Resumen
Ya en la Antigüedad Aristóteles divisó un posible nexo entre la melancolía y el talento para las artes y la filosofía. Algunos textos de Freud llegan a esta misma conclusión. La melancolía es entendida ahí como el resultado de una identificación con el objeto perdido. Por otra parte, la sublimación es el mecanismo psíquico detrás de toda producción artística e intelectual. Como identificación y sublimación coinciden en la formación del superyó, la melancolía pareciera ser el precio de la sublimación. ¿Será posible sublimar las pulsiones de muerte y evitar así la melancolía?
Palabras clave: melancolía, sublimación, identificación, superyó, pulsión de muerte, Freud.
Abstract
Since antiquity Aristotle saw a possible link between melancholy and talent for the arts and philosophy. Some texts of Freud arrive at this same conclusion. Melancholy is understood there as the result of an identification with the lost object. On the other hand, sublimation is the psychic mechanism behind all artistic and intellectual production. As identification and sublimation agree in the formation of the superego, melancholy seems to be the price of sublimation. Can the death drives be sublimated and thus avoid melancholy?
Keywords: melancholy, sublimation, identification, superego, death drive, Freud.
Es un hecho hasta cierto punto constatable que en ciertos individuos pareciera existir una estrecha relación entre el temperamento melancólico y el talento para las artes, las ciencias o la filosofía. Esto fue observado ya desde la Antigüedad por el mismo Aristóteles, quien abre el número XXX de sus Problemas con la siguiente pregunta: “¿Por qué todos los hombres que han sobresalido en filosofía, política, poesía o artes parecen ser de temperamento dominado por la bilis negra [melancholikós], y algunos de tal forma que incluso son víctimas de las enfermedades derivadas de la bilis negra, como cuentan las leyendas heroicas en torno a Heracles?”[1]
El tema cobra nuevo interés cuando uno repara en que puede extraerse una opinión similar a partir de algunos escritos del padre del psicoanálisis, donde todo lo relativo a la habilidad o talento característicos de la producción artística y el trabajo intelectual suele estar asociado al concepto de sublimación. Pero de inmediato sale al paso una objeción: la melancolía, como la entendía el filósofo griego, acaso fuera una afección muy distinta a la descrita y conceptualizada por Freud hace apenas un siglo. En realidad no es la intención mostrar una coincidencia exacta entre ambos autores en este punto. Antes bien se intenta recuperar aquella observación aristotélica para explicar y defender, desde el psicoanálisis freudiano, la posibilidad de un nexo profundo entre una elevada aptitud para sublimar y esa afección psíquica que es la melancolía, tal como ahí se la entiende. Lo primero será definir qué es entonces la melancolía—asumiendo que esta última no es causada por la bilis negra. En un segundo momento se resumirá lo esencial de la teoría de la sublimación de las pulsiones, tras lo cual se evidenciará su vínculo con la melancolía, para finalizar con las conclusiones e hipótesis que este ejercicio ha dejado.
El secreto de la melancolía es una identificación inconciente
La melancolía se asemeja bastante al duelo, un afecto que, a diferencia de la melancolía, se suele considerar como normal, es decir, no patológico. “El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc”.[2] No obstante, en situaciones donde cabría esperar un duelo, muchas personas desarrollan en su lugar una melancolía. Los rasgos observables del duelo son compartidos por la melancolía: “una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad…”;[3] pero la melancolía añade uno más que falta por completo en el duelo: “una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”,[4] que se completa con el insomnio, la falta de apetito y el desfallecimiento de la pulsión que nos lleva a aferrarnos a la vida. Y este último rasgo se emparenta con otro menos aprehensible, y es que existe un proceso inconciente del que el melancólico no se ha percatado. En el duelo el trabajo consiste en retirar lentamente la libido (la energía de investidura erótica) del objeto de amor que se ha perdido, de su recuerdo. La consecuencia es una notable disminución de la energía para obrar que se exterioriza en los síntomas mencionados. En la melancolía, en cambio, esto se antoja imposible desde el momento en que a veces el enfermo no sabe qué perdió o lo que perdió con la persona ausente. El resultado tampoco es el mismo, la melancolía puede prolongarse y volverse crónica, y surge ante una variedad más amplia de circunstancias, mientras que el duelo generalmente es, como se dijo, la reacción frente a la muerte de un ser querido, y dura solamente el tiempo que toma el trabajo de retirar la libido.
