Resumen
Ante lo que se ha anunciado como una cuarta transformación de nuestro país y el consecuente replanteamiento del proyecto intelectual, ergo educativo y de investigación nacional, se señala el peligro de continuar un paradigma preponderantemente comercial, económico y tecnificante, con respecto a la educación y al pensamiento. En este trabajo se describe a grandes rasgos la situación paradigmática que sustenta y organiza las circunstancias del saber, en especial el de corte filosófico. Se acusa la transformación como ilusión, toda vez que no se desplace, en su profundidad, el paradigma reinante de racionalización con base en el cual se estructura la sociedad mexicana (política, cultural e individualmente). Finalmente se señala la importancia de la filosofía dentro del mundo de lo humano y se proponen algunos puntos acerca de un posible nuevo paradigma.
Palabras clave: Filosofía, Cuarta transformación, vida, educación, ciencia, complejidad
Abstract
In sight of what has been announced as a fourth transformation of our country and the consequent rethinking of the intellectual, ergo educational and research project of our nation, the dangers of continuing a predominantly commercial, economic and technifying paradigm with respect to education and thought are pointed out. This paper describes in broad strokes the paradigmatic situation that sustains and organizes the circumstances of knowledge, especially the philosophical one. The illusion of a transformation is accused, if the reigning paradigm of rationalization on which Mexican society is structured (politically, culturally and individually) is not displaced in its depth. Finally, the importance of philosophy within the human world is pointed out, within some points about a possible new paradigm.
Keywords: Philosophy, Fourth transformation, life, education, science, complexity
Lo que hay que transformar
“Si se toma en el sentido literal del término («amigo o amante de la sabiduría») filosofía identifica la práctica de la sabiduría con un auténtico saber vivir. En realidad, el término filosofía ha tomado un sentido más amplio. Comporta una interrogación sobre el mundo, la realidad, la verdad, la vida, la sociedad, el ser y el espíritu humano. No es una disciplina, no tiene compartimentos, problematiza todo lo que recoja la experiencia humana. Además, se interroga sobre la sabiduría: desde los griegos la sabiduría era considerada ya como vida guiada por la razón, lo que comportaba el control en uno mismo, ya como vida que sabe gozar de sí misma. En todos los casos, aunque los modelos de sabiduría han diferido, comportan invariablemente una aspiración a la lucidez y una voluntad de actuar para lo que se piensa que es el bien vivir”.[2]
Las consecuencias que han dejado las políticas públicas dirigidas al resarcimiento del grave problema económico de nuestro país han puesto en riesgo al pensamiento, al arte, a la cultura y en especial a la filosofía, en más de una escala. Después de la crisis de los ochentas, las nuevas generaciones en el poder se han enfocado, con desbordante ahínco, en la solución al pago de la deuda y a contener el aumento de la inflación que continúa creciendo a pasos agigantados. El gasto público y las políticas de bienestar social sostienen como objetivo central, desde la época de Miguel de la Madrid, el restablecimiento de la certidumbre financiera: “[…] el gobierno tuvo que enfrentar la fuga de capitales y la baja de los precios del petróleo, además de un gran déficit fiscal. El presupuesto educativo no era prioritario”.[3] Para el año 2000, la población escolar de nivel licenciatura para el perfil de Educación y Humanidades fue de 66,073 estudiantes, lo que representó tan sólo un 4.16% del total (ojo, entre los esquemas que agrupa ese 4.16% se encuentra la filosofía). Es evidente que, como perfil académico, está en riesgo de desaparecer. Ante esta situación, ¿qué podemos esperar, de cara al porvenir, del perfil del licenciado en filosofía?
