Revista de filosofía

Declinar del materialismo en nombre de la materia: una invitación a la propuesta sustractiva de Ray Brassier

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La vida no es sino una enfermedad de la materia.

Salvador Elizondo

Soy un nihilista porque sigo creyendo en la verdad.

Ray Brassier

 

Resumen

Este ensayo presenta una breve introducción al pensamiento negativo de Ray Brassier, en particular su lectura de la propuesta no-filosófica de François Laruelle; se analiza el concepto de materia y sus implicaciones para el materialismo contemporáneo.

Palabras clave: materialismo, idealismo, materia, naturalismo, sustracción, Ray Brassier.

 

Abstract

This work is a short introduction about the negative thinking of Ray Brassier, in particular his reading of the non-philosophy by François Laruelle; it explores the concept of matter and implications for the contemporary materialism.

Keywords: materialism, idealism, matter, naturalism, subtraction, Ray Brassier.

 

Dentro del giro ontológico de la filosofía contemporánea, se distingue una corriente pesimista y oscura, cuyas especulaciones no se limitan a denunciar el correlacionismo propio del subjetivismo moderno, sino que radicalizando esta crítica despliegan una especulación metafísica en cuyas implicaciones se advierte un descentramiento radical del sujeto antropológico, que atenta básicamente sobre la máxima de Protágoras acerca del hombre como medida de todas las cosas.[1] El nihilismo especulativo de Ray Brassier es quizá el referente más paradigmático de esta corriente, de origen franco-escocés, nacionalidad inglesa y residente actual en Beirut (Líbano), en donde imparte clases, su pensamiento resulta a un mismo tiempo post-analítico y post-continental, cuya herencia intelectual parte fundamentalmente de dos autores: Wilfred Sellars y Françoise Larrouelle. Partiendo de este último y de la lectura que hace Brassier de su propuesta no-filosófica, es que pretendemos exponer una problematización en torno al concepto de materia, el materialismo, y la manera en que estos conectan con su llamado nihilismo trascendental. Para esto hemos de presentar el argumento en tres fases o momentos progresivos: 1) el planteamiento en torno a la no-filosofía de Larruelle, sobre el que propio Brassier es especialista y en torno al cual habrá de tomar distancia en lo sucesivo; 2) la manera en que la no-filosofía pone en cuestión al materialismo como tradición filosófica, así como la estrategia negativa o sustractiva con la que intenta pensar la materia; y finalmente 3) el desarrollo de estas propuestas dentro de la propia filosofía de Brassier, su ruptura naturalista con Larouelle, y el compromiso cientificista que le lleva a considerar el pesimismo cósmico como la tesis especulativa más afín —al menos desde su perspectiva materialista― con la investigación astrofísica contemporánea.

 Françoise Larrouelle es un filosófo francés, cuyas obras comenzaron a publicarse en los años setentas, en pleno auge del post-estructuralismo y las llamadas filosofías de la diferencia, aunque contemporáneo de los grandes autores del pensamiento francés contemporáneo como Deleuze, Derrida o Lyotard, la propuesta de Larrouelle es prácticamente desconocida más allá del medio intelectual francés, con excepción quizá de su difusión reciente en lengua inglesa, en parte gracias a la labor de traducción del propio Brassier, así como de Anthony Paul Smith, profesor de teología y religión en Filadelfia (USA) y compilador de Laruelle: A Stranger Though, una antología de sus escritos recientemente publicada (2016). En lengua hispana su pensamiento es prácticamente desconocido, ninguna de sus obras completas en donde desarrolla esta propuesta está traducida al castellano.[2] Actualmente los artículos de Brassier siguen siendo el acercamiento más sintético e introductorio a la compleja propuesta de Larouelle, autor que Brassier calificó en su momento como el filósofo europeo vivo más importante e innovador.[3] Su propuesta en torno a la no-filosofía es por sí misma bastante original, que a pesar de su nombre provocador, no supone ningún tipo de negación de la filosofía o declaración en torno a la finitud o la superación de esta; se trata más bien de la particular forma de invención de Larouelle, el uso “desinteresado” que hace de ella. Se trata pues, de una estrategia de lectura y argumentación —sintética y performativa― que supone el reconocimiento de una herencia en la tradición filosófica continental, pero también de una ruptura con sus procedimientos y maneras de operar. Una ruptura que por su práctica herética o herejía axiomática como le llama Brassier, se vuelve ya ininteligible para la filosofía tradicional.

