Revista de filosofía

La emergencia de las víctimas: precariedades del discurso político

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Resumen

La presencia de las víctimas convoca a los fantasmas de los proyectos no realizados, de las vidas truncadas y las promesas no cumplidas por la modernidad y el progreso. En este sentido, el texto aborda la visibilización de las víctimas con una intensidad política que reinventa las formas de resistencia de la sociedad civil. Las víctimas así consideradas no sólo acontecen como consecuencia del desastre, sino como un evento político que trastoca el horizonte discursivo de la legalidad democrática.

Palabras clave: discurso, víctimas, emergencia, precariedad, visibilización

 

Abstract

The presence of the victims summons the ghosts of the unrealized projects, the truncated lives and the promises not fulfilled by modernity and progress. In this sense, the text addresses the visibility of victims with a political intensity that reinvents the forms of resistance of civil society. The victims thus considered not only happen as a consequence of the disaster, but as a political event that upsets the discursive horizon of democratic legality.

Keywords: speech, victims, emergency, precariousness, visibility

 

I.

El conjunto de señalamientos de victimización establecido por el neoliberalismo remarca la semántica de su organización. Aún los cuerpos que no cumplen con las exigencias del entorno social, económico y político se encuentran territorializados por mecanismos de regulación del plusvalor. La subsecuente precarización de las subjetividades y corporalidades maximiza el valor económico y semántico incluso en contextos de desaparición. Ciertas experiencias de victimización expresan la dinámica voraz de una racionalidad que no admite pérdida. Por el contrario, de la pérdida de un cuerpo desaparecido se desplaza a la pérdida radical del cuerpo como expresión máxima de una nueva forma de acumulación originaria que intensifica la complejidad de las estructuras legales, económicas, políticas y sociales que organizan la sociedad.

Desde estas consideraciones, las subjetividades emergentes han experimentado en carne propia la muerte como el encuentro con lo imposible. La supervivencia a la muerte de otro es una experiencia que se sustrae a toda experiencia. En oposición a una tradición neoliberal las subjetividades emergentes, “han formado grupos de protesta con una enorme capacidad de movilización. Si bien el impacto de sus esfuerzos está aún por determinarse han logrado un foro nacional para su agenda. […] Aunque existen diferencias significativas entre estas diversas voces, todas comparten un objetivo común […]”.[1]

La historia contemporánea de las desapariciones, especialmente las desapariciones forzadas, tiene su antecedente en la década de los años sesenta del siglo XX, en el contexto de la lucha del estado para erradicar la oposición armada y controlar y/o eliminar la disidencia no armada; es decir, es una figura gubernamental que, bajo fines de seguridad, establece mecanismos de opresión, vigilancia política, disciplinamiento social de forma sistemática y compleja.[2] El uso de esta racionalidad gubernamental se mantiene vigente, aún y a pesar de los derechos humanos. En este sentido, el establecimiento de la Ley General de Víctimas los enuncia en un espectro imaginario dentro de una narrativa gubernamental, como causa particular a la que están vinculadas, donde se establecen como signos que instalan una normalidad narrativa.[3] Pero es hasta el 2011, en el marco cultural mexicano, cuando la noción de víctima se posiciona con una carga simbólica importante para instalar una cualidad distintiva dentro de la práctica ciudadana. Es el ciudadano-víctima que se produce de la mano de una multitud de dispositivos que amplían la categoría en orden al reconocimiento social e institucional, difuminando las consecuencias políticas de las víctimas en la ampliación de su espectro.