En realidad lo que ha ocurrido, dice Freud, es que el objeto amoroso sigue presente, se lo acogió dentro de sí, fue integrado al yo. Por así decirlo: fue “devorado” por vía de la identificación. “Devorar” es, en este caso, algo más que una mera metáfora explicativa. Aquí se ha operado una regresión hasta un estadio anterior del desarrollo de la libido, el de la etapa oral o canibálica. Sucede que en el ello inconciente sobreviven las huellas de todos los anteriores envíos de la libido, cuyo reservorio energético se encuentra instalado en el yo, y el que es—siguiendo otra metáfora freudiana—“como el cuerpo de una ameba a los seudópodos que emite”.[5]
Esta regresión ha traído de vuelta la ambivalencia de sentimientos característica de los vínculos infantiles de amor, en virtud de la cual se experimenta amor y odio por un mismo objeto. De modo que cualquier situación de afrenta, menosprecio o desengaño en relación a un objeto podrá dar ocasión a una melancolía. La ambivalencia es en verdad la responsable de la autodenigración y el sentimiento de insignificancia que experimenta el melancólico, pues le brinda la oportunidad a la instancia crítica del yo (el ideal del yo o superyó) de dirigir todo su sadismo y crueldad al yo alterado por la identificación con el objeto. “Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación al suicidio por el cual la melancolía se vuelve tan interesante y… peligrosa”.[6] A través de aquella identificación el yo intenta seducir al ello y volverse merecedor de su amor, esto es, dejarlo seguir almacenando la libido que parte de la pulsión inconciente en busca de un objeto. Pero a cambio se ha granjeado la enemistad de su implacable superyó.
De modo que los tres factores que permiten hablar de una melancolía son: 1) la pérdida del objeto, que es compartida con el duelo; 2) la ambivalencia de sentimientos, que junto con la pérdida del objeto, aparece también en la neurosis obsesiva; 3) la regresión de la libido a la etapa oral-canibálica y su redirección al yo, realizada por vía de una identificación con el objeto perdido, de la que el yo no se ha percatado. Es sólo por este tercer factor que puede ser individualizada como enfermedad.
No obstante, esta explicación de la melancolía plantea una nueva pregunta: Si el secreto de la melancolía es la identificación, ¿por qué fue que se llevó a cabo, en vez de, simplemente, encaminar la libido hacia otro objeto? Antes de intentar responder, habrá que definir con la mayor brevedad posible qué es la sublimación y qué relación guarda con el arte y el trabajo intelectual.
La sublimación es un desvío de la libido de objeto
Junto a la perversión y la represión, la sublimación es uno de los tres desenlaces finales a que pueden arribar los componentes que integran la sexualidad infantil cuando su constitución se aparta de lo considerado normal. La perversión es la que mejor conserva dicha constitución. Es el producto de la incapacidad para ligar las excitaciones provenientes de las diferentes zonas erógenas y subordinarlas a la excitación de la zona genital. Pareciera originarse en una debilidad congénita de la pulsión sexual genital, que impediría la síntesis de excitaciones requerida para la reproducción. La represión surge como reacción frente a una disposición perversa en donde las excitaciones son hiperintensas, de modo que “un estorbo psíquico les impide alcanzar su meta y las empuja por otros caminos, hasta que consiguen expresarse como síntomas”.[7] Su resultado es una vida sexual en apariencia normal, pero complementada con una patología psiconeurótica. Por eso se dice que las neurosis son el reverso (o relevo) de las perversiones. La sublimación también parte de excitaciones hiperintensas, pero “les procura drenaje y empleo en otros campos, de suerte que el resultado de la disposición en sí peligrosa es un incremento no desdeñable de la capacidad de rendimiento psíquico”.[8] Y el ejemplo paradigmático de esos “otros campos” es el trabajo artístico. “Aquí ha de discernirse una de las fuentes de la actividad artística; y según que esa sublimación haya sido completa o incompleta, el análisis del carácter de personas altamente dotadas, en particular las de disposición artística, revelará la mezcla en distintas proporciones de capacidad de rendimiento, perversión y neurosis”.[9]
Tal rendimiento, que habrá de reflejarse en el trabajo y la productividad, es sin duda el efecto más notable que la sublimación ejerce sobre el carácter. Empero, no es la única forma en que aquélla se expresa: la sola contemplación estética es un buen ejemplo. La curiosidad sexual ante un cuerpo, que podría satisfacerse mediante el desnudamiento de las partes ocultas, también “puede ser desviada (‘sublimada’) en el ámbito del arte, si uno puede apartar su interés de los genitales para dirigirlo a la forma del cuerpo como un todo”.[10] Asimismo, el placer de ver un cuerpo desnudo se tornaría perverso si suplantara al acto sexual y en vez de servirle de preámbulo deviniera su destino final, o bien si centrara todo su interés en la pura contemplación de los genitales.
