Resumen
El presente estudio analiza la heterotopía foucaultiana para pensar la apropiación del espacio en el cuento de Melville: Bartleby, el escribiente. La lectura que se hace de este cuento sigue otras vías a las tradicionales, no se concentra en la conocida frase “preferiría no hacerlo”, sino que apunta la apropiación del espacio que efectúa Bartleby a partir de esta frase y las consecuencias de ello para plantear la heterotopía desde su dimensión política.
Palabras clave: heterotopía, Foucault, espacio, performativo, Bartleby, Herman Melville.
Abstract
The present essay analyses Foucault’s heterotopia toward to think the space appropriation in Melville’s short story: Bartleby, the Scrivener. This study does not follow the traditional via of analysis. It does not concentrate in the famous phrase: “I would prefer not to”; instead, this essay points to the appropriation of space that Bartleby created from this phrase, as well as the consequences that derived from it, propounding the heterotopia in a political dimension.
Keywords: heterotopia, Foucault, space, performative, Bartleby, Herman Melville.
Afirmar que el mundo contemporáneo ha dejado de priorizar la reflexión sobre el tiempo para empezar a cuestionarse el espacio no es ninguna provocación, de hecho, es casi un lugar común. Que el tiempo ha sido la dimensión privilegiada en la filosofía se percibe ya desde las palabras del obispo de Hipona que lo hace patente. Inicia aquél con un impromptu; como si tratara, balbuceante, de contestar a un tercero; como si se sorprendiera de su propia ignorancia: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”.[1] Después de hablar del tiempo según la percepción de los hombres, ensaya una respuesta, digamos, ontológica; nos habla entonces Agustín de ese maravilloso tiempo divino que es un presente continuo; que contiene, en sí mismo, el pasado y el futuro. Un tiempo cuya única manera de concebirlo es imaginando la vida de la humanidad; cada imperio edificado o conquistado; cada acción pía o impía; cada gozo o sacrificio; cada vida afortunada o muerte nimia, como notas musicales de una melodía cósmica hecha por y para el oído de Dios ¡Sublime! ¿Pero qué ha pasado con el espacio? Nada o muy poco, no hay una bella metáfora para ilustrarlo, tampoco una pregunta que abra su pesquisa; como si en la imaginación del autor de las Confesiones, aquel personaje ficticio que le pregunta por el tiempo no pudiese, igualmente, preguntar por el espacio; como si el de Hipona no pudiese decir, de la misma manera, que intuitivamente lo sabe cuando no se lo preguntan pero no lo sabe cuando lo hacen; como si ello fuera tan sabido que no requiriera ni siquiera la pregunta o tan desconocido que resultara preferible no intentar una respuesta.
Luego de transitar de manera gris por las letras del más grande pensador de la Edad Media; sabemos que el lugar del espacio es medianamente resarcido por los Modernos y que será, junto con el tiempo, la condición de posibilidad del conocimiento que los filósofos llaman el fenómeno. De tal manera, como dupla del tiempo, “casado” con él, el espacio “atraviesa” el tiempo hasta hace muy poco.
Menos como un ¡Eureka! que se exclama al descubrir una verdad oculta, es recientemente, a lo más un siglo, que el espacio se problematizó. Sin reparar en el carácter físico o trascendental que en este momento esté en discusión respecto a esta dimensión, podemos afirmar que, sólo apenas, ésta se convirtió en un objeto digno de ser pensado. El campo en el que esto cobra importancia; aunque pueda también tenerlo en otros ámbitos, es en el de lo político; o en ese movimiento antagónico que se da entre lo político y la política. No nos interesa aquí la razón o la causa que desencadenó una nueva mirada sobre él, interesa dar acá cuenta del hecho, nada despreciable, de que el espacio, pragmáticamente vivido, utilizado, ocupado, se convirtió en un objeto de reflexión ¿No es acaso de interés que los afanes bélicos y estratégicos de los nazis hayan sido embestidos por posiciones “intelectuales” como la geopolítica; motivo de las guerras expansionistas del siglo pasado, y aún de las actuales, por más que la palabra parezca chocante o, de hecho, incorrecta? ¿No hay una plétora de discursos arquitectónicos y urbanísticos, en algún sentido también bélicos, que emplea el capitalismo para mantener su existencia, basados en una toma de espacios con miras a expandir sus territorios de consumo?