“Esta paradójica potencialidad de la víctima es producto de lo que se denominó “contravictimización”. La contravictimización no es antivictimización. Por el contrario, es una forma misma de la victimización, aunque sea alternativa. Se trata de un proceso a través el cual las víctimas de la guerra contra el narcotráfico llegan a recuperar un sentido de dignidad y agencia. La contravictimización constituye una crítica al Estado mexicano. Se opone a la tendencia de criminalizar o manchar la reputación de aquellos que han sido asesinados o desaparecidos, lo cual inculpa a las víctimas y sus familiares por la violencia que ellos mismos han sufrido a la vez que absuelve al Estado de su corrupción e ineficacia”.[4]

La “contravictimización”, señalada por Tarica al tiempo que contrarresta el estigma de la complicidad y coalescencia delictiva, reivindica el estatus de “personas con dignidad cuya muerte y desaparición merece justicia”.[5] Además de subrayar el distanciamiento de la noción de víctima como aquel sujeto pasivo e incapaz de actuar por sí mismo. Los familiares de los desparecidos presentan un trastocamiento del orden político donde el empoderamiento se disloca en la interrupción discursiva. Pues la agrupación de comunidades del dolor, señalan que no todas las víctimas cuentan con la misma visibilización y reconocimiento social e institucional, por lo que son desterradas a prácticas provisionales y heterónomas. Así, las víctimas se pueden distinguir en víctimas consenuadas, como aquellas aceptadas por una discursividad democrática y neoliberal, donde se destaca la inocencia y la vulnerabilidad inherente a su posición política. Víctimas en sentido propio en virtud de marcos legítimos de victimización; también existen otras víctimas suspicaces o de la sospecha, donde el espectro del señalamiento simbólico atraviesa el cuerpo del desaparecido, su memoria y marginación, con marcas de criminalización o, por cuyas prácticas políticas, fueron representados como enemigos internos. La suspicacia compartida facilita el señalamiento como estrategia en la invención del enemigo social, pues al posicionarlo fuera de la ley y del orden se legitima el uso de la violencia desmedida a través de la retórica y la persuasión de las estructuras de comunicación. Por último, y no menos relevante, se encuentran las víctimas impropias, quienes se encuentran marcadas con necroescrituras delictivas, sea por estar involucrados con la delincuencia organizada, por prácticas que transgreden la ley o por los vínculos con el narcotráfico o el terrorismo. Tanto unas como otras experimentan la desaparición como una experiencia devastadora, donde el dolor excede los horizontes de comprensión y se encuentra en espera de instancias que permitan el reconocimiento como proceso de duelo. La distinción teórica que surge de la consideración de las víctimas, inscribe a lo humano en una situación límite “y por eso obliga a replantearse, y hacerlo en serio, las relaciones entre memoria y comunidad, entre vida y muerte, entre identidad y lenguaje, entre individuos y entorno, entre representación y hechos… Tanto devasta que para pensarla requerimos conceptos también extremos”.[6]

II.

Ante la herida abierta de los desaparecidos el horror no se detiene. La absolituzación de su estigma lo posiciona ante un criterio esencial de un crimen que, apunta en la causalidad de las víctimas en la engloba en la masa indistinta de lo mismo. Esta lógica alarmante busca disolver a la víctima en la lógica de la identidad y del reconocimiento para reproducir el asentimiento a partir de una expectativa traicionada, del fracaso inoperante de criterios de argumentación social incumplidos. En este sentido, la víctima no desmitifica la racionalidad que la genera, aunque mantiene la categoría mora y legal sin pérdida de dignidad alguna. Si bien la contravictimización implica una fuerte crítica al neoliberalismo, no desarticula la racionalidad en la que se instala, sino en aquellos quienes buscan establecer una interrupción al flujo de la historia.[7] La emergencia de nuevos sujetos políticos no se encuentra en orden de recuperar la empatía y la dignidd, haciendo a la víctima una figura icónica, heróica o instrumental en función de una reconstrucción del tejido social.

