La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo
Resumen
Este trabajo pretende responder a la pregunta siguiente: ¿cuál es el secreto de la imagen en las producciones cinematográficas según la lectura de Jun Fujita Hirose?, mejor aún, ¿qué proceso excedentario despliegan las imágenes cinematográficas en el cine-capital, de tal modo, que éste logra extraer de ellas un plusvalor a partir de la explotación de su fuerza de trabajo como singulares? Asimismo, se indaga sobre la posibilidad de que las imágenes cinematográficas puedan subvertir ese proceso de explotación y liberar su capacidad emancipatoria. Para ello, se explica la generación de plusvalor en el cine-capital, se examina la posibilidad de que las imágenes devengan revolucionarias y se ejemplifica cómo acontece esto a través del análisis de dos filmes de Takeshi Kitano.
Palabras clave: imagen, plusvalor, cine-capital, imagen revolucionaria y violencia de la imagen.
Abstract
This paper intends to answer the following question: what is the secret of the image in cinematographic productions according to the proposal of Jun Fujita Hirose? Better still, what surplus process unfolds the cinematographic images in the cine-capital, in such a way, that he manages to extract from them a surplus value from the exploitation of his labor force as singular? Also, it is inquired about the possibility that the cinematographic images can subvert that exploitation process and release their emancipatory capacity. To do this, we explain the generation of surplus value in the cinema-capital, we examine the possibility that images become revolutionary and exemplify how this happens through the analysis of two films by Takeshi Kitano.
Keywords: image, surplus value, cine-capital, revolutionary image and violence of the image.
El cinematógrafo no fue creado con pretensiones mercantiles, al menos no en primera instancia, sino científicas: se trataba de una prótesis ocular cuya pretensión era potenciar la visión humana; se trataba de un objeto capaz de capturar la vida para reproducirla, mediante una técnica infinitamente productiva: la descomposición del movimiento y del tiempo en imágenes. Sin embargo, “[…] nadie se asombra de que el cinematógrafo, desde su nacimiento, se haya apartado radicalmente de sus fines aparentes, técnicos o científicos, para ser aprehendido por el espectáculo y convertirse en cine”.[1]
Desde luego, en esa proyección inaugural del cinematógrafo, en el Salon Indien del Grand Café en París, el 28 de diciembre de 1895, ya estaban prefiguradas las cualidades técnicas y artísticas que situarían este producto cultural como una de las mercancías eje para explicar la estructura y el funcionamiento de la sociedad en los siglos siguientes.
Sin duda, el gran acierto de los hermanos Lumière, a diferencia de Edison, fue que volcaron la “mirada” de la cámara hacia lo más cotidiano, no hacia lo desconocido o lo elevado, sino justamente hacia lo que está más cerca de nuestra experiencia ordinaria: la llegada de un tren, una comida familiar, la salida de los obreros de una fábrica. Ellos tuvieron “[…] la intuición genial de filmar y proyectar como espectáculo lo que no es un espectáculo: la vida prosaica […] [el] reflejo de la realidad. [Evidenciando] que la gente se maravillaba sobre todo de volver a ver lo que no le maravillaba: su casa, su rostro… la gente no se apretujaba en el Salón Indien por lo real, sino por la imagen de lo real”.[2]
En efecto, las primeras reflexiones en torno al cinematógrafo ya apuntaban a esa dimisión que sólo es posible revelar gracias a este arte-facto: la fotogenia señala esa cualidad “poética” de las personas y de las cosas que sólo se pueden observar por medio del cinematógrafo. La cámara emerge como el medio del despliegue de ese inconsciente óptico del que ya hablaba Benjamin, en 1931, revelando aquella “realidad” oculta, pero siempre latente, que se “pierde” en la vivencia cotidiana. Sin embargo, cabe señalar que el cinematógrafo también implicó la conquista de uno de los anhelos más recurrentes de la humanidad, en palabras de André Bazan: escapar de la inexorabilidad del tiempo. Lo que, a su vez, trajo aparejada la exigencia de alcanzar el máximo realismo plástico en la representación de la vida:
“[…] esas sombras grises o de color sepia [de las fotografías antiguas], fantasmagóricas, casi ilegibles, no son ya los tradicionales retratos de la familia, sino la presencia turbadora, liberadas de su destino, no por el prestigio del arte, sino en virtud de una mecánica impasible; porque la fotografía no crea —como el arte— la eternidad, sino que embalsama el tiempo; se limita a sustraerlo a su propia corrupción”.[3]
En esta perspectiva, el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. “El film no se limita a conservarnos el objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos de una era remota, sino que libera el arte barroco de su catalepsia convulsiva. Por primera vez, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio”.[4]
El objetivo de este trabajo es, por una parte, cuestionarnos ¿cuál es el secreto de la imagen en las producciones cinematográficas?, o mejor aún, ¿qué proceso excedentario despliegan las imágenes cinematográficas en el cine-capital, de tal modo, que este logra “explotar el universo de sentido oculto” en aquéllas?, es decir, extraer de ellas un plusvalor, y, por la otra, indagar sobre la posibilidad de que las imágenes cinematografías devengan revolucionarias. Para ello, este trabajo se divide en tres apartados: en el primero se revisa el análisis que realiza Jun Fujita Hirose, de corte deleuziano-marxiano, para explicar la generación de plusvalor en el cine-capital; en el segundo, se examina, de acuerdo con la propuesta de Hirose, la posibilidad de que las imágenes devengan revolucionarias, para interrumpir el mecanismo de explotación al que están sujetas, y en el tercero, se analizan algunas imágenes cinematográficas, tomadas de dos filmes de Takeshi Kitano, con el fin de ejemplificar cómo es que las imágenes pueden devenir revolucionarias cuando se muestra en su estado “óptico y sonoro puro”.
