Revista de filosofía

Hallazgo y pérdida de Alétheia

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Hallazgo y pérdida de Alétheia

Resumen 

La filosofía se distingue de la religión cuando es contemplada como un sorprendente e inexplicable esfuerzo de eliminación del componente humano en nuestra percepción y en nuestra concepción del mundo; un extraño esfuerzo de reducción del antropomorfismo —o del antropocentrismo—, representación que distorsiona y violenta la relación que se establece o puede establecerse con la realidad. Extraño, pues no se sabe muy bien a qué atribuir este desplazamiento. Opinar que el paso de las mitologías o mitogonías a la filosofía es un paso lógico —un efecto de la evolución mental, social o cultural— es proponer una petitio principii: da por sentado justo aquello que habría que explicar.

Palabras clave: filosofía, religión, mitología, antropocentrismo, ontología, ser.

 

Abstract

 

Philosophy is distinguished from religion when it is referred to as a surprising and inexplicable effort of elimination of the human component in our perception and our understanding of the world; a strange effort of reduction of anthropomorphism —or anthropocentrism—, which distorts and violent the relationship that is or can be established with reality. Strange, because it is not known to what attribute this shift. Say that the passage of the mythologies or mythogonies to philosophy is a logical step —an effect of mental, social or cultural evolution— is proposing a petitio principii: it assumes just what should be explained.

Keywords: philosophy, religion, mythology, anthropocentrism, ontology, being.

ANTONI TÀPIES, “PEQUEÑA MATERIA ROJA” (1977)

ANTONI TÀPIES, “PEQUEÑA MATERIA ROJA” (1977)

La locura es la matriz de la sabiduría.
Giorgio Colli

 

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¿De qué se habla cuando se habla de “Ontología”? Un simple vistazo al índice temático de algunas obras dedicadas al asunto puede más bien desesperar: para Nicolai Hartmann, por ejemplo, habría que comenzar por cuestionar la validez de todos nuestros hábitos —sobre todo, de pensamiento—. “El ente en cuanto ente en general” no se presenta a nuestra consideración como un problema urgido de solución; es un problema que, notoriamente, ha aparecido, según este autor, en el interior de los “sistemas idealistas”, la ciencia (natural) incluida. Preguntas como éstas son eminentemente metafísicas: ¿qué es la vida? ¿Qué es el pensamiento? ¿Qué es el espíritu? ¿Qué es la lógica? ¿En qué consiste la libertad? ¿Cómo puedo ser bueno? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es la historia? Etcétera. Si nos hallamos en posición de responderlas, el resultado será más o menos articulado o más o menos forzado, una “ontología”. Pero no siempre lo estamos, la verdad. De inmediato se convierte en una investigación erudita; no nos encontramos a solas con las cosas. O, en otra formulación, “las cosas” están enredadas con las palabras, con aquello que, en un incalculable lapso de tiempo, se ha dicho de ellas: el ser está “entredicho”; habrá que remontarse por lo menos hasta Aristóteles, que trazó una nítida raya entre el ser y los entes. A partir de entonces, el ser, a diferencia de los entes, se vuelve fantasmal, espectral, fugitivo: desde entonces, habría que identificar al ser con una imagen en blanco debajo de la que, como en los anuncios del Lejano Oeste, se pone un letrero de “SE BUSCA” (vivo o muerto). Claro que no se ofrece recompensa, y eso da en qué pensar. El ser se comporta en lo fundamental como un forajido, pero ni siquiera se sabe qué crimen ha cometido (y si efectivamente lo ha hecho); en cualquier caso, el ente —las cosas que aparecen— se interpone y por allí se anda escondiendo o mimetizando con aquel ser del que sólo se cree que anda perdido o haciéndose el interesante. Las preguntas dan la impresión de enloquecer: no hay ni a quién dirigirlas, ni se acierta a emplear un idioma particular, ni nos sentimos suficientemente cuerdos para hacerlas. ¿Es material o ideal? ¿Se sostiene a sí mismo? ¿Está ordenado? ¿Permanece idéntico? ¿Es bueno que haya? ¿Existe o no? ¿Es uno o todo? ¿Un sistema, un mundo? ¿Actúa o es pura pasividad? ¿Tiene grados, partes, niveles? ¿Es útil? ¿Es racional? ¿Tiene algo que ver conmigo? ¿Ocupa un lugar? ¿Me lo imagino? ¿Lo puedo tocar? ¿Puedo decir algo a propósito? ¿Me oye? ¿Es infinito o finito? Tal vez él no, pero ¿mi búsqueda tiene sentido? ¿En qué me afecta? ¿Es emocionante? ¿Aburre? ¿Me engaña adrede? ¿Me elude si pregunto por él? La nómina se antoja interminable. En el Tratado de Hartmann, la ontología es posible porque existe una disyunción entre lo real y lo ideal: y lo ideal, faltaba más, es conectarlos.