Los testigos integrales de la máquina de horror no sobreviven, hasta su cuerpo desaparece. Esa es su raíz. Sólo queda el dolor de sus dolientes. “Cuando todo enmudece, cuando la gravedad de los hechos rebasa con mucho nuestro entendimiento e incluso nuestra imaginación, entonces está ahí, dispuesto, abierto, tartamudo, herido, balbuceante, el lenguaje del dolor”.[8] La comunidad de dolientes que interrumpe el flujo discursivo de la historia, sin identificaciones aunque lo reclame, sin reconocimientos aunque los exigja. De ahí la importancia de dolerse sin empatías autónomas, ni conmiseraciones encubiertas de compasión y sentimentalismos. El dolor compartido de una comunidad herida atraviesa las identidades para trastocarlas e interrumpirlas. La imposibilidad de salir afuera para resistir sin reproducir la integralidad del horror; vivir de otra manera, fuera de los causes de la identificación fija y de las sociedades del desprecio, advirtiendo la vigencia del desastre que ya ha acaecido y donde sólo la interrupción de una razón déspota abre la grieta de una activa impotencia ante la cual el poder queda inoperante.

Entre las víctimas y las victimizaciones se abre un núcleo discursivo, donde se establece un margen de interrupción y emergencia de sujetos ante la indignación existencial contra la injusticia como instrumentalización del dolor; es decir, de la justicia para las víctimas se desplaza una significación que instala a la justicia de las víctimas como emergencia ante y frente a la sociedad civil. Pues, desde el sistema elaborado de extoriciones y mecanismos de vulneración se genera un anacronismo brutal donde las víctimas de la desaparición son testificadas en sus familiares, y el esfuerzo constante por no rendirse ante el conjunto de persuasiones, nacionales e internacionales, que les conducen y orientan a prácticas que diluyen sus convicciones. La emergencia disruptiva e interruptora de los familiares de los desaparecidos se presenta como un acontecimiento diferenciado y diferenciador ante la semántica, moderna y políticamente instrumental, de la víctima. Se distancian de una política que busca la justicia para los vivos, y encarnan una memoria viva por sus desaparecidos. No son únicamente sus muertos, ni tampoco son los muertos de todos, son desaparecidos que interrumpen la memoria desde una herida abierta por los muertos y desaparecidos de nuestra historia.

La aparición de los familiares de los desaparecidos en el espacio público ha obligado a entender que hacer justicia no se limita con reparar los daños y el castigo a los culpables; inclusive las aspiraciones de la justicia restaurativa y transicional, poco presente en el derecho, muestran una aspiración muy importante al poner el acento en la reparación del daño y la ofensa separándose de la impunidad. Sin embargo, en la formación de los estados nación parece inscribirse un trazo imborrable de violencia y crueldad.

“El olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación y es así como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, vuelve a poner bajo la luz los hechos de violencia que han pasado en el origen de todas las formaciones políticas, hasta de aquellas cuyas consecuencias han sido más benéficas. La unidad se hace siempre brutalmente; […]”. [9]

La lucha por la visibilización de los desaparecidos, y la subsecuente aparición en el escenario público de sus familiares, interrumpe el proyecto amnésico de la violencia y de sus seguidores. Su aparición ha generado una discontinuidad histórica en el trazo de crueldad en el que está fincada la aspiración de un estado de derecho. Sin embargo, las necroescrituras no se detienen. Con el pesar de la visibilización de las víctimas la clase política y ciertas mediaciones han generado una retórica sin compromiso histórico que sirve de caja de resonancia para la estridencia mediática. Hay quienes se desesperan por la constante aparición de familiares de los desaparecidos, parece que desean que se mantengan invisibilizadas; existen quienes sospechan de la honestidad de su lucha y de quienes apoyan su causa. Es evidente que hay mucho de retórica en el tratamiento que hacen los unos a propósito de las víctimas de desaparición y también es verdad que hay mucho de uso partidario, pero nada permite dudar de la sinceridad del sufrimiento de los familiares de las víctimas de la desaparición. Ante el dolor de los sufrientes sectores de gobierno y de la sociedad civil prefieren especulaciones de todo tipo donde se añora un golpe efectivista.[10] También la visceralidad de las posiciones encontradas se debe a la dificultad y conflictividad del tema, lleno de complejidades y de intereses soterrados, más la escasez de referecias teóricas y la oscuridad en la información, señalan la novedad histórica de un acontecimiento que trastóca las formas de la sociedad civil. El silencio de las víctimas ha roto los discursos de una democracia representativa que ha desdeñado el sufrimiento y la ofensa. Por el horror experiementado los familiares de los desaparecidos han provocado formas, que no se reduce a la visibilización de sectores sofocados por las organizaciones democráticas, sino que hacen emerger una memoria viva que trastoca e interrumpe el flujo de la historia. La memoria entendida desde la función de reproducir un momento pasado, ahora desmantela los vectores del poder y del sentido como instancias que organizan la vida y provocan la muerte. La instancia crítica de sus acciones no se despliega por la argumentación histórica que invalida fundamentos lógicos, sino que se encarna en voces y cuerpos, prácticas e imaginarios, que trastocan los sentidos consensuados o admitidos en una comunidad interpretativa. Esa memoria viva no reivindica lo vencido, surge desde la práxis de la impotencia, desde una fuerza negada por las discursividades vigentes que desdeñan la autoridad de lo que duele. Esta memoria singular germina vida donde la continuidad de la historia sólo considera naturaleza muerta.