En este apartado pretendemos desentrañar el “misterio” de la valorización de las imágenes en el cine,[5] no sólo para describir qué procesos intervienen en la construcción de un filme, sino para entender por qué la mercancía cinematográfica constituye un caso ejemplar para la comprensión de la actual condición moderna.
De acuerdo con Jun Fujita Hirose,[6] en el cine, todas las imágenes,[7] consideradas en sí mismas, no son nada más que imágenes ordinarias, esto es, que no hay ninguna que sea imagen singular, relevante o extraordinaria por sí misma. Entonces, el “salto cualitativo” que posibilita que las imágenes en el cine sean más que su mera acumulación, depende de su interrelación, puesto que es la relación entre las imágenes, como ordinarios, lo que produce el plusvalor de su trabajo en la representación (su singularidad), es decir, que el cine produce lo extraordinario a partir de lo ordinario (proceso cuantitativo), si bien este “valor de más” es absolutamente irreducible y extrínseco a la simple suma de los ordinarios acumulados. Esto sucede de manera análoga a como se produce el plusvalor en la esfera económica de producción, en el proceso de subsunción real: el capitalista paga la fuerza de trabajo individual, pero obtiene sin ningún costo el beneficio del trabajo conjunto de los empleados.[8]
Para Hirose, Los Pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963), constituye un caso paradigmático de esto a lo largo de la historia del cine; película en la que una parvada de las aves más comunes (gaviotas, gorriones, palomas o cuervos), y quizá menos amenazantes, atacan “sin ninguna razón”, sin ninguna guía o dirección (como masa) a los habitantes de Bodega Bay. En efecto, “[…] toda la fuerza de la película consiste justamente en su falta total de órgano directivo. Los pájaros ordinarios en masa abigarrada, sin estar dirigidos por ningún Lenin ni por ningún partido de vanguardia, se dirigen ellos mismos según su propio principio de individuación colectiva”.[9] De este modo, la relevancia de imágenes ordinarias depende, precisamente, de su movilización conjunta, de su cooperación.
Siguiendo la tesis marxiana de la subsunción real del trabajo, Hirose plantea “[…] que, en el cine, lo extraordinario se produce como plusvalía en el trabajo colectivo de las imágenes ordinarias”,[10] lo que evidencia el paralelismo entre cine y capital. Justamente es en la cooperación entre imágenes en donde radica su valor excedentario: rodar imágenes meta-cinematográficas es, en el fondo, el acto de su reclutamiento, como fuerza de trabajo; sin embargo, “[…] cuando el cine compra las imágenes, no paga más que su aspecto actual, aunque subsume por añadidura su aspecto virtual al proceso de producción”.[11]
Hitchcock emplea a los pájaros pagándoles por sus trabajos parciales respectivos, sólo para hacerles “trabajar de más”: por un lado, al nivel de los trabajos parciales, todos los pájaros ordinarios se muestran “tal como son”, las gaviotas, los gorriones y los cuervos hacen respectivamente de gaviota, de gorrión, y de cuervo, y por el otro, al nivel del trabajo colectivo, esta parvada de pájaros ordinarios está siempre ya captada en un proceso colectivo, en el que se produce la “ferocidad ornitológica” singular, a saber, aquello que “se transforma en mercancía”: mercancía cinematográfica.
Esa dimensión no pagada es el valor potencial de la imagen, es decir, el despliegue de capacidades tanto materiales como espirituales que en ella se encuentran en latencia, como en el caso de Los Pájaros, aves ordinarias, que potencialmente pueden ser, y lo fueron, “pájaros hitchcockeanos” en su trabajo colectivo, que en este caso recuerdan la forma natural, permanentemente soterrada por el proceso social.
En el cine, el montaje aparece como el principal “medio de producción” de la mercancía cinematográfica, a través de él se establece la relación transindividual entre las imágenes para hacer entrar en resonancia recíproca la dimisión potencial pre-individual de cada una.
La “imagen-cristal”, concepto de origen deleuzeano-bergsoniano, le sirve a Hirose para explicar cómo las imágenes producen el plusvalor que se da por medio de su interrelación transindividual, es decir, para explicar cómo es que la experiencia del déjà-vu remite a la de la autovalorización del capital-dinero. Este recuerdo del presente constituye “[…] un momento patológico en el cual se vuelve bruscamente perceptible el desdoblamiento originario del presente, que se efectúa en todo instante, aunque en el hábito permanece latente en nuestra sensibilidad”.[12] Lo anterior significa que la percepción del mundo es bifásica, ya que el presente se integra de la imagen actual de éste, así como de la imagen virtual de esta visualización, de tal suerte que cuando experimentamos un déjà-vu el mecanismo que opera es el de la sustitución de esta última por aquélla. Se trata, entonces, de una falsa reducción de lo virtual a lo actual, o incluso en la propia denegación de la virtualidad de la imagen, que se replica, de manera inversa, en la obtención de la ganancia excedentaria del trabajo de las imágenes ordinarias.