Tanto o más evidente es la relación entre sublimación y trabajo intelectual. Y no tanto por el hecho notable—aclara Freud—de que un esfuerzo mental seguido vaya acompañado de cierta excitación sexual, o porque la precocidad sexual suela ir aparejada de precocidad intelectual. Ocurre que desde sus inicios, entre los tres y cinco años, la curiosidad infantil (la denominada pulsión de saber) es dirigida principalmente hacia los problemas sexuales, y quizás sea despertada por éstos. No es una pulsión elemental ni derivada exclusivamente de la sexualidad, sino que “corresponde, por una parte, a una manera sublimada del apoderamiento, y, por la otra, trabaja con la energía de la pulsión de ver”.[11] De ahí deriva el primer teorizar autónomo de la vida, la investigación sexual infantil, que tiene como fin averiguar de dónde vienen los niños y en qué consiste el estar casado.
Para explicarla, el caso paradigmático ahora es Leonardo da Vinci, quien despertó la admiración de Freud tanto por su talento artístico como por su espíritu científico. La investigación sexual infantil debió tener en Leonardo un desenlace muy particular. Se habría hecho la típica pregunta—“¿de dónde vienen los niños?”—con tanto mayor esmero cuanto que su situación familiar lo disponía: el haber crecido solo con su madre, luego ser arrancado de ella y llevado al hogar paterno para ser finalmente puesto al cuidado de su madrastra.
Esta investigación siempre fracasa y tres son sus posibles secuelas: 1) Al igual que la sexualidad, “el apetito de saber permanece desde entonces inhibido, y limitado—acaso para toda la vida—el libre quehacer de la inteligencia, en particular porque poco tiempo después la educación erige la inhibición religiosa del pensamiento”.[12] Estamos ante la inhibición neurótica del intelecto. 2) “En un segundo tipo, el desarrollo intelectual es bastante vigoroso para resistir la sacudida que recibe de la represión sexual”.[13] De tal suerte que la investigación regresa desde lo inconciente, trasmutada en compulsión a cavilar, “por cierto que desfigurada y no libre, pero lo bastante potente para sexualizar al pensar mismo y teñir las operaciones intelectuales con el placer y la angustia de los procesos sexuales propiamente dichos”.[14] Así, la investigación reemplaza al placer sexual. 3) Sólo muy pocas veces “la libido escapa al destino de la represión sublimándose desde el comienzo mismo en un apetito de saber y sumándose como refuerzo a la vigorosa pulsión de investigar”.[15] Ahora puede desplegarse con casi total libertad al esfuerzo intelectual, aunque aún marcada por la represión, pues no puede ocuparse de temas sexuales. Leonardo encarnaría muy bien este tercer modelo, un caso ejemplar de sublimación.
Salvo por el rendimiento psíquico así obtenido (y la irrupción desde lo inconciente que falta) la sublimación se asemeja mucho a la represión. “También aquí el investigar deviene en cierta medida compulsión y sustituto del quehacer sexual”,[16] a tal punto que la misma vida sexual de Leonardo parece haber transcurrido bajo la forma de una homosexualidad reprimida (o sublimada), ajena a toda satisfacción física.
Ahora bien, ¿cómo se relaciona todo esto con la melancolía? Una vez respondido esto, se resolverá también la pregunta que se planteó anteriormente.
