Revista de filosofía

Sobre el ser en el mundo hypo-critamente

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Sobre el ser en el mundo hypo-critamente

La verdadera obra del poeta es cifrar y traducir sus ensueños.
Creedme: la más verdadera ilusión del hombre se le concede en sueños.
Todo el arte del verso y del poeta no es más que expresión de la verdad del ensueño.
F. Nietzsche

Resumen

Este ensayo es una reflexión acerca del ser actor, dirigido principalmente a los actores o artistas escénicos, pero también a ese espectador que contempla y que se permite la escucha del acontecer poético en la escena. Es un preguntar por la raíz del teatro, por la valía de la palabra en escena y qué tanto acudimos a pensar en ese origen y el compromiso que pesa en aquel que tiene algo que enunciar en el escenario.

Palabras clave: Máscara, origen, teatro, espectador, compromiso, silencio.

 

Abstract

This essay is a reflection on being an actor, aimed mainly at the actors or stage artists but also at the spectator who contemplates and who allows himself listening to the poetic events on the scene. It is a question for the root of the theater, by the value of the word on stage and how much we got to think about that origin and the commitment that weighs on those who have something to enunciate on stage.

Keywords: Mask, origin, theater, spectator, commitment, silence.

 

Si el poeta anhela traducir sus ensueños, el actor disfraza los pensamientos, los reviste de una mirada distinta, busca traducir la ensoñación de un personaje. Pero este “disfrazar” es un poco “dejarse de lado” para prestar su voz y cuerpo a otro, un ser que, al igual que el actor, intenta comprender y configurarse en este ser en el mundo, con los otros. El ser uno mismo un otro es una manera de comprender el mundo como medio para utilizar cuerpo, voz y espíritu en el representar aquellas voces que son ahogadas en la cotidianidad, la inmediatez y en el olvido. El teatro provoca la confrontación del espectador al mirarse a través de un espejo, cuestionarse a sí mismo, pero también cuestionar la realidad que vive, las circunstancias que enfrenta, las luchas de Otros que, al igual que él, se debaten constantemente en la complejidad de la existencia. Y entonces, ¿por qué el público va al teatro? Alain Badiou responde: “Va al teatro para ser golpeado, golpeado por las ideas-teatro. No sale de la función cultivado, sino aturdido, fatigado (pensar cansa), pensativo. No ha encontrado, ni aún en la risa más grande, algo satisfactorio. Se ha encontrado con ideas que no sospechaba que existieran.”[1] Si ello es así, el teatro más que ser sólo un momento de entretenimiento y dispersión, tiene como responsabilidad el crear instantes poéticos o terribles que depuren la cotidianeidad del espectador, como una posibilidad de transformar, que puede mostrar distintas perspectivas para oír con los ojos, escuchar con la nariz, oler con la boca, probar con los oídos.

La antigua consigna plasmada en el templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo” tendría que ser un mandato que guiara los pasos del actor, del artista y de cualquier ser humano determinado a “ser”. El teatro presenta una posibilidad para conocernos, para mirarnos frente a ese espejo en la escena y cuestionar al propio ser-actor; pues de él exige trabajo, autocrítica y disciplina, sí es que realmente hay algo que decir. Es forzoso que el actor se enriquezca en la lectura y en el constante entrenamiento físico, pero también en la cultivación de su espíritu que en el día a día va configurándose hacia la creación y construcción de discursos que hablan a través de cada gesto, cada paso, cada palabra. El actor determina arrojarse, con una intuición poderosa, un cuerpo habilitado, creatividad y sensibilidad que entregará en cada función; porque se espera que esa presencia “viva” en el escenario, enuncie, denuncie y devele en sus acciones un decir significativo. No es tarea fácil subirse a un escenario, requiere de un trabajo constante, como cualquier otra disciplina, y las escuelas, talleres, cursos que hoy pululan por todas partes tendrían que tener y dejar eso muy claro a los jóvenes que aspiran a convertirse en artistas escénicos.

