Revista de filosofía

Himago

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Un cadáver abrió su dominio, en el dialecto

del abismo que desfallece la memoria,

porque el hombre perdió el tono, la forma

y la belleza balbucea.

                      La corona. Inédito.

Resumen

En el juego de representaciones del lenguaje, el sujeto se experimenta como retazo, huellas de un objeto-palabra perdido. Desde ese caleidoscopio el sujeto se repliega en la doble sombra de la lengua y se reviste de la doble máscara de la palabra que viene del otro. Ahí es donde aparece himago como figura en la que se funda la creación, hace puente entre la lengua y el lenguaje. 

Palabras clave: logos, lenguaje, retórica, himago, representaciones

 

Abstract

In the game of representations of language, the subject is experienced as a remnant, traces of a lost word-object. From that kaleidoscope the subject retreats in the double shadow of the tongue and is clothed in the double mask of the word that comes from the other. That is where himago appears as a figure on which creation is based, it bridges the gap between language and language.

 Keywords: logos, language, rhetoric, himago, representations

 

La sombra de la lengua

El Todo, en su beatífica completud, nos precede con el signo indescifrable de una profecía que se caracteriza por una arritmia de la lengua: desmoronamiento de una plenitud que alcanza a rozar la discontinuidad del ser, donde éste se asienta y la himago[1] espera. Por su misma fuerza negativa o su inhóspito rechazo, hace que la palabra del “sujeto dentro de su lengua, se repliegue en su doble sombra”.[2] Derrumbe propiamente humano, donde el logos irrumpe trazando un corte en el Otro, marcando un anacronismo por el cual el sujeto no es bienvenido en el mundo.

Aun sea que la himago quede pequeña, debido a que el sujeto sobrevive en la negación asfixiante de la lengua (ese mutismo matricida), ésta le brinda su palabra. Palabra que al otro le parece insignificante o grande; donde siente el peso del ideal que le exige alcanzarla en la obturación del deseo del Otro, donde reviste la máscara de la tragedia. De ahí que aquella, más que de un paradigma epistemológico, se trata de una praxis, de una práctica de la palabra.

Esa doble sombra abisma y polariza el objeto en dos puntos donde no hay retorno para el sujeto que creemos como una partícula atómica sin división, sino todo lo contrario, a partir de ahí, el sujeto sólo podrá experimentarse como retazo de un universo unívoco, un juego de representaciones, huellas de un objeto-palabra perdido. Visto desde aquí, el sujeto, como un caleidoscopio, se repliega, se resguarda en la doble sombra de la lengua del Otro y se reviste de una doble máscara de la palabra perdiéndose en ella, sorteando el choque de un devenir existencial deudor o sí mismo.

Himago, la figura que funda la creación en el poema, hace bisagra o puente entre la lengua y el lenguaje, sin embargo, sólo en la lengua cuenta con la fuerza del verbo performativo, ya que presenta una obturación por el lado donde ella misma se envuelve para perder al sujeto; una implosión de vitalidad que determina la operatividad técnica del lenguaje que ahí nace bajo los auspicios del símbolo, encarnándose el imperio de una ley en la palabra.

Esta ley que se impone en el lenguaje, no es más que la palabra con la que el sujeto se entiende con el otro cuando es obligado a reconocerlo en las pantallas del Otro donde, sin saberlo, comparten una lengua. Lengua que “es a la vez un producto social inconsciente de la facultad del lenguaje, y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos”.[3] Así, la lengua es fuerza en potencia, estacionaria, que cohesiona una realidad donde la palabra del individuo se construye o viceversa. Construcción o destrucción que lleva de por medio una experiencia de lenguaje o su negación.

Semejante choque de fuerzas, divididas, que trasgrede la himago, no es más que la fuerza que el sujeto experimenta como violencia: desde el lenguaje, que no dice todo, incuba la ley e impone su palabra al hablante, y desde la lengua, lugar de residuo: miseria del hombre en tanto falta de movimiento y trabajo. Esa falta de inversión en la lengua, como el Mar Rojo varado, es fatal para su misma potencia; fuerza que es abordada por la experiencia del lenguaje como aliento irregular, pero que constantemente irradia en el poema. Es esa misma falta que confronta con la angustia del abandono que el sujeto experimenta en la pregunta, en el azar de la palabra que puede no responder, no a la pregunta, sino a otra palabra: vacío que pasma como un eco sin respuesta ni vocablos.

Ese nicho en la lengua, en su virtualidad, está desmoronado en la superficie del lenguaje. Resguarda entre sus escombros el espacio de la eterna ignorancia del ser inmutable, sin diferencia, revelado a Parménides que es, como principio que caracteriza la creación literaria del poeta o poíesis,[4] o la cosa especulativa del filósofo, el espanto de una potencia impotente. Afectivamente insensible y sin efectos en sí misma, sin embargo, empuja como una yegua la pulsación del logos en la palabra y su desorden. Palabra que constantemente perece en la soledad de la lengua del hombre, cuya precariedad congénita, de marca acéfala, sin agente, abisma al sujeto en su condición miserable.

Julio Cortázar titula “Acefalia” a un cuento, donde narra las peripecias de un señor que le cortan la cabeza. Liberada la representación vocal de su palabra, sigue, bien o mal, viviendo. Una pequeña broma que insinúa cómo el lenguaje, por obra de la lengua, no es únicamente asunto que suena en la boca por medio del raciocinio o, la cabeza, donde se supone que operan la mayoría de los sentidos, sino también del cuerpo; lugar propicio para hacer oír las marcas de la lengua donde se ha recubierto de palabras, de sentido, de piel.

El señor acéfalo sólo cuenta con el instrumento de su palabra, aunque aquí sin articulación de la boca, para hacerse un mundo donde habitar; el habla. “Sólo le faltaba oír, y justamente entonces oyó”. Afirmación que da un giro al tono de broma de la narración por el poder performativo del verbo que adviene y trastoca, da vida al ser de la palabra (el sentido) en el lenguaje. Aquí el narrador se detiene, puntúa el cuento en el umbral de la experiencia de la himago, donde todo empieza como un recuerdo de palabras gastadas a fuerza de sonar y sonar.

En otro autor, la experiencia del narrador que habita Las ruinas circulares no revela nada más que el desconocimiento de sí mismo, cuando se vuelve otro en el sueño de otro, preñado del deseo de la invención. El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma.[5] Agotar el vacío (himago), la síntesis de la palabra que se niega, la dialéctica de la ficción que se crea a fuerza de repetir; tejiendo y destejiendo las sílabas que advienen de un lugar (el lenguaje) a otro (la lengua), pasando por himago. Es decir, crear, como una espada de doble filo, el vacío de la representación.

Dicho de otro modo, lo que adviene es que el existente se deshace de toda pertenencia, asignación y propiedad para enviarse, dirigirse, dedicarse a… nada distinto al hecho mismo de existir, de estar expuesto a reencuentros, a sacudidas, a encadenamientos de sentido. Cada vez es un “advenir”, un “producirse” y un “jugarse” en el que seguramente puede reconocerse un “sí mismo” pero solo reconociendo al mismo tiempo que ese “sí mismo” (ese sujeto) se encuentra infinitamente alejado, arrojado detrás y delante, por el choque mismo del “advenir”.[6]

La precariedad, la insuficiencia de la palabra que confronta al sujeto en su himago; embrión vacilante de un camino tortuoso a recorrer, no se camina, en el tiempo de su desarrollo, sin angustia. Angustia ante el reconocimiento de una palabra que fue perdida entre los escombros de la historia, y amenaza con reencontrar al sujeto en su sentido petrificante. Es así, que, el sujeto, por los propios medios de su orfandad, es incapaz de esta travesía. Es necesario el acompañamiento,[7] la escucha del otro y el otro del sentido, ya que, entre los escombros de la lengua, un camino recobrado será perdido en el mismo instante. Es la palabra infinita, por ejemplo, de Orfeo al perder a Eurídice, su amada, en la puerta del Tártaro. Palabra en duelo que podría resplandecer el sueño con voz cavernosa de éste nicho.

