, se encontraba un espacio circular en donde se llevaban a cabo las ceremonias. Otro tipo de construcción micénica fue el arco falso como el que encontraríamos en el famoso tholos nombrado “Tesoro de Atreo” (la civilización tendría que esperar algunos cientos de años más para que los romanos perfeccionaran el arco de medio punto). También se destaca el uso de columnas más ovaladas que circulares en los palacios, con la peculiaridad –también encontrada en Creta– de tener la base de menor tamaño que su cúspide, cuestión que se invertirá en las columnas clásicas.

TOMADA DE ARKYOTRAS

Creta, la gran isla en la que se crio Zeus a escondidas de su padre Crono, hogar del mítico rey Minos y del arquitecto Dédalo a quien los griegos le atribuyeron la invención del laberinto, albergaba el primer prototipo de la ciudad clásica, la ciudadela, gran complejo arquitectónico que reúne el palacio del monarca, salas para asambleas, pórticos con columnas y hasta plazas públicas, como se puede apreciar en las ruinas del palacio de Knossos.

La caída de las civilizaciones de la Edad de Bronce sigue siendo motivo de misterio y especulaciones. Cuando los descendientes de las cuatro tribus de Grecia (Jonios, Eolios, Aqueos y Dorios) fueron asentándose a lo largo del territorio, tal vez sin darse cuenta, iban a cambiar la historia de la arquitectura: surgiría la pólis[2] (πόλις). Los dorios –que ya conocían el hierro, y de los que descenderán los espartanos– parecen haber terminado de saquear las ciudades micénicas.

El desarrollo de las pólis era, en un comienzo, irregular y desordenado, pues seguían las características de los terrenos sobre los que construían, y de la misma manera se iban expandiendo. A partir del siglo VII a.C. algunas colonias griegas se instalaron de una sola vez, aplicando conscientemente conceptos de ordenamiento territorial, que por supuesto, obedecían a la jerarquía de los colonos.

En las colonias griegas la retícula dejaba ver la preeminencia social de una clase terrateniente, una especie de aristocracia territorial. Los primeros colonos dividían el territorio y por ese procedimiento se aseguraban el poder de gobernar los asuntos de la ciudad. Para prevenirse contra los cambios, apoyaban leyes que declaraban la propiedad inalienable y ponían trabas al comercio de tierras. Los que llegaban más tarde constituían la clase media de habitantes de la ciudad o arrendatarios: artesanos y comerciantes que junto con los oficiales y archiveros del ejército constituían la base sobre la que podían emerger, en algunas ocasiones, regímenes populares.[3]

La arquitectura en la Grecia continental no iba a volver a tener obras significativas hasta aproximadamente el año 800 a.C., cuando un incipiente templo griego, hecho de adobe y cimientos de piedra, destacaría dentro del simple paisaje de los asentamientos construidos en colectividad, y cuya planta era una adaptación del megaron. Cada pólis tenía su dios protector, por lo que era necesario destinarle una residencia local (Hera en Samos, Apolo en Corinto, Atenea en Atenas); de esta manera el dios, que en época micénica era invitado del rey, desde la Grecia arcaica pasaría a ser regente y símbolo de la ciudad-estado que auspicia. Las viviendas serían, en su mayoría, obras regulares y no ostentosas, pues el lujo no era bien visto entre los ciudadanos que en teoría eran iguales, así que los terrenos más altos de las ciudades fueron destinados a los dioses y así surgieron las acrópolis. Los palacios se veían como una fantasía distante. A propósito de esto dejó testimonio Demóstenes, importante político ateniense del siglo IV a.C.:

Para el Estado construyeron tan hermosos edificios, adornaron con tanta magnificencia un gran número de templos, y consagraron en sus santuarios tan nobles ofrendas, que no han dejado nada en que pueda sobrepujarles la posteridad. Para sí mismos fueron tan moderados, tan amantes de las virtudes republicanas, que cualquiera de vosotros que conociese las casas de Arístides, de Milcíades o de sus ilustres contemporáneos, las encontraría tan modestas como todas las demás. No era por elevarse a la opulencia por lo que dirigían el Estado, sino para aumentar la grandeza de la patria.[4]

A pesar de que Grecia estaba conformada por distintos núcleos administrativos independientes (pólis), la unificación de su lenguaje arquitectónico fue posible gracias a varios factores: una lengua en común y una unificación de sus cultos religiosos –de cierta manera seculares (no existía una poderosa clase sacerdotal a diferencia de Egipto o Mesopotamia)–. No obstante, el templo griego sería el tipo constructivo que albergaría todos los principios estéticos que dominarían la arquitectura clásica.

 

Generalidades

La belleza está compuesta por el balance, la simetría, el equilibrio. Se buscaba la armonía, la proporción. Constructivamente se apelaba a la “honestidad”, la claridad espacial mediante, por ejemplo, la transición viga-columna-capitel. Otra de sus características es el fuerte adintelamiento: la sucesión dintel-friso-cornisa que se empleaba desde antes de los imperios de la Edad de Bronce.

