Revista de filosofía

Democracia inmunizada: Una perspectiva biopolítica en torno al gobierno del pueblo

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Democracia inmunizada: Una perspectiva biopolítica en torno al gobierno del pueblo

Resumen

En este escrito analizamos la democracia desde una perspectiva biopolítica, próxima a los trabajos de Michel Foucault y Roberto Esposito. Encontramos que los cruces entre el discurso biológico y político dan lugar a ejercicios de poder cada vez más sofisticados y efectivos. Igual reflexionamos en torno a los procesos de inmunización que propician que un Estado demócrata sea capaz de atacar el fundamento mismo de su soberanía al momento de emprender acciones en contra del pueblo. Quedan preguntas abiertas con respecto a la posibilidad de que la democracia pueda ser pensada al margen del funcionamiento del aparato de Estado biopolitizado, o si es posible que la democracia misma sea el camino para revertir los efectos del biopoder.

Palabras clave: biopolítica, inmunización, democracia, Estado, Michel Foucault, Roberto Esposito

 

Abstract

In this paper we analyze democracy from a biopolitical perspective, close to the works of Michel Foucault and Roberto Esposito. We find that the crossings between the biological and political discourse give rise to more and more sophisticated and effective power exercises. We also reflect on the immunization processes that lead a democratic State to be able to attack the very foundation of its sovereignty when acting against the people. There remain open questions regarding the possibility that democracy can be thought away from the functioning of the biopolitically-oriented state apparatus, or if it is possible that democracy itself is the way to reverse the effects of biopower.

Keywords: biopolitics, immunization, democracy, State, Michel Foucault, Roberto Esposito

 

La democracia es uno de los paradigmas políticos más analizados y problematizados en la actualidad y ello quizá se deba a que, desde la mirada occidental, posee la forma más acabada de un tipo de gobierno fundamentado en la soberanía de los pueblos. Cuando se compara con otras formas de gobierno —tales como los sistemas totalitarios o dictatoriales—, un sistema democrático resulta mucho más deseable, y es que en tanto sistema político y forma de participación en la esfera pública, la democracia es una práctica antiquísima y compleja que ha cobrado múltiples modos, que se ha materializado de maneras distintas de acuerdo a los contextos en donde se le pone en marcha y que, en nuestra época, se expresa en formatos variables (tales como la democracia directa, la democracia representativa, la democracia mixta, etcétera). Ahora mismo no es nuestra intención elucidar las especificidades de cada tipo de democracia; nuestro interés, en todo caso, es mucho más simple. En este escrito nos proponemos examinar las implicaciones inmunitarias de la construcción política denominada como democracia, haciendo uso de las nociones de biopolítica e inmunidad, desarrolladas por Michel Foucault y Roberto Esposito respectivamente. El objetivo de dicha exploración pretende dar cabida a preguntas que sitúen la problemática en un campo de análisis que reconoce la primordial relación de lo político con la vida. El andamiaje que trazamos a continuación busca suscitar reflexiones sobre el preponderante discurso del biopoder dentro de la esfera política contemporánea, así como sus implicaciones en la construcción de regímenes de vida y muerte. Para lograr nuestro propósito, presentaremos tres momentos de análisis que acompasan la ruta reflexiva en torno a la democracia, la biopolítica y las formas de inmunización dentro de los sistemas democráticos.

 

La democracia como coartada de un paradigma totalizador

 Es prácticamente imposible tratar de dimensionar la democracia por fuera de los ideales políticos que la vieron surgir en Grecia. Si bien es cierto que el concepto puede delinearse fundamentalmente a través de su raíz etimológica como el gobierno o el poder del pueblo, sería impreciso suponer que dicha noción se ha establecido siempre bajo los mismos parámetros.

Más que conocida es la caracterización griega de la democracia, que facultaba únicamente a los hombres libres en la toma de decisiones del sistema político y que, en consecuencia, excluía de los procesos deliberativos de las asambleas a las mujeres, los esclavos y los extranjeros. Pensadores tan importantes como Platón y Aristóteles se posicionaron con respecto a la democracia, distinguiéndola de otras formas de gobierno y organización social. Más adelante, la idea de democracia se emparejó con el ideal de República (o, en otros términos, del ordenamiento público a través de la ley) y, en consecuencia, la democracia se instauró como parte consustancial del ideario de una forma de civilización que fue heredada siglos más tarde como referente obligado para el Estado-Nación occidental.