ORFEO E EURIDICE

ORFEO E EURIDICE

¿Acaso no juega en la opacidad, como un horror de la palabra que desvaría en un sueño sepulcral, la perversión que el verbo opera en la lengua? Las palabras dilaceran la carne para montar un escenario y abrir el paso de la trama que se expande, desde el vacío de su lengua, en ondas que sacuden los nervios del poeta.

 

El vacío de la representación

El escrito criptográfico que rememora el sacerdote a Josef K. en El Proceso, que versa sobre la enigmática experiencia­espera de entrar en la ley y saber sobre ella, es la misma condición ignorante e imposible en la que cualquier sujeto, por estructura, vive por y sobre su lengua. Como siempre, el deber de la ley es ser accesible a cualquiera, pero eso no significa que permita su acceso, todo lo contrario; es su deber de espera infinita quien sólo vislumbra, como posibilidad, la seducción y coqueteo de su entrada, sin embargo, no se deja reconocer ni aprehender por el sujeto, debido a su misma condición inefable y mortífera. Lo que exige la ley es la espera. Una espera en la palabra, insensata, que trastorna al sujeto impaciente por su muerte; bien que acarrea el paradigma del mal como goce de lo peor.

La simetría de la aparición de YAHVÉ, nombre impronunciable en el AT, en medio del fuego en el monte Horeb (Éx. 3, 2) y en el Sinaí (Éx. 19, 18): sacralidad representada por los truenos y relámpagos en medio de la nube; y el monte del cual brota el humo en forma de columna hacia el cielo, con el resplandor inextinguible que sale de la puerta de la ley en el relato de Kafka, no es meramente casual, sino la metáfora apodíctica de la convocación performativa de una presencia que crea desde el verbum divino.

MONTE SIANI

MONTE SIANI

Himago, el médium donde el ser se revela al lenguaje, tiende a contener la relación tiránica y salvaje de la lengua con el hombre, ya como un potro indomable que habría que cabalgar. En ese profundo resplandor, exige un juramento como éthos; un acto ético en el logos que convoca al sujeto, ya que es el único ser que se apasiona con el deseo, y atraviesa con nada más que su palabra nuda[8] (el habla) el lenguaje, y en la cercanía con la lengua, siente arder sus vísceras en un noser,[9] y se desnuda de la representación y de toda certeza teleológica de verdad, como salvación de lo que está destinado a perder. Ahí habita, inconmensurable, la impotencia de su nuda palabra que suena siempre en la incertidumbre, que abrasa e intimida al yo en una agria intimidad, e insinúa:

Ahora mi vida se diluye,

me tocan días de aflicción.

No descansan las llagas que me corroen.

Parezco polvo y ceniza (Jb. 30 16, 19).

Cuando el sujeto logra contemplarse a sí mismo en el habla que se pierde y se diluye en el espejo callado y sin sombra, la inocencia patética del significante:

… se yergue con aciago hastío,

y en la obsesión fatal que le acomete,

presenta a la pasión en desvarío,[10]

y no percibe más que una sucesión de cuadros incompletos, que lo hienden y lo orillan hacia un desquiciamiento del cuerpo; ornamento de símbolos, ya que no representan lo que significan, sino lo que intuye su memoriavacío, donde los microorganismos, como levadura de las palabras en el lenguaje, hierven e inflaman las cavidadesmemoria de la carne en pena, para luego perforarlas vertiéndoles minúsculas dosis de olvido, (olvido subrogado por la ley a cambio de cortes de fuerza): como un insecto que inyecta libaciones de flor de opio en su enemigo para concertar la paz, para luego, ya desvalido, hacer frente, juntos, a peligros mayores.

Himago, que se encarna como una llaga, no permite al hombre dar una palabra firme, sostenible, ya que, para recorrer los lugares y habitar los espacios del Otro, es necesario creer y volverse imitador de lo oído y lo visto[11] en Él. Volverse otro de la tribu, como lo atestigua Borges:

“…un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome”.[12]

La enorme dificultad, pero oasis mortífero para el poeta, estriba, como lo intuye Borges, en repetir el sonido de los trazos en la boca de la arena, porque el signo que se realiza y pierde al mismo tiempo, viene a borrarse como las letras de los sueños tras abrir los ojos, para escucharlos bajo la óptica de las palabras que murmuran sólo el rastro que dejaron, sin significar alguna cosa en particular. Ardua es la brecha que nos separa del oído del otro en el mundo, en el Otro; de la palabrasimulacro que nos espera como un doble del cual no podemos prescindir, como himago que posibilita un ensamblaje imperfecto.

En este sentido, lo oído es a la memoria, donde se modulan desnudos sonidos, lo que las llagas en la playa a las corrientes del mar. El trabajo de exploración que el sujeto hace en los límites de su lenguaje, pasando por los bordes de su cuerpo, es el trayecto a esa himagocontinente que le hace penar, en el límite de la ley, la palabra sin voz, en una suerte de cuerpo que yace sin aliento, en estado vegetativo, donde murmura la profunda noche el crimen que lleva el sello del silencio.

El crimen es el horror que, en la angustia del vacío, asesina la efigie del otro que en el sueño atormenta al sujeto por la imposibilidad de hacerse comprender. Como el escenario ocupado en un sueño, que monta el centro de hi(ma)go para que la fuerza que irradia el balbuceo de ma, profundice en el acto asesino que encadena la lengua del sujeto, haciendo eco del silencio, puesto que ahí solo opera el vacío de la representación: sólo enuncia y balbucea. Es el arrebato convulso de la pitonisa frente a su espejo. En un entre dos, en la acción en el espacio vacío que se abre al oído del ser en su aproximación a la muerte, donde acontece la “alegría inhumana, desenfrenada, del poema… ni un punto del espacio vacío que no sea desesperación, locura, amor y, además: risa, vértigo, náusea, pérdida de sí hasta la muerte”.[13] La decadencia del sujeto se resiste al núcleo sin sentido de hi(ma)go, por mediación de la ley, con su la palabra.

Ragnarök es el arrebato real, con la discreta justificación de un sueño, donde Borges confiesa la imposibilidad de aprehender la significación última, el corazón del balbuceo de himago. El soñante, acompañado de la autoridad de un muerto, ya que sólo el muerto tiene la posibilidad de habitar un pasado continuo en la memoria del Otro, “un pasado donde la trama sólo puede ser ahistórica”, habita la memoria vacía del tiempo que no cesa en su impulso; el soñante, bruscamente aturdido, en el júbilo y la amenaza, al grito: ¡Ahí vienen! y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses!, es arrebatado en el fondo de su lengua que desciende sobre la noche; mira la escena y escucha, pero no sabe lo que hablan los dioses. En su estupor, sólo hay escucha, faltan las palabras.