FIG. 1. RUINAS DEL PALACIO DE KNOSSOS (RESTAURADO), CRETA

La búsqueda de la armonía no se queda únicamente en estos conceptos. Los antiguos arquitectos comprendían que los ojos humanos no eran perfectos para admirar la pureza de las formas, por lo que efectuaban correcciones ópticas; las columnas se construían situadas sobre una plataforma curveada ligeramente hacia el interior del espacio para así lograr corregir la deformación visual ocasionada por la perspectiva. Estas correcciones ópticas son una prueba de la búsqueda racional, consciente, de la pureza. La belleza y el bien estaban estrechamente relacionadas (καλὸς κἀγαθός, kalos kagathós, que para Jaeger resume el ideal constitutivo del ser griego), y serán un motor para el desarrollo de sus diversas manifestaciones artísticas.

Estos principios de armonía también iban a ser emulados a gran escala. A Hippodamos de Mileto (siglo V a.C.), arquitecto, urbanista, filósofo y matemático, se le atribuye ser pionero del urbanismo, habiendo desarrollado la “retícula hipodámica”, el trazado ortogonal que hasta la fecha se sigue utilizando para el diseño de ciudades. Hippodamos diseñó el plano del Pireo, el puerto de Atenas, y se dice que trabajó en la construcción de la nueva ciudad de Mileto (475 a.C. aproximadamente) tras la destrucción que sufrió por parte de los persas. Si bien el urbanismo planificado existe desde la civilización egipcia, la nueva Mileto sería proyectada siguiendo patrones geométricos, una incipiente teoría urbana y una conciencia de sectorización según áreas de producción. Esta necesidad de orden (kósmos) no era un simple capricho, pero sobre esto ahondaremos un poco más adelante.

 

Los órdenes

No podían faltar los órdenes clásicos que hasta cientos de años después siguen estando presentes en los edificios institucionales de gran número de naciones. Las columnas que soportarían la estructura de los templos serían influenciadas más por Egipto que por sus ancestros directos, micénicos y minoicos, teniendo su base mayor diámetro que la parte superior en la que descansaría el capitel, acentuando su funcionalidad como soporte. Las columnas de piedra de orden dórico harían su aparición alrededor del año 600 a.C., siendo una reinterpretación de las columnas de madera que se utilizaban en los templos hasta ese entonces. La proporción era igual de importante que el conjunto arquitectónico, llegando en el siglo V a perfeccionar este ideal, donde “el total de la columna tenía entre 11 y 12 veces la altura del capitel”.[5]

Las estrías del fuste, que recuerdan un poco a la superficie de un tronco, tenían doble función, por un lado acentuaban la capacidad de soporte de la columna, y por el otro, permitían distinguir el fuste de la pared de la cella (la cámara en donde se ubicaba la escultura del dios) que se encontraría detrás. Al ser tanto las paredes como las columnas pintadas del mismo color blanco, las estrías lograban rescatar la percepción de profundidad.

El orden jónico tiene su origen en las islas del mar Egeo, así como en algunas costas de Asia Menor, y su principal característica radica en la emulación sobria de la forma vegetal. El fuste de la columna es más delgado y alto que el dórico. Las estrías no mueren en la base o en el capitel, sino que son rematadas por pequeños arcos, su principal distinción son las volutas del capitel.

 

FIG. 2. LOS ÓRDENES CLÁSICOS Y SUS VERSIONES ROMANAS

Finalmente tenemos el orden corintio, el cual abordaremos un poco más adelante. Los tres órdenes fueron mejorados a través de los años y adaptados según los acontecimientos y los recursos que tenían al alcance. Los romanos harían sus versiones, el orden toscano cuyo fuste no tenía estrías; el romano-dórico y, como eran tan buenos siendo romanos, inventaron uno que fusionaba los anteriores: el orden compuesto.

 

El cosmos en la Tierra

La evolución del pensamiento humano ha ido de la mano con el progreso de esta especie en los distintos espacios en los que se desenvolvía. Los mitos hacían su aparición para llenar el vacío que dejaba el escaso conocimiento de determinadas manifestaciones de la naturaleza. Pero el proceso de sedentarización, la fundación de los primeros pueblos y el incremento de las relaciones sociales y comerciales entre distintas poblaciones, así como la necesidad de protegerse de los enemigos, contribuyeron a formar lo que conoceríamos como pólis, la cual brindaría nociones –tal vez de manera inconsciente– de cómo reproducir las manifestaciones encontradas en la naturaleza, en un intento de explicar el origen de las cosas.

 

De Natura a la Pólis

El conocimiento del ser humano se ha alcanzado mediante un progreso gradual, donde distintos factores convergieron en un determinado momento y sembraron bases para conseguir nuevos conocimientos. Pero si nos remontamos más atrás de la civilización, a aquellas épocas en que los humanos todavía no terminaban de asentarse, su noción acerca de todo lo que les rodeaba era proporcional a lo que podían observar, y de la misma forma, el vacío que dejaba lo que no podían comprender, era llenado por la imaginación y la superstición.