Aquí, enarbolamos la consigna de que esta profunda amenaza a su existencia se debe a la evolución del paradigma que vive en las entrañas de la Educación Superior, en su dimensión de política pública. Partamos del siguiente epígrafe de Edgar Morin y pensemos en las propuestas de campaña a la presidencia del año 2018: “En todos los casos, aunque los modelos de sabiduría han diferido, comportan invariablemente una aspiración a la lucidez y una voluntad de actuar para lo que se piensa que es el bien vivir”.[4]
Se ha vuelto viral la demanda social por una revisión a las deplorables condiciones en las que se encuentran la ciencia y la tecnología, así como la investigación en políticas públicas. Esto ha repercutido en los discursos de quienes consiguieron su candidatura al máximo puesto ejecutivo de la República. Sin embargo, hay una trilogía de conceptos que ha reducido sistemáticamente la importancia del pensamiento como facultad singular de nuestra condición como seres humanos: la dimensión política, económica y cultural. Reducida la trilogía a la perspectiva de desarrollo económico neoliberal —con base en la idea de innovación—, ciencia, tecnología e investigación se circunscriben a las necesidades del sistema económico nacional y, por lo tanto, se supeditan a los fines que éste se proponga:
“El carácter a la vez semántico, lógico e ideológico del paradigma es generativo y organizacional: determina la inteligibilidad y da sentido; determina las operaciones lógicas rectoras; y es el principio primero de asociación, eliminación, selección, que determina las condiciones de organización de las ideas.
Así, el paradigma «orienta, gobierna, controla la organización de los razonamientos individuales y los sistemas de ideas que le obedecen»”.[5]
El paradigma que conduce la vida de los mexicanos se encuentra definido por una perspectiva de desarrollo económico, ante la cual ni la ciencia es completamente científica, ni la investigación puede encontrar sus más íntimas potencias:
“Hay dos conceptos de desarrollo. El concepto que fue usual durante muchos años era la idea de que el desarrollo tecnocientífico, económico, basta para remolcar, como una locomotora, los vagones de todo el tren del desarrollo humano, es decir: libertad, democracia, autonomía, moralidad. Pero, lo que se ve hoy en día, es que es un hecho que esos tipos de desarrollo han traído muchas veces subdesarrollos mentales, psíquicos y morales”.[6]
Las tendencias con respecto al paradigma económico que rige la nación ponen el acento en un conocimiento competitivo, basado en la noción de productividad y justificado a partir de las nociones de calidad y eficiencia. Las pautas que establecen el contenido de este campo nocional son, por supuesto, aquellas pertenecientes a la economía nacional y, por ende, a partir de los sucesos de los ochenta, a la economía mundial. Los perfiles académicos, desde las primeras consolidaciones del capitalismo global, han sido enfocados de manera inamovible tan sólo hacia aquellos susceptibles a entablar el vínculo con un sector productivo —que enfrenta sus muy particulares desafíos—, es decir, su destino más alto es la idea y praxis del empleo formal. Aún más cuando se trata de la importación de tecnología. Se acotaron a perfiles competitivos-técnicos. Esto ha sido claro sobre todo en los procesos de contratación. Los perfiles que tienen que ver con filosofía son ambiguos y confusos para el personal de Recursos Humanos, que se encarga de evaluar dichos perfiles (académico, pero también personal: curriculum vitae).
A estas alturas de la evolución del paradigma de desarrollo, las sociedades ostentan un paso ominoso: las ciudades del conocimiento. Estas ciudades son infraestructuras creadas para reproducir el tipo de perfiles que hemos descrito hasta ahora: técnicos, reducidos, simplificadores. De ese modo ha sido posible que el paradigma trascienda las generaciones desapercibido, a través de una formación estricta y sistemáticamente correspondiente al desarrollo económico. Dicho progreso, se dirá, está hilvanado por una intención humanística de libertad y bienestar. No obstante, es preciso dar cuenta del criterio o la causa final que corresponde a la medición de dicho progreso, a sus principios y al orden de sus nociones. Cada vez es menos extraño al sentimiento común el hecho de que este paradigma, de desarrollo y progreso, de inclusión, innovación y bienestar, ha sido el mismo que ha provocado horrores en gran parte de los sectores poblacionales; es el mismo que funge como pretexto a la violencia y la imposición, el desfalco, la corrupción y el empoderamiento exacerbado de grupos e incluso de individuos. Ha sido en nombre de este modelo que han muerto millones de mexicanos y mexicanas, se han usurpado tierras y se ha asediado a las comunidades heterotópicas como las llamadas indígenas u originarias, así como a las que se estructuran a partir de sus prácticas sexuales, creencias, oficios, color de piel, preferencias y pertenencias culturales, etc.