 

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Antoni Tàpies, “The eye of the artist”

Antoni Tàpies, “The eye of the artist”

Onto-logía: el discurso de lo-que-es, ni más ni menos. Es, en efecto, una empresa de locos: el ontólogo declara —por principio, por método o por costumbre— irreal el suelo donde por algún o por ningún motivo ha hecho pie; el inicio de la ontología es una negación de ser aquello que se es. Su pregunta preliminar es justamente: ¿por dónde empezar? Ella no es, en propiedad, una ciencia, un saber, el conjunto de resultados que arroja la aplicación de una batería de procedimientos metódicos; es, dice una autoridad (Pierre Aubenque), una figura del pensamiento, una especie de posición del espíritu (una gesticulación, un modo de moverse, de sospechar, de abrir o entornar los ojos, de olfatear el aire: una manera de hablar). Muy juiciosamente Aubenque advierte: “Aquello a lo que se refiere aquí el lógos, no es de manera evidente exterior al lógos mismo”.[1] Un extraordinario, pasmoso punto de partida: que el “ser” no sea (de manera evidente) exterior al lenguaje significa que el discurso de la ontología es autorreflexivo o, peor aún, (¡o mejor!) tautológico: no trata de nada empírico, sino de un significante, del participio “ser”. Ese verbo es de una complejidad inverosímil; de hecho, su utilidad y su ductilidad parecerían ser infinitas. Con la desventaja de que, de tan útil, puede con demasiada facilidad volverse inutilizable. La palabra “ser” —es su magia— hace ser incluso aquello que en absoluto podría ser; las cosas son porque es posible decir (afirmar) que son. Una palabra —sin duda— bastante rara; hay familias lingüísticas enteras que se la pasan bastante bien sin ella. En las lenguas derivadas del indoeuropeo, el significado de la palabra “ser” coincide con su uso: es una función sintáctica, un operador semántico o un asignador existencial; desde un punto de vista estrictamente lógico —véanse si no los empeños de B. Russell—, este verbo complica y ensucia el funcionamiento del lenguaje, lo llena de impurezas. ¿Deberíamos, como intentó Licofronte en el siglo de Pericles, suprimir partícula tan enojosa? El efecto sería probablemente catastrófico, es decir, poético: estaríamos ayunos de sustancias y fijezas empíricamente inexistentes. Preguntar qué es algo delata cierto nerviosismo y mucha incomodidad; es como preguntar: ¿qué tengo, doctor? ¿Es grave? Sin el verbo “ser”, las cosas fluyen, advienen, devienen, se retiran, llegan a ser lo que en realidad son: pasos, momentos, impulsos, trámites… Imágenes en movimiento. (Se comprende el tropo heideggeriano: der Welt weltet). Efecto poético, que por ello mismo choca con las necesidades clasificatorias: si no se ha abandonado esta palabra es por los servicios lógicos —es decir, económicos, prácticos— que presta; choca, también, con ciertas necesidades afectivas: a todos nos parece agradable presuponer que cada cosa, en su azarosa fragmentariedad, pertenece o remite a una totalidad de sentido. “Esta cosa que siento o que me está pasando ha de pasar, porque hay un Todo”… El Todo es una suposición facilitada por el verbo ser; y es una suposición tranquilizante. De ese verbo se irá pasando, con el tiempo, a afirmaciones menos seguras: que el ser es Uno, Bueno, Verdadero, Bello… Inconvenientes de una palabra tan literalmente inmensa. Es como si de cierta voz de cierto uso del castellano nos propusiésemos edificar una ciencia total: por ejemplo, de una ampliación y generalización de la desta de la desa. Inelegante, pero eficaz; la disciplina resultante —fundamento de una futura profesión, presumiblemente acreditable— sería Destadesología. Ahora bien, que funcione puede ser signo de inexistencia (caso de palabras como “Dios” o “Alma”, o incluso “Hombre”): la mayoría de nuestras palabras más englobantes son globos que se desinflan a determinada altura. “Ontología” hace de una palabra-maletín un objeto firme a propósito del cual discutir largamente; algo que no tiene absolutamente nada de objeto y menos aún de firmeza. ¿A ello responde su eficacia? Aubenque asegura que del ser no hay ni experiencia ni conocimiento posibles: no en cuanto tal, pero, si hay experiencia o saber, no podrían ser sino del ser… Al final, la Ontología se descubre como una forma particular de Logología: lo que hay es lo que digo… ¡y nada más! El caso extremo —y paradigmático— es la geometría: recordemos nuestras lecciones, que no comienzan definiendo por conformidad —ninguna figura “corresponde” a algo previo y exterior a su definición—, sino que invariablemente arrancan de un: “Sea… ”. Sea una tangente que interseca una superficie cónica… Y así. Si, a pesar de ello, la filosofía parte no de una definición —“El ser es…”— sino de una interrogación —“¿qué (es) el ser?”— las cosas no son más sencillas; es incluso menos inelegante decir “el negro negrea”, “la lluvia llueve”, “el sol solea” o “la vida vive”… Total, esta palabra omnienglobante se desinfla siempre demasiado pronto; pero, justa o injustamente, queriendo o sin querer, esta palabra, y diciéndolo en todos los sentidos, ha hecho historia.