Como forma de organización del Estado, hoy en día la democracia es comprendida como un ordenamiento que delega la función del poder a los ciudadanos, a la vez que inviste con soberanía al mismo pueblo que rige. Por otra parte, en un sentido más amplio, la democracia es asimilada como una forma de coexistencia social que busca propiciar formas colectivas de acción y participación que confluyen en el conjunto social. Habrá de observarse entonces que la democracia posee un triple cariz: por un lado, constituye una forma de gobierno en donde la participación de los ciudadanos en la vida pública los organiza alrededor de un esquema político que simultáneamente inviste con soberanía al mismo pueblo que rige. Por otro lado, la democracia es entendida como un proceder en la esfera social o, más precisamente, como un rasgo caracterológico de ciertas comunidades que las conduce a convalidar ciertas prácticas por encima de otras entre sus agentes, pues para llevarse a la práctica, requiere de mecanismos de consulta y participación.[1] En tercer lugar, la democracia también puede ser entendida como un valor propiciado socialmente que orienta a los grupos humanos a la asimilación de prácticas incluyentes e igualitarias o, en última instancia, que podría apuntar hacia la conversión de un nuevo régimen político acompañado de nuevos valores.

Comparativamente hablando, un Estado demócrata es un régimen mucho más plural, incluyente y legítimo que otros tipos de gubernamentalidad —como las dictaduras, las oligarquías y las monarquías—, toda vez que supone que la soberanía del Estado recae sobre su pueblo. No obstante, el referente de inclusión que supone la democracia nunca ha sido universal, ya que requiere de principios de exclusión que determinan quién puede y quién no puede participar en la toma de decisiones, en la estructura del sistema político y en los cargos de gobierno. Bastará hacer alusión al estatuto de ciudadano libre de la democracia griega o, si se prefieren ejemplos más contemporáneos, será posible identificar la tardía asunción del derecho al sufragio para las mujeres dentro de los Estados modernos, la suspensión del derecho a la participación política de quienes expían una condena o la exclusión de extranjeros en la participación política de una Nación.

Entonces, es plausible deducir que la democracia posee, por lo menos en la práctica, mecanismos de inclusión y exclusión que permiten conducir, delimitar y sancionar las formas de poder de unos sobre otros; en otros términos, la comunidad de los sujetos gobernados podrá elegir de entre sus miembros a quienes los gobernarán, pero, paradójicamente, éstos últimos ocuparán un cargo que los exenta del cumplimiento de la ley común; en palabras de Roberto Esposito, quedarán inmunizados.[2]

En otra escala de la inmunización podríamos ubicar las ocupaciones bélicas y la intervención política entre las naciones. Durante buena parte del siglo XX y lo que corresponde al siglo XXI hemos sido testigos del proceder de determinados Estados que, cobijados bajo la bandera de la democracia, se permiten incidir sobre otros elaborando para ello discursos que construyen una figura ominosa y amenazante de otro régimen político considerado como rival, pues atenta contra el ordenamiento civilizatorio de tipo democrático. Así, cuando un Estado emprende una guerra, una invasión, un bloqueo o una ocupación fundamentándose en que otro régimen determinado representa una amenaza para la democracia, en realidad lo que se pone en marcha es un mecanismo de defensa inmunitario o, si se prefiere, una maquinaria de dimensiones políticas, económicas e ideológicas, orientada en su conjunto a justificar el proceder bélico bajo la lógica de la defensa de un régimen político que reconoce a todos los seres humanos como libres y soberanos. Pero a ese Estado no le bastará con reconocer la amenaza, sino que intentará enmendar el error, suprimir la barbarie y, por ello considerará preciso reorientar ese régimen —a través de los medios que se consideren necesarios— hacia las formas de democracia que le resulten familiares; entonces es posible detectar que la democracia es utilizada como coartada que encubre la implementación de estrategias que operan por lo regular a favor de un orden —más económico que político— totalizador. De esta forma, los Estados que luchan contra regímenes totalitarios ponen en juego lo que sea necesario con tal de que aquéllos se conviertan en democracias, incluso a costa de la vida de civiles, cuyas muertes serán contabilizadas como “daños colaterales”. De esta manera es que la democracia ha sido utilizada más de una vez por un régimen totalizador en contra de regímenes totalitarios; ni siquiera hace falta hacer notar la ironía.