Nos encontramos ante la amenaza central del proyecto educativo de la globalización capitalista. El tipo de desarrollo técnico que ha bautizado a la licenciatura en filosofía bajo un esquema de competencias ha nulificado a la filosofía real y, con ello, ha bloqueado la posibilidad de alimentar las dimensiones moral, cívica y cultural entre los seres humanos. Acciones como estas son las que construyen el estado paradigmático de la alienación. La ceguera, la ilusión y el error se alimentan de su invisibilidad.
Se cierra el paso a la visibilización de las zonas de marginación, exclusión y negación (por indiferencia); cierran el paso al movimiento natural de las condiciones conceptuales, a decantar el pensamiento hacia las demandas reales y concretas de la actualidad, tanto más en la dimensión de lo subjetivo, en donde el drama se disputa entre un sujeto propiamente humano y un sujeto entendido él mismo como individuo del entramado político-económico, y no más:
“Podemos decir entonces que el desarrollo, en el sentido únicamente técnico y económico, provoca la agravación de las dos pobrezas –al a pobreza material para tantos excluidos, y también una pobreza del alma y de la psiquis. Desarrollo humano significa entonces integración, la combinación, el diálogo permanente entre los procesos tecno-económicos y las afirmaciones del desarrollo humano, que contienen, en sí mismas las ideas éticas de solidaridad y de responsabilidad”.[7] 6
En definitiva, no ha sido la ignorancia la que nos ha cegado, sino la forma en que organizamos nuestros conocimientos. En México, el presupuesto para educación y salud, entre 1983 y 1988, se redujo un 33.1%, lo que significó un importante nicho de oportunidad para el sector privado, que desde entonces no dejaría de crecer en su cobertura. Hoy, el sector privado cubre un porcentaje mayor que las Instituciones de Educación Superior (IES) del sector público. De 1980 a 2009 las IES de financiamiento particular pasaron de 29% a un 57%, sobrepasando por primera vez a las instituciones públicas. No obstante, la matrícula de las instituciones privadas en 1980 registraba un 13%, con respecto a un 32% para 2009, mientras que para las públicas pasó de un 87% a un 68%.
Esta preponderancia del sector privado en la educación se dio a la par de una renovación del paradigma de desarrollo implantado en las operaciones institucionales de las IES. Hasta mitad del siglo XX, el centro de la dinámica educativa había sido la noción de planeación. La insistencia por la elaboración de nuevas estrategias para la salvaguarda de un cierto tipo de educación, entonces entendida como punto nodal de la prospectiva nacional. Este paradigma fomentó una expansión constante de las instituciones públicas y el empeño por hacer crecer su matrícula. La idea básica era el derecho universal a la educación de tipo profesional, basada en la idea de que sólo las capacidades para la empleación podrían asegurar el bienestar de las familias mexicanas.
La planeación emanaba de las instituciones de educación superior que, en consecuencia, comenzaron a implementar proyectos nuevos como la capacitación y la investigación. En 1970 vimos la creación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, la Universidad Autónoma Metropolitana, el Colegio de Bachilleres, etc. Durante estos años, la planeación fue el tema fundamental de la agenda de la Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Educación Superior, constatable en su XVIII reunión ordinaria de 1979. Pero el tiempo de la expansión debía terminar. El recorte al gasto público, la necesidad de reestablecer la confianza financiera en el país trajo consigo la necesidad de replantear una serie de viejas estrategias, entre las cuales quedó comprendida la educación.
En 1984, la ANUIES aprobó dos documentos: el “Programa Nacional de Educación Superior” y la “Evaluación de la educación superior en México”. De este modo se cerraba el ejercicio afanoso de planeación, y se daba paso a uno mucho más austero y desligado: la evaluación. Sobrevino también la noción e idea de calidad en la enseñanza, que reinsertó a la educación en un paradigma industrial, moderno, basado en la certificación y acreditación de los programas académicos y sustentados en la medición de su rendimiento.