Jano, el dios de doble rostro, está vigilante de lo que acontece a uno y otro lado del escenario, en medio del espacio vacío de himago donde se desenvuelve el sueño. Los dioses nórdicos, sólo pueden aparecer balbuceando en una lengua desconocida, puesto que han huido a la memoria por la furia del Dios del Libro. Borges no sabe que lo dicen, pues en ellos, la muerte del lenguaje ha acaecido, pero los ha visto y escuchado. Sólo le queda algo por hacer antes de ahogarse en la angustia del desconocimiento, luego de servirse de ¡las voces! ¡las voces! para tocar el fondo de su soledad; acribillar al otro que, en su balbuceo, desfiguran su rostro que lo hace parecerse a Borges.

 

La espera y el juramento

El juramento en el que himago compromete al hombre en su palabra, parece ser un acto donde el verbo acontece como proposición significante, donde el contenido semántico no se ampara en la constatación de la verdad, sino en la verosimilitud del propio significante o en lo que Platón nomina una verdadera mentira: la ignorancia en el alma de quien está engañado.[14]

La experiencia-espera del juramento está velada por un silencio como respuesta significante. La hermenéutica de la palabra suele ser engañosa, como la falsa mentira que utiliza el guardián de la ley, retomando el cuento de Kafka, rodeado de imágenes que hacen creer en una orden que comparte un bien, cuando en realidad, el sujeto jamás podría hacer de su palabra un acto que convoque al juramento, puesto que se engaña (engaño que anula la posibilidad del habla), con la palabrería del guardián.

Ese pacto con nuestra mentira real o verdadera se distiende, como un sujeto sobre una mesa, donde él mismo toma el bisturí de la palabra para hendirlo con toda la ignorancia de su pasión; “porque la mentira expresada en palabras es… una imitación de lo que afecta al alma; es una imagen que surge posteriormente, pero no una mentira absolutamente pura”.[15] En otras palabras, no hay ficción-olvido de la verdad sino a condición de padecer el engaño, desovillando la historia en el propio lenguaje que, determinado por la “mentira verdadera”, miente. Sin embargo, lo afirma. Mentira que dice lo que ha faltado al juramento: vestigio y ruina y monstruo sonoros.

La himago se hace un universo, universo desnudo de sonidos. Homero refiere que es ley de la tierra -su palabra- no criar animal alguno inferior al hombre, entre cuantos respiran y se mueven sobre el suelo.[16] Lo que tienen de inenarrable tanto el hombre como el animal, es lo que los emparenta, sin embargo la nuda vida de gruñidos y gemidos y palabras, es aquello que se encierra excluyendo al hombre bajo su piel, en pena; víctima sacrificial del lenguaje. Sólo el sueño o el oído del sueño, es quien logra vernos, escuchando, esas palabras y gemidos y ardores de horror por las cerraduras de la piel, cuando vuelven para exigir su derecho. Eso, lo intolerable del verbum divino, es lo que retorna y nos compele a alejarnos musitando.

¿Cómo nutre la himago de impulso a la palabra del sujeto, cuando no queda en él ni la investidura que otorga el temor al castigo ni el velo del pudor ante el poema? La urgencia de seguridad que siente el sujeto frente al desamparo en que lo deja las sombras de la lengua en el Otro, y lo lleva por los derroteros de la angustia y la desolación subjetiva, donde se aparean las palabras, pero sin donar sus frutos. El logos del que participa lo hace cómplice del olvido del asesinato del cual él es el producto.

El castigo[17] ante el olvido del velo mortuorio enferma y mata. Por ello el sujeto ha querido ignorar su vitalidad. La fuerza del castigo, que mantenía el vínculo del hombre a su palabra, depuso en su necedad la potencia que hacía frente a la vida por una palabrería sin sentido, llena de vanidad y segura de sí misma. Y el ocaso de la palabra junto con el hombre, llegó cuando aquella ya no fue escuchada ni temida. El castigo dejó de ser relevante en tanto ya no había temor en dar la espalda a la palabra. Por tanto el hombre dice lo que se debe y quiere en el Otro, aunque en el mismo instante en que se enuncia, se borre bajo su sombra.

Esta falta de temor en el castigo se vive de todos modos, aunque el sujeto no lo sepa, bajos los auspicios del derrame de su propia sangre. El animal, que en el tiempo sigue las huellas de su lengua, devora la sustancia de la palabra, que su olvido ha dejado escapar. El olvido del sentido (de acuerdo a la remisión que el convoca, según Jean-Luc Nancy), de la palabra es la crueldad;

los dogos de la noche de la palabra, los dogos

que resuenan ahora

dentro de ti:

festejan la sed más feroz,

el hambre más feroz.[18]

La vitalidad del poema tiende un puente hacia ese olvido, donde la palabra se sanciona y el habla es inyectada de fuerza desde el desamparo en que se soporta y ampara. Momento incuantificable en que la palabra sucede sin atisbos de traición. Mal que bien, el hombre, que es esta ruina, el crimen mismo, tiene que desandar los pasos de su olvido, de su mutismo en busca de una verdad que padece como un castigo ajeno, pero que se deja ver y expresar: olvido que se aparta de la rumiación del monólogo para narrarse en el diálogo.

La carencia, como regla del lenguaje, hace desfallecer a la palabra en una cobardía injustificable. No retroceder ante la atadura de la carencia es no retroceder a la palabra, vestigio de lo más humano, por muy pobre que aquella sea, puesto que esta carencia va más allá de la oposición «cuerpo / subjetividad» y la pone entre dicho. ¿Cómo puede el sujeto horadar en profundidad su olvido?, ¿cómo atraviesa el silencio de ese olvido, ese carácter real que no se deja aprehender, donde resuena el vacío de la nada y se excluye lo inexpresable de la espera?

La decadencia, o el sujeto que resiste a este núcleo “ahistórico”, puede no atravesar la hi(ma)go en su ley. Esta sílaba ma presta su oído al llamado que falta en la palabra, sintiéndose desfalle(s)er en la búsqueda de su verdad. Pues por más que se force ese elemento imposible, su espera se resiste tenazmente a hacer discurso. Ese ma que llama esperando, exige un juramento vital entre un pasado, negativo por su misma condición hablante y su relativa condensación de olvido (de allí la necesidad del silencio), para advenir en una palabra nuda y, como acontecimiento de letra, sin contenidos asertivos.

Esa espera, infinita, son las horas y días de aflicción que mortifican las llagas-huellas, que la lengua ha dejado, con la palabra que al oído llama, en falta e insuficiencia de respuestas. La espera provoca un espaciamiento vacío en el campo semántico, donde se juega una dislocación de las formas. Sólo allí el sujeto parece ya no-ser sólo polvo y ceniza y trazo, que el ma como un balbuceo llama, sino también duda y letra.

El hambre de la pulsión

La víctima sacrificial del lenguaje es el hombre. Himago, lugar inmundo, acoge la víctima para restituirle un sentido a la palabra que lo satisfaga, aunque en ese preciso momento se vuelva a perder, y no sólo lo castigue con el hambre voraz como a Erisictón.[19] Aquí, la economía de Ceres[20] se cierne sobre el individuo para conservar la vida; porque así, la palabra vive y vivifica al cuerpo. El hambre, representa escases y se ensaña el ardor de comer y en sus ávidas fauces y sus inmensas vísceras vive. Su embargo desolla la voz de la naturaleza-palabra; la aniquila. En Erisictón todas las bocas las viandas reciben y a la vez piden; en él, toda comida es causa de comida, y siempre el lugar se hace inane, comiendo.