En ese entonces los métodos utilizados para adquirir información que les ayudara a perdurar eran bastantes limitados, así bien, comenzaron por lo más básico: observar. De esta manera los primeros curiosos, esos que no se conformaban con historias de dioses creadores, empezaron a poner más atención a lo que les rodeaba: el agua, la tierra, el aire, las fuerzas que nutrían a Gea. Después se unieron formando inmensos grupos, y comenzaron a erigir construcciones cada vez más complejas, pero con un significado poderoso, la ciudad como espacio de identificación. Aristóteles describió posteriormente el proceso con estas palabras: “Por eso, la ciudad primera es necesariamente la que está formada de ese mínimo de gentes que sea un grupo humano autosuficiente respecto a vivir bien en una comunidad política”.[6] Las ciudades comenzaron a extenderse. La vida social en las ciudades influenció su cultura y la manera de ver e interpretar lo que les rodeaba. Es en la pólis donde el ser humano le arrebata a la oscuridad y al caos parte del gobierno sobre sus vidas, y esta especie se aventura a escudriñar y a representar el cosmos según patrones geométricos y armoniosos que intentarían emular en el reino material.

Con la vida social hicieron su aparición distintos oficios no relacionados necesariamente con las habilidades prácticas, como el caso de la oratoria, ahora necesaria para administrar y seguir manteniendo el orden. Es en la pólis donde la palabra se eleva a un puesto privilegiado, un don que permite transmitir orden, ideas. Mas Torres nos menciona que “ambos espacios, el físico y el político, están regidos por unas leyes que cabe averiguar y estudiar”.[7] Esto quiere decir que no solamente se identifican causas dispuestas en el mundo de manera natural, sino también que éstas pueden llegar a ser comprendidas y representadas a través de nuestro lenguaje hasta llegar a materializarse por medio de piedra y mármol. El uso libre de la palabra le comenzó a hacer frente a los discursos triviales y metafóricos que moraban en los mitos y la poesía.

Cuando el ser humano comienza a crear un sistema para convivir entre sus semejantes, ideó códigos y principios que pretendían ser aplicables a cada persona por igual dentro de las ciudades (concepto de isonomía, igualdad ante la ley). Así bien, la pólis como conjunto de edificaciones y vivencias era el legitimador visible de lo que representaban las palabras, y la arquitectura sería las páginas en las que se escribiría la historia de la civilización. Al ser la palabra una cuestión ahora pública, se traían temas que podían ser debatidos por los distintos ciudadanos en el ágora, ubicada como el centro del universo en su versión microcósmica de espacio urbano. Por ello no es raro pensar en porqué Vernant afirma que la pólis dio paso a “una extraordinaria preeminencia de la palabra, sobre todos los otros instrumentos del poder”.[8] El Estado implica leyes y mandatarios, enraizados a la cultura bélica que imperaba en los siglos VII y VI a.C. Las leyes y normas encontrarían correspondencia en los llenos y vacíos que componían la ciudad. La importancia del ágora es trascendental, pero con este espacio nos detendremos más adelante.

A propósito de este nuevo orden, Jaeger nos menciona que “[…] la concepción del Estado es, por su misma naturaleza, de carácter inmediatamente práctico, mientras que la investigación de la physis o génesis, es decir, del ‘origen’ se halla impulsada por la «teoría»”.[9] En el tiempo arcaico, quienes se encargaban de la educación de los jóvenes eran los poetas, por lo que en ellos caía la responsabilidad de transmitir la tradición oral así como de discutir cuestiones de carácter intelectual todavía ligadas a los mitos; no obstante, el nacimiento del discurso público abrió la puerta a nuevas formas de expresar ideas.

 

Los presocráticos: interpretando el mundo

Mucho se ha hablado de los filósofos presocráticos, también se han escrito numerosas obras intentando analizar su pensamiento, constantemente poniendo en boca de ellos cuestiones que tal vez nunca hubieran dicho, pues los textos que nos han dejado son fragmentarios. No obstante es necesario hacer notar que; al ser estos los “primeros filósofos” que en occidente efectúan la separación entre ciencia y creencia, abrieron una puerta para poner en discusión cuestiones de la vida del ser humano, ya no tanto como una entidad integrada a la naturaleza, sino también como individuo y participante activo de una sociedad que necesitaba regularse para sobrevivir.

TOMADA DE ARQHYS ARQUITECTURA

Los presocráticos introducen el tema del ἀρχή (arché, origen), pues compartían la creencia de que todas las cosas, en su ínfimo estado, estaban compuestas por un mismo elemento. Por ejemplo, comenta Hipólito: “[Anaximandro dijo] que la tierra se halla en alto, sin nada que la sostenga, pero que permanece quieta por la equidistancia de todas las cosas”.[10] En efecto, la noción de orden cósmico de este filósofo presocrático era análoga a la idea de justicia, pues reconocía en lo “indeterminado” un principio de unidad. Concebía el mundo de forma esférica (el círculo era la figura perfecta, sin principio ni final), y su propiedad geométrica la hacía sostenerse en perfecta simetría (ὁμοιότης, homoiotes) en el vacío. Al respecto nos comenta Mas Torres: “Recordemos también a Anaximandro, que traslada la idea de justicia al universo, viendo en él un orden, un kósmos, que se le presenta como una pólis en grande, una especie de comunidad sometida a una ley ordenadora”.[11] Era por lo tanto de suma importancia que las ciudades de los mortales tuvieran esta misma noción de justicia, orden, equilibrio, para que su desarrollo correspondiera con el orden universal.