En contraposición con tal “intelectualización” del espacio; digamos, de su dominio discursivo, ha surgido una mirada crítica sobre el mismo, es ahí donde encontramos, por ejemplo, la visión urbanística revolucionaria de Rem Koolhaas que se constituye como una denuncia a los jukspace de acumulación capitalista (postura cercana a la de Marc Augé respecto a los “no-lugares”). Qué decir de las propuestas alternativas como la psicogeografía; que, pese a ser criticable como propuesta política de la Internacional Situacionista, hoy es reavivada para subvertir (desde la simpleza del paseo) los check-in de los foursquare, TripAdvisor y Trivago.[2] También se respira esta inquietud por el espacio, su crítica, en los movimientos estéticos y políticos que buscan tomarlo o retomarlo; ahí podemos observar mil formas y manifestaciones, desde performances callejeros hasta las apuesta de los artistas del grafiti como Bansky (su mejor y más conocido exponente).
De igual manera, en la filosofía ¿no ha cobrado un nuevo interés el espacio? ¿No se encuentra acaso esta preocupación en la elucubración del Heidegger de la posguerra que nos legó un pensamiento sobre el habitar y la técnica?
Es en esta politización del espacio, en su problematización, que encontramos el tema de la heterotopía en Michel Foucault. Pero ¿qué es la «heterotopía»? Dice Foucault que es el espacio-Otro; que transgrede el orden; que, a veces, pese a estar enclavado en la disposición espacial convencional, la trastocan; que descoloca nuestra experiencia cotidiana; que abre fisuras en las convenciones sociales. Son espacios diferentes respecto a los cotidianos lugares de paso (de estar, de descansar); en otras palabras, heterogéneos respecto a la cuadriculación dada. Estas heterotopías congregan individuos marginales; cambian de función en el curso de la historia y del contexto; yuxtaponen emplazamientos incompatibles; abren heterocronías (rupturas con un tiempo tradicional); tienen sistemas de apertura y cierre que las aíslan o las hacen penetrables; crean un espacio de ilusión que tiene la función de hacernos ver más ilusorio aún el espacio real.[3] El espacio es importante para Foucault porque —señala— tal es fundamental en todo ejercicio del poder.[4]
Muchos son los ejemplos que pone Foucault al respecto: tentativamente pueden ser heterotopías el teatro, el espejo, los museos, pero también los baños públicos, las prisiones, etcétera, ello porque, a grandes rasgos, depende de la función que toma el espacio en una situación dada y en un momento determinado. Como señala el francés: una cama puede ser una heterotopía para un niño si representa para él un cuartel o un barco. Un niño es entonces un alquimista de los espacios: juega con ellos, los transforma. Desde la ludicidad; desde una disposición de ánimo que siembra lo inútil en el corazón de la producción no temiendo cosechar pérdidas; desde ese limbo que disloca la “sincronicidad” teylorista, el niño planta cara y hace suya una estructura dispuesta antes que él, sin consentimiento de él.
Con el mismo espíritu que, políticamente, ve lo “útil” de la inutilidad en el espacio (la utilidad de lo inútil en el espacio útil), busco emplear un ejemplo no tradicional, incluso distópico. Acá me interesa pensar la heterotopía desde un personaje literario, influyente, contemporáneo en su problemática: Bartleby, el escribiente.
En otro momento he presentado un esbozo de lectura de Bartleby, el escribiente que, a mi juicio, merecía ser pensada en relación con el estudio de la heterotopía. En aquella ocasión tal reflexión era apenas una invitación o sugerencia, ahora es el lugar pertinente para abundar al respecto.
Inicio señalando el problema que ha capturado la pluma de los comentaristas de este texto de Herman Melville: los lectores de este pequeño cuento quedan conmovidos por la frase irreductible de Bartleby: “preferiría no hacerlo”. Frase al mismo tiempo amable y contundente, de profunda austeridad; hasta simple, educada, dicha casi con desenfado, que en su oportuna enunciación desarma cualquier pretensión del poder, de hecho, lo transgrede.