No es Erisictón quien devora toda su hacienda, sino el cuerpo-boca de vientre profundo que ha poseído su cuerpo, como una lombriz parásita que lo ciñe y tortura. Aquí la diferencia entre el hombre y el animal desaparece para convertirse en algo monstruoso; un gruñido visceral. Gruñido que devora el límite del poema; significante erigido para el hombre.

Metonímicamente el sustento de la vida, el alimento y la palabra, se ha convertido en azote del hombre por no atender el oí-gen de su abundancia. Castigo que revela cuándo la necesidad del alimento es asunto del animal, y cuándo el hambre voraz y mortífero va más allá de la necesidad, como si tuviera cuerpo, donde el precio a pagar es alto por aquél que ha querido dividirse y separarse.

Esta hambre nuda de la pulsión,[21] que tiende a la muerte, no reviste la palabra de los hombres, sino la soberanía de una orden. Por esta misma insatisfacción como deber, jamás complace al sujeto, sino que termina por desterrarlo y lo hace presa de un triste suelo, estéril, sin fruto, una tierra sin árbol, más allá de un límite donde no hay retorno. Es con la desolación de la palabra, huésped del cuerpo, donde la pulsión se vuelve antropófaga del cuerpo, más voraz por ser ella misma abundante. El símbolo de muerte que el hambre pulsional cabalga, no es más que una maldición. Maldición de una voz acéfala que la soberbia de Erisictón acarrea sobre sí mismo por haber des-oído el consejo de ley de no profanar el roble sacro o la encina.[22] Ascendencia divina del hombre: víctima prohibida. Esa máscara que el hacha viola, develando su debilidad, sólo puede responder con un gemido sin palabra: himago, palabra huérfana del hombre que reinventa en su experiencia-espera y sella con el estertor de un juramento a su palabra.

Esa misma voz se impone como una ley que maldice o bien, que bendice en el hueco temblor del hambre. Donde el estertor de la carne vacía de recuerdos, de imágenes, como la leche que fluye de un mundo a un órgano, lo marca en tiempo real, impregna los huecos con la potencia de un fonema y “vive sin cesar con la angustia en su pecho, en su alma y en su corazón; y su mal es incurable”.[23]

Lo inenarrable de la muerte amenaza con someter al sujeto en lo totaletrario del discurso que lo ausenta, ausentándose ella misma como un referente. Porque uno muere contra su voluntad. ¿Quién no podría sentir hastío de sí mismo ante semejante irrisión? Semejante dispersión, subjetiva, que acontece con la muerte sin un cuerpo que responda de ella, abre un abismo sin imagen, sin un tiempo que espere en silencio, pero con terrores acechando al sujeto.

Último suspiro del sacrificio del objeto, como un hecho consumado cuando todo zozobra en esa espera infinita. Espera en abandono que no niega la vida. Vida nuda que incomoda la “voz de la razón” y suspende la realidad que presenta la imagen del hombre en un estado de constante progreso, seguridad y bienestar. Donde la amenaza seduce con el imperativo: “Tú hazte yo”,[24] para no hundirse en la melancolía, como principio de un discurso unificador de las significaciones cerradas al extravío de la palabra, del sujeto que se cuestiona por su propia imposibilidad de saber sobre su nacimiento y su muerte. Duelo del otro que constantemente muere, sin por ello poder aprehenderlo, incluso en el amor. Sólo pasos que hacen el viaje a un tribunal de silencio, opaco por el mismo espanto de la falta de saber, porque no hay saber que certifique la verdad sin culpa.

El sexo del sujeto es su espejo oscurecido por una mirada extraña; es una analogía de la himago que corre el riesgo sutil de hacer palpitar el vacío tumulario que el sujeto presupone, por haber competido su campo con la Naturaleza. Tal acontecimiento adviene como la devoración tiránica del cristianismo sobre el mundo clásico. Mundo que no deja de retornar en toda su jovialidad, pero con la máscara amorfa de un fruto, enfermo y peligroso, que incomoda el discurso de fe cristiana y por ello, se deben seguir suprimiendo los brotes del árbol que había sido quemado en el infierno por el verbum divino. Es así que, cuando una idea está sobre la faz del mundo, todo está permitido, y Dios puede ordenar a su hijo: “Pedro, levántate, sacrifica y come” (Hch 10, 13), porque todo el sistema está en perfecto orden. Nada puede ser puesto en duda por el libre albedrío y, aquello (el mito) excluido en el hombre, en los abismos de la tierra, no tiene por qué adquirir voz de nuevo.

¿No es, acaso, ese mandato que hace del yo, del otro, del hombre un objeto adhoc para derramar su sangre sin miramientos? ¿No presentifica una moral de la crueldad? En cualquier lugar donde un sistema ha considerado a los hombres como cuerpos-objetos desprovistos de un valor, de una subjetividad, de una palabra-juramento que limite el hambre insaciable de la pulsión y no permita los espacios íntimos del sujeto, ese sistema, omniabarcador, presupone la exclusión de una idea, que impera y exige un perpetuo derrame de sangre. Es en estos sistemas donde, por su misma condición totaletraria, el grito de la experiencia-espera demanda con más fuerza un pensamiento, un acto, una acusación y una defensa, puesto que el todo constituido está desprovisto de la palabra. Palabra asesinada y desterrada del sentido, incluso desde sus vestigios. Es decir, sin la posibilidad de lo más humano: rememorar su historia.

 

La memoria del otro

Esas siniestras voces que abren un exterior-interno cuando retornan, como memoria viva, los muertos ¿qué nombres invocan? El recuerdo hablante que visita a los otros, más allá de la tumba, es un espaciamiento en el tiempo que construyó la palabra como un vínculo, donde se asienta una memoria compartida por la alteridad del sujeto.

Un cuerpo memorable, que ofrece viandas, flores, palabras, es un “hálito (psyché), después llamado fantasma (daimon) o incluso bruja-vampira (keres)”,[25] y que ocupan nuestros espíritus y minan nuestros cuerpos.[26] Poderes irracionales que no terminan por decir su última queja, que están atascados en la soledad de sus significaciones y como flotando en un vacío de la carne. Son como esa voz que demanda un tiempo-espera para ser escuchados. Poderes que no temen el azar de los sentidos, bifurcados, que toman con su grito.

Sin embargo, el objeto que se pierde en la muerte, no dista del objeto en que se pierde el sujeto. En su experiencia-espera, el deseo de muerte, lo habita y balbucea imágenes inconexas y pavorosas por su misma imposibilidad. Dice su vida como pérdida de sí, como arrebato. La palabra difusa del sujeto no comunica sino el velo de la lengua en el que se envuelve y pierde, y luego reencuentra para crear en el paroxismo la extensión vacía del poema.