Los pitagóricos no iban a buscar el origen de las cosas en el mundo material, sino que sostenían una teoría más de carácter metafísica, concibiendo el universo matemáticamente partiendo del número para luego pasar al plano hasta llegar al mundo tridimensional; de esta manera explicaban la armonía universal.[12] Heráclito, por su parte, sostuvo el lógos como principio unificador de los contrarios. La concepción del kósmos según Heráclito representa un discurso que es común para todos y comprensible para el que logre discernir. Una idea que podemos encontrar en las ciudades actuales es que, dentro de una sociedad civil no somos hombres o mujeres, pobres o ricos, sino ciudadanos, y como tales estamos sujetos a las mismas normas. Por supuesto que Grecia no cumplía al pie de la letra tal utopía; la mujer no tenía los mismos derechos, ni que decir de los esclavos, pero su mérito radica en haber marcado el prototipo. Las ciudades hoy en día todavía se nutren de estos cimientos; los capitolios reemplazaron a las ágoras y la Ekklesía dio lugar a los ayuntamientos, todos ubicados en puntos estratégicos o simétricos según otras edificaciones. Para Heráclito el lógos “da cuenta” de todas las cosas; así la ciudad, como el fuego en constante movimiento, la que deja vivir y permite la acción. La pólis, siempre vigilante y síntesis de contradicciones, es el nuevo dios, visible, omnipresente en cada aspecto de nuestra vida.

Los primeros filósofos comenzaron a analizar lo que les rodeaba por medio de la observación, pero al estar más ligados a los poetas que a los políticos, sus obras no representaban mayor uso práctico. Habría que esperar un par de siglos para que los filósofos se acercaran más a las artes prácticas de la administración y la política. Los sofistas fueron pieza importante, ya que gracias a ellos la palabra evolucionó desde la condición trivial de la argumentación acerca de lo incomprobable hasta llegar a escenas más prácticas y al alcance del ciudadano común, como los discursos políticos, la oratoria y la persuasión, lo que podía traer consigo aspectos tanto positivos como negativos, pues en el juego político importa más la validez que aproximarse a la verdad.

 

Arquitectura para existir

La arquitectura griega tal vez obtuvo su mayor grado de esplendor con la Atenas del Siglo V. Tras la victoria de las pólis griegas contra los persas, Atenas logró posicionarse a la cabeza de las mismas, y para dar muestra de su magnificencia, Pericles decidió utilizar grandes sumas de dinero estatal para embellecer su ciudad, siendo la Acrópolis la cumbre de la arquitectura griega antigua. La Acrópolis, “la ciudad alta”, albergaría las casas de la “Palas”, diosa de la sabiduría y la guerra estratégica y a sus distintas manifestaciones: Atenea Parthenos (la virgen), Atenea Promachos (la combatiente) y Atenea Niké (la victoriosa), que se erguían sobre la siempre vigilante colina que desde el mar se podía ver brillar bajo el sol.

 

El templo

Es quizá el tipo constructivo más característico de la antigua Grecia, dotado de gran monumentalidad probablemente por influencia egipcia, pero que cuenta con varias diferencias de originalidad propia, por ejemplo, la búsqueda de transparencia, a diferencia de los antiguos templos mesopotámicos y egipcios donde dominaba la oscuridad y el hermetismo. Con el templo, incluso con los monumentos funerarios, el humano comenzó a concebirse como un ser independiente de la naturaleza: estas obras constituyen el intento por vencer los ciclos del tiempo, la vida y la muerte.

Entre las características del templo griego se encuentran la rigurosidad geométrica, el empleo del peristilo (serie de columnas que rodean la cella formando un pórtico perimetral, comúnmente 6 por 14), la cella o cámara dispuesta en el interior del peristilo, proyectada a manera de túnel y en donde reposaría la estatua del dios protector. Ya alrededor del año 600 a.C. las columnas (normalmente de madera) serían reemplazadas por columnas de piedra que evolucionarían en la maestría técnica de los órdenes clásicos, al igual que el uso de mampostería de sillería en lugar de los bloques de barro para la cella. El techo estaba conformado por tejas de terracota dispuestas a dos aguas con una suave pendiente, a diferencia de los templos arcaicos de madera cuyas pendientes eran mucho más pronunciadas gracias a la ligereza de sus materiales.

FIG. 3. COMPARACIÓN ENTRE LA PLANTA DEL MEGARON MICÉNICO Y LA DE UN TEMPLO DÓRICO GENERAL

El templo griego destacaba del paisaje en que se instalaba, desvinculando la obra humana de la naturaleza. En efecto, la construcción rectangular y sobria contrastaba con el terreno montañoso e irregular que imperaba en toda Grecia. Tres escalones separaban el suelo de la casa del dios; esta necesidad de desvinculación fue adrede, racional: se buscaba honrar a los dioses sin perder de vista que las construcciones eran fruto del ingenio humano. Los frisos de la época clásica eran decorados con relieves escultóricos que representaban las míticas batallas de las grandes epopeyas, sin vencedores, sin caídos, todos se mostraban durante la lucha, en el umbral de los momentos decisivos.