Los criterios que fungieron entonces y que todavía orientan las decisiones en este rubro, representan en el fondo un sentido de productividad. La educación se pone al servicio del devenir de la tecnificación y burocratización de la sociedad. El Fondo para la Modernización de la Educación Superior (FOMES), que dejó de funcionar en 1993, sentó las bases de la evaluación de las instituciones en función de su eficacia y productividad. En 1982, el Programa Nacional de Educación Superior 1984-1988 tenía como objetivo literal el “[…] coadyuvar a la evaluación de la calidad del Sistema Nacional de Educación Superior, vigorizando, reorientando y coordinando el proceso educativo y las tareas nacionales que deberán llevarse a cabo a mediano plazo en este subsector”.[8] Hoy se habla de manera repetida acerca de la propuesta de fortalecer a instancias como el CONACyT, las uiversidades, la educación básica, etc. Sin embargo, dadas las circunstancias, se hace evidente el deber de insistir con ferocidad en torno a la insuficiencia de este tipo de acciones y estrategias.
En primera instancia, es urgente hablar en tono paradigmático del problema del conocimiento. ¿Qué clase de conocimiento queremos? Si bien es cierto que la filosofía, alimentándose de los progresos de la ciencia, ha servido como base del comportamiento y organización de las sociedades y el individuo, ella misma depende de la manera en que construimos tal organización, sus direcciones, principios, normas e incluso sus anomalías e ilusiones: “El problema del conocimiento se encuentra en el corazón mismo del problema de la vida”.[9]
La especie humana es a la vez una separación, por su consciencia, y una unión, por la relación que sostiene con lo natural a partir de su devenir biológico. Debemos aprender a considerar como eje fundamental el papel que juega el conocimiento en la relación que establecemos con el medio que nos circunda, tanto en la relación que establecemos como con nosotros mismos; es decir, pongamos el acento en el nexo entre lo interior y lo exterior, sujeto y objeto, así como entre nosotros, en la dimensión de aquello que compartimos en conjunto: la sociedad y la cultura.
Dicha consideración debe ser integral, es decir, ha de partir de un punto de vista complejo pues fuera de este contexto de integración, organización y devenir, carece de relevancia para la vida humana y por tanto pierde toda pertinencia. He ahí el peligro. La concepción que propongamos o construyamos del conocimiento es, en ese sentido, una dependencia y un límite; pone los tipos de relación que estructuran el mundo de lo humano, ya sea a partir de la certidumbre o a partir de la ilusión.
Sin embargo, ya sea que la certidumbre devenga ilusión, o que la ilusión revele nuevas certidumbres, la vida del conocimiento humano es determinante para la vida de lo humano en un sentido global; estructura su contexto e integra su unidad sin detrimento de lo singular o lo diverso. De él dependen la autonomía y la libertad de nuestra especie; de él depende también nuestra posición frente a las cosas y la naturaleza. El conocimiento encierra por eso una responsabilidad moral y un compromiso ético que se revela en el juego entre la autonomía y las múltiples dependencias de lo humano.
La filosofía, de cara a la situación del conocimiento, es una respuesta intelectual propiamente humana a un desafío moral que se revela al interior de nuestra condición como especie, así como en nuestra forma peculiar de relación al exterior, determinada por la consciencia.
Transformar el pensamiento
En su traducción más elemental, el amor por el saber representa el arrastre que nuestra especie ha cargado a lo largo de milenios hacia el reconocimiento de su lugar en la realidad. La filosofía es, pues, un aspecto íntimo y definitorio de la condición humana, por lo cual es preciso combatir toda indiferencia con respecto a su ejercicio y fortalecimiento. A pesar de lo que se entiende comúnmente, a saber, que es la filosofía la que brinda las bases donde se abrevan los demás aspectos de la vida humana, siendo ella misma un aspecto lo humano, la filosofía depende global y orgánicamente de los demás elementos que constituyen la realidad y el mundo de la humanidad.
La base filosófica del conocimiento no es una zona puramente abstracta. Depende tanto de las condiciones sociales y culturales como del devenir biológico y natural de nuestra especie. Depende del funcionamiento saludable del órgano cerebral, tanto como del entramado conceptual y la capacidad consciente de los individuos, su propagación depende de las técnicas de divulgación y diálogo tanto como de la situación histórica de la ciencia y el arte. Depende, a su vez, de la frontera experiencial biológica que nos relaciona con el medio circundante, tanto como ésta del conocimiento que hemos alcanzado con respecto a sus actividades, ya sea a nivel celular, molecular, glandular, epidérmica, fisiológica, anatómica, etc. Depende también de nuestra comprensión de las ciencias en sus procesos más íntimos, de la relación actual de las disciplinas, así como del ánimo cultural de la época.