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La filosofía se reconoce con gusto como una ontología, como la ontología; y de esto todo el mundo está de acuerdo a partir de Parménides (535-460 a. C.), que ha establecido para la posteridad su sincronía; menos una identidad, una mismidad o una equivalencia que una co-incidencia, una simultaneidad, una co-implicación: hay pensamiento, hay ser. Escribir “ontología” permitirá la flexión: “logóntica”. Otra vez, poco elegante, pero eficaz. Importa destacar que no hay una relación de anterioridad ni de condicionalidad; pensar/ser elude la dualidad sujeto/objeto, una mancuerna que en la modernidad se antoja, si no inviolable, sí irrebasable. Irrebasable es, para Parménides, soporte de casi todo el pensamiento antiguo (es decir: griego), la simultaneidad ser/pensar. ¿A qué apunta? Evidentemente, a disolver la ilusión de la alteridad; lo real, en Parménides, deja de designar lo otro del pensamiento. La operación del eléata es prodigiosa: pensar es pensar el ser, con lo cual no habría un pensar erróneo, o aproximativo, o provisional, sino, con exactitud, un no-pensar. Es, creo, el sentido más íntimo de esa tautología: sólo es pensamiento si es de lo real —si no, será otra cosa, pero pensamiento no es—. Lo impensable, para el filósofo, es el no-ser; ¿por qué tendría que “corregir” esto su sucesor, a saber, Platón? Porque el ateniense vuelve a introducir la alteridad, la discordancia entre ser y pensar; el logos platónico es mixto porque ya ha perdido de vista al ser: la verdad ha de ser construida. Y vigilada. ¿Qué es lo que ha pasado? Que —con la presencia de una verdad parcial o fragmentada, de una verdad perspectiva, con su “infección”— se ha perdido en un mismo movimiento la inocencia —y la madurez—. Después de Parménides, el ser aparece estallado. Platón y Aristóteles administrarán los restos de la catástrofe. ¿Qué queda del ser, si no la “esencia”? ¿Qué, sino aquello que de él subsiste? Si del ser subsiste algo, todo lo demás se convertirá, precisamente, en resto; a saber, en predicado, y todo lo que pueda decirse de ello será una prédica infinita. Porque Parménides no dice que la palabra y el ser sean uno; dice que pensar —sin palabras— es (del) ser. ¿Es posible (un) pensar (del) ser? Los griegos lo intentan sin complejos de más; se trata, en cada caso, y por principio, de pensar-lo-que-es sin añadirle una faz benévola, es decir, humana. El fondo mítico sirve de frontón; el ser es aquello que resta cuando se verifica la desaparición de los dioses. Pero su huida no se da sin dejar marcas: la noción que recibe su herencia es la physis, a saber, sin remedio, una Madre Perpetua. Jenófanes se opone a ella: pensar el ser implica despojarlo de cualquier atributo humano y, en el extremo, de cualquier atributo relacionado con la vida. El Ser es eterno, infinito, inmutable, sin forma… Es decir, sin atributos: fuera del tiempo, fuera de toda experiencia y de toda representación. El Ser es ajeno a lo sensible, pero sigue —esto es esencial— siendo inteligible; no los seres individuados, no “las cosas” ya particularizadas en sí mismas o determinadas (identificadas) por nuestro entendimiento, sino el ser en su absoluta abstracción y distanciamiento. El ser es, como cierto tipo de música, acusmático: sólo que ni siquiera se oye. A fin de eludir el antropomorfismo, la escuela de Elea destierra al ser al vacío que, sin confundirse con nada, lo sostiene todo: hen kaí pan (ἕν καὶ πᾶν), el uno-todo, la parte oculta de la physis… Condición de movimiento, condición de acción, condición de todo orden, de toda percepción y de todo pensamiento: que sea condición es lo mismo que declarar nula la semejanza con cualquier asunto, anhelo o parámetro humano. El de Colofón está afirmando, antes de Parménides, que pensar es pensar el ser porque el ser escapa a cualquier adecuación o manipulación —intelectual o material— de los hombres. ¡Qué diferencia con los filósofos modernos, es decir, cristianos! Para ellos, el ser es Dios, pero un Dios absoluta y desaforadamente humano; comprobemos que para Jenófanes, en el otro extremo, la sabiduría consiste exactamente en salir de la caverna de los afanes humanos, siempre demasiado humanos. Un desprendimiento que recoge y profundiza Parménides: el ser es lo absolutamente ajeno (al hombre). Las consecuencias de esta decisión son inmensas para el ser, para la naturaleza y para el hombre; éste se mira en el espejo del ser, pero éste a su vez le hurta cualquier imagen de sí. La physis resulta así una proyección del ser humano en su carácter inevitablemente temporal, es decir, mixto: la fusión del ser y del no ser produce todo eso que deviene y muta, que anda y se pierde. Las intuiciones de Jenófanes alcanzan un estatuto teórico en Parménides: el ser siempre ha sido y será, sin merma, sin crecimiento o desgaste, sin partes ni grietas, absolutamente uno, sin bordes, sombras o resquicios: una esfera perfecta en la que coinciden armónicamente lo finito y lo infinito. Cuesta trabajo encajar esta exigencia de pureza con la necesidad (humana) de disponer de una representación espacial; ¿podría ser una concesión, un recurso didáctico? ¿Alcanzó o no el eléata a despojarse de toda tentación objetivista? Difícil cuestión, que nos conduce de vuelta a la pregunta por los límites de lo inteligible. El ser no es correlato de la sensación, quizá, pero, ¿cómo saber que por el pensamiento se entrega a nosotros (o a los filósofos que hay entre nosotros)? ¿Apunta, como en Pitágoras, a un ser puramente matemático?