Sin detenernos demasiado en tal asunto se pueden poner como ejemplos de este interés por la frase algunas lecturas que la han tomado como central. Para Agamben en La comunidad de viene, Bartleby es potencia suprema que “[…] no escribe sino su potencia de no escribir”,[5] pues, y acá estaría el poder del amanuense, “[…] sólo una potencia que puede tanto la potencia como la impotencia es, por ello, la potencia suprema”.[6] Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio dirá que Bartleby simboliza a aquél que claudica (al repetir una y otras vez su frase) de la sociedad del rendimiento (la que arenga a favor de la individualidad); es personaje cansado que renuncia a las promesas del capitalismo.[7] Peter Pál Pelbart, empleando un juego de palabras, verá en el amanuense un representante de la No-Servidumbre Involuntaria,[8] un Bloom: deseo de no vivir frente al biopoder que le hace vivir.[9] Gilles Deleuze, quizá el pensador que más profundizó en las consecuencias de la frase de marras, apunta a la anomalía que se desliza en el poco común “I would prefer not to”. Formula que, nos dice Deleuze, parece agotar todo lenguaje; que elimina al mismo tiempo lo preferible como lo no-preferido; que prefiere la nada antes que algo; que prefiere querer la nada a no querer;[10] crecimiento de una nada de voluntad altamente contagiosa. Bartleby, frente al muro que contempla, dice Deleuze, es ser puro y nada más que ser; animal de naturaleza angelical y adánica, confronta y agota todo el lenguaje con su frase y su silencio. Es por ello que Deleuze es uno de los autores que con más lucidez pudo ver, a través del alma del amanuense, una línea de fuga, un límite, además de evidenciar en las entrañas de las novelas de Melville la repetición de un personaje de lo político: aquel que muere de desobediencia civil.[11]
Podríamos aún explorar algunas lecturas más, pero las anteriores aportan elementos para observar que; primero, Bartleby es una figura contemporánea con la que Melville ha intentado aportar un espejo donde el hombre actual observa su reflejo; y, segundo, que la parte medular del texto se encuentra, para los comentaristas, en el análisis de la frase consabida. De acuerdo con lo primero, pero a diferencia de lo segundo, intentaré seguir otra ruta, por ello quiero señalar un hecho nada intrascendente; muy evidente en realidad, que esta frase dicha es el inicio de una serie de actos que se traducen en la novela en una toma de espacios.
Un aspecto que se asoma desde el principio en la novela es que la frase de Bartleby “preferiría no hacerlo” no queda, digamos, en el vacío; que la pasividad que le acompaña se convierte en un tipo de acción, hecho que el mismo Deleuze subraya al señalar que la fórmula no es una afirmación o negación, pues el hablar, no sólo consiste en indicar cosas o acciones, sino que es también efectuación de actos que garantizan una cierta relación con el interlocutor, pues son “actos de habla” (speech–act).[12] En ese sentido, aunque Deleuze no lo explora más, podríamos decir que tal frase es una especie de performativo inverso o “perverso” ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué es un performativo? ¿Por qué “inverso”? ¿De dónde viene su “perversión”?