El superyó es consecuencia de la primera identificación (y subsiguiente sublimación)
Quizás la mejor manera de seguir adelante sea echando mano de la teoría desarrollada en El yo y el ello (1923) para fundamentar la segunda tópica freudiana, ésa que divide el aparato psíquico en tres instancias dinámicas: ello, yo y superyó. Con la intención de clarificar y reelaborar algunas de las concepciones fundamentales del psicoanálisis, el padre de la psicología profunda emprendió una revisión de las nociones de conciencia e inconciente, tras lo cual propone el concepto de ello para agrupar lo que ha devenido inconciente a causa de la represión y los procesos inconcientes primitivos, sobre los cuales se asienta y nace el yo, por influjo del mundo exterior. Ahora bien, el yo no se limita a ser la parte del ello modificada por el sistema perceptual. Dentro de sí es discernible otra unidad más, aquella responsable de la autocrítica, la conciencia moral y los ideales del yo: el superyó. Estos caracteres del yo quizás se originen a través de un proceso en el que “un objeto perdido se vuelve a erigir en el yo, vale decir, una investidura de objeto es relevada por una identificación”,[17] por lo tanto, suponiendo el mismo mecanismo psíquico que años atrás se propusiera para explicar la melancolía. Esta trasposición, en que la libido de objeto se ha transformado en libido narcisista en virtud de la identificación del yo con el objeto, “conlleva, manifiestamente, una resignación de las metas sexuales, una desexualización y, por tanto, una suerte de sublimación”.[18]
Surge entonces la siguiente pregunta: “¿No es éste el camino universal hacia la sublimación? ¿No se cumplirá toda sublimación por mediación del yo, que primero muda la libido de objeto en libido narcisista, para después, acaso, ponerle {setzen} otra meta?”[19] Como fuera, esas primeras identificaciones que el niño desarrolla con sus padres serán duraderas y estarán presentes, sin excepción, en todos los individuos. Conformado por estas identificaciones, el superyó se enfrenta al resto del yo como un ideal a seguir. En este sentido cumple la función de un abogado del mundo interior, del ello, frente al representante del mundo exterior que es el yo. Pero no sólo es un residuo de las primeras identificaciones, también es una enérgica formación reactiva frente a ellas. Nos ordena imitar a nuestros padres, aunque con la prohibición de parecernos demasiado a ellos. Es, en una palabra, la consecuencia más sobresaliente de la represión del Complejo de Edipo. Por vía de tales formaciones reactivas se efectúan importantes sublimaciones, que dan lugar a los rasgos de carácter más loables del individuo. Por último, el superyó incorpora los ideales trasmitidos por la cultura, al par que aprovecha la adquisición filogenética de la especie depositada en el ello, la herencia arcaica.
El yo y el ello recupera la doctrina de las pulsiones adoptada en 1920, según la cual la libido o Eros se encarga de prolongar la vida, en oposición a la pulsión de muerte, que busca recuperar la estabilidad de la materia inerte. El yo, al ser producto de un acopio de energía libidinosa—el reservorio energético del que antes se habló—no sería sino Eros “desexualizado”, libido sublimada, puesto que no está siendo invertida en ningún objeto. Trabaja para el principio de placer al evitar la estasis libidinal y facilitar su desplazamiento hasta la descarga. De donde puede deducirse que todo proceso de pensamiento, en tanto que consiste en un desplazamiento de investiduras, es mantenido “por una sublimación de fuerza pulsional erótica”.[20] De pronto la sublimación se presenta como el fundamento de todo pensar. Consecuentemente, de todo trabajo. Sin embargo, al trasponer la libido objetual en libido yoica, el yo obstruye indirectamente los propósitos del Eros, poniéndose al servicio de las pulsiones de muerte.
Si el superyó—por poner el caso del varón—debe su génesis a la identificación con el arquetipo del padre, sublimando, desexualizando la libido de objeto antes dirigida hacia la madre, entonces es probable que dé ocasión a una desmezcla de las pulsiones, una separación entre los componentes eróticos y los thanáticos que vienen desde el ello. “Tras la sublimación, el componente erótico ya no tiene más la fuerza para ligar toda la destrucción aleada con él, y ésta se libera como inclinación de agresión y destrucción”.[21] Es de las pulsiones de muerte así extraídas que el superyó toma el carácter implacable, severo y cruel que subyace a todo ideal moral con que se pretende educar al yo. Una de sus trasmudaciones, el sentimiento de culpa (a menudo inconciente) se expresará en los cuadros patológicos de la melancolía, la neurosis obsesiva y la histeria, o bien como angustia de castración.