 

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El ser es el objeto del pensar, con la singularidad de que el ser —“[…] la posición de Parménides no es la de un hombre de ciencia”, recuerda Cornford[2]— en absoluto podría ser un objeto. Lo mismo es pensar y ser (28 B 8). ¡Pavorosa identidad! El efecto —teórico y práctico— es reventar las ámpulas del sujeto, porque con esta paridad del ser y del pensar ningún sujeto podría establecer el pensamiento como una facultad o una propiedad suya: el ser es (lo) inapropiable que desfonda a ese apropiador o depredador compulsivo que es el mortal. Acaso Parménides quiera mostrar con todo esto que el ser —sin ser propiamente nada— nombra el límite de lo humano, de su técnica y de sus sueños; nos movemos entre fantasmas, jugamos y trabajamos con ellos. Ni el ojo, ni el oído, ni la lengua —ojo— dan cuenta de ello; la razón tampoco da “noticia” del ser, sólo adelanta hacia él su etéreo tentáculo. Tal es la dificultad que el filósofo propone a los hombres. No hay paso entre lo sensible y lo pensable, porque uno nos ata al mundo y el otro nos ofrece una vía de escape. El ser, ¿soporta al mundo, o es la condición para declararlo nulo? Por lo pronto, sólo podemos afirmar que para Parménides la verdad es trágica porque, aun si es posible pensarla, no nos sirve de nada: una verdad que ni consuela ni conforta, ni promete ni amenaza, la verdad de un ser que simple y brutalmente no dice nada. Su ontología es, así, la de un ser que es absolutamente indiferente al “destino” del hombre, un ente entre otros miles de billones hacia el cual guarda un infinito y eterno silencio. Lo cual, paradójica e inesperadamente, proporciona un bien merecido alivio. Veámoslo en el detalle.

No es cierto que los presocráticos hayan desdeñado el problema humano, pero sí es verdad que en ellos es un tema que se encuentra poco desarrollado: hay una antropología, sólo que está implícita en una cosmología o una física. Primero está la physis (φύσις), enseguida —como en Pitágoras— el bíos (βίος). “El problema del conocimiento”, observa Giorgio Colli, “surge en Grecia de un modo casi milagroso y en pocos decenios alcanza una madurez espectacular”.[3] Todo indica que —más allá de su nexo con Jenófanes, efectivo, y con Pitágoras, escaso o inexistente— nació de la cabeza de Parménides. Antes de él, la filosofía no se halla netamente separada de la religión y si lo está no se preocupa del conocimiento. Parménides es un auténtico inicio: “Con Parménides nos encontramos ante algo completamente nuevo, un salto cualitativo cuyo condicionamiento histórico no sabemos explicar”.[4] Jenófanes no influye en Parménides; lo único filosóficamente relevante que se le atribuye es una declaración de monismo: hay un Dios único que se opone al politeísmo popular griego. Aristóteles dice en la Metafísica que, “mirando el cielo”, Jenófanes concluye que todo es dios. Pero su posición es crítica, no constructiva: le interesa impugnar la concepción popular, pluralista y antropomórfica. Parménides desarrolla ese monismo: tó on (τὸ ὄν) —lo que es— designa la realidad Una. Y este desarrollo se da en el exterior de la esfera religiosa. Este concepto —tó on— aparece bruscamente con Parménides y nunca será abandonado por la filosofía. Cómo definir a ésta es algo que no se ha logrado, pero Platón y Aristóteles la conciben como “el conocimiento de lo que es”. Filosófico es ese saber qué son las cosas antes de actuar sobre ellas; algo completamente nuevo. La preeminencia de lo teórico sobre lo práctico —del pensamiento sobre la acción— es propia de la filosofía, de Parménides a Plotino. Tó on dice en griego lo que la palabra brahman dice en sánscrito: “[…] el término brahman es la objetivación de la divinidad en un concepto despersonalizado, pero que encuentra su origen en la divinidad”.[5] La filosofía hindú es “un movimiento aristocrático” que se produce en el interior de la religión; en Grecia eso no sucede: la filosofía es independiente de la religión. La filosofía occidental se ha puesto después al servicio de la religión y a partir del siglo XVII al servicio del interés utilitario (Kant es un caso aislado que retorna a la reflexión puramente teórica); sólo en Grecia se ha dado esta independencia total. El método experimental —la filosofía moderna— obliga a la razón a dar cuenta de la experiencia, pero en la filosofía antigua “[…] lo que es ofrecido por el logos no es un dato que pueda condenarse”.[6] A la recíproca, no se condena lo sensible, pero tampoco se le considera importante para comprender lo que hace la razón.