Ahora bien, si lo que se pretende es comprender a cabalidad los procesos inmunitarios que se hacen patentes al interior de una comunidad que se gobierna a sí misma, será necesario transitar hacia otro registro que nos permita ver las particularidades de ese fenómeno; para ello, es absolutamente pertinente acudir a la construcción de una noción, a la vez que una perspectiva, que nos permita entrever la concomitancia de otros elementos igual de relevantes, aunque menos visibles.

MICHEL FOUCAULT

 

Biopolítica: una noción, una perspectiva 

La noción de biopolítica no es exactamente nueva, si se considera que ya en la primera parte de la Historia de la Sexualidad, Michel Foucault establece los trazos que lo posibilitan a enunciar el efecto del poder soberano sobre la vida y la muerte: “Durante mucho tiempo, uno de los privilegios característicos del poder soberano fue el derecho de vida y muerte. Sin duda derivaba formalmente de la vieja patria potestas que daba al padre de familia romano el derecho de ‘disponer’ de la vida de sus hijos como de la de sus esclavos; la había ‘dado’, podía quitarla”.[3]

El análisis que hace Foucault visibiliza la antiquísima relación del poder con la vida y la muerte, al tiempo que pregunta por el estatuto del poder soberano que enuncia y determina aquella vida que puede ser sacrificada. No es la vida que el poder soberano da y quita, la vida que hipotéticamente le pertenece; lo que está en juego es la vida misma, la vida, en suma, y, por lo tanto, el poder sobre lo viviente. La exposición a la muerte encontraba justificación en determinados casos, a saber:

“Desde el soberano hasta sus súbditos, ya no se concibe que tal privilegio [el derecho de vida y muerte] se ejerza en lo absoluto e incondicionalmente, sino en los únicos casos en que el soberano se encuentra expuesto en su existencia misma: una especie de derecho de réplica. ¿Está amenazado por sus enemigos exteriores, que quieren derribarlo o discutir sus derechos? Puede entonces hacer la guerra legítimamente y pedir a sus súbditos que tomen parte en la defensa del Estado; sin ‘proponerse directamente su muerte’, es lícito para él ‘exponer sus vidas’: en este sentido ejerce sobre ellos un derecho ‘indirecto de vida y muerte’. Pero si es uno de sus súbditos el que se levanta contra él, entonces el soberano puede ejercer sobre su vida un poder directo: a título de castigo, lo matará”.[4]

Foucault señala que el derecho sobre la vida y la muerte transita de ser un privilegio absoluto —una potestad dada— hacia una forma de poder condicionada por la defensa y la supervivencia. Nos podemos detener aquí para hacer un análisis que, posteriormente, dará forma a las disquisiciones respecto a la configuración de las nociones de comunidad e inmunidad, mismas que Roberto Esposito expresa en el desarrollo de su propuesta filosófica. En el momento que Foucault examina las condiciones de posibilidad del ejercicio de poder soberano sobre la vida y la muerte, a su vez delimita campos de inclusión y exclusión que determinarán, en lo sucesivo, la manera en la que se imbrica el poder soberano con los súbditos. El enemigo exterior que amenaza al poder soberano y el súbdito que se rebela se configuran necesariamente desde un “afuera”; su exterioridad corresponde a una forma de des-sujeción del poder, mismo que se repliega hacia un “adentro”, donde se sostiene como soberano a través del indulto o la condena. La salvaguarda del poder soberano se fundamenta en la disimetría del mismo con respecto a los súbditos, a quienes se les hará morir o se les dejará vivir. El tipo de ejercicio de poder que aquí examina Foucault es todavía muy cercano a las antiguas formas monárquicas de soberanía, regímenes absolutistas que investían como soberano a una sola figura. Al momento de reconfigurar nuevos ordenamientos políticos, los mecanismos de poder también tienden a reconfigurarse y a constituirse como dispositivos independientes, pero nunca separados del sentido de soberanía, aun cuando ésta recaiga en otro lugar.