Laruelle insiste reiteradamente sobre este carácter ininteligible de la no-filosofía para con los filósofos tradicionales, en el mismo sentido en que las geometrías no-euclidianas resultaron ininteligibles para los geómetras formados en los principios euclidianos; se trata simplemente de una redefinición de la disciplina que parte de una puesta en suspenso de sus axiomas fundamentales. Para Laruelle la filosofía opera a partir de un procedimiento fundacional llamado decisión: la decisión como una doble operación de corte y sutura sería pues, una especie de invariante transhistórica que atraviesa toda la tradición filosófica occidental, trátese de Hume o Heidegger, de Descartes o Derrida.

Larruelle advierte así una constante a lo largo de la tradición filosófica, una estrategia que dista de ser sólo un procedimiento metodológico, para operar como el modo constitutivo de hacer filosofía como tal; se trata de una estructura de la decisión cuya sintaxis formal gobierna las posibilidades mismas de todo filosofar. Al describir este procedimiento como condición a priori de toda filosofía, el pensamiento no-filosófico opera un emplazamiento que le permite desplegar una reflexión en torno a la propia disciplina. Ya no se trataría de estudiar cuál es la naturaleza del ser, la verdad o el conocimiento para cada autor o corriente filosófica, sino de advertir cómo es que se gestan estos pensamientos, qué supuestos y diferenciaciones suponen estos contenidos; no lo que la filosofía ha pensado o puede pensar, sino cómo es que lo piensa. Se trata pues, de una revolución en términos de la problematización filosófica, un camino divergente a la estrategia dualista que nos sitúa siempre frente a una elección, una decisión auto-constitutiva y auto-fundante de todo filosofar.

La no-filosofía, buscaría entonces sobreponerse a ese proceso diferencial, esa estructura decisional que fractura la inmanencia del pensamiento en diadas conceptuales, sobre las cuales opera una fórmula de distinción que, por un lado, nos sitúa en una posición auto-referencial, para definir otra por oposición, pero sobre la que necesariamente caminamos como si se tratase de una cinta de Möebius. La historia de la filosofía está repleta de estas diadas que necesariamente se tocan: empírico-trascendental, sujeto-sustancia, ser-ente. Se trate de una tendencia a posicionarse hacia lo inmanente e intrínseco, o hacia lo trascendente o extrínseco, hay en el procedimiento filosófico una fascinación por el corte, una diferenciación y sutura que constituyen el pensamiento de una forma disyunta. Esta escisión implica necesariamente una decisión auto-posicional, en la que se suele dar mayor valor a una cierta cara de la moneda. De este modo es que en la distinción entre lo empírico y lo trascendental se reivindica este último como proyecto esquemático en la filosofía crítica de Kant, así como hay una predilección del Ser ontológico en demérito de la dimensión óntica del ente en la analítica existenciaria de Heidegger, o quizá la fascinación por el infinito emplazamiento de las diferencias —en la escritura deconstructiva derrideana― en contra de la presencia metafísica, hasta llegar a la afirmación radical de la inmanencia y la aniquilación de toda trascendencia en el materialismo vitalista de Gilles Deleuze. La diferencia está, como operación de corte y sutura, en el corazón de toda empresa filosófica.

La no-filosofía de Laurruelle reflexiona en torno a esa axiomática dualista, haciendo visible las mutuas conexiones entre X y Y, asumiendo que los filósofos nos hacen elegir necesariamente entre X y Y sin explicar muy bien las razones, muchas de ellas extra-filosóficas, que los llevan a distinguir entre X y Y como dos elementos divergentes, y casi siempre excluyentes entre sí. El no-filosofar resultaría, así, de la puesta en suspenso de esta lógica decisional, tomando un camino diferente al del dualismo y las relaciones de diferenciación y exclusión que establece; actúa más bien, asumiendo una identidad entre los términos, una inmanencia radical de la no-distinción, y si bien los términos X y Y se mantienen, es sólo para decir que X y Y son de hecho iguales, pero discernibles sólo por un montaje filosófico que nos lleva a tomar cualquier equivalencia como una aporía.