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La filosofía procede de una forma completamente nueva; pregunta por la esencia de las cosas, por aquello que —visible o invisible— permanece en ellas, y no por su origen: no es ni mitogónica ni teogónica. La “esencia” —palabra de origen latino— se dice en griego: arkhé (ἀρχή) principio o mando, regla o rigor; no es “lo que había antes”, sino lo que está por encima o por debajo de los cambios que afectan a las cosas. Arkhé aparece por primera vez en Anaximandro, en referencia a lo ápeiron (ἄπειρον). Será fácil destacar el parentesco del término con lo político; “[…] los filósofos descubrirán que la ordenación política del mundo, que, a diferencia de la de la sociedad humana, es inmutable, es la ordenación por excelencia”.[7] El fragmento conservado de Anaximandro así lo manifiesta: “El principio de los seres es indefinido… y las cosas perecen en lo mismo que les dio el ser, según la necesidad. Y es que se dan mutuamente justa retribución por su injusticia, según la disposición del tiempo”.[8]

Una imagen inquietante es el —necesario— ingreso y retorno de los seres (finitos) a la infinitud de la que ha sido injusto haber salido. Se trasluce aquí un problema “ético-político”: es injusto que lo infinito se haya finitizado, que lo ilimitado se dé un límite, que lo indeterminado sufra una determinación; luego, es necesario que se vuelva al ápeiron. El fondo órfico es patente: nacer ha sido un error. ¿Naces? Pues necesariamente habrás de morir. Con todo, la diferencia de filosofía y religión atañe a una noción situada más allá de la oposición entre el Uno y lo múltiple (pues ésta no es ajena a la religión): sólo en la filosofía se produce el desgarro entre lo real y lo aparente. Para los presocráticos, tildados de “físicos”, lo sensible cae del lado de la apariencia; ¿qué es, entonces, lo real, si no aquello que al darse a la sensibilidad también se sustrae a ella? Darse y hurtarse no es lo mismo que contraponerse a ella; eso ocurrirá en Platón, con referencia al concepto de psyché (ψυχή). La oposición entre materia y espíritu no existe aquí; es una proyección moderna. La originalidad filosófica está en la invención del concepto de arkhé: puede ser Uno (Anaximandro, Tales, Heráclito), pueden ser Dos (Demócrito), pueden ser Seis (Empédocles), pueden ser Infinitos (Anaxágoras)… En conclusión, “[…] no caben afirmaciones seguras sobre el origen de la filosofía griega”.[9] Tampoco acerca de Parménides. Pero la tesis de Colli se sostiene: filosófico es el gesto de postular un arkhé que no se confunde con lo sensible. Si esto es así, el primer filósofo es Anaximandro, no Tales (agua), no Heráclito (fuego), no Anaxímenes (aire); a menos que sus “principios” sean simbólicos. (Aristóteles habla incluso del arkhé “metaxý” (μεταξύ), lo intermedio, lo que hay entre lo seco y lo húmedo…). Lo propiamente filosófico, su originalidad, está en la depreciación de lo sensible como fuente de conocimiento. Justo ahí comienza el comentario sobre Parménides. El primer punto es que el lugar al que ha sido llevado se encuentra apartado del “sendero de los hombres” (“fuera de lo hollado por los hombres”, traduce Bernabé); la filosofía no “desdeña” a lo humano, pero se desprende de su camnios. El segundo punto es la distinción entre aletheia (ἀλήθεια) y doxa (δόξα): la primera designa “el corazón imperturbable de la verdad” y la segunda “el modo en que aparece a los mortales”. Lo real, ¿es para los mortales? ¿Debemos contentarnos con lo que aparece? Es lo que se afirma en el tercer punto de su comentario: “hay que aceptar que existen las cosas aparentes”. Pero, para conocerlas realmente, hay que “atravesarlas” (pantos panta peronta = πάντος πάντα περόντα); pues hay una “conducta” de las cosas aparentes, un modo de ser que ha de conocerse. Lo aparente penetra o permea todas las cosas y la tarea del pensamiento es cruzarlo, perforarlo, ver a través —pero en absoluto obviarlo—. El mundo aparente —la doxa— está ordenado, y ese orden, en sí mismo inaparente, ¿es lo verdadero? Colli percibe cuatro partes o fases del poema: (1) Aletheia “el corazón que no tiembla de la verdad bien redonda”, (2) la doxa, “opiniones de los mortales”, (3) el logos “en torno a la verdad” y (4) el tratamiento de la doxa. De Aletheia sabemos por principio que es extrahumana; es la revelación de la diosa. De Doxa, que es o bien un “error” o bien una “realidad de segundo grado”; Colli se inclina por conceder que Parménides ofrece un “método” para cada una de ellas: la verdad, el error y la apariencia. Con todo, se rehúsa a identificar la verdad con el ser. El ser es independiente del lógos, esto es lo que nos dice Parménides; es un decir en torno. El fragmento B8 (40-41) es el siguiente: “Que no hay ni habrá otra cosa fuera de lo que es… Por tanto será un nombre todo cuanto los mortales convinieron, creídos de que son verdades” (tr. de Bernabé). ¿Un nombre? Los mortales dan nombre a cosas que no pertenecen al “corazón que no tiembla”, sino al flujo de la impermanencia; pero Colli asegura que esos nombres convencionales se aplican al ser y al no-ser: ni uno ni otro pertenecen a la aletheia. No “pertenecen”, pero están en el camino: el lógos persuade (pistis) a los mortales de ponerse en camino a Aletheia.[10] Otra cosa sucede con la doxa; ella “no persuade”, justamente porque no tiene en cuenta a Aletheia. Para Parménides, la verdad es incomunicable, pero puede ser tomada en cuenta desde esa esfera intermedia, racional, “inventada por él”, dice Colli, que se aparta de la falsedad de las opiniones de los mortales. Una meseta o, mejor, un puente entre Doxa —que, con todo, obedece a un orden, no es mero caos— y —la imposible— Aletheia: eso es Logos. Acaso un salto entre dos placas tectónicas: una, incluso con sus dioses y cultos, humana: la Doxa; otra, a la que Jenófanes llamó Dios —pero, como sabemos, un Dios absolutamente extrahumano— y Parménides nombra o identifica como Aletheia. Ésta indemostrable y aquélla pidiendo demostración y escrutinio.