“Ahora bien, el Occidente conoció desde la edad clásica una profundísima transformación de esos mecanismos de poder. Las ‘deducciones’ ya no son la forma mayor, sino sólo una pieza entre otras que poseen funciones de incitación, de reforzamiento, de control, de vigilancia, de aumento y organización de las fuerzas que somete: un poder destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y ordenarlas más que a obstaculizarlas, doblegarlas o destruirlas. A partir de entonces el derecho de muerte tendió a desplazarse o al menos a apoyarse en las exigencias de un poder que administra la vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas exigencias. Esa muerte, que se fundaba en el derecho del soberano a defenderse o a exigir ser defendido, apareció como el simple envés del derecho que posee el cuerpo social de asegurar su vida, mantenerla y desarrollarla”.[5]

El poder soberano, cuando recae sobre el cuerpo social, formula otros mecanismos de poder y control capaces de incidir efectivamente sobre la vida, pero, como se verá, procurándola en positivo. El poder soberano materializado en los Estados modernos buscará administrar la vida de la población, incluso se preocupará por multiplicarla a través de controles y regulaciones precisas y de aplicación general. La administración de la vida representa un giro con respecto al ejercicio del antiguo poder soberano; buscará hacer posible la vida, convertirla en un parámetro, un derecho: los Estados modernos —incluso hoy en día— tienen como principal encomienda potencializar la vida, organizarla, administrarla, protegerla de todo aquello que la amenaza, aun cuando para hacer vivir a unos sea necesario dejar morir a otros.

GIORGIO AGAMBEN

La perspectiva biopolítica fundada por Michel Foucault y cuya continuidad se lee en los trabajos de pensadores contemporáneos entre los que destacan Giorgio Agamben y Roberto Esposito, nos permite advertir la aporía de nuestros tiempos: la vida es considerada un valor supremo, aunque siempre sea susceptible de ser sacrificada.[6] Hay, por lo menos, dos maneras de comprender la paradoja; la primera acude al establecimiento de la vida como un derecho universal, como un elemento apriorístico del derecho, que, no obstante, aplica como garantía individual y que puede ser suspendido en determinados estados de excepción. La suspensión de la ley, ya sea en función de una situación de guerra o en su defecto en un estado de sitio, posibilita la transmutación de los ordenamientos que garantizan la vida (βίος) hacia lo que Giorgio Agamben denominará como nuda vida (ζοή), vida desnuda, vida desprovista, a la vez sagrada y profana: vida sacrificable. Un segundo nivel paradójico para efectos de la protección de la vida, considerada ésta como un universal apriorístico, es la pena de muerte.

“Junto con la guerra, [la pena de muerte] fue mucho tiempo la otra forma del derecho de espada; constituía la respuesta del soberano a quien atacaba su voluntad, su ley, su persona. […] Desde que el poder asumió como función administrar la vida, no fue el nacimiento de sentimientos humanitarios lo que hizo cada vez más difícil la aplicación de la pena de muerte, sino la razón del poder y la lógica de su ejercicio. ¿Cómo puede un poder ejercer en el acto de matar sus más altas prerrogativas, si su papel mayor es asegurar, reforzar, sostener, multiplicar la vida y ponerla en orden? Para semejante poder la ejecución capital es a la vez el límite, el escándalo y la contradicción. De ahí el hecho de que no se pudo mantenerla sino invocando menos la enormidad del crimen que la monstruosidad del criminal, su incorregibilidad, y la salvaguarda de la sociedad. Se mata legítimamente a quienes significan para los demás una especie de peligro biológico”.[7]

En la guerra y en la pena de muerte encontramos una reacción del cuerpo social que actúa en contra de algo que amenaza con la desestabilización de dicho cuerpo, campo común de interacciones que se lacera y corre riesgos de desgarraduras (o infección o contagio) debido a la presencia de un agente extraño: se trata del otro, de aquél que no formó parte o no puede formar, en lo sucesivo, parte de la comunidad regente. Lo novedoso de este giro consiste en asumir que el cuerpo soberano es un cuerpo social y que, en esencia, funciona exactamente igual que todos los organismos vivientes.

