Revista de filosofía

Heidegger a través de Chillida: “El peine del viento XV”

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Heidegger a través de Chillida: “El peine del viento XV”

Resumen 

Dejó escrito Chillida que su escultura El peine del viento es la solución a una ecuación que en lugar de números tiene elementos: el mar, el viento, los acantilados, el horizonte y la luz. Los aspectos de la naturaleza dialogan con ellos, son preguntas y afirmaciones que desvelan la verdad que esconde la playa de Donostiarra. A través de la obra de Chillida se expresa la estética heideggeriana, una estética cuyo objetivo es demostrar como la verdad opera a través de la obra de arte en la autocomprensión del ser humano. El presente artículo camina a través de la amistad íntima y filosófica entre Chillida y Heidegger y explica como la obra de arte es el objeto que desvela una verdad que nos queda oculta.

Palabras clave: arte, Chillida, Donosti, estética, Heidegger, verdad.

 

Abstract

Chillida wrote that his sculpture El peine del viento is the solution to an equation that instead of numbers has elements: the sea, the wind, the cliffs, the horizon and the light. The aspects of nature dialogue with them, are questions and statements that reveal the truth that hides Donostiarra beach. Through Chillida’s work, the heideggerian aesthetic is expressed, an aesthetic whose objective is to demonstrate how the truth operates through the work of art in the self-understanding of the human being. This article walks

through the intimate and philosophical friendship between Chillida and Heidegger and explains how the work of art is the object that reveals a truth that remains hidden from us.

 Keywords: art, aesthetic, Chillida, Donosti, Heidegger, truth.

 

Dejó escrito Chillida a través de sus escritos que “mi escultura El peine del viento es la solución a una ecuación que en lugar de números tiene elementos: el mar, el viento, los acantilados, el horizonte y la luz. Las formas de acero se mezclan con las fuerzas y las aspectos de la naturaleza, dialogan con ellos; son preguntas y afirmaciones”.[1] Ciertamente, la obra El Peine del viento XV establece un diálogo con su entorno, es decir, con el espacio en el que se encuentra desvelándonos su verdad. Pero no sólo: también es una obra identitaria. De ahí que Chillida remarque en sus escritos que los elementos de la naturaleza y los peines de hierro “quizás están ahí para simbolizar a los vascos y a su país, situado entre dos extremos, el punto en el que acaban lo Pirineos y empieza el océano”.[2] Existen varios peines del viento, pero sin duda el más famoso es el que se encuentra en la playa de Ondarreta, en la bahía de La Concha, una obra de arte que nos desvela, a través de la experiencia, la verdad oculta de la bahía donostiarra.

El lugar en el que se alzan las tres esculturas del Peine del Viento XV, en la playa de Ondarreta de la bahía de La Concha, fue el lugar en el que, desde adolescente, Eduardo Chillida se interrogaba sobre el enigma del horizonte, preguntándose de dónde vienen las olas. Este inhóspito lugar era el preferido entre los adolescentes para hacer novillos y Chillida nunca lo abandonó, más bien lo preservó: siempre mantuvo dudas con aquel lugar por el sinfín de preguntas que le ponía, y por ello tenía como reto desvelar sus respuestas. Este punto del litoral, principio y fin de la ciudad, siempre guardó para el joven Chillida un enigma, un “carácter oculto” que le confería una “voluntad de ser” propia del paraje. El mismo Chillida decía que este lugar es el origen de todo, y que no es él el autor de su obra, sino el mismo lugar. El Peine del Viento XV tan solo descubre algo que ya está ahí: el viento, el mar, la roca, todos ellos elementos que intervienen, a través del tiempo y de manera determinante, más allá del ser humano generando un espacio singular. No puede entenderse la obra de Chillida sin tener en cuenta el entorno y por eso él mismo confesaba que es una obra que él ha hecho y que no ha hecho. No obstante, el lugar en el que hoy se erige el templo del Peine del Viento XV no estaba destinado a ser un templo a la voluntad de la naturaleza, sino a la automoción: un aparcamiento de coches.