El pensamiento no-filosófico pone en juego una especulación en cuya performatividad se toma una identidad entre teoría y práctica, dando lugar a una inmanencia del pensamiento que se resiste a tomar partido en el juego de la decisión filosófica, abrazando por el contrario, una tercera posición de síntesis que no supone tanto una superación dialéctica como una sutura que explora las ligas y puntos de co-determinación entre posiciones excluyentes en filosofía; la intención es avanzar a partir de los puntos de contacto, dejando al descubierto la abstracción en que recae el juego de las diferenciaciones filosóficas.

Una diada que se mantiene y sobre la que aún se organizan congresos para discutir en torno a sus diferencias, es la que se distiende entre materialismo e idealismo, dos tradiciones filosóficas cuya enemistad es tan profunda y marcada, que se trata de un juego sumamente hostil, un campo de fuego cruzado en el que nos dedicamos todavía a redactar densos y oscuros ensayos para dilucidar sus características e historiar su tradición; jugadas necesarias para salir a la defensa de nuestro equipo favorito: ya sea que juguemos en el bando de Platón, Kant y Hegel, o que lo hagamos con la camiseta bien puesta de Epicuro, Diderot o nuestro siempre delantero Marx, se trata siempre y desde el principio de una elección, cómo si sólo tuviéramos dos colores de fichas, piezas blancas o negras. Siempre el mismo juego. La estrategia no-filosófica nos invitaría a sustraernos a este juego dualista, poner en entredicho la composición del tablero, de las posiciones, de los movimientos y decisiones posibles, a poner en duda si efectivamente se trata de dos equipos contrapuestos; es decir, si acaso no somos más que autómatas que toman por enemigo a su propio reflejo en el espejo.

En el número 12 de Pli: The Warwick Journal of Philosophy, publicada en 2001 y cuyo eje temático gira en torno a la pregunta What is Materialism?, se incluyó el texto “The Decline of Materialism in the Name of Matter”, una traducción de Ray Brassier al texto francés de Larouelle incluido originalmente en Le Principé de Minorité de 1981. Ahí Larouelle expone una discusión que busca superar la distintición materialialismo-idealismo, a partir de una no-filosofía que afirma radicalmente la inmanencia del pensamiento.

¿Qué es la materia; qué es el pensamiento? Para Larruelle, abrazar cualquiera de estas incógnitas es ya un acto de fe, una experiencia cuasi-religiosa sobre la que pretendemos afirmar una u otra doctrina, descuidando la genética común sobre la que se traza su posición. De esta manera, materialismo e idealismo se vuelven dos posiciones simétricas que se definen por sus puntos de anclaje sobre una relación común, una determinación compartida sobre la que esbozan sus diferencias. El primero insiste sobre la primacía de la dimensión empírica, la objetividad independiente de nuestra percepción. El segundo reconoce el carácter ininteligible de esa realidad sin la determinación conceptual de nuestra experiencia. Desde una postura no-decisional, en la que no se trataría ya de optar ni por la primacía de lo nouménico ni de lo fenoménico como tal, no se advertiría entonces una disyunción, sino una relación de continuidad entre dos posiciones relativas una de la otra.

El materialismo, como la posición que aquí nos convoca, está necesariamente comprometido con el hylemorfismo, la convicción de que toda la realidad material está inscrita necesariamente a una forma, una figura reconocible idealmente; una correlación que nos impediría concebir una materia puramente abstracta sin forma ni determinación. Pretender así depurar el materialismo de sus resquicios idealistas es no reconocer la mutua determinación entre ambas doctrinas, en cuyo quiasmo se ensambla un complejo sistema de complicidades no declaradas que vuelven inteligible al uno con respecto al otro. En la medida que la materia es un concepto puramente abstracto indescifrable por la pura experiencia empírica, su comprensión está necesariamente comprometida con el logos: el logos es el material de la materia, como concepto sugiere Larruelle. Ciertamente la victoria del idealismo podría afirmarse sobre este punto, pero Larouelle no se apresura demasiado; reconoce que en la materia se juega algo más que una formulación abstracta de la experiencia; se pone en juego un punto límite en la compresión de lo real, un sustrato que en sí mismo resulta extraño para el pensamiento; la materia supone un pathos para el logos, concepto que más bien apunta hacia lo real y que, depurado de toda relación hylemórfica, se sustrae a la relación anfibológica entre materialismo e idealismo.