Ahora bien, una amenaza a un sistema viviente es explicada en términos biológicos como la acción de un agente patógeno que pretenderá atacar al huésped, mismo que deberá defenderse orgánicamente ante la tentativa de amenaza suprimiendo la fuente patógena, modificando el ambiente para aniquilar la vida parasitaria, o bien generando anticuerpos que lo vuelvan inmune al agente patógeno. Si esta lectura de los hechos biológicos es trasladada a una forma de comprensión política, entonces tenemos una perspectiva biopolítica que es capaz de describir los elementos que se suscitan en el campo social, esta vez, significados en la materialidad más primigenia a la que podríamos acudir: tememos enfermar y morir.

Que nuestros más profundos temores y miedos se encuentren vinculados a la amenaza de infección o contagio puede ser resultado del proceso de secularización de la vida y de la muerte en Occidente, o quizá se deba a que las ciencias biomédicas constituyen un importante discurso de veridicción en nuestra cultura; en todo caso, lo que sí sabemos es que hoy la biopolítica está operando cuando la vida —incluso en sus últimos reductos— entra en los cálculos del poder; de igual forma, la biopolítica se hace cada vez más patente cuando los discursos de poder utilizan con más frecuencia términos biológicos para explicar su proceder. Es probable que nuestras más rudimentarias respuestas ante la amenaza (por ejemplo, aquella que representa la existencia de otro régimen no democrático) no se correspondan necesariamente a una figura concreta de otredad, sino que, más bien, se susciten ante una amenaza todavía abstracta, la que representa sabernos vulnerables, susceptibles de enfermar, de contagiarnos de aquello que no somos capaces de percibir. La vulnerabilidad de los cuerpos se nos manifiesta como un temor constante, ilocalizable y perpetuo, y, valiéndose de ello, es posible conducir a un grupo, a un pueblo, a un Estado. A decir de Foucault, “[…] haber tomado a su cargo a la vida, más que la amenaza de asesinato dio al poder su acceso al cuerpo”.[8] Un poder que alcanza a introducirse de esa manera en lo más profundo de la vida, será entonces un poder absoluto.

“Concretamente, ese poder sobre la vida se desarrolló desde el siglo XVII en dos formas principales; no son antitéticas; más bien constituyen dos polos de desarrollo enlazados por todo un haz intermedio de relaciones. Uno de los polos, al parecer, el primero en formarse fue centrado en el cuerpo como máquina: su educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de control eficaces y económicos, todo ello quedó asegurado por procedimientos de poder característicos de las disciplinas: anatomopolítica del cuerpo humano. El segundo, formado algo más tarde, hacia mediados del siglo XVIII, fue centrado en el cuerpo especie, en el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población.[9]

La anatomopolítica del cuerpo y biopolítica de la población ocurren simultáneamente en la era del biopoder, que, a decir de Foucault, se conjugó de manera perfecta con el desarrollo del capitalismo. La inserción de los cuerpos (sean estos individuales o sociales) a la forma de producción capitalista configuró, a la manera en la que Deleuze lo concibe, un sistema maquinal perfectamente capaz de deglutir vorazmente todo lo que se antepone a su paso. En la concreción de ese acontecimiento histórico sin parangón, por primera vez, el ser humano acudió a una forma refractaria de lo político y lo biológico:

“Si se puede denominar ‘biohistoria’ a las presiones mediante las cuales los movimientos de la vida y los procesos de la historia se interfieren mutuamente, habría que hablar de ‘biopolítica’ para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana […] Pero lo que se podría llamar ‘umbral de modernidad biológica’ de una sociedad se sitúa en el momento en que la especie entra como apuesta del juego en sus propias estrategias políticas. Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”.[10]