La autonomía de la filosofía se encuentra a su vez en un tejido de dependencias que la vuelven parte inalienable de lo humano. Pretender que su naturaleza es pura y abstracta, que ella es reina y madre de la cultura, significa, por un lado, pretender exiliarla de su justo lugar en el corazón del ser y la condición humana y, por otro lado, cerrar el paso a que funja como una fuente reconciliatoria y reivindicatoria de nuestra especie y la realidad, la naturaleza, el mundo. Ahora bien, la filosofía aparece reconociblemente, al tiempo que nuestra confianza en la razón; surge en el contexto de la publicación de las leyes, el ágora, la puesta en discusión y el cuestionamiento de lo que antes fuera designio divino, mito ordenador invulnerable a la duda, certeza nacida por la confianza en la coherencia de los inspirados y no por la constatación de los curiosos. Con ella también fue posible también una estructura política basada en el diálogo entre antagonismos, la pugna, la argumentación y formas específicas de organización social, como la democracia.
A finales del siglo XVIII, la concepción determinista del universo, sostenida por los avances y progresos de la mecánica clásica, el álgebra y el cálculo diferencial, llevó a su máxima consecuencia la aspiración secular por la certeza. La certitud como causa primera, una vez más, incuestionable. Orden e inteligibilidad serán desde entonces el punto de partida de la legitimad de los saberes. Dios muere, y su trono es usurpado por el obstinado afán de racionalización. Sin embargo, la historia reciente nos ha mostrado la insuficiencia de los edificios conceptuales y lógicos de esta racionalidad. Las crisis mundiales del siglo XX pusieron en duda la probidad del principio de coherencia y orden, en una escala política, puestas en relación con un régimen económico que a partir de este mismo paradigma se autoproclamó como una Ética por sí misma más que como un sistema mercantil, productivo y comercial.
Vaya peligro.
El debilitamiento de las ideologías a partir de las crisis del racionalismo clásico abre la puerta a la comprensión real de la diversidad y, con eso, al inicio de un camino verdadero hacia una situación de solidaridad planetaria. Las oposiciones que han entendido que el antagonismo es vital siempre y cuando se encuentre en una situación de diálogo han logrado la intercomunicación entre discursos, el intercambio de pertenencias culturales, la multidisciplinariedad y, más aún, la transdisciplina. Un nuevo paradigma ha de aprovechar el debilitamiento de la ciencia clásica, ha de alimentarse de la sutileza conceptual de quienes se han opuesto a la crueldad del mundo. Una nueva filosofía ha de provenir de un pensamiento renovado:
“El pensamiento que aísla y separa tiene que ser reemplazado por el pensamiento que distingue y une. El pensamiento disyuntivo y reductor debe ser reemplazado por un pensamiento complejo, en el sentido originar del término complexus: lo que está tejido bien junto”.[10]
Bibliografía
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Notas
[1] Texto leído el 11 de agosto del 2018, en el Centro de Investigaciones Sociales (CIS), Pachuca de Soto, Hidalgo, junto al Magistrado en retiro, Dr. Emmanuel Rosales y el poeta Hans Giebe, en diálogo con respecto a las transformaciones y la justicia en México.
[2] Morin, Enseñar a Vivir, manifiesto para cambiar la educación, ed. cit., p. 25.
[3] Mejía Fonseca, “Cambio de enfoques en la Política de Educación superior en el Estado Mexicano y Vaivenes Económicos: 1950-2000”, ed. cit.
[4] Ibid.
[5] Morin, El Método. Vol. 4 Las Ideas, ed. cit., p. 218.
[6] Morin, Estamos en un Titanic, ed. cit., p. 1.
[7] Ibid.
[8] “Plan Nacional de Educación Superior: Evaluación y Perspectivas”, ed. cit.
[9] Morin, El Método. Vol. 3 El Conocimiento del Conocimiento, ed. cit., p. 45.
[10] Morin, La cabeza bien puesta, ed. cit., pp. 92-93.