Si el teatro hoy en día está siendo opacado por el cine o la televisión quizá es porque se han olvidado los enseres que antiguamente acompañaban y distinguían a los actores como poetas de la palabra. Aristóteles en el libro tercero de la Retórica trata sobre la léxis-elocutio y describe diferentes formas y artificios de la expresión, explica las cualidades que debe poseer el estilo: claridad, propiedad y naturalidad.[2] Hablaría de la necesidad de tres piezas retóricas fundamentales para el poeta: el ethos, como el carácter o modo de ser que va incorporado al hombre a lo largo de su existencia; el carácter puede ser el medio más efectivo de persuasión. El logos la palabra meditada, la inteligencia, el pensamiento y sentido, aún en el lenguaje no verbal, acompaña los gestos y movimientos. El pathos, sufrimiento humano, existencia, pero también pasión, desenfreno pasional. Ponemos una emoción en el discurso a través del tono de voz y el lenguaje no verbal, esta emoción despierta una similar en el oyente. Es así como la combinación del carácter, de una presencia generosa que se da ahí, y del pensamiento —la idea construida con claridad y conocimiento—, pueden avivar la expectación del oyente y, con ello, lograr el surgimiento de un pathos como la pasión más exaltada que lleve a la conmoción del espectador.

Puede ser entonces que, el aprender a combinar estas tres piezas, permita un decir que signifique y trascienda aún en estos tiempos en el que la inmediatez y la fugacidad ejercen poder sobre la belleza de escuchar. El teatro es una búsqueda continua de una comunicación sensorial con el espectador y el trabajo minucioso sobre cada uno de los planos materiales de la escena, desde el cuerpo del actor hasta el cuerpo de la palabra e incluso del silencio.

MARY CASSATT, “IN THE LOGE” (1878)

MARY CASSATT, “IN THE LOGE” (1878)

 

El oficio

En cada época distintas corrientes en las que se ha sumergido y desde las cuales se ha visto y hablado el teatro han profundizado en su estudio y en la búsqueda de nuevas poéticas para la representación; todas coinciden en querer comunicar a través de un fluir de la originalidad y la autenticidad en el hacer teatral. Pero ¿qué es la originalidad?, ¿qué es la autenticidad?

Hace poco, un director nos decía: “Es preciso pensar en la presencia humana del actor, el personaje dice a través del actor —la palabra—; para permitirse este decir es preciso que el actor respire el espacio, quitar adornos, vestigios de histrionismo, fuera ornamentación. Es importante una estrecha comunicación con tu propia sensibilidad, quitarse la idea de perfección, sólo ‘estar ahí’ en el proceso de dar vida a otro”. Ese “estar ahí” es un proceso de depuración en la que se busca el poema de la puesta en escena, porque hay una necesidad de decir. El poema en el que los silencios cuentan, están precisos, tienen un tiempo, una medida. Una medida y una precisión que vigila el cocinero-director que funde ingredientes y crea combinaciones, armonizando estómago y espíritu. Es tarea del actor entender “la receta” y arrojarse a probar, añadiendo o quitando aquello que esté de más para ir configurando su propia sazón, aquel sabor único que podrá dotarle de autenticidad y originalidad. Y es aquí donde puede comenzar la transformación del hombre-actor. Vale la pena cuestionarnos constantemente ¿cómo podemos dar voz a Otro, un personaje, si nosotros mismos no nos escuchamos y entendemos?

El actor va almacenando, guardando sabores, así como también va construyendo su biblioteca de herramientas, lee, se entrena, aprende distintas técnicas y métodos que no para todos funcionan de la misma forma, pero que el actor va eligiendo a partir de sus propias necesidades. Sin embargo, hay un punto en el que todas las técnicas y métodos coinciden: la necesidad del rigor, la disciplina para exigirse más a sí mismo al mismo tiempo que requiere de una tenacidad que no te estorbe, sino que siempre permita la libertad de la espontaneidad y la imaginación. El actor va recogiendo en su camino técnicas e intuición, cultiva día a día su espíritu y el valioso instrumento que es su cuerpo. Sólo así podemos hablar de un actor-poeta, es decir, aquel que prepara su instrumento (su sí mismo) para un decir que signifique, provoque y transforme.

El encuentro con el público es íntimo, verdadero y exige una preparación constante, es parte del oficio de aquel que se ha determinado a pararse ahí, frente a la vista de todos, con la vulnerabilidad de cualquier ser humano y la fuerza que le da el conocimiento de su arte. Este oficio exige romper, respirar el miedo, el dolor que a veces puede aprisionar y encontrar la “fisura” por la que se logra la separación de la realidad y que permite al actor ingresar en el mundo del personaje, sus circunstancias y todo aquello que ese otro tiene que decir a través del actor que cuenta una historia con la visión del otro.