El cine-capital únicamente invierte el valor actual de las imágenes ordinarias denegando su valor virtual y soslayando que el plusvalor se obtiene, justamente, de la subsunción de la dimensión potencial de la imagen, a saber, de la virtualidad pre-individual. ¿Qué es, pues, la imagen-cristal?, “[…] es el circuito mínimo compuesto por una imagen actual y su propia imagen virtual o, lo que es lo mismo, por un acto y su propia potencialidad. O, más precisamente, es una imagen empírico-trascendental en la cual se «ve» ese circuito mínimo acto-potencial…”[13] En el cine, la imagen-cristal aparece de forma negativa, porque cuando las películas se convierten en películas sobre películas, revelan que tras la “fábrica de sueños” opera un mecanismo de intercambio entre dinero e imágenes (compra de imágenes), basado en el sobretrabajo de éstas para extraer de ellas plusvalía, cuyo secreto es que en la sociedad capitalista el vínculo primario, “orgánico”, entre lo individual y lo social, entre lo personal y lo general, entre lo privado y lo público, es el dinero. En efecto, “[…] si los productos de las fábricas hollywoodenses son «sueños», es porque consisten en dejar soñar que se pueden realizar todas las acciones que se quiera sin ninguna preocupación financiera [sin embargo,] si se quiere realizar una acción o, lo que es lo mismo, mantener el lazo orgánico con el mundo, lo que cuenta primero es el dinero”.[14]
No obstante, la producción cinematográfica va más allá de esta fórmula de plusvalor (“1+1=3”), ya que logra integrar al espectador en este proceso, pues éste realiza parte del trabajo de la imagen, sin recibir remuneración por ello, de modo que se logra la ecuación “1=2”. En el cine esto se consigue reemplazando el elemento de la sorpresa, como revelación que resuelve el nudo de la trama, por el suspenso,[15] es decir, por la apertura espectral de la imagen: “¿cómo reaccionará cuando…?, ¿qué sucederá si…?, ¿qué pasará en caso de…?” Este es precisamente el efecto de la “imagen-mental” y es, precisamente, Hitchcock quien “[…] anula de este modo la «sorpresa» original de la novela, reemplazándola por un «suspenso», […] con el fin de integrar el trabajo del público a la película”.[16] En este caso, la producción del plusvalor depende de la conjunción del trabajo de la imágenes en la secuencia cinematográfica, por un lado, y de la interpretación del público, por el otro, quien se introduce en el sistema cine-capitalista sin recibir un céntimo por su trabajo.[17]
En la “imagen-mental” opera un proceso de financierización que tiene la virtud de introducir tanto a la imagen-trabajador como al espectador en una dinámica que explota la fórmula “1+1=3” con una inversión del tipo “1=2”, es decir, que ambas instancias, en tanto que comparten una misma finalidad (el incremento de la producción como medio para incrementar la cotización) se involucran en de tal modo que “[…] puede incitar a los empleados a invertirse siempre más en su trabajo productivo, al invitarlos a situarse en el punto de vista de los inversores, es decir, a alinear sus intereses con los de los inversores”.[18] La financierización tiende a desaparecer la barrera entre imagen y espectador toda vez que, mientras que el primero ya no está “preocupado” por el proceso de productivo, el segundo cada vez se retrae con mayor fiereza al ámbito de la interpretación.
Por una imagen revolucionaria: las imágenes serán convulsas o no serán
La salida que propone Hirose frente a la explotación de la imagen en la “fábrica-cinematográfica” y su sistema de valorización se encuentra en el concepto de “imágenes (ópticas y sonoras) puras”, que justamente en tanto que se valorizan por sí mismas, y no en función de su valor virtual transindividual, rompe la lógica productivista. Conviene, entonces preguntarnos, ¿cómo las imágenes ordinarias rehúsan actualizar su exceso virtual bajo la forma de excedente relevante? Rodando imágenes cuya valorización-exhibición no produzca plusvalía sentimental, metafórica o paródica, sino que se autovalorice desde la “banalidad” de lo cotidiano de la imagen ordinaria, puesto que cada una de ellas, “[…] devenida desempleada profesional, se desprende de toda producción cine-capitalista de excedente relevante para comenzar a valer por sí misma entrando con las otras en una autonomía organizada”.[19] Para que esto ocurra es necesario liberar-crear el potencial vidente o legible de la imagen, es decir su capacidad de “hacer ver” la miseria del mundo (“lo intolerable”) y, a la par, la posibilidad de otro. Pero si al nivel de la videncia se va de lo intolerable[20] a lo posible, es porque el primero se produce como la potencia con la cual se realiza el segundo.