En el año 2001, el traductor Ray Brassier obtiene su doctorado en la Universidad de Warwick con una tesis bastante peculiar, por no decir literalmente extraña: The Alien Theory, que retoma como subtítulo el artículo ya antes mencionado, en donde Brassier se dedica a desarrollar de una manera más extensa el pensamiento no-filosófico de Larouelle y su concepción radical de la inmanencia, desplegando, por un lado, una crítica a la fenomenología del cuerpo de Michel Henry, y al esquizoanálisis de Deleuze y Guattari, por el otro; siendo estos puntos de partida en la exposición de un planteamiento sustractivo sobre la materialidad, en el que se buscaría purgar la concepción materialista de sus resquicios idealistas, fenomenológicos y antropocéntricos, para afirmar, por el contrario, una concepción absolutamente realista de la materia —es decir, no-materialista en el sentido no-filosófico del término―, en donde se suprimirían las formulaciones dialécticas que le reinscriben continuamente dentro de formas y categorías trascendentales.

Habría que precisar, sin embargo, que hay en la lectura de Brassier una forma muy particular de apropiación de la estrategia no-filosófica. Se trata de una lectura en diálogo abierto con las ciencias empíricas, y que de alguna manera se distancia de las tendencias místicas del propio Larouelle, para apuntar hacia un cierto naturalismo que le llevará a abrazar, tiempo después, la propuesta de Wilfred Selllar, más cercana al realismo científico que al deconstruccionismo no-filosófico de Larruelle.[4] El materialismo al que apunta Brassier es de hecho un naturalismo de carácter cientificista, en el que la investigación empírica sobre la materia vendría a operar como una potencia desmitificadora, ampliando los horizontes desde los que decodificamos la realidad, desmantelando así las analogías antropomórficas que alimentan nuestras concepciones metafísicas del mundo. Para Brassier, se trata de un carácter reductivo de la verdad científica, en tanto que esta disuelve los parámetros familiares de nuestra experiencia antropomórfica. 

En este sentido es que la fenomenología, como doctrina trascendental de la experiencia, le resulta una formulación reaccionaria en filosofía, pues esta entiende la naturaleza y el mundo únicamente como correlatos de la conciencia, incapaz de concebirles más allá de las condiciones subjetivas de aparición. De esta manera, a Brassier lo que le interesa es explorar las posibilidades no-antropomórficas y no-antropocéntricas del pensamiento, considerando además que la filosofía no puede auto-fundar una ontología, sino que esta requiere necesariamente de la evidencia científica. La estrategia no-filosófica de Larouelle le resulta compatible con esta empresa desmitificadora, en tanto que opera como una síntesis destructiva de las oposiciones fenomenológicas a través de una unificación no-dialéctica entre materia y fenómeno, sin caer por ello en una síntesis positiva que vendría a desdibujar el carácter irreductible de sus diferencias.

El no-materialismo implicaría así un desencantamiento de la experiencia fenomenológica. Se trataría, pues, de despejar el pensamiento de aquellos residuos de lo inefable metafísico a través de una reducción científica que nos llevaría a encontrarnos con la materia en su brutal desnudamiento. De esta manera, Brassier echa mano de dos herramientas bastante disímiles en su propuesta destructiva de la fenomenología: por un lado, el naturalismo científico, el cual reivindica por sus consecuencias corrosivas sobre el carácter místico y pseudo-trascendental del fenómeno humano y la auto-imagen complaciente que esta hace de sí; por otro, la estrategia no-filosófica que suspende la decisión y sus diadas analíticas que cortan y suturan el continuum de la realidad para afirmar una inmanencia donde se suspenden las distinciones y el propio sujeto se desdibuja dentro de un plano de objetividad que le determina —y de alguna manera también le contiene y excede―, pero sin agotarlo o subsumirlo en algún tipo de superación dialéctica. Un plano de inmanencia no reductible a sus formulaciones conceptuales, categóricas o hylemórficas, y que por pura economía es posible entender como materia, siendo ella misma es nada —en el sentido objetivo del término―, pero sin la que tampoco nada es posible.