¿Qué puede saberse de Aletheia? Que es. ¿Nada más? Sí, y que el camino a ella está plagado de signos. Esas señales afirman negando: no tiene origen (agéneton), no tiene finalidad (atéleston), no se estremece (atrémes), no puede violarse (asylon), no es mortal (anólethron)… Aletheia no admite determinaciones; ¿misterio absoluto, como sugiere Platón? Hay un logos del ser —en dirección al ser—, pero el ser no es logos. El ser se revela como misterio impenetrable, ¿para la razón, para la sensibilidad o para el entendimiento? Si en efecto es impenetrable para nuestras facultades, ¿cómo saber que es? (no qué es, sino que es). Pues no se sabe; se intuye (noos): una percepción inmediata de lo inmediato. Y de lo inmediato —de lo no mediado, de lo no determinado— podemos decidir que es, aunque nunca sepamos qué es. La Aletheia parmenídea es neutra: ni una, ni múltiple, ni finita ni infinita, etc. Es entrando al lógos —íntegramente humano— que ese neutro se rompe y desperdiga; se transforma en contradicción. ¿Qué diferencia hay entonces con la Doxa? Que el logos apunta a Aletheia; no se la apropia, no la hace suya, pero se guía por ella (o ello). Colli nos lo recuerda: Aletheia es una diosa, no un objeto ni un sujeto (un “sujeto sin nombre”, dice), ni siquiera un campo problemático. En Doxa nos hemos olvidado limpiamente de Aletheia; en Logos podemos toparnos con restos. A continuación, Colli emprende un desvío: distinguirá entre tó on —lo que es— y tó einai (εἶναι) —ser—, una distinción que ejercerá notable influencia en Platón y en Aristóteles, pero que se halla originalmente documentada en Anaximandro. Está lo que es (τὸ ὄν), está el ser (τὸ εἶναι) y está es (ἐστι); desde él, desde Anaximandro, se afirma que “la función” del pensamiento humano consiste en decir que “es”. Decir —legein—, pensar —noein— lo que es —tó on—. Pero —por razones de tiempo— ya no podemos seguirlo más. Permítaseme ofrecer un resumen medianamente conclusivo.