Es preciso que esa espera en la palabra, sosiegue el ímpetu y la turbación de la doble sombra de la lengua hasta recostarla en los límites de su desaparición, igual en forma semántica al otro, donde se modula una economía no menos pavorosa que la condición misma del verbo; ese desdoblamiento del sujeto en su himago, como conversión economizada por Eros que tiende un puente a una voz desconocida, ahora silenciosa, después del trabajo de la repetición que revela el negativo de la palabra; reposo inhóspito con el rostro del “caos: una mole ruda y confusa y nada sino peso inerte, y allí mismo hacinadas, de las no bien adaptadas cosas, las discordes semillas”.[27]

Nada, peso inerte sobre el reposo de la lengua acéfala. El placer de la belleza en las vísceras que carcome una boca de fuego. Esperanza en un vestigio, sonoro, lleno de vitalidad; torpes trazos que alimentan los nidos de los pájaros. Ella está ahí, la himago, sentada bajo el pórtico en su mecedora. Ella jamás fue algo desconocido. Himago. Habla. La cobardía no es lo que hace pasar la vida por la palabra, sino su espera incapaz de zarpar en el peor de los meses. Es un tiempo oscuro que la mitifica, sin saberlo. Sin embargo, toma su tiempo para cada explosión de fone-ma-s. El cuerpo, abrigo de palabras entre cosas, es la calumnia en un tierno abrazo de cenizas. Mordisquea su vientre[28] donde esconde su tesoro: Proto-himago de la lengua que queda.[29]

No hay nada real que el significante no logre eclosionar entre el dolor y la sangre. Si la sustancia errante en el abismo que interroga al sujeto cuando se hace ver en formas vegetativas, acéfalas, entonces dice la pasión de su carne más de lo que esconde, cuando se les sustrae un cuerpo sutil inyectado de palabras. Si la semilla en lo hondo del porvenir vegeta,[30] como avergonzada y retraída para implosionar (en) el tiempo que la rechaza por su falla memorable, memoria-habla, se enquista en el sentido unívoco e inamovible que da la identidad al lenguaje. Si la sustancia que vivifica al ser, se esconde entre la herrumbre de los muertos que pierden la voz hasta no-ser, ésta demanda la hospitalidad de una palabra; confidencias con mensajes invertidos, ya que no es el otro el oyente ni el escriba, sino la roca íntima que vacía el mismo confidente en sí, ya que hace profesión de Eros. Entonces podemos decir que hay un no-lugar entre la verdad y la mentira que no garantiza el cumplimiento de la promesa, puesto que el oficio de la experiencia-espera, en el marco de la himago, sólo llama y nombra. Así, también podemos decir que es un no-lugar que se suprime así mismo en la experiencia.

Entre la lengua que resta de un porvenir desencajado de la literalidad de una historia, que se esfuma con su infancia, ahí se vislumbra la himago, ávida de la materia inconsistente (la palabra) del lenguaje. Estructura que sostiene la oquedad de una boca abierta, siempre insatisfecha, tanto de la voz desconocida que la precede, como de aquella que deja el hálito (psiché) del ser, que no es ni titubeante ni impersonal, sino paso-en-falso.[31] Simulacro suspendido del habla nuda, donde desaparece la voz y deja la palabra su hilaridad. Ese origen sonoro que sólo su vacío vincula con un más allá espectral, como el lecho que firma su vasto silencio en espera.

 

Cesura o paso en falso

La cesura, que en su pausa imaginaria divide al verso sin por ello perder su unidad, es el aliento imprescindible en que cabalga la poesía. Esta es el movimiento a contraluz que acontece de lo familiar, la palabra cotidiana, a lo más alejado y desconcertante del sujeto. La cesura del verso, extensión vacía, contrae los dos hemistiquios hacia el punto que los separa para liberar armónicamente su sonido. Como si la muerte se apostara en ese espacio esperando el combate: ella los asecha en silencio; ellos, conociendo su destino, resplandecen con la pasión de la batalla antes de ser devorados por ese abismo. La cesura rasga en la palabra el silencio, ahonda y ensancha el velo[32] que cubre la vergüenza del ser, de ser para el sujeto de la poesía, en el horizonte del lenguaje, dos faltas memorables que se abandonan al olvido de su muerte.[33]

En cierto modo es en lo que desemboca la experiencia con su paso-en-falso, como nuestra h que jalona y mutila el concepto de himago en la experiencia-espera del sujeto. No sólo en su mutismo, sino también en su poder de escisión que coacciona y forza, casi sensualmente, el azar que zumba con un poder ser sin sujeto. Errancia que se manifiesta siendo excluido o reprimido en la partícula del ser, donde convivía la obertura de la cosa (ma), del poema, con el verbum divino, abismo donde la palabra encarnaba la cosa y ambos eran sólo sonoridad; pues cuanto se nombraba se decía en su sentido pleno. Lugar inhóspito que concluye con el “olvido del ser”, de la infancia, cuyo narcisismo excede al agalma del amor, como lugar sagrado,[34] que allí se deposita, y donde no se espera volver con vida.

La escisión en medio del silencio modula el olvido que se instala en la himago. Es aquello por lo que el sujeto acuesta su palabra como condición del mismo, es decir que tal himago funge como una cesura por la que se cierne el arte para el sujeto. Arte ciertamente hostil a la palabra, a la vida, pues cuanto necesita el arte no es el bien ni el conocimiento, sino el acto de espera demoniaca en él mismo. De ahí la autófaga mortificación del poeta que suelen llamar como el placer de hacerse daño. En otras palabras, el arte es la manifestación de la cesura anímica que permanece un instante; de ahí que la cesura del poema se desee y se goce a sí mismo en su afirmación existencial, lugar extranjero donde no se quiere nada.

Este no-lugar que la himago fluctúa, reinventándose entre la soledad del abandono de la lengua, de un Otro que demanda un voto de sacrificio, se negativiza en la culpa que la palabra arrastra retroactivamente en el sujeto. Es el toque de tiempo que consume la potencia de Eros en su objeto, puesto que a un sacrificio siempre se llega tarde. De ahí que en esa negativización del sujeto sólo pueda advenir una voz desconocida y balbuceante, como un cuerpo-órgano hueco, compuesto de sonidos, quejidos o ruidos que no componen enunciado alguno puesto que son significantes.

Ese órgano hueco bien puede ser una extensión del cuerpo del sujeto, como la que utiliza Hermes en la invención de la lira que, con el vacío intestinal de la concha de una tortuga, el cuero curtido y cocido de una vaca que envolverá a medias el vacío de la concha y sellará sus poros, y finalmente, las siete tripas o cuerdas vocales de un carnero que tensará y horrorizará el vacío del ser, metáfora invertida del sonido atronador que pulsarán las cuerdas en la falta de vísceras del caparazón, voz terrible y relampagueante que hace eco en el no-ser, puesto que es lugar de creación.

¿Por qué es la angustia y no el júbilo de la soledad en el abandono de la lengua? Si por un lado, el abandono presentifica la muerte del otro que es capturado en la pantalla (pantalla-himen-himago) del deseo, y el significante que arrebata al sujeto en el poema y lo deja estupefacto o fuera del mundo, sólo entiende de la inercia de su impulso verborreico, impulso que no dice nada. Nada en lo referente a la verdad, pero que la busca en un impulso que parece estar poseído por el caos, retornando a lo muerto como una carga, sin dar tregua. Muerte que exige otra muerte como rescate. Muerte segunda, puesto que no se permite “penetrar con vida al Hades”[35] o, a la ley: según Shakespeare «Music to hear, why hear´st thou music sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy». («¿Por qué, siendo tú música, te entristece la música? / Placer busca placer, ama el goce otro goce»).[36] ¿Acaso la música no existe en tanto música, por sí y para sí misma? ¿La poesía es poesía por y para ella misma, o necesita de algo más? La idea o el sentimiento de belleza en la obra de arte, con su riqueza cósmica, implica, como lo intuye Shakespeare, la mezcla de tristeza, placer, de goce del sujeto con otra dosis de tristeza, placer, goce de otro sujeto o, en este caso, del supuesto lector ideal del poema. Creación que se experimenta como un laboratorio químico de humores: alienación de la palabra que el verbo tensa en la himago en su libre flujo de conciencia.