Hacia los años setenta, la opinión pública de la ciudad de Donosti estaba en manos de sectores conservadores, enemigos de todo modernismo y arte contemporáneo, por lo que convertían a la ciudad en algo mucho más provinciana de lo que los donostiarras se creían. La política de no intervención, de no tocar nada, era la principal divisa del momento, pero Chillida estaba empeñado en “habitar” artísticamente el promontorio rocoso del final de Ondarreta porque, fascinado por como las olas penetran en la ciudad por la falda del Igueldo, el lugar encierra una voluntad atemporal. Famosa era la broma de Chillida, según él cual el mar tiene que entrar en Donosti ya peinado, una clara metáfora a cómo el viento y las rocas, ondulan y rizan la cresta espumosa de las olas que cabalgan impetuosas contra las rocas y entran plácida y mansamente en las arenas de la bahía donostiarra. No fue hasta 1974, con la llegada del alcalde Lasa, el último del franquismo, que Chillida y su compañero Luis Peña Ganchegui volvieron a la carga y pudieron llevar a cabo su obra. Había sectores de la ciudad donostiarra que consideraban que el extremo de la playa de Ondarreta era el sitio idóneo para un aparcamiento, pero finalmente el alcalde dio el visto bueno al proyecto de Chillida y acabó erigiéndose el templo a la naturaleza que hoy sigue en pie.

 

Luis Peña Ganchegui y Eduardo Chillida se pusieron manos a la obra en 1974 y, con un presupuesto de 22 millones de pesetas para las esculturas y uno menos para la plaza que sirve de antesala y mirador a la obra, ésta fue finalizada en 1976, acondicionando una zona en los alrededores de las mismas con unas salidas de aire y agua que se abastecen de las olas que rompen contra las rocas y las esculturas. Las tres piezas, similares pero no idénticas, fueron encargadas a la fundición Patricio Echeberría, en Legazpia (Guipúzcoa). De acero corten, único material capaz de desafiar las condiciones terribles del mar y el salitre, cada pieza pesa diez toneladas y miden 215 x 177 x 185 centímetros, formadas por cuatro gruesas barras de acero de sección cuadrada que emergen de un tronco común enraizado en la roca. Chillida quería que cada pieza saliera de un único bloque de acero, pero hubo que separar los brazos en la fundición y ensamblarlos posteriormente. Frente a los peines de acero de corten se irgue la plaza como un témenos, el espacio de preparación a los templos en la Grecia antigua, un terreno delimitado y consagrado a un dios excluido de usos seculares. El altar, lo divino inaprensible a simple vista es la roca, el mar y el viento, la erosión que se realiza a través del tiempo.

La escultura de Chillida, pues, expresa en su corporalidad lo sublime, lo grandioso, pero a la vez es simple porque no es su obra la que habla, sino que tan sólo establece un diálogo con su espacio haciendo acontecer la verdad de lo que sucede: la obra no son los peines, sino la bahía de La Concha. De este modo, el Peine del Viento XV, que es esencialmente un reflejo de la agónica pugna entre el mar y la Concha, es una alegoría para hacernos entender la experiencia de la bahía, en última instancia un intento de pensar lo inasible. Este pensamiento de lo inaprensible, cualidad de esta obra de Chillida, evidencia la conexión del artista vasco con las ideas del filósofo alemán Martin Heidegger acerca de qué es la obra de arte.

 

Heidegger

Martin Heidegger fue un filósofo alemán, considerado; junto con Edmund Husserl y Ludwig Wittgenstein, como el pensador más influyente del siglo XX y de la filosofía contemporánea. Según cuenta Chillida en sus escritos,[3] tuvo una relación con el filósofo alemán muy estrecha, hasta el punto que juntos publicaron en 1968 un libro titulado El arte y el espacio. El libro tiene como objetivo establecer una relación entre la obra de arte y el espacio hasta el punto que “mientras no experimentemos la peculiaridad del espacio, el hablar de un espacio artístico también seguirá permaneciendo un asunto oscuro”.[4] Sin embargo, antes de adentrarse en la relación arte-espacio, es preciso adentrarse en la reflexión estética heideggeriana, compartida por Chillida, estética que contempla que el arte es el poner-en-obra la verdad, siendo la verdad el desocultamiento del ser. Pero, ¿qué ser? ¿qué verdad?