“La potencia que fuerza a crear debe ser ella misma creada, y esto bajo la forma de un muro de clichés reconocidos como tales, es decir, bajo la forma de un muro de posibilidades agotadas”.[21] En otras palabras, la posibilidad del pensamiento depende necesariamente de crear la imposibilidad de éste, de que el pensador se esfuerce en crear dicha imposibilidad. Esto implica, por una parte, que la causalidad se cambia por una “cuasi-causa”, que opera desde el interior de nosotros mismos: frente a la inexpugnabilidad de los acontecimientos, emerge la voluntad como horizonte de posibilidad, es decir, una potencia existe sólo cuando se le crea; por la otra, dicha potencia no se crea como posibilidad sino como imposibilidad, a saber, como agotamiento de todas las posibilidades existentes. De acuerdo con Deleuze, esta es justo la experiencia de la modernidad: “[…] el hecho moderno es que ya no creemos en este mundo. Ni siquiera creemos en los acontecimientos que nos suceden, el amor, la muerte, como si sólo nos concernieran a medias. No somos nosotros los que hacemos cine, es el mundo que se nos aparece como un mal film”.[22]
Pero ¿cómo se realiza este proceso en el cine? El cine (contemporáneo, valdría decir), opera una atomización tal de las imágenes que les impide la cooperación transindividual que produce el plusvalor; siguiendo el ejemplo de Los pájaros, es como si éstos no sólo no pudieran metamorfosearse en “pájaros hitchcockeanos”, sino que ni siquiera pudieran reunirse,
“[…] quedándose aislados en su jaula a lo largo de todo el film, sin reunirse nunca con sus homólogos en el exterior, y que no conocían siquiera un encuentro entre ellos mismos al interior de su jaula, permaneciendo estrictamente en paralelo uno respecto de otro. Los pájaros modernos erigen de este modo frente a sí mismos la imposibilidad de unirse, a saber, de constituirse en sujeto subversivo unificado”.[23]
Y esto es así porque toda imagen tiene una “potente Vida no-orgánica”, es decir, un nivel de sentido ontológico que excede la producción de significado (plusvalía) derivada de sus actualizaciones bajo la forma de cine-capitalista. Frente a la valorización conjuntiva de las imágenes, la valorización disyuntiva revela la dimensión revolucionaria de éstas, no sólo porque no se integran al proceso producción, sino en tanto que su no-trabajo “[…] hace retornar al Gespenst das Kommunismus en pleno corazón de la fábrica, es decir precisamente allí donde el cine-capital cree haberlo conjurado definitivamente civilizando las imágenes en el «falso reconocimiento»”.[24] Aquí acontece, pues que:
“[…] las imágenes expropian a los cine-capitalistas la cadena de montaje y desvían radicalmente su sentido para un proyecto marxiano. El montaje ya no funciona de tal suerte que hace trabajar a las imágenes ordinarias en relación diferencial para extraerles plusvalía extraordinaria (representación indirecta del tiempo), sino de tal suerte que las libera de todo proceso de producción cine-capitalista para extraer de ellas una situación óptica y sonora pura, en la cual las imágenes ordinarias se afirman cada una en su autonomía y valorizan cada una su exceso virtual como tal (presentación directa de las relaciones de tiempo)”.[25]
Si esto es así, ¿cuál es el nuevo vínculo que relaciona estás imágenes desconectadas?; en palabras de Hirose: ¿es posible adelantar clinamen de las imágenes en caída paralela? Él respondió a esta cuestión señalando, junto con Deleuze, que no es posible evadirse de la contingencia para provocar una “revolución”, su acontecimiento, si es que sucede, excede cualquier designio, lo único que queda, entonces, es la vergüenza de la impotencia: “[…] el hombre no puede ser la causa de lo que le sucede, pero deviene su cuasi-causa en la medida en que experimenta la vergüenza de esa imposibilidad”.[26]. En el cine, la vergüenza se manifiesta cuando las imágenes se relacionan no por asociación, sino por diferenciación, a saber, cuando los elementos establecen entre ambos una diferencia de potencial productora de algo nuevo; eso nuevo surge precisamente de esa irreductibilidad entre imágenes, en esa superficie profunda, tensa y flexible que su superposición permite: una tectónica en la que los “[…] estratos superpuestos no han de «verse» en la profundidad subterránea de la imagen visual, sino que han de «leerse» en su propia corteza lisa incorporal, metafísica. El devenir, en tanto que línea abstracta, ha de trazarse o leerse en la superficie”.[27]
Desde luego, esta “legibilidad” de la imagen remite (o, mejor dicho, abre) a una dimensión “irracional”, sustentada en la “creencia”. Así pues, “[…] si tenemos siempre necesidad de fe, ya no es para creer en lo posible, sino para creer en lo imposible, allí donde estamos plenamente investidos de posibilidades, de esperanzas, de ideales o de sueños”.[28]
De acuerdo con Hirose, “[…] el cine político moderno hace de la imagen visual una superficie desierta donde el acontecimiento permanece totalmente «silencioso», «cubierto» o «virtual», a menos que se produzca el clinamen subversivo, puramente accidental, e incluso a-político en el sentido de que está completamente afuera de nuestra voluntad; y es ante esta tierra estéril o esterilizada que el acto de habla celeste es forzado a crear el acontecimiento”.[29] Pero ¿cómo sucede esto? Mediante el trabajo de la “memoria” (cinematográfica) que pervierte el presente, vinculando pasado y futuro en la legibilidad de una imagen, es decir, propiciando esa visión del mundo moderno como una “mala película”; pero esto sólo puede ocurrir cuando cada uno de nosotros se esfuerza por ver o leer en el mismo mundo que tenemos cotidianamente bajo nuestros ojos, un estado permanente y generalizado de “mala película”, “intolerable”. Lo mismo acontece en el cine-capitalista, que nunca es “malo” o “intolerable” por sí mismo, únicamente lo es cuando las imágenes mismas se esfuerzan por ver o leer esta condición en ese régimen explotador y romper con éste esos compromisos vergonzosos.