SHAKESPEARE

SHAKESPEARE

La expectación del verbo, que la soledad deja al acecho del sujeto en la angustia de muerte en la creación del arte, es el coraje todavía no afirmado con que el amor cuenta, para penetrar esa pantalla oscura, y morir por el intercambio incierto de un resto sin signo, resto que el verbo solicita para persuadir al arte de no ser otra cosa que la repetición del abandono del sentido de la palabra. Si la pasión es esclava de la angustia, es porque detrás de la pantalla del poema no hay nada, nada que engulle y devora, puesto que no hay fundamento. De ahí que se experimente el mayor daño al cual no se suele resistir con agrado. Toda angustia mira de frente la repetición de la muerte. Así, el entregarse a la muerte implica, el don de abrirse al sacramento de la himago y, mantenerse en la angustia, siempre en espera, del vacío de la lengua.

Que la lengua no responda por la muerte del otro o, el sentido último de la palabra, no implica no mirar de frente el rostro en abertura, que se sustrae del mundo y se corta como por un golpe de la naturaleza humana. Separación que funciona como pivote en la pregunta, puesto que “es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente”.[37] La diseminación del amuleto de la palabra en la lengua, al interrumpirse el Todo con su demanda de sacrificio, cuenta la operación especial que separa al sujeto de sí mismo y de los otros; pensamiento del testimonio callado del muerto, en tanto que hace falta a la memoria y desea aquello que puede noser. Sin embargo, en la lengua es donde acontece la promesa trágica para el sujeto.

¿Es la lengua o la palabra del sujeto quien promete? La palabra del sujeto que se ocupa del arte, camina en guardia constante hacia su muerte, sin interrupción. Las fuerzas que combaten en el sujeto jamás se agotan, siempre hay un exceso, a decir de Bataille. En la promesa, el sujeto tiende un puente hacia la existencia sin más, sin intentar escapar al abandono de su propia muerte.

A primera vista, la máscara que la promesa de la experiencia-espera adopta, no puede no morir en el espejo sin imagen, donde escucha en silencio el vacío, la acedia, que no le da tiempo para el escape, presto a esfumarse de la memoria del otro. Donde:

“El hombre se quitó esa máscara que durante siglos había permitido que se lo pudiera reconocer, para confiar su identidad a algo que le pertenece de modo íntimo y exclusivo, pero con lo que no puede identificarse de manera alguna. Ya no son los «otros», mis semejantes, mis amigos o enemigos, los que garantizan mi reconocimiento, y tampoco mi capacidad ética de no coincidir con la máscara social que he asumido: lo que ahora define mi identidad y permite reconocerme son los arabescos insensatos de mi pulgar teñido de tinta… Es decir, algo de lo que no sé absolutamente nada, con lo cual y por lo cual no puedo identificarme de ningún modo ni tomar distancia: la vida desnuda, un dato puramente biológico”.[38]

La esclavitud del animal

La historia de Argos, perro de Ulises, nos sigue conmoviendo. ¿Qué memoria es esclava de quién? Homero, en la palabra de su arrebato, relata cómo Zeus se duele y castiga a quien cae esclavo, tanto de sus pasiones como del poder de la palabra de otro, despojándolo de la mitad de su virtud; virtud que sólo cuenta con la posibilidad de que el lenguaje asumido haga de la memoria recuerdos. Zeus castiga dejando en falta esa máxima virtud; mientras que Argos gime, baja las orejas y se estremece en su cuerpo -caja resonante- al reconocer la voz del amo (¿o esclavo del lenguaje?) que, como un látigo, marcó en el animal un vínculo en la memoria que suele ser recíproco (el vínculo de la voz-gruñido); también Ulises es arrebatado en la piedad por el dolor de su recuerdo, al ver el animal en quien retumbó de joven su palabra y fue respondida por Argos: dos cuerpos, dos memorias, dos imposibles que desquició el lenguaje,[39] sin embargo sólo una de ellas, la de Ulises, historiza la memoria, el recuerdo que ha surgido; la otra, la del animal agonizante, ni el temor ni lo esperanza le visitan, puesto que sólo vemos el estremecimiento de su cuerpo en el momento de morir.

Íntima y excluida la letra del nombre que el juramento disemina y borra sobre la superficie de himago, permite el movimiento que espera el sacrificio. El trabajo estrecho, angustiante del juramento, se desenvuelve con miras a la existencia del sujeto en el Otro que opacamente ve morir; puesto que sólo la creencia lo sostiene. El trazo escondido de la letra en el Otro que hospeda, arrastra la muerte hacia sí mismo como un Todo, vestigio de las huellas que siguen operando. Ese nuevo viraje del trazo que la experiencia-espera abisma en la himago, como en un telos, alitera la presencia de la muerte, como un ser en lejanía, lejanía de un escalofrío que se distiende en el morir del cuerpo. Experiencia inefable que llaga en la letra del verbo.

El telos del sentido, que ni en su caída termina por concluir en el sujeto, se abre a la alteridad lúdica de la palabra que se repite en el lenguaje, horadándose a sí misma en él, puesto que la representación ya no es el límite de la cosa, sino la muerte efectiva.

La discontinuidad progresiva a la que da lugar el paso-en-falso que, como un hálito (psyché), recorre la significatividad que rodea la muerte en espera, impulsa la dialéctica como una herida abierta, que no cierra, que persevera en la agonía del no-ser, del hábitat de lo sin-habla. Horror de un fantasma que ceba la nuda vida.

El Otro que encarna la variedad de los pasos-en-falso que acontecen en el tiempo, delimita la diseminación del verbum abierto al noser, que nombra lo que por definición es cesura de la lengua. Ausencia que separa tachando el sentido del ser, no su voz,[40] hundiéndola en la noche que se repite en el tiempo como el arrullo de una madre-nada. Para sedimentar el azar del olvido, que en el juego, se tiende a sí mismo. Ese borde vertiginoso donde el otro es, asomado por su discontinuidad estructural al silencio, deja perplejo y como arrebatado por el phatos de la melancolía, que no siente pasión por nada salvo por el interrogante de su propia muerte. Sin embargo, con todo el peso que implica ese acto, da el paso sin reconocimiento.

La falta de reconocimiento del acto trivial, implica que la representación está descentrada de su identidad, como los huesos dispersos de un desconocido en una tierra extranjera. El discurso oficial que debía darle fundamento y, en tal caso, sombrear las huellas óseas del cadáver, tiende a revelar el sombreado sin sentido impuesto por el lenguaje para llegar a la misma transparencia como las huellas que palpitan en la arena. En otras palabras, llegar al fundamento de la representación de la muerte, es llegar a un vacío que no dice nada de un fundamento real, porque sólo se escucha a la distancia que separa la experiencia-espera del tiempo y de la himago; una voz como un ruido, un vágido, un surco. De ahí en más que sólo se construyan cuentos con “fundamentos veritativos”,[41] porque si bien no habla nada del acontecimiento, puede, en su infinita impotencia, no decir la verdad de la veritas, sino otra cosa, como posibilidad en el lenguaje.

El desconocimiento absoluto es un a priori donde la posibilidad, o no, del pensamiento germine. Aporía que afirma el mutismo de la cosa en el oí-gen de la creación, del vérbum divino que prescinde del lenguaje y toda su parafernalia hermenéutica; puesto que, “como todo espacio de excepción, esta zona está en verdad perfectamente vacía, y lo verdaderamente humano que debe producirse es tan sólo el lugar de una decisión incesantemente actualizada, en la que las cesuras y sus rearticulaciones están siempre de nuevo deslocalizadas y desplazadas”.[42] Espacio que se abre al desconocimiento y, por ello mismo, a la violencia creadora de nuevas formas de sentido.