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La filosofía se distingue nítidamente de la religión cuando es contemplada como un sorprendente e inexplicable esfuerzo de eliminación del componente humano en nuestra percepción y en nuestra concepción del mundo; un extraño esfuerzo de reducción del antropomorfismo —o del antropocentrismo—, representación que distorsiona y violenta la relación que se establece o puede establecerse con la realidad. Extraño, pues no se sabe muy bien a qué atribuir este desplazamiento. Opinar que el paso de las mitologías o mitogonías a la filosofía es un paso lógico —un efecto de la evolución mental, social o cultural— es proponer una petición de principio: da por sentado justo aquello que habría que explicar. “En el siglo VI, vemos coexistir en Grecia”, escribe Colli, “dos visiones del mundo antitéticas, política una y mística la otra: del choque entre estas fuerzas nace el milagro de la filosofía griega”.[11] El impulso místico se encuentra en la base de la filosofía y debe entenderse no como una fusión con Dios —imagen que heredamos del cristianismo—, sino como una “[…] exigencia de deshumanización”.[12] La filosofía es un modo de considerar las cosas que discurre no siempre en contra, pero sí al menos a un costado de la religión. No se le enfrenta en todo momento, pero sí es, por vocación propia, un camino divergente. Con todo, como recién hemos visto, su aparición —Grecia, siglo V a. C.— tiene algo de milagroso. Porque en su origen no es exactamente la irrupción del pensamiento lógico-racional —y su eventual triunfo la irracionalidad mítica— lo que va a caracterizar su entrada en escena. El pensamiento lógico-racional es un efecto secundario, una especie de daño colateral asociado a otra cosa, a un descubrimiento literalmente descomunal. La razón viene después de una revelación que, debe reconocerse, tiene mucho de milagrosa. Pues lo que se revela es la revelación misma: el ser —tó on— en cuanto que revelación del ser. El lógos comparece después de la revelación, que en griego —y, concretamente, en Parménides— se llama Alethéia. Hay filosofía porque —al lado del mito, primero, y en contra de la religión, más tarde— hay Alethéia, es decir, Revelación: revelación del ser como fuente de la diferencia de los entes. Por esto mismo podemos decir que toda filosofía es, la explicite o no, una ontología: el logos —el discurrir— del ser. No necesariamente el discurso humano acerca o a propósito de Alethéia, sino aquello que ella, de poder o de querer hacerlo, diría. Con esta segunda posibilidad, se producirá una racionalización, una logicización, una teo-logificación del ser: liberada de su cautiverio mitogónico, Alethéia será capturada por un Dios-Hombre que hablará —a los hombres— en su nombre. El otro dispositivo de captura es el de la ciencia, que convierte a Alethéia en un objeto; objeto de dominio y manipulación, objeto de fruición, objeto a disposición de los humanos. La religión —el monoteísmo judeo-cristiano— transforma a Alethéia en un sujeto —el ser es un Ser Supremo que dirige su palabra a los hombres— en un movimiento simétrico pero solidario al de la ciencia, que la reduce a objeto. Entre ambas, la filosofía se esfuerza por preservarla en su autonomía, en su pureza, en su inocencia, en su alteridad absoluta respecto de la escisión de sujeto/objeto. Empeño de preservación que, dentro de la filosofía, puede ser abandonado, interrumpido, revertido, contradicho: casos todos en los que ya no habla la filosofía, sino la ciencia o la religión. En síntesis, mientras que la religión diviniza a Alethéia, la ciencia la cosifica (o entifica), pero ambas, desde ángulos opuestos, la reducen a una escala humana. Que es, dicho con exactitud, aquello que la filosofía se esmera —inútilmente, quizá— en impedir. Porque la historia entera de la filosofía puede leerse como la Odisea de Alethéia, constantemente amenazada por las compulsiones antropocéntricas que hacen de ella o bien un sujeto (Divino) o bien un objeto (profano). Resistir a estas amenazas es lo más difícil. Ni siquiera podría justificarse, pues hacerlo implica conceder demasiado a la compulsión antropocéntrica. De ahí, me parece, el carácter milagroso o inexplicable de la filosofía. Milagroso porque el deseo de preservación del ser no se compadece de ninguna necesidad humana. No se ve de dónde ni por dónde habría de nacer este respeto por la extrahumanidad del ser. Extrahumanidad: un ser que acontece —y se revela— como un afuera absoluto. Pero un afuera envolvente, una atmósfera hasta cierto punto respirable, un suelo en el cual momentáneamente hacer pie. Para un mortal, el ser apenas es otra cosa —pero no es una cosa— que tiempo. El tiempo es el modo en que Alethéia se revela a un mortal. ¿Podría edificarse una ciencia, un saber riguroso, de revelación semejante?