Esta concepción negativa de la materia, y que en algún sentido nos remite a la concepción neoplatónica de la absoluta tiniebla, la contrapone Brassier a otras dos tesis del materialismo contemporáneo, a saber, la univocidad de Deleuze, que afirma una consistencia excesiva donde la materia es considerada como una especie de vida inorgánica y, por otro lado, la excesiva inconsistencia de Badiou, donde la materia operaría como una especie de vacío axiomático en cuya inconsistencia se afirman la multiplicidad de lo real. Si bien Brassier comparte con Badiou una estrategia sustractiva, se distancia de él en la medida en que el vacío pensado matemáticamente le sigue pareciendo demasiado afianzado a una estructuralidad idealista que, aunque inconsistente, resulta en sí misma lógica. Brassier va a calificar de cripto-hegelianismo estas estrategias que pretenden reinscribir las estructuras del racionalismo —es decir, del subjetivismo― en el trasfondo ontológico de la realidad.

El concepto de materia al que apunta Brassier —siguiendo a Lauruelle― se trata de una inmanencia radical en un sentido realista, es decir, irreductible a su configuración categórica, formal o hylemórfica; se trata pues, de un símbolo de lo no-conceptualizable, del ruido absoluto que se resiste a cualquier conceptualización. De esta manera acusa a Deleuze de caer en una idealización de la inmanencia, pues la retrata como si se tratara de un fondo vivo, y toma al universo como un organismo y no como un plano absolutamente irreductible a cualquiera de sus formas orgánicas o sensibles. La sustracción por la que nos resultaría accesible la inmanencia, sería una operación que despojaría la hyle del concepto y el fenómeno del logos, para encontrarnos con una síntesis radical que disolvería la diferencia entre ser y pensar. Algunos años después, Brassier habrá de definir esta operación de racionalismo sustractivo como una tanatosis, es decir, una operación en donde la materia orgánica intenta emular el trasfondo inorgánico sobre el que habita y se inscribe, un ejercicio a través del cual el pensamiento se descubre como una contingencia en medio de un sustrato sin vida, indiferente a cualquier emoción, sentimiento o idea antropomórfica.

Es posible insertar a Brassier, aunque con sus acepciones, dentro de lo que se conoce como Ilustración Oscura, es decir, el planteamiento de que el proceso histórico iniciado en el siglo XVIII por el cual la especie humana inscribe la razón y el conocimiento científico como el horizonte máximo de comprensión de lo real, llevaría no sólo al desarrollo tecno-científico, sino también necesariamente a una visión desencantada del mundo, depurada de cualquier ficción teológica o metafísica, confrontando al ser humano con la realidad de su contingencia, su finitud y la carencia de cualquier sentido trascendente de su existencia. Para Brassier, la posibilidad de mantener la filosofía como una empresa de conocimiento creíble, implica hacerse cargo de este carácter corrosivo de la investigación científica, cuya convicción materialista —y por lo tanto naturalista―, tiende a desmantelar el imperialismo antropomórfico con que hemos construido los relatos metafísicos sobre la realidad. La ilegitimidad del universalismo antropomórfico residiría tanto en el principio de individuación como en la primacía óptica del empirismo, dado a percibir los objetos como piezas de un rompecabezas llamado mundo. Se trataría, para Brassier, de destruir todo nuestro entramado de cosmovisiones humanistas, asumiendo que el ser humano no es ninguna excepción trascendental en el cosmos.

El propio desarrollo naturalista de su pensamiento le fue distanciando de la propuesta no-filosófica de Laruelle, cuya deuda con el deconstruccionismo resulta innegable, para abrazar más abiertamente un naturalismo cientificista a partir del realismo de Wilfred Sellars, filósofo norteamericano cuya visión científica del mundo, nos lleva hacia un desencantamiento —o enfriamiento― con respecto a nuestras formas mistificadas de interpretación de la realidad, aquellas expresiones de una imagen manifiesta que determina nuestras concepciones y creencias del mundo a través de narrativas y representaciones subjetivistas de la realidad .

La lectura que hace Brassier de Sellars le lleva a plantear el programa ilustrado como un paulatino desencantamiento radical del mundo, una ilustración oscura en donde el desarrollo científico nos ofrece cada vez mayor conocimiento y certeza sobre nuestra contingencia, nuestra finitud y el horizonte de nuestra inevitable extinción; no solamente humana o de otras especies que habitan la Tierra, sino también la extinción misma del Sol, las galaxias y el Universo entero.