¿No es la decisión, como un compromiso que se obliga a sí mismo, una idea que se impone a la palabra del sujeto? La decisión de una idea, de una palabra que sojuzga y no cesa su impulso en el sujeto, aun sintiéndose extraña, alejada del lenguaje, ya que ésta es lo más incierto y en su determinación estructural, lo domina y lo pierde, sin saber que lo vuelve esclavo. Eso piensa el poeta (el sujeto más extraño a la identidad) donde suele decir:

Yo pienso, abandonando a la brisa las horas

y el alma sin retorno de retamas amargas,

yo pienso sobre el borde áureo del universo,

en el pregusto a muerte que ama la Pitonisa

donde late el designio de que el mundo perezca.

En mí remuevo yo mis enigmas, mis dioses,

mi paso interrumpido de palabras al cielo,

mis pausas, sobre el pie portador del ensueño

que sigue, en el espejo del ala, el ave errática,

que juega bajo el sol cien veces con la nada,

y arde en el fin sombrío de mi estático mármol.[43]

 

La voz errante del don

El abandono pasivo del sufijo (mago) (keres) de nuestra himago, es una voz invocante que hace surgir al sueño en el enigma. Intrépida, escapa, carente de morada y tierra fértil, en busca de resguardo en la sustancia de la lengua. Lengua execrada en forma y contenido, que no desea otra cosa más que recostarse sin ninguna esperanza de permanecer. El vérbum divino infunde su voz a la lengua con su hálito (psyqué) de muerte, cosa que la ensancha, pues es imperceptible el símbolo que aprehende y domestica en su significación. Nada está, sino por decirse, dicho; errancia del significante acéfalo como las plumas desprendidas en el vuelo de las aves, como estrangulamiento de la lengua.

La negación de entregar el poema a la vida del sujeto representa la injuria, la mal-dicción. En esta tensa y angustiante tesitura, el sujeto es incapaz de sostener la propia verdad en su discurso, pues le es indiferente, ya que se trata de la muerte del extraño donde el Otro no existe. En última instancia, cuando no Todo está por decirse, cuando no Todo está hecho, lo que a un hombre le queda es su vida.[44] La lucha se hace más ligera cuando se presiente que los ideales por los que se alimenta la guerra (o los arcanos del arte y el saber) están vacíos de antemano.

La ontología que recuesta la palabra subyerta al saber en el eclosionamiento de la himago, trastorna en el sujeto su vacío. El mismo vacío que las aves esperan en el aterrador impulso de la nada cuando aletean ante la invisibilidad de la historia, abriendo el espacio y el tiempo sin apartarse del sumun lugar del aliento; o la serpiente pasmada ante la cacería del ser, que hundirá en la zoé (la naturaleza nuda) de las heces y la sangre, en las vísceras del noser. Esta apertura de la himago implica un tiempo en la palabra, que suspende la continuidad de la vida. El cuerpo, presencia enferma de lo no natural de la historia, es amenazado por la invasión de la muerte. Peligro que no escapa al sujeto que habita el lenguaje, cuya estructura lo coloca al alcance de ser devorado por la noche insondable del noser. Sacrificio en espera del don, del sujeto, del poema.

La posibilidad del don, como quien hace abertura ontológica en la himago, precisa de un sacrificio insensato que balbucea: “¡Eso eres!” Eso eres en la palabra sin sostén alguno. Salvo por la ignorancia que queda como medio medular de la fonética. Todos los signos se vuelven inciertos desde que la experiencia-espera de la palabra, vuelve loco al significante para reconocer la identidad del verbo que nombra y sacrifica el objeto, ya que la voz del don es un imperativo en falta de palabras. Falta de saber que revoluciona el imperativo hacia la pregunta: ¿Qué, soy? Pregunta que duda de la hermenéutica de la comprensión y se orienta por el rastro del logos que busca la verdad, sin promesa, en un tiempo no escrito de presencias.

En el umbral el sujeto testimonia el don que cae en la himago, dominado por la infancia de cada paso-en-falso, y se manifiesta en la vergüenza de la herida (imagen obscena), cargada de un signo de repulsión que demanda en su sedimento, como víctima sacrificial que allí metamorfosea, ser erotizado con la ebullición de la significación del significante. Esta repetición del significante vivifica el abandono del sujeto con el abandono del muerto-que-es-con-otro, un simulacro geométrico de la intimidad. Ya que tiende a desconocer esa historia instituida por la ley, ese abandono, un rechazo del sujeto; primigenio lugar hospitalario en el imperio cínico de lo real.

La rigidez de la muerte en la himago es un abandono informe. Invierte la figura humana en una voz vacía. Metonimia del fracaso de la zoé en la naturaleza. El carácter que ha dejado a su suerte la calma de ser Uno con otro, puede-no gustar a la gracia de la pasión, que se abandona al desvarío. En el espacio abierto de la muerte que sostiene el tiempo-de-una-espera puede no otorgarse a la ética de una “mentira verdadera”. Dicha apuesta sólo puede dudar de su triunfo, puesto que el Otro puede-no-ser del todo un muerto, sino una voz errante. Es preferible concederle el bien y morir-justo-con-el-abandono-del-otro. Sin atisbo cruel de la prea, de la pre-ocupasión que sobrevive a la escucha en alma y cuerpo del otro. Distención que otorgar el silencio.

Este paso que adviene hacia la himago, va desde el habla y pasa por un temblor que desidentifica al objeto, dejándolo a la intelección de una idea sin contenido. La tragedia del paso por nacer, es extraña a la Idea platónica o al Espíritu hegeliano: si la voz que disipa el viento murmura la súplica de la muerte-del-otro, “polariza la inmensa convulsión de una muerte con todas sus letras”.[45] Ningún otro fin se persigue con ello. La dolorosa “verdad” que en su pecho palpita, sólo puede ser asunto de la “posibilidad” de un pensamiento, siempre en espera. Restos de pertenencias de un muerto, que a su vez saquea otros. Restos que evitan las huellas de su memoria.

La himago desprecia la intrusión del Otro, quien se postra al servicio del concepto o del saber absoluto. La descomposición de la palabra con la que se nutre, sólo representa el escenario de la cosa desbordada de incertidumbre, miseria y duelo; la pujante pregunta en medio de la culpa: en medio del silencio ¿qué deseo, cuando deseo la muerte del otro, como deseo el siguiente paso? La oscuridad de la memoria permea el hueco donde pulsa. Continuar el paso desierto en un futuro anterior, como suspendido de la orientación del lenguaje, en una banda de Moëbius: la repetición sin inicio ni continuidad. La muerte del otro está subyerta a la intimidad del sujeto. Por ello la quietud de la palabra representa la ruina de lo ajeno en la experiencia de la himago.

 

El logos

Un dato del cuerpo de lo real nos deja sin aliento (psyqué), estupefactos en la himago, como frente a la mirada de Medusa, quien escapara de la lengua. De allí que sea menester antes de soltar la palabra, tenderse en el lugar vacío que ofrece, en espera de aquello que habrá de escucharnos. Ya que si lo real es esta verdad, no es más que la coloración que el logos arroja sobre él, sin que por ello haya una revelación, una ligazón de la verdad con el sujeto. Pero si un virulento flujo discursivo. Este espasmo de lo real, bien puede ser considerado involutivo, puesto que lo primero que ataca lo real es el lenguaje, primicia del desarrollo civilizatorio: el logos con el cual arma su defensa y, en muchos casos, sucumbe y renuncia a la palabra. Podríamos identificar estos estados larvarios, rechazando cualquier símbolo que opere como intercambio de la sustancia real, que ahora es por un destino azaroso.