Explica Heidegger en su obra El origen de la obra de arte, que “en la obra está en operación el acontecimiento de la verdad”.[5] Obtusas palabras que contienen en sí mismas un mismo ocultamiento. Ciertamente, la verdad que se desvela en la obra de arte no es una verdad que pone el ser humano, sino una verdad que se descubre a partir de su acción, una verdad que está más allá del propio ser humano pero que con su producto estético hace posible su desvelamiento, como un acontecimiento que le corresponde un momento. Es lo que el filósofo llama la “aletheia”, que recupera de los griegos antiguos como el “desocultamiento del ente”. De este modo, lo que caracteriza a la obra no es el objeto en sí (el dibujo, la escultura, la melodía, etc.), sino el percibir del presente de la obra, su entorno. De ahí que Heidegger argumente que “[…] no se puede determinar el carácter de obra por lo cósico, más bien al contrario, con el saber acerca del carácter de obra”.[6] De este modo, el objeto al que llamamos obra de arte tiene como cometido abrir el ente que representa para desvelar la verdad, como un saber que es un “percibir lo presente en cuanto tal”.[7] Así, ¿qué es lo que se desvela?

Heidegger prosigue y explica que lo que se desvela en la obra de arte es la verdad de la naturaleza pues “se hace patente en la naturaleza únicamente mediante la obra”.[8] Pero, ¿a quién se le hace “patente”? Al ser humano, o en terminología heideggeriana, al Dasein. El sentido literal de la palabra Da-sein es “ser-ahí”, aunque más acertado sería el estar haciendo algo ahí como expresa el uso del gerundio en latín, motivo por el cual Heidegger lo usa para indicar el ámbito en que se produce la apertura de la persona hacia el Ser. Inicialmente el término había sido identificado con la existencia de la persona, pero el propio Heidegger, en su Carta sobre el Humanismo de 1947 rechaza esta interpretación. De forma más precisa, podemos decir que Dasein alude a la persona como único ente que vive fuera de sí, abierto constantemente al Ser y a sufrir una revelación de Él, por lo que el “ser” en la obra de arte es aquello que se nos desvela: su verdad. Así pues, la verdad de la naturaleza se hace patente mediante la obra de arte al ser-ahí, más concretamente al que abre el “ahí” del mundo. De este modo, abrir el “ahí” del mundo es abrir el tiempo del espacio del ser, es decir, el ser que es en su mundo.

Según el artista del Renacimiento Alberto Durero, el arte está verdaderamente metido en la naturaleza y quien puede arrancarlo lo tiene. Esta descripción sigue vigente en la estética de Heidegger en la medida en que el origen de la obra de arte está en que “permite brotar la verdad”.[9] Esta verdad acontece en la creación “como el producir la desocultación del ente”,[10] por lo que el arte es el devenir y el acontecer de la verdad en el ser-ahí al que se le hace patente dicha verdad. Dicho de otro modo, la obra de arte hace que la verdad del ser del mundo se abra ante los ojo del ser-ahí, es decir, al individuo que se encuentra en el ser que tiene lugar. Pero queda todavía un enigma por resolver: ¿qué es la verdad? No debemos confundir la verdad en la obra de arte con la adaequatio medieval ni con la mímesis aristotélica, porque “[…] no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas”.[11] Según explica Heidegger, lo real lo asociamos a la verdad, por lo que lo verdadero es lo real y real es lo verdadero, la esencia de las cosas. Pero ¿qué es esencia? Esencia es lo que es el ente en verdad y la verdadera esencia de una cosa se determina por su verdadero ser, por lo que no buscamos la verdad de la esencia sino la esencia de la verdad. De ahí que el filósofo alemán establezca que la verdad es el desocultamiento del ente: la verdad es la “aletheia” griega, el desvelar de lo que sucede, siendo su esencia su acción de desvelarse.