 

El misterio de Basas y el orden corintio

En medio de un paisaje montañoso de la región de Arcadia, en el Peloponeso, descansa las ruinas de un templo erigido en honor a Apolo, el que Pausanias describió en uno de sus viajes cuando la edificación ya estaba en ruinas.[13] Al parecer se comenzó a construir a mediados del Siglo V a.C., y posee varias peculiaridades con respecto a la mayoría de los templos, por ejemplo, su ubicación norte-sur, recordando a las construcciones de la época arcaica. Al final de la cella, adornada por una serie de columnas jónicas a ambos lados de sus paredes, y en donde debió haber reposado la estatua del dios solar, fue encontrada una columna con un capitel muy diferente al dórico y al jónico; el templo de Apolo en Basas (Bassæ) albergó la columna de orden corintio más antigua encontrada hasta la fecha, y cuya función no era estructural.

El capitel corintio es atribuido al escultor Calímaco, discípulo de Fidias (el más famoso escultor de Atenas). El tercer orden está conformado básicamente por las mismas características del jónico, siendo su mayor diferencia el capitel que posee una representación escultórica de hojas de acanto, planta muy común en los monumentos funerarios de la época. Varias especulaciones se han hecho al respecto, por ejemplo, el intento de emular el árbol de laurel bajo el cual Leto dio luz a los dioses gemelos, hijos de Zeus. Es curioso que se haya utilizado una columna que representa una planta a menudo utilizada como símbolo funerario para rendir homenaje al dios del Sol.

Uno de los frisos, que de manera no menos curiosa se encontraba en el interior de la cella, tenía relieves de combatientes desesperados, abatidos, huyendo, en lugar de los clásicos casos como el del Partenón de la Acrópolis, donde se representaban en plena batalla. El friso se encuentra hoy en día en el Museo Británico, mientras que el capitel –según se cuenta– fue destruido por jenízaros a inicios del Siglo XIX. Las peculiaridades presentes en este templo fueron quizá el vaticinio de una mayor libertad creativa que tendrá el arquitecto en la época helenística, donde el uso del orden corintio sería mucho más habitual, al igual que los frisos con escenas similares al de Basas.

 

El ágora y la stoa

El ágora es quizá lo más interesante en cuanto a la relación entre arquitectura y filosofía. El espacio público que no se define por sus elementos constructivos ni por su materialidad, sino que, por el contrario, corresponde un espacio vacío el cual podemos reconocer mediante lo sólido que le rodea.

Esta plaza pública, inicialmente destinada a asuntos comerciales, debió haber sido el primer gran posibilitador del activismo social. La principal característica del ágora es su capacidad de ser apropiada. Al ser un espacio vacío, su uso viene definido por el discurso y la actividad que efectúen sus usuarios directos. Para los regentes de Oriente, no acostumbrados a algo tan extraño como la democracia, tal espacio era objeto de sospecha. “«Nunca temeré al tipo de hombres que tienen un lugar aparte en medio de la ciudad, donde se reúnen y se cuentan mentiras unos a otros bajo juramento», se dice que pronunció desdeñosamente Ciro el Grande, rey de los persas”.[14]

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El ágora es participación activa; sin ella el discurso permanece mudo, y la boca que lo pronuncia no existe en la ciudad. El medio espacial reconoce el “ámbito público” como consecuencia de la cohabitabilidad entre varias personas, concepto que sería emulado por diversas culturas como en la civitas romana y que, lamentablemente, hoy en día agoniza. Los griegos reconocieron que la palabra se hace pública cuando se expresa en lugares públicos: no hay discurso sin espacio.

La stoa (στοά) se ubicaba a un lado (o a dos lados) del ágora; era un pórtico con columnas en una de sus fachadas largas, mientras que la otra cara estaba compuesta por una pared. En este espacio se efectuaban diversas actividades preponderantemente comerciales; también era lugar de refugio temporal para viajeros, y por supuesto, era el espacio favorito del filósofo Zenón de Citio para compartir sus pensamientos a sus discípulos, inaugurando una corriente filosófica denominada estoicismo, nombre tomado de este espacio.

Otras edificaciones que se podían encontrar junto al ágora son: el Bouleuterion (βουλευτήριον), sede del “Consejo de los quinientos” o Boulé, la asamblea de representantes; y el Prytanikon, ubicado en el lado oeste del ágora y que alojaba a los miembros de la Boulé. En Atenas también se podía encontrar la Heliea (Ἡλιαία), el tribunal supremo que evolucionó de la arcaica Ekklesía y que estaba constituido por 6000 ciudadanos que participaban en la resolución de las distintas acusaciones que llegaban a darse en la pólis.

 

El teatro

Al antiguo teatro griego (θέατρον, theátron, “lugar para contemplar”) tal vez le corresponde el mejor ejemplo de convergencia de las bellas artes. Arquitectura, música, literatura, pintura, escultura y danza, todas congeniando dentro de un mismo espacio. El ritual de sacrificio que en la antigüedad se efectuaba en honor a la llegada de la primavera, en la pólis iba a ser abstraído a un ritual colectivo e identitario de una nación bajo la bendición de Dionisio. El teatro prepara la llegada de la tragedia y la comedia, reunidas en un microcosmos al alcance de todos los ciudadanos.

La tragedia, tragodía en griego, no significa otra cosa que «canto en ocasión del sacrificio de un macho cabrío», igual que comedia, komodía en griego, se traduce por «canto de procesión» […].