La espacialidad pública hace aparecer lo que tiene valor hermenéutico. Aquellos actos y palabras dignos de ser recordados se condensan como coordenadas que tensan las líneas de la espacialidad moderna. Lo insignificante no tiene lugar para su acontecer, se diluye ante el griterío de lo legítimo y articulado racionalmente. El desprecio hermenéutico por lo insignificante ha atenuado la intensidad de lo que altera. Esa alteridad atenuada es el resultado del pliegue discursivo de una racionalidad pública que se enloquece ante la interrupción de lo insignificante. El proceso naturalizado de exclusiones, marginaciones y precariedades se encuentra marcado por una lógica donde lo insignificante se convierte en ruinas, en un espacio desacreditado por la derrota. La historia del poder se encuentra marcada por el brillo realizado al transformar en ruinas donde hubo vida; la tragedia de su desplazamiento normaliza la lógica que admite la pérdida como consecuencia de la rendición, del sometimiento, del fracaso. Lógica que transforma la pérdida en anulación.

Ante las racionalidades argumentadoras y fundamentadas, la memoria viva de los desaparecidos señala la violencia de la espacialidad pública. La potencia activa de la violencia se despliega en la espacialidad pública. El diseño de esta espacialidad desde la racionalidad neoliberal se han apelmasado con estrategias que, en el caso del marco cultural mexicano, intesifican la ferocidad del capitalismo actual. La fascinación abstracta de las financierización del capital repudia la materialidad particular de la diferencia.[11] El consenso da prioridad a las libertades económicas, usas los recursos del estado en función del mercado. La privatización generalizada no es menor. La tesis principal consiste en la superioridad del mercado como mecanismo de organización absoluta. El mercado, para el neoliberalismo, es el mecanismo más eficiente y moralmente superior, por dos razones: la primera, el mercado es el único compatible con la libertad humana; la segunda, forja virtudes, las más severas virtudes del pasado. El mercado recompensa a los hombres virtuosos, mesurados, trabajadores y responsables que contribuyen en en neoprudencialismo productivo de subjetivades. De la cultura de la dependencia se desplazan las orientaciones hacia una cultura empresarial, de la iniciativa individual, la autogestión y la creatividad. En ese orden se encuentra la frase de Margaret Thatcher “la economía es el método, el objetivo es cambiar el corazón y el alma de la gente”.[12] El semiocapitalismo neoliberal avanza y “lanza una guerra contra los bienes públicos y contra la idea misma de un público, incluida la ciudadanía más allá de la pertenencia, reduce de modo dramático la vida pública sin matar la política”.[13]

 

III.