Ahora bien, la pregunta formulada más arriba (a saber, ¿por qué en la melancolía se llevó a cabo una identificación, en vez de, simplemente, encaminar la libido hacia otro objeto?) no puede ser contestada más que parcialmente. Freud reconoció en diversas ocasiones que su teoría era incapaz de contestar por qué, en última instancia, una persona deviene histérica, obsesiva, paranoica o melancólica. Aunque, por otro lado, siempre se inclinó en presuponer una coperación entre factores hereditarios y vivencias adquiridas. Sin embargo, una vez validado el supuesto de que exista una predisposición melancólica en un determinado individuo, ya nada impide explicar cómo es que sublimación y melancolía se relacionan.
Será en virtud de la compulsión de repetición, característica de todos los procesos inconcientes, que el melancólico, acaecida la pérdida del objeto, se verá empujado a reproducir el proceso de identificación y sublimación por el cual se conformó su propia instancia crítica, su superyó, quien en cada una de estas oportunidades le saldrá al paso una y otra vez, martirizándolo. La melancolía es así una consecuencia tardía de las primeras identificaciones realizadas, la de las figuras parentales, las mismas que dieron origen a las primeras sublimaciones, y por tanto, a los rasgos de carácter del yo. Asimismo, la desmezcla de pulsiones promovida por un trabajo de sublimación continuo y prolongado, creará las condiciones favorables para nuevos brotes de melancolía, en un proceso fatalmente recursivo.
Sublimar la pulsión de muerte
Pero todavía es lícito preguntar: ¿y acaso no es posible sublimar la pulsión de muerte? Como no hay un solo escrito en toda la obra freudiana que ofrezca una solución clara a este enigma, éste parece haber intrigado a la princesa Marie Bonaparte, una de las colegas y discípulas predilectas de Freud en sus últimos años. En una carta redactada el 27 de mayo de 1937, el anciano pensador le respondía:
El concepto de “sublimación” contiene un juicio de valor. De hecho representa una aplicación a otro terreno, donde son posibles logros socialmente más valiosos. Uno debe admitir entonces que se puede demostrar que la pulsión de destrucción es desviada, en forma similar y en amplia escala, de sus objetivos de destrucción y explotación al logro de otros fines. Todas las actividades que reestructuran algo o que producen cambios son, en cierta medida, destructivas y realizan una desviación de la pulsión original. Aun la pulsión sexual, como sabemos, no puede actuar sin cierta dosis de agresión. Por ello, en la combinación regular de las dos pulsiones hay una sublimación parcial de la pulsión destructiva.
Se puede considerar finalmente la curiosidad, el impulso de investigar, como una sublimación completa de la pulsión agresiva o destructiva. En la vida del intelecto, tomadas las cosas en conjunto, la pulsión alcanza una gran significación como motor de todas las discriminaciones, negaciones o condensaciones.
La vuelta hacia dentro del impulso de destrucción es, sin duda, la contrapartida de la vuelta hacia fuera de la libido, cuando ésta pasa del yo a los objetos. Se podría imaginar todo un esquema según el cual la libido al comienzo de la vida está dirigida totalmente hacia dentro, y toda la agresión hacia afuera, y que esto va cambiando a lo largo de la vida. Pero tal vez esto no es cierto.[22]
Si el trabajo intelectual es en verdad la forma de sublimación más completa de la pulsión de muerte, entonces Leonardo, el gran artista y hombre de ciencia del Renacimiento, encarnaría indudablemente el ideal humano de hombre de cultura, que sublima de manera ejemplar, sin ser presa de la melancolía o alguna otra neurosis. Pero no todos tienen esa suerte.