En el sacrificio se reúne toda una sociedad, o una parte de ella, en actividades fijadas por determinadas prescripciones, por ritos.[15]

Clístenes, el gran reformador que terminó de introducir la democracia en Atenas, estaba consciente del papel político del teatro como contenedor de identidad y de su poder sobre las masas. A propósito de esto nos comenta Heródoto: “Porque Clístenes, después de haber combatido a los argivos, puso fin en Sición a los certámenes en que los rapsodos recitaban los versos de Homero, a causa de celebrar éstos en casi todas partes a Argos y los argivos”.[16] De similar manera Pericles, para ganarse el favor del pueblo decretó que el Estado pagara la entrada de los pobres al teatro (theoricon). Ya no se trata de las funciones y fiestas privadas del monarca en su megaron, sino que el espectáculo se convierte en el “tesoro de la pobreza”.[17] La purificación que otorgaba este nuevo espacio ritual, la catarsis que el ciudadano recibía como espectador de la tragedia, les permitía “purgar” los sentimientos de terror y compasión mediante la identificación suscitada entre el acto (representación) y el espectador. El drama, acto tan antiguo como la humanidad, iba a pasar a formar parte de un lenguaje común, político, fundacional. “El drama ritual, en contraste con el drama social, está ligado a un espacio sagrado (témenos) y requiere una inauguración oficial y solemne. La fiesta se destaca de lo cotidiano no sólo por el lugar –por su zona separada y sacra–, sino también institucionalmente –por su marco solemne y las actividades y cánticos rituales”.[18]

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Si la pólis intentaba ser un microcosmos del universo, no sería ilícito pensar en el teatro griego como un microcosmos de la pólis. Al teatro –siempre al aire libre– lo conformaban la orchestra, en un inicio no más que un círculo sobre el terreno junto al templo del dios del vino; a este espacio se le agregó una edificación atrás que serviría para permitir el ingreso y salida de los actores, y posteriormente se situaría el coro en un segundo nivel. Las graderías se disponían formando un semicírculo alrededor de la orchestra, divididas a su vez por unas escaleras radiales.

 

La República ideal

Sabríamos de Sócrates casi lo mismo que muchos de los filósofos que le precedieron, pues al igual que ellos no dejó testimonio escrito por su propia mano. Afortunadamente podemos hacernos una idea –presuntamente– cercana de su personalidad e ideales gracias a sus discípulos, como Jenofonte y Platón, de los que pudimos conocer las preocupaciones éticas de su maestro. Sócrates iba a dejar de lado un poco las deliberaciones sobre el origen de las cosas para dar lugar a nuevos debates que giran en torno a un nuevo objeto de estudio: el ser humano. Antes que Sócrates, este tema ya había sido abordado por filósofos como Demócrito (que estudió la ética y la felicidad), o incluso los sofistas. Sin embargo, Platón legó al mundo sus reflexiones concernientes casi específicamente a temas relacionados con el alma, la unidad y la multiplicidad, la justicia, los deberes con la nación y entre ciudadanos, la estratificación de clases y hasta el ordenamiento territorial.

Su diálogo Politeia (La República o de lo justo) marca un hito en la historia del pensamiento, no sólo filosófico también político. Hasta ahora hemos expuesto varios paralelismos entre la ciudad y la manera en que se vive dentro de ella, y las concepciones de los elementos según la perspectiva de distintos filósofos con respecto a su visión del mundo, pero es con La República que podemos encontrar lo inverso: por medio del pensamiento y a partir de bases de conocimiento, Sócrates como personaje principal comienza a pensar la ciudad ideal. En otras palabras, lo inmaterial (el pensamiento) antecede a la ciudad (lo material).

No obstante, la ciudad pensada por Platón da un paso más allá de únicamente la planificación: nace a partir de satisfacer las necesidades básicas de las comunidades para así satisfacer las necesidades nuevas que vayan surgiendo a medida que la nación se va expandiendo, es decir, una consciente expectativa de crecimiento, que a su vez está ligada a su propio ideal de belleza y de bien. Esto es digno de resaltar pues se está pensando en erigir un Estado donde se define primeramente la estructura de producción antes que el tipo de sus edificaciones.

A lo largo de los libros II, III y IV del diálogo, Platón va describiendo por boca de Sócrates su nueva pólis, partiendo desde adentro hacia afuera, o bien, desde las necesidades más básicas, aquellas que sirven de excusa para que las personas comiencen a acercarse entre ellas: la necesidad de seguridad, de cooperación y comercio. Pero a medida que el diálogo transcurre, se van añadiendo necesidades secundarias y terciarias, lo que conlleva a extender el territorio, y con esto, aparece la necesidad de personal capacitado para protegerlo. Para que la idea de justicia (que cada quien se dedique a lo que le corresponde); que también es comprendida como bien supremo, sea compartida por todos es necesario reformar la educación, y ésta a su vez está ligada a las clases sociales que establece el filósofo.

—Vamos, pues —dije—, y forjemos en teoría el Estado desde su comienzo; aunque, según parece, lo forjarán nuestras necesidades.

—Sin duda.

—En tal caso, la primera y más importante de nuestras necesidades es la provisión de alimentos con vista a existir y a vivir.