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De Platón en adelante, la “posición” de Parménides será sistemáticamente impugnada y arrojada al limbo de las ambigüedades prefilosóficas; el de Elea se equivocó, asegura Pierre Aubenque bajo la autoridad protectora del estagirita: “[…] cometió el error de expulsar fuera del ser todo aquello que no es el ser propiamente dicho”.[13] ¿Qué cosa es este ser “no propiamente dicho” que debemos admitir dentro del ser? Todo lo no-sustancial o no-esencial, es decir, lo adjetivo, lo verbal, lo accesorio: las figuras parasitarias (dice Aubenque, pensando en las categorías aristotélicas) del ser. Del vacío absoluto, de la hostilidad parmenídea del ser —aquello que no ofrece hospedaje ni hospicio— se transita a su contrario: el ser —estabilidad, permanencia, intimidad— es la casa del hombre. ¿Qué ha pasado, además de avanzar sin tregua ni temor en el camino de la re-humanización? El mundo es el ser, punto final. Pero Platón y Aristóteles siguen siendo —a pesar de esta torsión o desviación— filósofos: el estagirita, en particular, no puede negar la unidad y la unicidad de Alethéia, aunque sí hará énfasis en su polisemia; del lado del mortal, Alethéia se revela en la pluralidad y la pululación de los seres: en la exuberancia de su accidentalidad: “Tal es, o habría podido ser, la buena noticia del aristotelismo, el anuncio de esa gaya ciencia en que habría podido consistir, suponiendo que fuera posible, una ontología de la diseminación y de la diferencia”.[14]

Lástima, no hay “gaya ciencia” en el estagirita; hay, en cambio, el impracticable, paradójico intento de formular un saber riguroso de aquello que no tiene principio, ni fin, ni bordes, ni superficie, ni profundidad… Es que Alethéia no es “algo”, sino Todo, pero, nótese, una totalidad indeterminada y sin mediaciones, en consecuencia, un No-todo; lo-que-es no es, para Aristóteles, un conjunto finito o discreto de determinaciones, sino aquello que —como en Kant— “acompaña” a cada una de nuestras representaciones. Por fin, ¿hay o no hay ciencia del ser? La onto-logía, ¿es posible en Aristóteles? Lo es, pero en un sentido restringido. Primero, como una dialéctica de (o con) lo indeterminable: como el lógos de lo que entra y lo que no puede entrar en el lenguaje; y, segundo, como una topología del discurso, es decir, deja oír el ruido de fondo o deja ver el horizonte inobjetivable de la comunicación. Es evidente, por lo demás, que este programa —una ontología tópica y dialéctica atenta a lo indecible— estuvo desde el principio destinado al fracaso. Lo que triunfó, y se impuso de entonces a ahora, fue la onto-teo-logía, a saber: el discurso de la negación, silenciamiento, represión o sojuzgamiento de Alethéia. ¿Triunfo ineluctable e irreversible de lo humano sobre la extrahumanidad del ser? En cualquier caso, un destino inscrito en el arranque del discurso aristotélico: eso ocurre cuando se quiere comprender a Alethéia como un fundamento y un soporte lógico y existencial o sustancial de todo cuanto aparece: en el concepto de ousía vienen ya cargados los dados. Ousía es el sujeto —hypokeímenon— y el mundo sus predicados. Asignación apresurada que inclina la balanza del lado —humano— del lógos; de Alethéia nos quedamos o, mejor dicho, nos vamos quedando y conformando sólo con lo que en ella habría de inteligible (o racional). De aquí en adelante decimos, Alethéia desaparece en su indeterminación para dar paso a su potencia determinativa (o creadora): deja de ser la revelación extrahumana para ser paulatina pero inexorablemente reconducida a la escala humana del lógos. Se entienden así, entre muchas otras cosas, los motivos de un Heidegger para volver, no sin cierta necedad, a plantear la pregunta que interroga por el sentido del ser.

Agradecemos las reproducciones de la obra de Antoni Tàpies

 

Bibliografía

  1. Aubenque, Pierre, “Onto-lógica”, en Jacob, Andre (ed.), El universo filosófico, tr. J. I. Galparsoro, Akal, Madrid, 2007
  2. Cappelletti, Ángel J., Mitología y filosofía. Los presocráticos, Ediciones Pedagógicas, Madrid,
  3. Colli, Giorgio, El nacimiento de la filosofía, tr. C. Manzano, Tusquets, Madrid, 1977.
  4. _______, Filósofos sobrehumanos, tr. M. Morey, Siruela, Madrid, 2011.
  5. _______, Gorgias y Parménides, tr. M. Morey, Sexto Piso, México, 2012.
  6. Cornford, M., Parménides y Platón, tr. C. Giménez, Visor, Madrid, 1989.
  7. Hartmann, Nicolai, Ontología, tr. J. Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, 1954.

 

Notas

[1] Aubenque, “Onto-lógica”, ed. cit., p. 21.
[2] Cornford, Parménides y Platón, ed. cit., p. 71.
[3] Colli, Gorgias y Parménides, ed., cit., p. 124.
[4] Ibídem, p. 126.
[5] Ibídem, p. 128.
[6] Ibídem, p. 129.
[7] Ibídem, p. 132.
[8] Fragmento B1 de Anaximandro, tr. A. Bernabé.
[9] Colli, Gorgias y Parménides, p. 139.
[10] Ibídem, p. 154.
[11] Colli, Filósofos sobrehumanos, ed. cit., p. 35.
[12] Ibídem, p. 43.
[13] Aubenque, op. cit., p. 26.
[14] Ibídem, 28.