Los enunciados performativos fueron acuñados por John Austin en un texto que lleva por nombre Cómo hacer cosas con palabras, aquel libro sería el inicio de una teoría que puede entenderse como una lingüística pragmática o de los actos de habla. Según Austin, existen dos tipos de enunciados: constatativos y performativos. Los constatativos describen, por ello podemos atribuirles elementos lógicos como «falsedad» o «verdad». Los performativos son enunciados que realizan cosas; que su mención ejecuta una serie de actos, entonces se caracterizan por un elemento externo a ellos: conllevan una acción. Los performativos tienen el efecto, al ser pronunciados, de echar a andar una serie de acciones, por ejemplo: abrir una asamblea, casarse, inaugurar, graduar, absolver, etcétera. Enunciados como “Sí, juro…”, “Bautizo este barco con el nombre…”, “Te apuesto…”, van más allá de un análisis gramatical; son palabras que se traducen en acciones. Austin resume así las reglas de los enunciados performativos:
A.1) Tiene que haber un procedimiento convencional aceptado, que posea cierto efecto convencional; dicho procedimiento debe incluir la emisión de ciertas palabras por parte de ciertas personas en ciertas circunstancias. Además,
A.2) en un caso dado, las personas y circunstancias particulares deben ser las apropiadas para recurrir al procedimiento particular que se emplea,
B.1) El procedimiento debe llevarse a cabo por todos los participantes en forma correcta, y
B.2) en todos sus pasos,
G.1) En aquellos casos en que, como sucede a menudo, el procedimiento requiere que quienes lo usan tengan ciertos pensamientos o sentimientos, o está dirigido a que sobrevenga cierta conducta correspondiente de algún participante, entonces quien participa en él y recurre así al procedimiento debe tener en los hechos tales pensamientos o sentimientos, o los participantes deben estar animados por el propósito de conducirse de la manera adecuada1, y, además,
G.2) los participantes tienen que comportarse efectivamente así en su oportunidad.[13]
Violar alguna de estas reglas supone estar en un caso desafortunado de enunciado performativo. El ejemplo clásico de estos enunciados es el que hace referencia a la manera en que el presidente de alguna asamblea dice: “Queda abierta la sesión”. Pese a su apariencia, el enunciado “queda abierta la sesión” no es una afirmación. Resulta que esa formulación busca que la sesión se abra, pues se ha valorado que tal situación es dable, ello es así porque, dados los elementos y los participantes, una vez proferido el enunciado, se sigue un efecto conocido de antemano: abrir la sesión.[14] Por otro lado, el que abre la sesión, por el mero hecho de decir “¡queda abierta la sesión!”, debe tener, además, la autoridad de hacerlo; ser, por ejemplo, el presidente de la asamblea. Solemnidad del hecho, formalización, juego de roles, elementos potencialmente paradójicos que permiten, por ejemplo, bautizar religiosamente sin ser verdadero creyente o hacer juramento matrimonial sin ser necesariamente fiel.
De regreso al caso Bartleby: ¿cuál es la razón para pensar que las palabras “preferiría no hacerlo” se pueden traducir como un performativo, digamos, pervertido o invertido? Tal cuestión se puede dilucidar deteniéndonos en tres momentos: uno, en el que se cumple, hasta cierto punto, el enunciado performativo; otro en el que se lo trasgrede; y, otro más, cuando se lo pervierte o invierte.
Primero, luce tal frase como un performativo pues parece, aunque desenfadada, bien calculada; estudiada en los efectos que causa a los interlocutores; en este caso, mantenerlos en estado de impotencia ante él, en ningún momento genera una reacción violenta; lo que, es más, parece que tal frase, por sí misma, no requiere del consentimiento de los otros participantes, sino en la medida en que estos permanecen estáticos, como pasmados. La trasgresión; segundo, se constata cuando Bartleby dice su frase siendo apenas un nuevo empleado, alguien no autorizado a decir nada ni a iniciar nada. De hecho, él tendría que ser aquél que, en el universo servil del proletariado, se limita a obedecer. Finalmente, tercero; este extraño performativo contiene una inversión o perversión, pues, una cosa es segura, las palabras “preferiría no hacerlo” no se quedan “flotando en el espacio”; tal frase, de aparente pasividad, se acompaña por cierta acción concreta: la toma de espacios. Es evidente que Bartleby trastoca, más con sus acciones que con sus palabras, el espacio cuadriculado de la oficina. A diferencia del performativo, que en su decir se encuentra su hacer, en la frase del escribiente no se enuncia la acción subsecuente. En su carácter inverso su negativa no es propiamente una acción, sino una especie de “inacción” que, sin embargo, se traduce en algo: abre ésta un espacio para la inutilidad dentro de un área laboral, “retoma” para la Nada el espacio de trabajo, genera una heterotopía, un espacio-otro al interior de la oficina. Es aquí donde cobra interés la heterotopía más allá del performativo.