La política persiste en la construcción de las racionalidades públicas donde coinciden los valores hegemónicos, los recursos y trayectorias discursivas. Su persistencia se realiza con el ideal de una vida pública instruida, en combinación con el mercantilismo de dicho ámbito, anudamientos que forman parte de la toxicidad de la política contemporánea. La espacialidad pública está llena de disparates y afectaciones, carece pluralidad, los teleologismos instrumentales se orientan a los medios corporativos hambrientos de celebridades y escándalos. El neoliberalismo diseña una espacialidad pública sustentada en sentidos por casi todos compartidos. “La pasión informada, la deliberación respetuosa, la soberanía aspiracional, la contención drástica de poderes que podrían dominarla o socavarla”.[14] La configuración de la mirada pública neoliberal se consolidó con las reformas salinistas de la última década del siglo XX, acrisolando el culto a la lógica implacable de la ganancia y la financiarización del capital dispuso las condiciones para abstraer, con mayor contundencia, la referencia material tanto las condiciones de producción como las instancias de sentido. Así, la emancipación del signo de la referencialidad histórica se condensa, la materialidad de los cuerpos se arroja al dominio de la abstracción, donde el cuerpo desaparecido abre paso a la fabricación de subjetividades argumentadas desde la lógica misma del capital, cuya vaciedad e inmaterialidad separa la dimensión política, afectiva y sensible. Desde esas coordenadas, la lucha infatigable de los familiares de los desaparecidos realiza un intercambio vertical, con los aparatos de gobierno, sin referencia a lo real del cuerpo; pero de forma horizontal, se establecen intercambios reales con la comunidad doliente.

El intercambio vaciado de sentido de la verticalidad consuma, la referencialidad abstracta del discurso que suspende la referencialidad material que lo convoca, tanto el estado como el capital, administrado por una generación de tecnócratas orientados por la ganancia, inhiben el impacto de la realidad histórica, contruyendo superficies atroces que aumentan la condición inerme de la experiencia humana. “En su indiferencia y descuido, en su noción instrumental de lo político e incluso de lo público, el Estado sin entrañas produjo así el cuerpo desentrañado”.[15] ¿Qué gramáticas desentrañan al cuerpo? ¿Qué del poder sin entrañas transforma al cuerpo del desaparecido en una ausencia entrañable? ¿Qué semiótica de lo terrible denuncia un cuerpo desaparecido? ¿Acaso las necroescrituras de la desaparición son imborrables? ¿Por la ausencia del desaparecido, por la consunción del cuerpo, se transforma en un medio de exploración subjetiva y política, sin reivindicaciones identitarias y exenta de la dialéctica del reconocimiento?

La emergencia de subjetividades e intensidades políticas interrumpen las lógicas neoliberales al sustraerse de tal escenario. Su no identificación como víctimas es una resistencia de otro orden, de un orden extralegal, de aquello que se encuentra en el centro ausente de la legalidad, la desnuda violencia expresiva. El discurso de las víctimas, sea para afirmarlas, cuestionarlas o rechazarlas, surgen ante la negación de los criterios de validación societal. El rechazo de tales condiciones remite a una posición despojada de representaciones simbólicas e imaginarias que desautorizan las gramáticas gubernamentales de reconocimiento. La persuasión retórica no entiende dicha lógica. Agrega conceptos que facilitan la comprensión ante el horror, al tiempo que afinan las tácticas discursivas para asimilar, desde políticas y éticas y argumentativas, el desastre de una racionalidad desmantelada por el dolor y la la desaparición del otro. El otro desaparecido, forcluido, desata la violencia política en una excepcionalidad permanente. El estado sitia al cuerpo en su desaparición. Estado de sitio discursivo donde las víctimas se oganizan a partir de su reconocimiento legal o consensual.