Hay personajes que tocan fibras y ayudan al propio actor a despertar, a vivir, a vivir más. Y la gente se detiene a escuchar: es parte de la naturaleza humana el verse en los otros. El espectador se vuelve personaje y actor a la vez en su respectivo escenario. Y cada representación se vuelve una aspiración, una energía básica, un asumirse.

El actor siempre está empezando y, aunque falle, aunque tropiece, continúa porque hay un amor profundo y discreto al arte del decir. De este empeño, Beckett dice así:

“Ser artista es fracasar como nadie se atreve a fracasar, el fracaso es su mundo y el huir de él traicionarse […] esta fidelidad al fracaso establece una ocasión y relación nuevas (con el objeto artístico) y que el artista “obligado” a crear hace un acto expresivo de sí mismo de su propia imposibilidad de su propia obligación. De la tensión entre la necesidad artística de expresar y el nada que expresar surge la obra de arte.”[3]

 

DAVID HOCKNEY, “THE ACTOR” (1964)

DAVID HOCKNEY, “THE ACTOR” (1964)

 

Personajes 

El preguntar al personaje es cuestionarse a uno mismo, es un espejo. Desde la primera mitad del siglo XX observamos que, en el teatro, como en otras disciplinas, comenzaron a exponerse temas como el vacío, la soledad, el sin sentido, la incapacidad del lenguaje para comunicar; dando forma a personajes más complejos pero sin capacidad de decisión, indiferentes, silentes, a veces inmóviles, a la espera, ejecutando acciones repetitivas, aparentemente carentes de sentido al igual que las palabras. A ese teatro que muestra la realidad sin tapujos y decorados se le llamó: “teatro del absurdo”. Poco a poco hemos visto como el teatro que algunos llaman post-dramático, ha ido exponiendo una realidad que no puede explicarse ni exponerse sin un grado de confusión, perplejidad, caos, lo que va unido a una imposibilidad de una idea de totalidad, coherencia o sentido lógico que ordene toda la realidad. Pero esto es justamente el reflejo frente al espejo de nuestra realidad: sociedades en las que “de manera natural” se realizan acciones inconexas, ilógicas, individualistas, repetitivas, mecánicas, sin ningún objeto o sólo persiguiendo intereses igual de incoherentes —para muestra de ello, sólo basta mirar a nuestro alrededor—.

El teatro muestra entonces un fragmento de esta realidad: cómo nos comportamos, de las cosas que pensamos, de las que nos reímos, por las que lloramos, de las que nos compadecemos, las que añoramos, las que aspiramos, lo que creemos y en lo que no creemos, lo que juzgamos, lo que toleramos, de lo que hemos odiado y lo que amamos, lo que ya olvidamos y lo que jamás perdonaremos. En suma, el teatro es el poner ahí, en la escena, algo de lo que es el hombre, una faceta de la humanidad, una situación ocurrida en determinado lugar, en cierto tiempo a ciertos personajes que, al igual que nosotros, se enfrentan con sus propios demonios, cometen errores, en situaciones más o menos adversas, sorteando las complejidades de su propio carácter y devenir. Por ello, hay un compromiso, generosidad, humildad, obediencia y respeto al personaje. Podemos amar u odiar al personaje, no dejamos de estar en conexión con él, porque es una parte de lo que somos. La actuación es una forma de pensar, estudias, conoces del personaje: cómo mira, cómo se para frente al mundo para entonces poder habitarlo.

El actor no tiene que vivirlo todo, pero ha de ser un gran observador que construye un personaje totalmente ajeno a él. Por ello conoce sus propias herramientas (físicas, mentales, emotivas) para saber con lo que cuenta, para detectar los sentimientos que sublima y a veces libera a través del personaje. Es una manera de ir construyéndose a sí mismo: algo pasa, algo madura en su cabeza. Todo lo que vive, lo que cambia, es material para ser trasladado a la ficción. Es así como también en el fracaso hay reconstrucción y se posibilita la transformación. Y si hay transformación en el ente escénico, también la habrá en el espectador. Recibir la obra es interpretarla. Una obra de teatro, así como una conferencia, depende del público, la voz tiene sentido si alguien la oye y, asimismo, define a quien la oye, así pues, escuchar es ser interpretado.[4]

Cabe entonces cuestionarnos, ¿qué vemos, en la TV, internet, en nuestro andar? ¿Qué escuchamos? Vemos teatro, ¿por qué sí, por qué no? ¿Qué teatro preferimos? ¿Qué teatro hacemos? ¿Qué esperamos encontrar como espectadores en una obra?