Que es el espacio algo que está en liza en la novela se deja ver en diferentes momentos. En primer lugar, porque, desde el principio, la negativa de Bartleby es enunciada desde un espacio determinado “[…] le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando, sin moverse de su lugar…”.[15] Se nota desde el principio que la oficina está en disputa, que está a punto de volverse un campo de batalla pues, de hecho, el amanuense provoca que el abogado se dirija hasta el sitio donde él se encuentra, situado justo al lado, pero separado por un biombo verde; cerca para ser escuchado, pero suficientemente oculto para ser visto. El amanuense viola con su actitud “pasiva” el espacio laboral, por ello, desarmados por la frase, la reacción no es obligarlo a trabajar o agredirlo físicamente, sino sacarlo del espacio; “echarlo a puntapiés”. Después ello se recrudece: Bartleby se queda a vivir en la oficina y toma una parte de aquel despacho, se vuelve —dice Melville—“[…] un centinela perpetuo en su rincón” (centinela, sí, de nuevo una metáfora militar, una custodia del territorio). Su actitud logra que el abogado ceda poco a poco la oficina: “La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de la puerta de mi oficina y cumplí sus deseos”.[16]
De repente Bartleby prefiere no escribir más; no trabajar más, en cambio, se dedica a ver por la ventana hacia una pared por la que, desde lo alto, lograba escurrirse un poco de luz; una luz del sol que nunca llega a entrar directamente por la ventana; una luz que, como aquellas cartas muertas que no llegaron a dar consuelo a su destinatario, nunca iluminará el rostro pálido de desesperanza de Bartleby.
Siendo esta la situación, el abogado corre formalmente a Bartleby, sin embargo, no logra sacarlo definitivamente de la oficina, cuestión que empieza a causarle problemas con los clientes y los otros amanuenses. Por su permanente negativa al trabajo, pero, sobre todo, por su definitiva toma del espacio, el amanuense logra expulsar al abogado que se ve obligado a mudar la oficina a otro sitio.
Pese a que hasta aquí la cuestión del espacio es ya muy evidente, al final, se hará central, tomando cierto dejo de narración terrorífica, ominosa. Cierto día, esta fuerza perturbadora que representa Bartleby, regresa a la vida del abogado que se ve forzado por su antiguo casero a hablar con él; los dos buscan sacarlo de la oficina en la que lo había abandonado: “Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más, el señor B. —señalando al abogado— lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y en las noches durmiendo a la entrada. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto…”.[17] La presencia de Bartleby parece poder ocuparlo todo, contagiarlo todo, se ha convertido en una amenaza para la “correcta” distribución del espacio; genera heterotopías, su frágil humanidad devela la fragilidad del sentido: introduce la Nada.
Las opciones para que Bartleby abandone el edificio, expuestas por el abogado, consisten en encerrarlo en otra oficina o en tener un trabajo que le implique viajar (elemento que recuerda la narración que hace Foucault acerca de la nave de los locos del Renacimiento: volver al loco un prisionero de su viaje). Hilarantemente, la imposibilidad de sacar al indeseable personaje del edificio, provoca que el abogado huya del lugar, además de mantenerse domiciliado en su auto, huyendo del peso pasivo que el amanuense representa.
El fracaso de las diligencias del abogado, aunado a la desesperación de los vecinos, provoca que Bartleby sea colocado finalmente en la cárcel. Curiosamente, éste no es propiamente encerrado, sino que vive en libertad dentro de la prisión, en los patios de la misma. Se repite de nuevo la escena, se encuentra en uno de los patios, tranquilo, de nuevo mirando hacia lo alto de un muro la luz que se filtra desde arriba (en la oficina era hacia una pared); de nuevo con la mirada vacía, sin esperanza.
Se piensa de él que es un falsificador, su delgadez, sus modos, permiten deducir esto; tal elemento, para aquellos amantes de la filosofía, recuerda a Diógenes que falsificaba (trasgredía) el nomos (la moneda, la cultura, las leyes) ¿Será acaso Bartleby a un nuevo tipo de Diógenes que en sus actos transforma la ley, que la transgrede?