El estatus de víctimas de la violencia no deja de generar una reivindicación moral y política de alta importancia. Su estatus establece un criterio de admisibilidad y legitimidad que áspiran a disolver las dinámicas que lo generan. Los mismos términos de víctima ‘directa’ e ‘indirecta’ proceden del derecho, su integración desde la Ley busca rectificar los efectos de otras leyes reiterando la violencia que las constituye de manera justificada. La abstracta desnudez de la dignidad humana establece criterios universales en los cuales se condensa la importancia y el valor de la persona en el mundo. Fundamento del mundo; pero ¿Cuál es la dignidad de un cuerpo desaparecido? ¿Qué justificación se establece en las formas de relación con los supervivientes de la violencia expresiva? ¿Qué de la justifcación deroga el valor de los desaparecidos? ¿Qué criterios de distinción entre la fuerza de ley y la fuerza expresiva instalan la lógica de la victimización?

El significado político de las víctimas pone en entredicho el esfuerzo que realiza toda la sociedad para vivir en paz. Las consecuencias de tal generosidad agudizan la racionalidad económica y política marcada por la violencia: no puede renunciar a sacar provecho de las consecuencias políticas de la violencia: “no puede regatear sentido a la injusticia causada a las víctimas”.[16] Desde este horizonte, la visibilizacion de las víctimas ha puesto de manifiesto el tipo de espacialidad a la que la ciudadanía se encuentra expuesta ya no sólo a la expresividad de la violencia, sino al uso táctico y estratégico del sufrimiento como recurso político y económico.[17] Si la espacialidad, en tanto lugar de aparición, expresión y comunidad de los seres humanos, se articula a través de la negación de la vida, queda embargada la temporalidad presente y futura de la vida y de la muerte. Por ello, interrogar los pliegues de la racionalidad neoliberal que constituyen las formas de la cultura actual permite establecer las coordenadas en las cuales se constituye el espacio público como ámbito de desaparición. Ya no es suficiente establecer los códigos biopolíticos que se instalan para administrar los cuerpos en función de una razón de estado, sino también rastrear las funciones de la razón de estado para construir la sociabilidad sobre territorios transformados en fosas clandestinas. Las recurrencias retóricas de la estridencia de la violencia hacen un lugar común en los abordajes sobre los desaparecidos, y lo fútil que el lenguaje expresa, señala el desastre compartido en el cual la espacialidad se configura. Esa es una de las señales para que nos tomemos en serio para dar toda su importancia a la violencia pasada.

La indagación sobre el espacio público como ámbito de desaparición pone en cuestión a una sociabilidad fundada en la producción de comunidades de muerte;[18] pone de manifiesto los criterios internos cuyos valores colisionan sin aceptar la coexistencia con la diferencia, así como la invención concomitante del enemigo, como precondiciones de prácticas asesinas subsecuentes. Si bien, las consecuencias son ahora evidentes y nos dejan boquiabiertos, “con los vellos erizados sobre la piel de gallina, fríos como estatuas, paralizados realmente, muchos no hemos hecho más que lo que se hace frente al horror: abrir la boca y morder el aire”.[19] Las variadas maneras en las que se han escuchado las voces dolientes de las comunidades, los rostros sufrientes por los duelos inconclusos, hacen de esa experiencia una crítica interna contra las condiciones que la hicieron posible. Rastrear las coordenadas de invención de una espacialidad donde todo es posible, donde lo peor ha ocurrido es una terea compartida a la cual habrá que enfrentar.

 

Bibliografía

  1. Brown, Wendy, El pueblo sin atributos: la secreta revolución del neoliberalismo, Malpaso, Barcelona, 2015.
  2. Casquete, Jesús (Ed.), Comunidades de muerte, Anthropos, Barcelona, 2011.
  3. Comité Cerezo México, Vivos los queremos: claves para entender la desaparición forzada en México, Viandante, México, 2018.
  4. Escalante, Fernando, “Senderos que se bifurcan. Reflexiones sobre neoliberalismo y democracia, en Conferencias Magistrales. Temas de la democracia, Instituto Nacional Electoral, México, 2017.
  5. Gatti, Gabriel, “El lenguaje de las víctimas: silencios (ruidosos) y parodias (serias) para hablar (sin hacerlo) de la desaparición forzada de personas”, en Universitas Humanística, #72, Julio-diciembre, Bogotá, 2011.
  6. Renan, Ernst, “¿Qué es una nación?, Conferencia pronunciada en la Universidad Sorbona, París, 1882, p. 3. Ed. Digital Franco Savorino, 2004.
  7. Reyes Mate, Manuel, Justicia de las víctimas: Terrorismo, memoria, reconcialiación, Anthropos, Barcelona, 2008.
  8. Rivera Garza, Cristina, Textos desde un país herido, Sur Plus, México, 2015.
  9. Tarica, Estelle, “La biopolítica en contra de sí. Víctimas y contravíctimas en el México contemporáneo, en Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, (eds.), Heridas abiertas. Biopolítica y representación en América Latina, Vervuert, Madrid, 2014.