En alguno de los ensayos que componen Nihil Unbound (2007), Brassier comenta un breve texto de Lyotard (1988) incluido en Lo inhumano, y cuyo tema versa acerca de si se puede pensar sin cuerpo. Ahí Lyotard reflexiona más acerca de la especulación realista que del posmodernismo, sobre la posibilidad de un pensamiento descarnado, una inteligencia pensante sin cuerpos y sin humanos después de la muerte del Sol, reconociendo así el carácter contingente del pensamiento dentro de la configuración caótica de la materia, un sustrato que no nos plantea ninguna pregunta ni espera tampoco ninguna respuesta. Se trataría de reconocer que la materia simplemente nos ignora y nos hizo como hace los cuerpos: por puro azar y según sus leyes, pero sin ningún trato preferencial hacia el sujeto sensible o pensante. Y, sin embargo, para Brassier, Lyotard no es lo sufrientemente radical, justo porque no lleva el pensamiento de la extinción hacia sus últimas consecuencias, sino que se limita a pensar la muerte del Sol, pero ignora la inminencia del fin radical de todas las cosas, incluyendo las galaxias, la expansión absoluta del universo hasta su total dispersión y enfriamiento entrópico ahí donde nada es ya posible, ni siquiera el pensamiento.

Ciertamente, este nihilismo trascendental o pesimismo cósmico —y que vuelve a Brassier un heredero de Nietzsche―, resulta una tesis bastante desconcertante, pues no se trata ya sólo de un nihilismo hermenéutico donde el sin-sentido se afirma a partir del subjetivismo y el inevitable equivocismo; por el contrario, esta posición parte de un compromiso naturalista y científico con la objetividad: somos nihilistas porque creemos todavía en la verdad.

Quizá se trate de una sensibilidad de generación, pero lo cierto es que para muchos jóvenes que nos acercamos hoy a la filosofía ―mientras vemos arder en llamas el Amazonas y las mineras trasnacionales derramar cientos de metales pesados sobre los ríos de México―, la certeza de la extinción nos es todavía más vigente e intensa que para las generaciones precedentes; y si hemos de reparar en el reconocimiento de nuestra contingencia y finitud, no es para especular sobre las posibilidades de una justicia virtual, divina o porvenir, sino por la urgencia que nos implica afirmar ya mismo una ética de la extinción, una ética del compromiso y de la responsabilidad infinita para con los muertos del futuro, aquellos hijos de nuestros hijos que enfrentarán cara a cara la finitud y el colapso de nuestra especie.

 

Bibliografía

  1. Brassier, Ray, Alien Theory (Tesis de doctorado), The Warwik University, 2001
  2. ___________, “Axiomatic heresy: The non-philosophy of François Laruelle”, Radical Philosophy, 121, 2003, pp. 24-35.
  3. ___________, Nihil Unbound. Enlightment and Extinction, Palgrave – McMillan, Londres, 2007.
  4. Laruelle, François, “No-Filosofía, o la democracia del pensar”, Ideas y Valores, No. 98-99, 1995, pp. 13-22.
  5. ___________, “The Decline of Materialism in the Name of Matter”, Pli, No.12, pp. 33-40, 2001.
  6. Lyotard, Jean-François, Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, Manantial, Buenos Aires, 1998.

 

Notas

[1] Habría que considerar, además de esta corriente pesimista dentro del realismo especulativo —en la que cabría mencionar además de Ray Brassier, a Reza Negarestani y Eugene Thacker―, una corriente de la que abreva, y que en paralelo y desde un espectro neoconservador, se conoce como Ilustración oscura, cuyo referente fundamental es Nick Land.
[2] Aunque ninguno de los libros de Larruelle cuenta con traducción completa al castellano, es posible encontrar algunos comentarios y artículos de manera dispersa, siendo el más notable la versión de Juan José Botero a “No-Filosofía, o la democracia del pensar”, en Ideas y Valores, No. 98-99, 1995, pp. 13-22.
[3] Cfr. Brassier, “Axiomatic heresy: The non-philosophy of François Laruelle”, en Radical Philosophy, 121, 2003, pp. 24-35.
[4] Cfr. Plotino, Eneada II, 4 (12). Sobre la materia.