¿Ocurre acaso que, al encontrarnos en un teatro como actores o espectadores, somos participes del juego del pinball? Juego en el que se lanza la palabra, empieza a pegar, tocar distintos puntos en el cuerpo, los sentidos, los recuerdos; enciende. Encuentro con el público, confrontación, un puente, se lanza la bola de “la palabra y la escucha” y ninguno puede salir de la misma manera en que entró. Algo se ha transformado, ¿se notó?

 

Recepción de la obra

Hay una necesidad del género humano por comprender, ver y ser con los otros es una manera de comprender la existencia: somos con los otros. En el teatro encontramos que en los personajes hay complejidad y contradicción, por ende, hay una identificación con ellos en ese espacio de fragilidad. Aristóteles, en la Poética, considera la mimesis como el origen de toda actividad artística que tiene, a su juicio, dos causas: la tendencia connatural de todo ser humano a imitar y el gusto que experimenta al reconocer lo imitado. Pero la imitación de la realidad que lleva a cabo la creación artística no es en modo alguno un calco total, sino una aproximación, una recreación verosímil. Para explicar este concepto de verosimilitud señala Aristóteles la diferencia que hay entre el historiador y el poeta. Mientras el primero está obligado a reproducir los hechos tal como han ocurrido, el poeta expone en sus obras lo que podría ocurrir o lo que podría haber ocurrido, es decir, lo verosímil o creíble, no lo verdadero. De esta manera, la creación artística confecciona un artificio en el que interviene la poiesis, lo poético para resaltar y dotar de belleza lo que se dice de lo real o verdadero.

Teatro de Dioniso en Atenas

Teatro de Dioniso en Atenas

 

Si la parte poética logra un efecto en el público se habla entonces de catarsis, que para Aristóteles se circunscribe al ámbito de la tragedia (los efectos que causa sobre el espectador). “La tragedia es mimesis de una acción noble y eminente […] cuyos personajes actúan y no sólo se nos cuenta, y que por medio de piedad y temor realizan la purificación de tales pasiones”.[5] El termino catarsis procede del léxico de la medicina, pero también se relaciona con algunos ritos religiosos. En el caso de la medicina, haría referencia a una cura o “purificación” corporal; en el caso del rito a la expiación —mediante el perdón— de una culpa. Es así como en el ámbito teatral la catarsis cumple una importante función: el espectador queda integrado en esta concepción de la catarsis a partir de la estrecha correlación con lo que sufre o duele al personaje, se compadece de él y de esta manera se purifica a sí mismo.

Esa estrecha reciprocidad de emociones se consigue también mediante el silencio, la no-palabra que puede llevar a la catarsis del espectador. Beckett considera al lenguaje como un “velo que ha de rasgarse para poder acceder a las cosas —o a la nada— ocultas tras él”, y el hallar una forma que acomode el caos es la tarea del artista que, mediante el silencio, el juego con el valor de los objetos, la música, el movimiento o la total inmovilidad, puede reorganizar la realidad. Porque el oficio del poeta no es clarificar, sino sugerir, insinuar, utilizar cada acción con una aureola de asociaciones que penetran profundamente en las emociones del espectador. Por ello es por lo que el arte teatral desde distintas vertientes, —sea teatro de palabras o silente, o empleando distintas disciplinas (danza, música, pintura o recursos multimedia)— converge en la búsqueda de una conexión con el oyente espectador.

Hay una discordancia con la realidad de la que, de un modo u otro, todos pretendemos escapar. De ello habla el teatro, porque ahí se almacenan las angustias del mundo y se pregunta por él, se buscan respuestas frente al espejo-escena, como una manera de comprender; “el arte ha sido siempre esto —pura interrogación, preguntas retóricas, sin retórica— independientemente del papel que la realidad social le haya obligado a jugar” enunciaría Beckett.