 

 

Notas

[1] Estelle Tarica, “La biopolítica en contra de sí. Víctimas y contravíctimas en el México contemporáneo, en Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, (eds.), Heridas abiertas. Biopolítica y representación en América Latina, p. 202.
[2] Comité Cerezo México, Vivos los queremos: claves para entender la desaparición forzada en México, p. 63.
[3] Destacan ciertos movimientos sociales, con carácter privilegiado, cuya representatividad se establece a partir del liderazgo de figuras prominentes dentro del orden social. A pesar de que ya existían numerosos grupos organizados que denunciaban la impunidad criminal, la corrupción del sistema judicial y la participación del estado.
[4] EstelleTarica, “La biopolítica en contra de sí. Víctimas y contravíctimas en el México contemporáneo”, en Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, (eds.), Heridas abiertas. Biopolítica y representación en América Latina, p. 204.
[5] Ídem.
[6] Gabriel Gatti, “El lenguaje de las víctimas: silencios (ruidosos) y parodias (serias) para hablar (sin hacerlo) de la desaparición forzada de personas”, en p. 91.
[7] Ese en este sentido que nos distanciamos de ciertas orientaciones y abordajes de la noción de zoe como emblema negativo de la política; sobre todo, desde las recuperaciones de Agamben en Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, donde se identifica la vida no protegida, la vida animal, de un ser que puede ser violentado, vejado y asesinado impunemente, con el sujeto “al que se le tiene compassion y justicia y por tanto se reintegra completamente al cuerpo politico”. Cfr. Tarica, Estelle, “La biopolítica en contra de sí. Víctimas y contravíctimas en el México contemporáneo, en Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, (eds.), Heridas abiertas. Biopolítica y representación en América Latina, p. 205.
[8] Cristina Rivera Garza, Dolerse. Textos desde un país herido, p. 13.
[9] Ernst Renan, “¿Qué es una nación?, Conferencia pronunciada en la Universidad Sorbona, p. 3.
[10] Manuel Reyes Mate, Justicia de las víctimas: Terrorismo, memoria, reconcialiación, p. 14.
[11] Fernando Escalante, “Senderos que se bifurcan. Reflexiones sobre neoliberalismo y democracia, en Conferencias Magistrales. Temas de la democracia, pp. 33-43.
[12] Citado en Ibid., p. 42.
[13] Wendy Brown, El pueblo sin atributos: la secreta revolución del neoliberalismo, p. 48.
[14] Ídem.
[15] Cristina Rivera Garza, Dolerse. Textos desde un país herido, p. 12.
[16] Manuel Reyes Mate, Justicia de las víctimas: terrorismo, memoria, reconciliación, p. 7.
[17] Reconocemos la obligación social de las consecuencias dolorosas ante quienes han padecido la violencia sistemática, la responsabilidad de reparar lo que sea reparable y de acompañar el dolor que se padece. Pero eso no es suficiente. La semántica política de las nuevas subjetividades que surgen a través de la violencia gubernamental nombrada en las demandas de justicia.
[18] Jesús Casquete, (Ed.), Comunidades de muerte, pp. 128.
[19] Cristina Rivera Garza, Dolerse. Textos desde un país herido, p. 13.