Foucault advierte que esto no significa que la vida haya sido absolutamente integrada a las técnicas que la dominan y administran, ya que ésta se encuentra escapando de ellas incesantemente. Al interior de los Estados soberanos —aun cuando su vertiente democrática los encauce a desarrollar formas de inclusión de la diferencia—, siempre habrá algo que se escapa: la vida misma. La vida suele encontrar líneas de fuga, o bien, espacios de indeterminación jurídica y política que le ayudan a escapar de los ejercicios de poder, para resistir o hacerse inmune.[11] Precisamente, la inmunización implica, por lo menos, dos maneras de estar “fuera” de los márgenes del poder y de ley. En el siguiente apartado trataremos de profundizar en el doble sentido de las formas de inmunización propias de los regímenes biopolíticos.

ROBERTO ESPOSITO

 

Inmunización: fenómeno biopolítico contemporáneo.

Acudimos a Roberto Esposito para tratar de comprender el doble efecto de inmunización que se deriva como resultado de los propios mecanismos de inclusión y exclusión de un determinado régimen social y político, en este caso, el democrático. En primera instancia, Esposito expresa cabalmente que:

“La categoría de inmunidad, incluso en su significado corriente, se inscribe precisamente en el cruce de ambos polos, en la línea de tangencia que conecta la esfera de la vida con la del derecho. En efecto: así como en el ámbito biomédico se refiere a la condición refractaria de un organismo vivo, ya sea natural o inducida, respecto de una enfermedad dada, en el lenguaje jurídico-político alude a una exención temporal o definitiva de un sujeto respecto de determinadas obligaciones o responsabilidades que rigen normalmente para los demás”.[12]

Desde una perspectiva biopolítica, los procesos de inmunización tienen un doble efecto que recae tanto al interior del cuerpo gobernado como en sus formas de exterioridad. Siguiendo el razonamiento de Esposito, la inmunidad política que se le otorga a un pequeño núcleo de gobernantes los exenta del cumplimiento de los ordenamientos jurídicos que regulan al cuerpo social. En ese sentido, surge al interior del sistema una forma que estará siempre por encima de la ley común: el fuero político, la inmunidad diplomática y las facultades extraordinarias configuran formas específicas de inmunización que se estructuran por encima de la ley. La soberanía del pueblo, característica esencial de las sociedades democráticas, requiere disponer de un grado de inmunización que le permita garantizar su continuidad, haciendo que quien gobierne esté en condición de colocarse por encima o bien por fuera de las leyes que rigen al pueblo gobernado. Esto no representaría por sí mismo un problema si los mecanismos que regulan la excedencia de poder funcionaran idóneamente, pero ocurre que, al momento de que los dispositivos capaces de delimitar el ejercicio de poder son inoculados (como, por ejemplo, cuando los ejercicios plebiscitarios no son vinculantes o cuando las formas de elección ciudadana permiten dar lugar a dudas, como la sospecha de un fraude electoral), entonces el proceso inmunitario puede perpetuarse indeterminadamente.

Una segunda forma de inmunización de los sistemas democráticos se encuentra todavía más claramente dentro de los márgenes biopolíticos; dicha forma consiste en generar reacciones del cuerpo social ante la tentativa de una amenaza orgánica, sea ésta interna o externa al cuerpo social. El tránsito de la política a la biopolítica nos permite comprender que el enemigo de un Estado soberano ya no es otro Estado soberano, ni siquiera un régimen comprendido como radicalmente distinto; las guerras contemporáneas ya no se emprenden contra los Estados, sino en contra de amenazas —tales como el narcotráfico o el terrorismo— construidas en función de un discurso que configura al otro a través de una mirada biologicista; el enemigo será explicado como un cáncer o como un tumor a extirpar, como un flagelo que producirá el desgarre del cuerpo social, como un fenómeno viral que infecta a la juventud. Así pues, mediante un doble proceso de estigmatización e inmunización, un Estado puede incluso atacar a su propio pueblo soberano a través de la suspensión del Estado de derecho; el efecto inmediato se deja sentir primero sobre la supresión de garantías individuales, situación que a la vez permite que el Estado soberano ataque impune y directamente al pueblo que gobierna, demos que otrora estuvo investido de soberanía. Explicado de esta forma, los Estados democráticos pueden hacer uso de respuestas autoinmunes que le permitan hacer guerras sin cuartel en contra de sí mismo. En este rubro podríamos ubicar a la guerra contra el narcotráfico o los asesinatos masivos de migrantes; ambos se asemejan en que se encuentran fuera de la ley, ya sea porque la condición jurídica de esas vidas nunca fue clara y, por lo tanto, no son considerados como sujetos de derecho o porque la suspensión del estado de derecho faculta al Estado a tomar medidas (como el estado de excepción, del que quisiéramos hablar con más detalle en otra oportunidad) en contra de cualquier entidad que observe como una amenaza; en cualquier caso, quedará expuesta la nuda vida, la vida que puede ser sacrificada, toda vida, cualquier vida.