¿Cuál es la vergüenza de la imagen? El producir plusvalía, ya que toda imagen, en tanto que aparece siempre con otras imágenes en un conjunto (montado de cualquier modo), nunca puede evitar entrar en el proceso productivo de plusvalor del cine-capitalista; ésta es la “vergüenza de ser una imagen”. De ahí que la emergencia del cine moderno no pueda ser leída como la redención de la imagen; su importancia estriba en que con él (mejor aún, en él) surgen las imágenes resistentes dentro mismo del sistema cine-capitalista.[30] Ahora bien, ¿en qué consiste, concretamente, esta resistencia de las imágenes? Dado que toda relación entre imágenes tiende a producir un plusvalor, la única interacción que puede tener al margen de este sistema es con ella misma, con su propia realidad virtual; margen que, por ende, no puede ser real (objetivo, físico o empírico, ya que inmediatamente perdería su “esencia” cinematográfica), sino que se da sólo como una suspensión volitiva, a saber, como un recorte subjetivo, metafísico o transcendental, de modo que se produce la realidad autónoma de lo virtual, sobre su propia “corporalidad”, es decir, sobre su “situación puramente óptica y sonora”, en la que aparece una multitud de signos puramente ópticos y sonoros, que el acto de resistencia hace legibles: “Las imágenes ordinarias entran en su propio proceso de autovalorización cuando se «muestra» como tal esa situación óptica y sonora pura en lugar de “montarla” con el trabajo mental de interpretación del público, e incluso de la multitud. Las imágenes se emancipan cuando adquieren “una realidad material autónoma”, en la cual cada una hace valer su aspecto virtual en tanto que tal, en su forma pura y directa”.[31]
Takeshi Kitano y la violencia de(sde) las imágenes
Para concluir quisiéramos ejemplificar algunas de las cuestiones estudiadas con algunas escenas de dos filmes de: Flores de fuego (Hana Bi, Takeshi Kitano, 1997) y Muñecas (Dolls, Takeshi Kitano, 2002). El primero tiene entre sus primeras escenas una en la que se muestra un ejercicio excesivo (valdría decir “gratuito”) de violencia, en la que Nishi, el protagonista, ataca a un lavacoches por utilizar su automóvil a manera de comedor, la rapidez y sinsentido de este acto produce un impacto visual puro que rompe la producción dramática (interrupción de la producción de plusvalor); “¿por qué lo golpeó?” no sólo se convierte en una pregunta sin respuesta, sino también irrelevante, aquí la violencia, como forma primigenia de socialización, retorna, pero ya no para garantizar la supervivencia, esta vez lo hace para proteger, casi podría decirse que para restituir, a la mercancía (el automóvil), uno de los pocos lazos materiales que aún guardan sentido para Nishi después de vivir la muerte de su hijo y conocer de la enfermedad terminal de su esposa. Si en escenas posteriores Kitano nos muestra el encuentro previo que tuvieron estos personajes, en el que Nishi es atacado y herido con una navaja, esto no contradice lo dicho, pues no se trata de una venganza, solamente confirma que, para él, la violencia constituye una forma de postergar la voracidad del intercambio dinerario, ya que, en un última instancia, es el dinero, que pide prestado a la mafia nipona (la que lo perseguirá a lo largo de la película con el fin cobrar esta deuda), el que le permite mantener su único vínculo con su familia, esto es, pagar por el tratamiento para su esposa. No olvidemos que esta escena pudo haber acontecido cronológicamente después de la escena del bar que analizaremos más adelante.
Asimismo, desde esta apertura, Kitano nos muestra otro de los recursos utilizados para romper con el proceso de producción del cine-capital: el movimiento de la cámara; ésta rompe el encuadre subjetivo, que representa el punto de vista del protagonista, y lo sustituye por el uso de varias cámaras fijas, que desde diversas perspectivas nos muestran este acontecimiento. Tomando este recurso de la televisión, el director intentó mostrarnos cómo el dislocamiento de la visión mediante el cambio de cámaras permite establecer una relación con el espacio y los actores, distinta a la del cine tradicional, en la que ya no priva la narrativa, sino su imposibilidad. Esta sucesión de imágenes nos confronta con diversos puntos de vista que no necesariamente remiten a la “cosa misma”, a la trama, sino que, más bien, implica la apertura de la potencia de sentido de cada imagen: las tomas que muestra Kitano nos ofrecen una descripción provisoria y reemplazable de este encuentro, pero —justamente por ello— singular.
Otra escena importante es la que sucede cuando Nishi visita a su esposa en el hospital, encuentro que resulta por demás incómodo: reunión de dos sujetos que perdieron, al menos hasta ese punto, toda forma de socialización y que se ven obligados a estar juntos, atados a lo único que les resta: el tiempo. Entonces, el protagonista decide escapar de esta pesadumbre por vía de la mercancía: un cigarro, que, en el momento de ser encendido, el montaje nos lleva vertiginosamente a la escena en la que hieren a su compañero Horibe, lo que más allá de señalarnos la culpa de Nishi (ya que él ayudó a éste para ausentarse del trabajo e ir con su esposa), en un acto simbólico. Muestra cómo el tiempo puede comprimir el espacio hasta el punto de unir sincrónicamente dos eventos, incluso de superponerlos, más que uno al lado o sobre el otro, los acontecimientos están enlazados a pesar de la distancia: el gatillo del encendedor y el de la pistola se vuelven el mismo dispositivo, uno que acciona más violencia.
En este mismo sentido, toda la película es una expresión de una temporalidad caótica, una mímesis del trabajo de la memoria, en la que los recuerdos son detonados por los más diversos motivos y en los momentos menos esperados. En la escena en que Nishi se dirige al depósito de chatarra para comprar un carro, el “sonido puro” de la sirena de una patrulla es suficiente para propiciar el recuerdo trágico en este caso. Aquí el flashback no sólo es un recurso para contar el pasado del protagonista (a saber, cuando intenta arrestar al agresor de Horibe, pero todo termina con una triple muerte), representa uno de los casos más contundentes de cómo se fractura, de forma “necesariamente azarosa”, la continuidad cronológica en una trama ya de por sí laberíntica, que “avanza” dando saltos entre pasado y presente, cuando las “imágenes puras” acontecen. El recuerdo sucede como una epoché que no detiene el tiempo, sino que lo prolonga hasta perderse, tal como pasa con el sonido de la sirena, del que regresa mediante otra interrupción, esta vez bajo la forma más explícitamente mercantil: el dueño del depósito, quien, regido por el más profano propósito de vender, cuestiona a Nishi “¿qué es lo que quiere?”.