—Completamente de acuerdo.[19]

La sociedad platónica es preponderantemente elitista, aristocrática (de ἀριστοκρατία, “gobierno de los mejores”). Podría llamarse un elitismo intelectual, pues son los gobernantes-filósofos los que se encuentran en la cúspide de la pirámide, mientras que las clases más bajas, que también son las más numerosas, se encuentran más alejadas de lo que corresponde a la protección y la administración de este nuevo Estado, o dicho de otra manera, a medida que la necesidad es menos básica, más se aleja de la base de la pirámide. “Pero en ningún sentido olvidaremos que el Estado es justo por el hecho de que las tres clases que existen en él hacen cada una lo suyo”.[20]

Con el objetivo de garantizar que este orden prevalezca, Platón alude a la necesidad de utilizar ciertas mentiras, que cuando son respaldadas por la educación y ratificadas por nuevos mitos, se llegan a entender no sólo como verdad sino también como orden natural, estrategia que hasta la fecha no ha dejado de emplearse. El mito, aparentemente vencido ante las ciencias, ha encontrado un nuevo lugar como aliado del discurso político.

En su República, Platón al mismo tiempo explica su teoría del mundo de las ideas, por lo que no se trata únicamente de la planificación de una nueva pólis. En un diálogo aparentemente muy posterior, Las Leyes –el cual todavía varios estudiosos dudan de su autoría–, escrito cuando ya cargaba una avanzada edad, Platón se introduce nuevamente en el tema de la nación ideal, pero desde un punto de vista más práctico. Brinda ciertas pautas concernientes a la división territorial, los espacios de agricultura y ganadería, entre otros aspectos que necesitaría la ciudad para garantizar su supervivencia, tomando en cuenta, por supuesto, la importancia de la filosofía en la administración pública y en la política.

 

El ocaso del esplendor clásico

La derrota de Atenas y de la Liga de Delos a manos de Esparta como conclusión de la Guerra del Peloponeso, inaugura un proceso de decadencia en los territorios griegos, repercutiendo en el arte, la arquitectura, la comedia, la filosofía. Los intentos de resurgir que tuvieron varias pólis no fueron suficientemente fuertes para el avance abrasador del reino de Macedonia liderado por Filipo II y expandido posteriormente por su hijo Alejandro. La conquista de Grecia sería el amanecer del Imperio Helenístico, y su desenfrenada expansión hacia oriente influyó en la manera en que esta sociedad percibiría el mundo. Los griegos, en algún tiempo orgullosos y en cierta manera nacionalistas, convivirían con extranjeros, y la arquitectura iba a reflejar este nuevo orden. La relación con Oriente los hizo redescubrir el lujo y la ostentosidad, símbolos de poder de un imperio que pretendía abarcar el mundo entero. Los frisos de los templos ya no nos hablarían de las virtudes del honor en batalla ni de aporías de sus participantes; ahora simplemente representarían a vencedores o vencidos, odas a una versión humana que estaba por debajo del ideal clásico, de la areté.

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Quizás el mayor aporte de los filósofos clásicos haya sido facilitarle a la raza humana el deseo de querer reinventarse. Vimos cómo al principio establecían nociones del espacio a través de lo que lograban percibir de su entorno y naturaleza, para después, con ayuda del desarrollo del pensamiento y de las ciencias, añorar crear su propio espacio; el hábitat de los dioses, construido por una especie mortal que sin embargo trataba de emular la inconmensurabilidad divina a su propia escala.

Roma pondría fin a la era Helenística, y conduciría a la civilización humana hacia la ruptura con el mundo antiguo. No obstante, el redescubrimiento de las artes griegas durante el Renacimiento brindó la oportunidad de reinterpretar y añadir invenciones humanas a partir del mundo clásico, aunque siglos más adelante un nuevo resurgir inspiraría al neoclasicismo, tal vez más del lado helenístico, donde la arquitectura pasaría a no ser más que ornamentos decorativos a merced de muros de concreto que se alzarían para demostrar el poder adquisitivo de sus dueños e instituciones. Tal vez la mayor lección en todo esto sea la noción cíclica de la vida que tenían los antiguos, olvidada por un humano ingenuo que confunde el progreso con el avance tecnológico, ignorando la eterna sucesión de origen, cenit y decadencia de la cultura; el eterno retorno, dirían algunos.

Casi dos milenios después de las eras de Agamenón, Pericles, Ictinos, Filipo, un filósofo alemán reflexionaría sobre dos conceptos que bien podríamos identificar en las distintas producciones humanas: lo apolíneo y lo dionisiaco.