El teatro necesita dar, posibilitar otras oportunidades, momentos de belleza que pueden propiciar que algo cambie. El actor tiene una verdad, pero debe hacerse digno de que el público crea en esa verdad. De esta manera, creo que el sacar al teatro de los recintos establecidos (teatros, auditorios, etc.) es una manera de “ocupar y apropiarse del espacio”, sea en una calle, en una plaza, en un autobús, en un vagón del metro, en un bar, en un café, en una librería… es una forma de irrumpir en esos espacios habituales donde la gente “pasa el tiempo” y que al enfrentarse a un rompimiento de ese tiempo y espacio se interpela su ser espectador en la cotidianeidad. Hace poco leía una entrevista que le hicieron a Iván Polunin, creador de Slava’s Snow Show, en su visita a México en 2016 y él se preguntaba por qué en México el ser payaso llega a tener connotaciones negativas:

“El espectáculo y la producción son exitosos y creemos que podemos impactar en la vida de las personas. Estamos parados en un nivel en el cual la gente viene a admirar, sentir, experimentar. Todo esto no tiene que ver con el payaso de ridiculez. Tal vez ese artista de la calle es talentoso, pero no tiene las condiciones necesarias para salir al escenario para que la gente lo aprecie. Creo que en general el payaso ha tenido connotaciones muy positivas. Se ha convertido en un héroe de la nación, en Rusia así se le tiene. No sé por qué no pasa eso en México, por qué no es un héroe de la nación.”[6]

Vale la pena detenerse un momento y preguntarse de manera profunda por el teatro (sea pantomima, de títeres y marionetas, de sombras, callejero, farsa, vodevil, ópera o teatro negro), si en otros lugares es una profesión admirada y respetada, ¿en qué momento dejaremos de contentarnos con el sólo hecho de sentirnos bien, diferentes, de brindar sonrisas y entretenimiento? Es preciso volver a los antiguos, a esa raíz del teatro, cuando surge la palabra pantomima, de pantómimos-pandómimos, el que imita todo, ómimo (ὄμιμω): yo miento o yo encubro (algo con otra cosa). O la palabra “hipócrita”, con que se nombraba a los actores, que viene de hypokrites: hypo (ὑπό) debajo de (por el uso de máscaras) y krinein (κρίνειν) separar, decidir. Es decir: el que discierne, separa, distingue lo que está debajo. En su primer significado fue el que daba una respuesta, el que interpretaba sueños u oráculos y por tanto distinguía los significados bajo las cosas. Si repensamos este origen del teatro, nuestro hacer en el oficio de la actuación cobrará bríos y puede ser que, ante los sin sabores de la realidad, sea capaz de rebelarse ante ella y encontrar un decir que signifique y propicie una transformación en nuestros espectadores y en nosotros mismos como creadores.

Nuestro tiempo tiene poco coraje, es un tiempo de miedo y de refugio. ¿Por qué? Porque el coraje es siempre el de una posibilidad que se inventa y que se defiende. Y nuestro tiempo tiene pocas posibilidades que hacer valer, continúa siendo lo que es, se contenta con perseverar en el crecimiento o con protegerse en el no-crecimiento. El teatro es, por su parte, el lugar obligado de lo que Hölderlin llamaba “el coraje del poeta”.[7]

 

Bibliografía

  1. Aristóteles, Obras, Aguilar, Madrid, 1973.
  2. _______, Poética, ed. Juan David García Bacca, UNAM, México, 2012.
  3. Badiou, Alain, Imágenes y Palabras. Escritos sobre cine y teatro, Manantial, Buenos Aires, 2005.
  4. Beckett, Samuel, Proust y Tres diálogos con Georges Duthuit, Tusquets, México, 2013.
  5. Cruz Bárcenas, A., Slava’s Snow Show, o cuando el clima sensibiliza y crea emociones, La Jornada (http://www.jornada.unam.mx/2016/05/25/espectaculos/a11n1esp) consultado julio 2017.
  6. Villoro, Juan, Conferencia sobre la lluvia, Almadía, México, 2013.

 

Notas

[1] Badiou, Imágenes y Palabras. Escritos sobre cine y teatro, p. 142.
[2] Aristóteles, Retórica, III, 5, 1403a-1407b.
[3] Beckett, Proust y Tres diálogos con George Duthuit, pp. 119-120.
[4] Villoro, Conferencia sobre la lluvia
[5] Aristóteles, Poética, VI, 1450a.
[6] Barcenas, Slava’s Snow Show, o cuando el clima sensibiliza y crea emociones, p. 11.
[7] Badiou, op. cit., p. 132.