Otra escena más por destacar de esta película es la que sucede en el bar cuando Nishi platica con sus compañeros policías; convivencia que es interrumpida por la llegada de dos cobradores yakuzas, quienes buscan intimidar al protagonista para que salde su deuda con la mafia. La respuesta de Nishi frente a las presiones del intercambio dinerario es la violencia: en unas cuantas imágenes vemos cómo él toma unos palillos, un vertiginoso corte nos muestra un chorro de sangre enrojeciendo el mantel sobre la barra y un corte más nos deja ver que ese objeto terminó incrustado en el ojo de uno de los cobradores. En esta escena, en la que la violencia y el humor se intercambian, las imágenes suceden en un tiempo sólo perceptible cinematográficamente que revela su virtualidad, lo “no visto”, es decir, que “[…] en la fragmentación de las tomas descritas anteriormente no tiene lugar, ni dentro de la pantalla, ni dentro de la temporalidad fílmica, la culminación de la acción corporal, ésta se halla fuera del tiempo y el espacio. A continuación, no obstante, no hay tragedia, no hay épica”.[32]
En el caso de Dolls nos enfocaremos en dos escenas La primera sucede al inicio del filme en donde se presenta una representación del tradicional teatro de bunraku (marionetas japonesas), una toma tras bambalinas nos muestra a dos actores-titiriteros a punto de entrar a escena. El escenario gira y comienza el espectáculo, mientras la cámara da un vuelco vertiginoso de arriba hacia abajo del escenario para mostrarnos al público. Aquí las imágenes en estado puro están potenciadas por el recurso del tiro cinematográfico: un efecto documental parece privilegiar el rodaje de estas escenas, casi como si la intención de Kitano fuera sólo mostrar la vida de las marionetas; además, los “juegos especulares” nos obligan a cuestionar “¿cuál es el plano de lo «real»?”: por una parte, se trata de una historia de seres humanos contada por marionetas, es decir, un relato en el que nuestra representación proviene de otra representación, situándonos en un bucle de representatividad en el que el “juego especular” puede prolongarse indefinidamente: el filme como representación (la propia película) de una representación (el teatro de bunraku) que representa (la puesta en escena) una representación (la historia de Matsumoto y Sawako); mera potenciación de la virtualidad de la imagen.
Casi inmediatamente, la cámara nos sumerge en otro “juego especular”: cuando ésta gira para tomar a los espectadores la distinción entre representación (el filme) y “realidad” (la nuestra, la del público que observamos) queda suspendida, pues la virtualidad de la imagen logra convertirnos en representación, ahora somos nosotros los que encarnamos, literal y metafóricamente, el espectáculo. Esta inversión entre ambos grupos de espectadores actualiza la pretensión de Kitano:
“[…] me gustaría pensar que, en la misma medida en que la expresión cinematográfica evoluciona, también la capacidad del espectador para imaginar que ha evolucionado, […] Y me gustaría confiar en la habilidad de mi público para leer lo que no es totalmente explicado o ilustrado en la imagen, algo que sucede en el espacio off de la pantalla. No quiero gobernar al público explicándole todo. Me gustaría dejar espacio para que usen su imaginación y lean lo que no está totalmente dicho”.[33]
La otra escena elegida es aquella en la que Matsumoto y Sawako, que deambulan de noche, embestidos en unos quimonos similares a los de las marionetas, llegan al restaurante en que él le propuso matrimonio a ella para “presenciar-recordar” este acontecimiento; las ventanas que separan a la pareja del interior del inmueble se convierten en la pantalla que les proyecta su pasado, pero éste regresa sólo para mostrarles el posible imposible que ellos mismos construyeron: la imagen de este recuerdo les muestra que como “fantasmas” de sí mismos (ella por su desconexión con la “realidad” y él porque está atado a esta fractura), lo único que tiene sentido es, precisamente, esa “representación-memoria” de un pasado en potencia, de su potencia de felicidad irremediablemente perdida, es decir, sólo les queda su vergüenza.
Cuando el recuerdo termina, Matsumoto se da cuenta de que ahora sólo son esa imagen de segundo orden, ese recuerdo; en un momento de lucidez, Sawako intenta consolarlo con unas palmadas en el hombro, incluso apela a la materialidad de su compromiso al señalarle que aún conserva el collar que le regaló aquella noche, sin embargo, rápidamente esta claridad de consciencia le permite darse cuenta de que, efectivamente, ese resto de materialidad es apenas un fantasma que los regresa al abismo del que ya no podrán escapar.