Llegados a este punto tan solo nos queda resolver la utilidad de la obra de arte ¿pues acaso no se desoculta también mediante el verbo y las proposiciones? Bien, lo que hace que un producto sea una obra de arte, según Heidegger, es que es un útil que trasciende su forma y materialidad. Escribe Vattimo, explicando a Heidegger, que la obra de arte “no se resuelve en el uso ni con referencia al mundo”,[12] sino que la obra de arte va más allá de su materia y forma porque desoculta una verdad más allá de las caracterizaciones aristotélicas. El producto estético creado por el ser humano deviene obra de arte cuando la obra no es una cosa-útil, sino en tanto que desocultamiento, es decir, apertura del mundo y de la verdad. Dicho de otro modo, la obra de arte hace que aquello que es ignorado por nuestros sentidos e intelecto sea descubierto mediante la obra de arte en la medida en que desoculta la verdad que nos era velada, un acontecimiento que está más allá del conocimiento lógico porque “[..] la obra de arte es como una cosa que no se limita a pertenecer a una apertura del mundo, sino que abre esa apertura misma”.[13] Pero la obra de arte no se dirige indiscriminadamente a todo el mundo, sino que “se proyecta hacia los venideros contempladores, es decir, hacia un grupo humano histórico”,[14] la obra de arte tiene un espectador, un Dasein que entiende el sentir de la verdad que le ha sido desocultada.

 

Resumiendo, la obra de arte es aquel conjunto de materia y forma que trasciende su utilidad para desocultar una verdad que nos es velada. Dicha verdad, pues, no se encuentra en la obra de arte, sino que ésta pone-en-obra la verdad porque es el “útil” que hace posible que la verdad que nos era velada quede desoculta. Si la obra no realiza el acontecimiento de la “aletheia”, o bien es un útil encerrado en su materialidad y forma que está circunscrito a su mundo (a su servitud), o bien no es nada. Y además, la obra de arte tiene un espectador, pues la verdad se devela al ser que pertenece, al lugar: bien puede ser entendido por otros seres foráneos, pero solo el sentir de la verdad que se devela será sentida por quien habita el lugar, por quien es quien es (ser) debido a su lugar (ahí). Ahora es cuando podemos abordar la relación entre arte y espacio que plantearon Chillida y Heidegger en 1968, una relación cuyo punto de conexión es la verdad que debe ser desocultada: como una triada entre obra y espacio, la verdad es lo que acontece en el diálogo que establecen ambas, siendo la verdad aquello que se nos desvela a través de la experiencia de la erosión de la bahía de La Concha, una erosión causada por el mar y el viento que peinan toda la bahía de La Concha a través del tiempo.

Escribe Heidegger que las figuras plásticas son cuerpos y que “[…] el espacio es ocupado por la figura plástica y queda moldeado como volumen cerrado, perforado y vacío”.[15] De este modo, una vez la obra plástica se establece en un espacio determinado, este espacio ya no resulta el mismo que anteriormente: se establece una relación entre la obra y el espacio cuyo resultado es el desocultamiento de la verdad. Así, la obra de arte es una espaciar el espacio, es decir, deja un espacio sin ocupar, con el fin de que sea el espacio el que hable, pero habla a través de la obra de arte. De este modo, la obra emplaza al lugar a hablar y al oyente a escuchar: sin la obra de arte, el espacio se vuelve mudo para el oyente, y el visitante es ciego ante la verdad del espacio. De ahí el carácter de “aletheia” de la obra de arte, pues no es la obra de arte el arte en sí mismo, sino que “la obra hace conocer absolutamente lo otro, revela lo otro; es alegoría”.[16] Es ahora cuando nos podemos preguntar, junto a Heidegger y Chillida, si “[…] son los lugares sola y primeramente resultado y consecuencia del emplazar o, por el contrario, si recibe el emplazar su peculiaridad a partir del obra de los lugares congregantes”.[17] Ciertamente, la obra de arte no toma posesión del espacio, por lo que “la plástica no sería una confrontación con el espacio”,[18] sino que la obra de arte en tanto que corporeización de lugares, abre el mundo desvelando su verdad, procurando así “a los hombres un habitar en medio de las cosas”.[19] En este sentido, el lugar es previo al emplazar que realiza la obra de arte, pero sin dicho emplazamiento la verdad del espacio queda velada, y si la verdad queda velada, el ser del espacio se nos hace invisible.

Escribía Goethe que no es siempre necesario que lo verdadero tome cuerpo, sino que basta con que se expanda espiritualmente y provoque armonía. La obra de arte, en tanto que es poner-en-obra la verdad, no tiene como objetivo su admiración desde su corporalidad plástica, sino que su cometido es desvelar aquello que nos era velado. De este modo, la obra de arte hace que el espacio, que en primer momento nos es oculto, con la obra de arte se nos abra a la comprensión. Espacio y arte están tan íntimamente relacionados en tanto que el primero nos permanece oculto sin el segundo, y el segundo es la nada sin el primero.