El trágico final de amanuense acontece cierto día en que el abogado regresa a ver a Bartleby y lo encuentra muerto, poéticamente “durmiendo con reyes y consejeros”. Casi al final, Melville nos lega una metáfora de la vida del escribiente frente a las estructuras: dentro de los muros que rodeaban la prisión, excluyéndola de todo ruido exterior, a los pies el abogado, crecía un suave césped: “Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grutas una semilla arrojada por los pájaros”.[18] ¿No es esta imagen, incomprendida para el abogado, una loa al alma humana que logra, en su nimiedad, en su pasividad, fracturar las estructuras, desmontar las, en el fondo, exiguas construcciones de sentido?
Conclusión: si bien es cierto la conocida frase es de interés central en el análisis del cuento de Melville —Bartleby, el escribiente— no es, sin embargo, de suficiente importancia para aquello que ocurre después de la frase, esto es, la transformación del espacio en heterotopía. Es a partir de ese elemento, a todas luces concreto, que el personaje de Melville se vuelve peligroso, transgresor; ejemplo de un hombre que, en su insignificancia, desarma el sentido: aquél que, sin aspavientos, gana para la inutilidad los espacios de la producción. Más que un enemigo del capitalismo (o su residuo), es un destructor del sentido, un hacedor de umbrales, un creador de heterotopías.
Un apunte más: muchas veces se olvida que el final de la novela explica, hasta cierto punto, el inicio de la aventura de Bartleby. El amanuense viene, nos cuenta Melville, de un infierno burocrático: era un subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington, un clasificador para las llamas de cartas sin destinatario, cartas que permanecen en el limbo, sin llegada, sin haber cumplido su misión, “[…] perdón para los que murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza”,[19] cartas de vida destinadas a la muerte. Amantes, como somos, de sentidos ocultos ¿será un abuso pensar el personaje de Bartleby, en su destino y su final, como una metáfora de esas cartas que en su interior guardan un mensaje lleno de esperanza, pero cuyo contenido nunca nos llega, se nos escapa, y que destinamos a las llamas del olvido una y otra vez?
Bibliografía
- Agamben, Giorgio, La comunidad que viene, Pre-textos, Valencia, 2006.
- Austin, John, Cómo hacer cosas con palabras, Edición electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. Visto por última vez el 10/05/2018.
- Deleuze, Gilles, Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1996.
- Foucault, Michel, Cuerpo utópico. Las heterotopías, Nueva Visión, Buenos Aires, 2010.
- Han, Byung-Chul, La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2012.
- Nietzsche, Friedrich, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 2000.
- Mellville, Herman, Bartleby, Colofón, México, 2008.
- Pelbart, Peter Pál, La filosofía de la deserción, Tinta limón, Buenos Aires, 2009.
Revistas
- Bostezo: revista de arte y pensamiento, año 2, número 6, Valencia, 2011.
Notas
[1] San Agustín, Confesiones, XI, XIV, 17.
[2] Editorial “¿Por qué psicogeografía?” en Bostezo: revista de arte y pensamiento, ed. cit., p. 3.
[3] Foucault, Cuerpo utópico. Las Heterotopía, ed. cit., pp. 63-81.
[4] Ibíd., p. 105.
[5] Agamben, La comunidad que viene, ed. cit., p. 36.
[6] Ibíd., p. 37.
[7] Han, La sociedad del cansancio, ed. cit., pp. 61-70.
[8] Pelbart, La filosofía de la deserción, ed. cit., p. 32.
[9] Ibíd., p. 38.
[10] Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado tercero, ed. cit., p. 128.
[11] Deleuze, Crítica y clínica, ed. cit., p. 104
[12] Ibíd., pp. 104 y 105.
[13] Austin, Cómo hacer cosas con palabras, ed. cit., pp. 11-12.
[14] Ibíd., p.78.
[15] Melville, Bartleby, ed. cit., p. 25.
[16] Ibíd., p. 48.
[17] Ibíd., p. 74.
[18] Ibíd., p. 82.
[19] Ibíd., p. 85.