Lo relevante de esta escena no sólo es el gesto técnico para rodar el flashback, sino que, en el juego especular entre representación y memoria, o mejor dicho de la memoria como representación, el recuerdo de esta pareja se presenta para ellos, y para nosotros los espectadores, como una “imagen pura” que implosiona en su propia virtualidad revelando ese estado de vergüenza que los persigue: la ruptura de su vínculo amoroso a causa de las exigencias mercantiles. No obstante, la potencia que se despliega a partir de este reconocimiento ya no puede devenir revolucionaria debido a que sus vínculos sociales han desaparecido; por ello, la salida que encuentran los protagonistas para enfrentar esta situación es la posibilidad que excluye y concluye todas las otras: mediante un suicidio, que transita entre lo intencional y lo fortuito, ellos frenan la explotación de la que fueron víctimas, como un regreso radical a lo único que aún es suyo: su vida orgánica, no es extraño, pues, que el único vínculo material que los unía, la cuerda que los ataba, tuviera un “papel” en la muerte de ambos.
Para concluir, debemos señalar cómo Kitano nos presenta la experiencia del tiempo como interrupción, como un no-acontecer. En las últimas escenas de la película Hana Bi vemos una playa solitaria en la que Nishi abraza a su esposa (único encuentro corporal entre estos amantes), quien le agradece todo lo que ha hecho por ella, pero antes de que este gesto se convierta en un acto de redención para el protagonista por medio del amor, la dilatación de la escena nos fuerza a creer que presenciamos el fin del filme. Son apenas unos segundos en los que el despliegue del no-acontecimiento se hace interminable, una “imagen óptica y sonora pura”, que revela lo insoportable de la mera temporalidad. Al respecto, conviene que recordemos, en palabras del propio Kitano, “[…] el cine asiático puede hacer algo que el cine norteamericano [aunque puede extenderse a la idea de cine clásico] es incapaz de hacer: controlar el uso del tiempo. En una película de Hollywood, si hay más de diez segundos de silencio, la gente se extraña. […]. Al final, supongo que el dinero es lo que gobierna el estilo de rodaje en cada cultura, y es una pena”.[34] Bien valdría agregar, que esta situación es una “mala película”, nuestra “mala película”.
Bibliografía
- Aumont, Jacques, Las teorías de los cineastas. La concepción del cine de los grandes directores, Barcelona, Paidós, 2004.
- Bazan, André, ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones Rialp, 1990.
- Conejo Muñoz, Jessica Fernanda, “Takeshi Kitano: el montaje como forma de violencia”, en Primer coloquio Universitario de Análisis Cinematográfico, (https://coloquiocine.files.wordpress.com/2011/10/jessica-conejo.pdf), consultado el 5 de diciembre de 2017.
- Deleuze, Gilles, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós, 1987.
- Hirose, Jun Fujita, Cine-capital: cómo las imágenes devienen revolucionarias, Buenos Aires, Tinta Limón, 2014.
- Konigsberg, Ira, Diccionario técnico Akal de cine, Madrid, Akal, 2004.
- Miranda, Luis, Takeshi Kitano, Madrid, Cátedra, 2006.
- Marx, Karl, El capital. Crítica de la economía política. Libro primero, Tomo I, 2, México, Siglo XXI, 2003.
- Morin, Edgar, El cine o el hombre imaginario, Barcelona, Paidós, 2001.
- Pezzella, Mario, Estética del cine, Madrid, Antonio Machado Libros, 2004.
- Stam, Robert, “Justo a tiempo: el impacto de Deleuze” en Teorías del cine. Una introducción, Barcelona, Paidós, 2001.
- Tirard, Laurent, “Takeshi Kitano” en Lecciones de cine. Clases magistrales de grandes directores explicadas por ellos mismos, Barcelona, Paidós, 2003.
Notas
[1] Morin, El cine o el hombre imaginario, ed.cit., p. 15.
[2] Ibíd., pp. 22 y 23.
[3] Bazan, ¿Qué es el cine?, ed. cit., p. 29.
[4] Ídem. Es importante que precisemos desde este momento qué se entiende por imagen (cinematográfica): “representación visual de una escena que aparece en la pantalla mediante el proceso fotográfico. El término, en este sentido, se refiere a una sola imagen desde una única distancia y ángulo, aunque ésta esté compuesta por una serie de fotogramas en la película y aunque pueda contener movimiento. Las imágenes individuales y la forma en la que discurren juntas y se relacionan entre ellas son la base del arte cinematográfico. […] En la creación de una imagen cinematográfica contribuyen varios elementos: composición, iluminación, color, distancia y ángulo de cámara, y las cualidades de la propia película virgen” (Konigsberg, Diccionario técnico Akal de cine, ed. cit., p. 268).
[5] Aunque este esquema explicativo, que va de lo estético a lo económico y viceversa permanentemente, puede ser, y de hecho lo es, extendido a todo el cine, puesto que en el fondo el cine es también una industria cuya supervivencia se juega en la exhibición, en la primera parte de este ensayo, al igual que Hirose, se enfoca en el cine americano, particularmente el hollywoodense. Cine que se caracteriza por adoptar un “esquema narrativo [que] prevé a grandes rasgos una situación inicial de equilibrio que se transforma gracias a un conflicto o serie de conflictos, para después recuperarse armoniosamente. […] De modo casi definitivo, el film espectacular americano se configura como una serie de oposiciones o de colisiones en las que se despliega la dirección narrativa del héroe” (Pezzella, Estética del cine, ed. cit., pp. 67 y 70).
[6] A lo largo de los apartados siguientes tomamos como base el texto Cine-capital de Jun Fujita Hirose para analizar la (inter)relación de cine y capital. De acuerdo con propio Hirose, este texto propone una lectura marxiana de los estudios sobre el cine de Gilles Deleuze. Esta empresa se sustenta en el intento de distinguir y analizar “el derecho y el revés” del cine: por un lado, el que monta y muestra las imágenes y, por otro, el que mueve el dinero en función de lo que se desarrolla en las películas.