El desocultamiento del Peine del viento XV

El Peine del viento XV de Chillida es una obra de arte que aplica, sin la menor duda, la reflexión estética heideggeriana, una estética de la que también Chillida es autor. La materia de la obra es el hierro, material utilizado constantemente por Chillida y de un simbolismo vasco inequívoco, siendo su forma la de peines deformados. Si redujéramos la obra a su mera utilidad, veríamos que no sería nada más que un peine para gigantes o para peinar el viento torpemente, un absurdo con el que muchos visitantes se habrán topado. ¿Para qué querría Chillida peinar el viento o las rocas si es justamente lo que hace el ser de la naturaleza? ¿Acaso puede un hombre peinar el viento, aunque use peines tan grandes y pesados? Dicha interpretación no sería más que un sinsentido pues dejaríamos de relacionar la obra con su entorno, es decir, con su espacio.

Para contemplar la obra del Peine del viento XV es necesario, a su vez, contemplar su entorno, el espacio en el que se encuentra, y no el que ocupa. El mar y el viento erosionan las paredes del litoral de la Ondarreta dejando su marca, como si de un peine se tratara, en el altar del témenos, al mismo tiempo que castigan la isla de la Perla. A su vez, el viento entra “peinado” a Donosti, pero no gracias a la obra de Chillida, sino que el viento y el mar, una vez pasan por delante de la Perla, ya están peinados, es decir, calmados: las rocas de la bahía de La Concha peinan el viento y el mar, haciendo que el orden y la templanza se impongan a la incógnita de la naturaleza y ésta entra “peinada” en Donosti, del mismo modo que el viento peina las rocas y el mar aconteciendo lo que hoy conocemos como La Concha. En resumen, el peine es la erosión causada, a través del tiempo, por el mar y el viento en la roca, que ésta a su vez calma las aguas y hace que se calmen al adentrarse en la bahía. Un espectáculo digno de admirar y que Chillida quiso desvelar mediante su obra estética al poner-en-obra la verdad de lo que sucede en la bahía de La Concha a través de su producto estético. Los peines no son más que una alegoría, un “hacer-visible” la erosión continuada que nos pasa desapercibida a nuestros sentidos y entendimiento.[20]

La obra del Peine del viento XV no puede reducirse a su utilidad, sino que la trasciende al desocultar lo que nuestros sentidos no perciben ni nuestro entendimiento entiende sin el mediar necesario de la obra de arte. El Peine del viento XV pertenece a su lugar -La Concha-, porque lo desvela, abre el mundo, y no es que el peine esté peinando, sino que su cometido es desvelar como el viento. El mar y las rocas, en su perpetuo diálogo erosionante, constituyen la bahía de La Concha. La estética heideggeriana se materializa en la obra de Chillida, y mediante la obra de Chillida la verdad de La Concha no es desvelada, verdad que también constituye a los y las donostiarras, que son el producto de su relación con la naturaleza: así como su esencia es el hierro, elemento que los caracteriza a diferentes niveles, el viento y el mar los moldea, los peina, haciendo que su lugar sea a su vez el responsable de hacerlos a ellos. La bahía de La Concha es el “ahí” que los hace “ser” donostiarras y sólo ellos entienden, en su día a día, el diálogo constante entre la naturaleza, la bahía y ellos mismos. Dejó grabado Chillida en sus escritos[21] que los hombres somos de un lugar, y señalaba que es muy importante que tengamos las raíces en un sitio, pero lo ideal es que nuestros brazos lleguen a todo el mundo, que nos valgan las ideas de cualquier cultura. Si bien la obra de Chillida puede ser comprendida por toda persona que la visite, pues se desvela la verdad oculta de La Concha, sólo quien tienen las raíces en Donosti siente dicha verdad. Resolvemos la cuestión sobre a quién se dirige íntimamente la obra del Peine del viento XV: a los y las donostiarras.