Es el caso de un personaje que también fuera protagonista de otro de tantos análisis freudianos. Christoph Haizmann, el supuesto endemoniado, el pintor mediocre que en su imaginación trabó un pacto con el Diablo para curarse justamente de una melancolía, no es sino el triste reverso del deslumbrante Leonardo. Su historia es poco conocida. Como reza el título de aquel peculiar historial clínico, la suya no es más que Una neurosis demoníaca en el siglo XVII, una de las muchas que debieron presentarse en esa oscura época en que se desconocía todo sobre la neurosis y la superstición estaba a la orden del día. Pero ella muestra, más que ninguna otra historia o anécdota de las comunicadas por Freud, que el artista y el melancólico efectivamente pueden confluir, como señalaba Aristóteles. Y que en un mismo individuo, el segundo puede llegar a ser mucho más sobresaliente que el primero.
Una hipótesis final: Si la vuelta hacia dentro de la pulsión de muerte es la contrapartida de la vuelta hacia fuera de la libido, como se dice en la carta a Marie Bonaparte, entonces lo contrario tendrá que ser cierto también. La vuelta hacia fuera de la pulsión de muerte, que podría realizarse a través de una sublimación, será la contrapartida de la vuelta hacia dentro de la libido, tal como ocurre en la identificación, en la sublimación y en el narcisismo en general. En algunos lugares Freud relaciona la filosofía con el narcisismo y la formación de sistemas especulativos propia de la paranoia. De ser correcta dicha apreciación, habría que extender las mismas consecuencias de este texto a la labor filosófica. Ésta surgiría en individuos propensos al narcisismo, que subliman su pulsión de muerte como trabajo intelectual y crítica, y tampoco estarían exentos de desarrollar melancolía.
Esta investigación sobre la melancolía y la sublimación arroja una enseñanza. El psicoanálisis ha retomado aquí, como en otras ocasiones, las preguntas y observaciones de la filosofía más antigua y clásica para darles una nueva forma racional que de momento se antoja más práctica. No obstante, de este ejercicio resulta no solo un nuevo esclarecimiento de la melancolía, de la naturaleza del arte o del trabajo intelectual, sino de la filosofía misma, que ahora se presenta como terapéutica. Ella, en tanto que sublimación de la pulsión de muerte, es potencialmente un remedio contra la melancolía. A partir de ese momento es que el psicoanálisis (y acaso toda la psicología) se muestra como una teorización sobre el alma, frente a esa actividad práctica que es la filosofía.
Bibliografía
- Aristóteles, Problemas, Gredos, Madrid, 2004.
- Caparrós, Nicolás, Correspondencia de Sigmund Freud, Tomo V, El ocaso de una época. Los últimos años (1926-1939), Biblioteca Nueva, Madrid, 1997.
- Freud, Sigmund, Duelo y melancolía, en: Obras completas, vol. XIV, Amorrortu, Buenos Aires, 1991.
- _____________, El yo y el ello, en: Obras completas, vol. XIX, Amorrortu, Buenos Aires, 1991.
- _____________, Introducción al narcisismo, en: Obras completas, vol. XIV, Amorrortu, Buenos Aires, 1991.
- _____________, Tres ensayos de teoría sexual, en: Obras completas, vol. VII, Amorrortu, Buenos Aires, 1991.
- _____________, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, en: Obras completas, vol. XI, Amorrortu, Buenos Aires, 1991.
Notas
[1] Aristóteles, Problemas, ed. cit., p. 382. El añadido entre corchetes se refiere al término correspondiente en la lengua griega.
[2] Freud, Duelo y melancolía, ed. cit., p. 241.
[3] Ibid., p. 242.
[4] Idem.
[5] Freud, Introducción al narcisismo, ed. cit., p. 73.
[6] Freud, Duelo y melancolía, p. 249.
[7] Freud, Tres ensayos de teoría sexual, ed. cit., p. 217.
[8] Ibid., p. 218.
[9] Idem.
[10] Ibid., p. 142. El paréntesis y el entrecomillado son de Freud.
[11] Ibid., p. 177.
[12] Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, ed. cit., p. 74.
[13] Idem.
[14] Idem.
[15] Ibid., p. 75.
[16] Idem.
[17] Freud, El yo y el ello, ed. cit., p. 30.
[18] Ibid., p. 32.
[19] Idem. El texto entre llaves es del traductor.
[20] Ibid., p. 46.
[21] Ibid., p. 55.
[22] Caparrós, Correspondencia de Sigmund Freud, Tomo V, ed. cit., p. 485.