Es de esta manera que llegamos al final de este escrito con cuestionamientos imposibles de resolver por el momento: ¿es posible pensar a la democracia fuera del funcionamiento de la maquinaria biopolítica? Más aún, ¿puede la democracia funcionar como una vía capaz de detener el proceso autoinmune en contra de la población? Esta última pregunta viene a cuentas en un momento decisivo, pues en el futuro inmediato, el escenario de la democracia en México —pero también en otras geografías— podría integrar agentes políticos distintos a los que tradicionalmente propugnan por el poder. Si, en última instancia, la pregunta consiste en saber si la democracia construye otros mundos, quizá sea más deseable dar un paso atrás y comprender —tal como lo ha hecho el Comité Invisible— las palabras del afamado delincuente, Jacques Mesrine: “No hay otro mundo. Hay simplemente otra manera de vivir”. [13]

 

Bibliografía

  1. Agamben, Giorgio, Homo sacer, el poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 2010.
  2. Comité invisible, A nuestros amigos, Pepitas de calabaza, España, 2015.
  3. Esposito, Roberto, Comunidad, inmunidad y biopolítica, Herder, España, 2009.
  4. _____, Bíos. Política y filosofía, Amorrortu, Buenos Aires, 2011.
  1. Foucault, Michel, Historia de la Sexualidad, Vol. I, La voluntad de saber, Siglo XXI Editores, México, 2009.

 

Notas

[1] Entre dichos mecanismos podríamos señalar a la asamblea como una de las formas más antiguas de participación democrática, pero también podrían figurar las consultas públicas, los plebiscitos, los refrendos, etcétera.
[2] “He creído poder encontrar este sentido en la idea de «inmunización» derivada, por extensión, del término latino immunitas, que se encuentra ligado precisamente al de communitas por la relación, en el primer caso negativa y en el segundo, positiva, con el lema munus. Si los miembros de la comunidad están vinculados a la misma ley, la misma obligación o don de dar —que son significados de munus—, entonces immunis es, por el contrario, aquello que está exento o exonerado, que no tiene obligación respecto al otro, pudiendo así conservar íntegra la propia sustancia de sujeto propietario de sí mismo.” Esposito, Comunidad, inmunidad y biopolítica, ed. cit. pp. 81-82.
[3] Foucault, Historia de la Sexualidad, ed. cit., p. 163.
[4] Ídem. Los corchetes son nuestros.
[5] Ibidem, pp. 164-165
[6] En los términos de Giorgio Agamben, esta es la vida del homo sacer, quien “puede recibir la muerte de manos de cualquiera sin que esto le suponga a su autor la mácula del sacrilegio”. Agamben, ed. cit., p. 96.
[7] Foucault, op. cit. pp. 166-167.
[8] Ibidem, pp. 172-173.
[9] Ibidem, pp. 168-169.
[10] Ibidem, p. 173.
[11] Si esto no fuera así, habríamos llegado al fin de la historia.
[12] Esposito, Bíos. Política y filosofía, ed. cit., p. 73.
[13] Comité Invisible, A nuestros amigos, ed. cit., p. 9.