 

Hay quien considera que la obra de Chillida es insuficiente porque es una obra que no habla del momento humano y, por lo tanto, socio-político del autor, por lo que no se dirige a nadie en concreto. De hecho, dicha lectura podría caber en la medida en que la verdad que nos es desvelada mediante la obra (La Concha) es una verdad más allá de toda humanidad. Sin embargo, Chillida sentenciaba que “[…] nosotros somos de una cultura muy diferenciada de todas las que nos rodean y eso no nos tiene que llenar ni de orgullo ni de desesperación”.[22] La verdad que acontece en el constante diálogo de la naturaleza que da lugar a la bahía de La Concha es precisamente la identidad y el discurso socio-político que determina a los y las donostiarras: ante un estado franquista que ataca y viola todo intento de identidad nacional, fuera del de la unidad de España y el de una única nación, Chillida erigió una obra que desvela la identidad de los y las donostiarras y, por extensión, del pueblo vasco. Sin duda alguna, una obra que se posiciona contra la barbarie de quienes imponen sus leyes más allá de todo lugar, haciendo que su verdad devenga la verdad para todos, mientras que Chillida resalta la particularidad y, por lo tanto, la especificidad identitaria de su pueblo: la relación entre su pueblo con lo incógnito de la naturaleza, establece una frontera identitaria diferenciadora entre el pueblo vasco y los otros pueblos del mundo, incluso de España, por lo que la obra es de su lugar y sólo para su lugar.

Según Chillida “[…] la obra muere cuando se termina, porque hasta ese momento ha tenido vida continuada, ha estado en permanente proceso de transformación”[23] y eso es lo que hace precisamente la bahía de La Concha, que es la obra verdaderamente, pues su obra seguirá en la medida en que exista la bahía, pero no sólo, sino también en relación con el pueblo vasco: más allá de los selfies que hoy le caen a los peines alegóricos creados por Chillida, el peine del viento de La Concha seguirá vivo mientras el viento y el mar erosionen la bahía habitada por los y las donostiarras. El día en que la relación entre la naturaleza y el pueblo vasco desaparezca, la obra de arte que acontece en la bahía de La Concha también desaparecerá.[24]

 

Bibliografía

  1. Barbería, José Luis, El “Peine del Viento”, artículo publicado en El País, el 21 de abril de 2007 (URL: http://www.elpais.com/especiales/2001/25aniversario/especial/05/peine/p1.html)
  2. Chillida, Eduardo, Escritos, La Fábrica, Madrid, 2005.
  3. Heidegger, Martin, Arte y poesía, Fondo de Cultura Económica, México, 1973.
  4. Heidegger, Martin, El arte y el espacio, Herder, Barcelona, 2010.
  5. Vattimo, Gianni, Introducción a Heidegger, Gedisa, España, 2002.

 

Notas

[1] Chillida, Eduardo, Op. cit., p. 78.
[2] Idem.
[3] Ibid., p. 91.
[4] Heidegger, Martin, El arte y el espacio, ed. cit., p. 14.
[5] Heidegger, Martin, Arte y poesía, ed. cit., p. 92.
[6] Ibid., p. 107.
[7] Ibid., p. 94.
[8] Ibid., p. 109.
[9] Ibid., p. 110.
[10] Idem.
[11] Ibid., p. 51.
[12] Vattimo, Gianni, Introducción a Heideggered. ed. cit., p. 108.
[13] Ibid., p. 109.
[14] Heidegger, Martin, Arte y poesía, ed. cit., p. 115.
[15] Heidegger, Martin, El arte y el espacio, ed. cit., p. 13.
[16] Heidegger, Martin, Arte y poesía. ed. cit., p. 41.
[17] Ibid., p. 16.
[18] Idem.
[19] Idem.
[20] Incluso la vulneración del espacio, del contrato entre donostiarras y naturaleza, se hace patente a través del paseo nuevo, lugar que se adentra en lo inhóspito y todavía bravo de la naturaleza, lugar que en consecuencia no queda peinado. El paseo nuevo se cierra siempre que hay temporal y es que el viento no entra peinado todavía por el paseo nuevo. Tal vez sea una exageración mía, pero dicho paseo es una intrusión, una violación del pacto entre los y las donostiarras y la naturaleza, y eso es lo que la naturaleza no consiente, pues, nunca cede.
[21] Chillida, Eduardo, Escritos, ed. cit., p. 86.
[22] Ibid., p. 93.
[23] Idem.
[24] El siguiente video complementa la comprensión de las palabras y el ejercicio estético que en el artículo se ha realizado: https://www.youtube.com/watch?v=-h8Pfyku5o4&feature=youtu.be