La embriaguez apolínea excita principalmente a los ojos, de forma que éstos adquieren la fuerza suficiente para ver visiones. El pintor, el escultor y el poeta épicos son visionarios por excelencia. En el estado dionisiaco, por el contrario, lo que excita e intensifica es todo el sistema emotivo, de modo que dicho sistema descarga de una vez todos sus medios de expresión y al mismo tiempo hace que se manifieste la fuerza necesaria para representar, reproducir, transfigurar y transformar todo tipo de mímica y de histrionismo.[21]

Para Nietzsche, la arquitectura no es ni apolínea ni dionisiaca, sino “la embriaguez de la voluntad”,[22] un símbolo de poder. Y ciertamente la arquitectura ha sido una herramienta de dominación; el arquitecto fiel sirviente del monarca, del sacerdote, del dios; ahora del político, del empresario. No obstante, no puedo evitar ser un poco más optimista que el filósofo alemán a la hora de mirar hacia atrás, hacia el esplendor clásico que hasta nuestros días sigue latiendo en la cultura occidental. La arquitectura hoy puede aspirar a ser una copia del ideal de Apolo, complacer primeramente al sentido de la vista, enaltecer las formas y las apariencias para lograr vender un producto más. Pero en otros tiempos la arquitectura debía ocasionar otro tipo de embriaguez, un sentimiento de éxtasis, la capacidad de hacer sentir al ser humano que contribuye a dar forma a lo indeterminado, a la plenitud; rozarla al menos. La arquitectura tal vez debería situarse bajo la bendición de Dioniso, y así volver a darle al ser humano sentido a su posición con respecto al cosmos.

 

Bibliografía

  1. Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1988.
  2. Bernabé, Alberto (Ed), Fragmentos Presocráticos. De Tales a Demócrito, Alianza, Madrid,
  3. Demóstenes, Oraciones escogidas, traducción de Arcadio Roda, Madrid, 1872.
  4. Diógenes Laercio, Vida de los filósofos ilustres, Alianza, Madrid, 2007.
  5. Heródoto, Los nueve libros de la historia, Cumbre, México, 1981.
  6. Jaeger, Werner, Paideia: Los ideales de la cultura griega, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.
  7. Kostof, Spiro, Historia de la arquitectura, 1, Alianza, Madrid, 1996.
  8. Mas Torres, Salvador, Ethos y Pólis: Una historia de la filosofía práctica en la Grecia clásica, Istmo, Madrid, 2003.
  9. Menandro, Comedias, Gredos, Madrid, 1986.
  10. Nietzsche, Friedrich, El ocaso de los ídolos, Edimat, España, 2010.
  11. Pausanias, Descripción de Grecia, Gredos, España, 2008.
  12. Platón, Diálogos IV: La República, Gredos, Madrid, 1988.
  13. Vernant, Jean-Pierre, Los orígenes del pensamiento griego, Paidós, España, 1992.
  14. Zimmermann, Bernhard, Europa y la tragedia griega. De la representación ritual al teatro actual, Siglo XXI, España, 2012.

 

Notas

[1] Parménides de Elea, Poema, DK 28 B 1.
[2] Aunque la palabra πόλις abarca un significado muy amplio, lo abstraeremos al concepto de ciudad-estado.
[3] Kostof, S., Historia de la arquitectura, 1, ed. cit., p. 248.
[4] Demóstenes, Oraciones escogidas, ed. cit., p. 41.
[5] Kostof, S., Historia de la arquitectura, 1, ed. cit., p. 221.
[6] Aristóteles, Política, ed. cit., p. 412.
[7] Mas Torres, S., Ethos y Pólis: Una historia de la filosofía práctica en la Grecia clásica, ed. cit., p. 12.
[8] Vernant, J. P., Los orígenes del pensamiento griego, ed. cit., p. 61.
[9] Jaeger, W., Paideia: Los ideales de la cultura griega, ed. cit., p. 152.
[10] Hipólito, Refutación de todas las herejías 1.6.1 (A 11). Solo han perdurado unos cuantos fragmentos de Anaximandro, por lo que la mayor información que tenemos sobre su pensamiento es gracias a autores posteriores como Hipólito de Roma (170-236). Citado por Bernabé, A., Fragmentos Presocráticos. De Tales a Demócrito, ed. cit., p. 57.
[11] Mas Torres, S., Ethos y Pólis, ed. cit., p. 8.
[12] “Que el principio de todo es la unidad (o mónada). Que de esta unidad surge la dualidad (o diada) infinita, que se establece frente a la unidad originaria como la materia (frente a la forma). De la unidad y la dualidad infinita se originan los números, y de los números los puntos; y de éstos las líneas, de las que se forman las superficies planas, y de las superficies nacen los volúmenes sólidos”. Diógenes Laercio, Vida de los filósofos ilustres, Libro VIII, ed. cit., p. 426.
[13] Pausanias, Descripción de Grecia, Libro VIII, ed. cit., p. 205.
[14] Kostof, S., Historia de la arquitectura, 1, ed. cit., pp. 236-237.
[15] Zimmermann, B., Europa y la tragedia griega. De la representación ritual al teatro actual, ed. cit., p. 11.
[16] Heródoto, Los nueve libros de la historia, ed. cit., p. 305.
[17] Tal como Menandro se refiere al teatro griego en su comedia La Samia, frase que es a su vez un elogio a los espectáculos atenienses: “¡Apolo, en cambio, esto, el limpio tesoro de la pobreza!”. Menandro, Comedias, ed. cit., p. 436.
[18] B. Zimmermann, Europa y la tragedia griega, ed. cit., pp. 12-13.
[19] Platón, Diálogos IV: La República, ed. cit., p. 122.
[20] Ibid., p. 237.
[21] Nietzsche, F., El ocaso de los ídolos, ed. cit., pp. 106-107.
[22] Ibid., p. 108.