[7] Los análisis siguientes suponen la distinción entre los conceptos de “imagen-movimiento” e “imagen-tiempo” que vertebran la obra deleuziana; el primero se refiere al modo de empleo tradicional-clásico-teleológico de la narrativa cinematográfica (“imagen-acción”), es decir, “un mundo diegético unificado que expresa a través de la coherencia espacio-temporal y de un montaje de causa-efecto”; mientras que el segundo, se basa en la discontinuidad sistemática, propia del cine contemporáneo, con que acontecen los procesos mentales: la memoria, el sueño y lo imaginario de modo que “la imagen-acción ” configurada por la narrativa da paso a un cine de lo disperso de lo aleatorio, un cine de «situaciones ópticas-sonoras». (Cfr. “Justo a tiempo: el impacto de Deleuze”, en Stam, Teorías del cine. Una introducción, ed. cit., pp. 295-300).
[8] En este mismo sentido debe entenderse la afirmación de Marx cuando dice que “el obrero parcial no produce mercancía” y que “es el producto colectivo de los obreros parciales lo que se transforma en mercancía” (Marx, El capital. Crítica de la economía política, ed. cit., p. 432), esto significa que el trabajo colectivo de los obreros no es la simple suma de sus trabajos respectivos, en virtud de que éste constituye un trabajo de más, con respecto al conjunto cuantitativo de los trabajos parciales. Los obreros siempre trabajan más; el capitalista les hace siempre trabajar más. Si los trabajos parciales son trabajos remunerados, el trabajo colectivo no lo es. Es un trabajo no renumerado. Es así como los obreros “trabajan más” con respecto a su remuneración.
[9] Hirose, Cine-capital: cómo las imágenes devienen revolucionarias, ed. cit., p. 10.
[10] Ibíd., p. 11.
[11] Ibíd., p. 12.
[12] Ibíd., p. 17.
[13] Ibíd., p. 18.
[14] Ibíd., p. 20.
[15] Al respecto, Jacques Aumont señaló que “el famoso suspense hitchcockeano recibe así, además de una definición en términos de eficacia […] una definición formal: el suspense no es sólo espera, es la dilatación de esa espera y, de manera más amplia, su ritmo, su puesta en duración, su puesta en tiempo. En este sentido, puede decirse que el suspense tiene reglas, de acuerdo con su doble propósito: obtener un efecto controlable, modular la duración” Y agregó que “[…] en el suspense el espectador es informado del peligro, no así en la sorpresa; de este modo, cuando se produce el acontecimiento peligroso, la sorpresa arrebata al espectador quiéralo o no, y su efecto sólo dura lo que un choque; en cambio, el suspense pone al espectador del lado de la película, en realidad como una especie de codirector, que espera el acontecimiento y lo hace resonar mucho más intensamente cuando se produce” (Aumont, Las teorías de los cineastas. La concepción del cine de los grandes directores, ed. cit., pp. 93 y 108).
[16] Hirose, op. cit., p. 30.
[17] Desde luego, cabría agregar que si bien en el trabajo de interpretación que realiza el espectador para producir la “imagen-mental” no recibe ninguna remuneración económica, sí obtiene una compensación anímica, pues la estructura de la experiencia cinematográfica lo vincula directamente con su “yo —omnipotente— infantil”, puesto que “[…] el espectador se exalta en su omnipotencia narcisista de sujeto centro de la visión que no es molestado por la experiencia suspendida de la realidad. Como en la infancia esencial, todo el mundo —que aquí se reduce a todas las imágenes de la historia representada— gira servicialmente en torno al eje de su mirada” (Pezzella, op. cit., p. 74).
[18] Hirose, op. cit., p. 40.
[19] Ibíd., p. 27.
[20] Cabría apuntar que “lo intolerable” sólo es virtualmente intolerable, ya que puede darse el caso, con más frecuencia de lo que se desearía, en que una persona en eterno simulacro de lo posible, es decir, uno puede quedarse sin nunca ver lo intolerable en una situación en la cual sus acciones acaban siempre por fracasar. De ahí que “lo intolerable” como categoría filosófica sólo se puede producir cuando uno “se esfuerza” por ver o leer en una situación determinada el aspecto en que ésta se aparece como lo intolerable, es decir, es un índice que remite al esfuerzo subjetivo por crear una nueva potencia, con la cual uno se identifica de tal suerte que aumente su propia potencia.
[21] Hirose, op. cit., p. 50.
[22] Deleuze, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, ed. cit., p. 229.
[23] Hirose, op. cit., p. 54.
[24] Ibíd., p. 25.
[25] Ibíd., pp. 45 y 46.
[26] Ibíd., p. 64.
[27] Ibíd., p. 71.
[28] Ibíd., p. 74.
[29] Ibíd., p. 81.
[30] Desde luego, puede argumentarse que la resistencia de las imágenes ha estado en latencia desde siempre en el cine, pero al menos debe de reconocerse que es con el cine moderno que hay un quiebre en el proceso productivo del plusvalor, una vergüenza que detona el potencial de la imagen.
[31] Ibíd., p. 45.
[32] Conejo Muñoz, “Takeshi Kitano: el montaje como forma de violencia”, ed. cit., p. 3.
[33] Miranda, Takeshi Kitano, ed. cit., p. 418. El subrayado es nuestro.
[34] Tirard, “Takeshi Kitano”, en Lecciones de cine. Clases magistrales de grandes directores explicadas por ellos mismos, ed. cit., p. 183.