Esta lucha del logos tiene la posibilidad de escapar a la indeterminación de la naturaleza real (zoé) de un cuerpo, con un corte que lleva a la renuncia de la escucha en el oí-gen no codificado, salvaje, ya que así hace frente a la himago-poema, forzando un plizamiento de la lengua en su naturaleza real, orden sobrado que la palabraopera en una sustancia informe que retorna desquiciando al sujeto, ya que “una lingua es aquello a través de lo cual una sociedad se adentra en la naturaleza. Exterioriza. Introduce lo de afuera en una plenitud. Introduce retardo en lo inmediato: es la música (o la memoria) y la razón por la cual mnèmosýnè y mousiké son lo mismo. Logos insinúa los dos en lo uno”.[46]

Que el hombre se adentre a la naturaleza no quiere decir otra cosa que, aun con retardo, en su paso-en-falso le dará alcance su condición primigenia. El retardo de la muerte (lo inmediato que es en la lengua), sin mediación, está estructurado por la experiencia-espera que abre lugar a la himago; lugar subvertido de la lengua; lugar en que se refleja ésta y por la cual se asoma el sujeto. La lengua exterioriza allí residuos de sustancia, de zoé, no al hombre, sino al sujeto que juega de cebo en el paso de himago, mientras que, en la otra abertura de la himago, se introduce la impotencia como posibilidad que escapa a la naturaleza.

Introducir retardo en la muerte del Otro como siendo la propia, insinúa, balbucea al creador que se hace con los medios que tiene a su alcance: el logos que participa tanto de la memoria como de la voz que viene de la muerte del otro. Por ello se puede decir que toda himago es fundadora de su logos, instrumento de creación que no sólo se limita al universo simbólico, o al de la representación de una imagen, sino, fundamentalmente, a un lugar de disidencia que no es permanente, en un universo discontinuo.

Esta puesta en escena del misterio (como se dice de los misterios paganos) de la himago, juega con la nuda inmanencia del acontecimiento, la cual no tiene por objeto nada más que su vacío, ya que, al olvidar el vacío constitutivo del vérbum divino, renunciamos al ejercicio de recrear o inventar la palabra con la que agoniza el poeta.

La búsqueda o, mejor dicho, la espera en la creación de la belleza en la himago, en el poema anclado en el confín de la palabra, ingresa en la bifurcación del paso de la muerte que separa o descontinúa la linealidad de un discurso. Le da caza en un pasado desleído, que hace de barrera a la memoria, sin el auxilio de la interpretación, puesto que ella esconde su rostro del silencio, que abre la boca del tiempo, condenando al sujeto a una ficción que no deja de narrarse. Donde sólo la muerte demora el paisaje construido con el aliento. Porque las palabras que la preñan ya no le conciernen, lo han abandonado.

 

Bibliografía

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  25. Valery, Paul, La Joven Parca, Tusquets, Barcelona, 1973.
  26. Wittgenstein, Ludwig, Tractatus lógico-philosophicus, Tecnos, Madrid, 2007.

 

Notas

[1] Por ésta no habrá de entenderse el concepto de imago, abordado por la filosofía y el psicoanálisis, principalmente por Lacan, el cual hace referencia a los fantasmas primordiales del cuerpo fragmentado, de donde parten las identificaciones del sujeto.
[2] Dylan Thomas, Consultado el día 10 de noviembre de 2017, en http://www.katarsis.rottenass.com. Las cursivas son mías.
[3] Ferdinand De Saussure, Curso de lingüística general, pp. 24 ̶ 25.
[4] Emilio Lledó, El concepto de poíesis en la filosofía griega: Heráclito-Sofistas-Platón, p. 53.
[5] Emir Rodríguez Monegal, “Las ruinas circulares”, extraído de Jorge Luís Borges, Ficcionario. Una antología de sus textos, pp. 162-166.
[6] Jean-Luc Nancy, ¿Un sujeto?, p. 9.
[7] Como el Dante que baja a los infiernos acompañado de su maestro Ovidio.
[8] Concepto acuñado por Giorgio Agamben para señalar una desnudez sin condiciones, donde la representación no tiene el imperio de ordenar la figura y el sentido último y, de allí la frágil, pero jamás vergonzosa, desnudez de la vida de la palabra que no se sostiene más que de su propia pérdida de fundamentos como de sus certezas.
[9] Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy. BORGES, Jorge Luis, “El inmortal”, en Nueva antología personal, pp. 126-127.
[10] Leopoldo Lugones, Los crepúsculos del jardín, p. 12.
[11] Longo, Pastorales de Dafnis y Cloe, Libro I, IX, v. 2.
[12] Jorge Luis Borges, “El inmortal”, en Nueva antología personal, p. 123.
[13] Georges Bataille, La experiencia interior: Suma ateológica I, p. 59. La cursiva es mía.
[14] Platón, “República”, en Diálogos, T. IV, 382c.
[15] Ídem.
[16] Homero, La odisea, Canto XVIII, v. 125.
[17] Zeus les quitó el lenguaje a las enfermedades para castigar a los hombres. Hesiodo, Trabajos y días, en Obras y fragmentos, v. 104.
[18] Paul Celan, De umbral en umbral, p. 73.
[19] Ovidio, “Matamorfosis”, Libro VIII, vv. 740-878.
[20] La primera, Ceres removió con corvo arado la gleba; la primera, dio a las tierras frutos y alimentos maduros; la primera, dio leyes; todo es regalo de Ceres. En verdad, digna de un canto es la diosa. Cfr. Ibid. Libro V, vv. 340-345.
[21] Cfr. Sigmund Freud, “Más allá del principio de placer” en Obras Completas, T. XVIII, pp. 37 ̶ 38.
[22] Hesiodo, “Teoganía”, en Obras y fragmentos, v. 35.
[23] Ibid. vv. 611-612.
[24] Aristófanes, “Las ranas”, v. 495.
[25] Pascal Quignard, El odio a la música, op. Cit. p. 109.
[26] Charles Baudelaire, Las flores del mal, p. 83.
[27] Hesiodo, “Teoganía”, Libro I, vv. 7 ̶ 9.
[28] «¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan sólo!». “Teogonía” Op. Cit. vv. 27-30.
[29] “Esta lengua que queda, esta lengua de la poesía tiene que ver con aquello que, en la lengua, no dice, sino que llama, es decir, el nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección a los nombres, a ese elemento de la lengua que no discurre y no informa, que no dice de algo, sino que nombra, llama… llama justamente aquello que se pierde. En Giorgio Agamben, Página electrónica Qoudlibet, con el título «Che cosa resta?» Publicado el 13/junio/2017.
[30] Leopoldo Lugones, Las montañas del oro, Poema en tres ciclos y dos repositorios, p. 11.
[31] Paso tanto de caída como sobre lo que no puede ser ni falso ni verdadero.
[32] Considerado como simulacro de la imagen del ser que, en su misma condición estructural, está en espera, en falta, en falta de poder ser en el lenguaje su prístino acontecimiento.
[33] Relativo al ser para la muerte heideggeriano en “Ser y tiempo”.
[34] Lugar concedido al culto divino en la antigua Grecia que tenía el poder inviolable de hospedar al hostil, quien era perseguido por la justicia. La hospitalidad del anfitrión está gobernada por la orden de Zeus, quien ha influido en el acto asesino del huésped que solicita amparo. El anfitrión ampara al asesino porque de ninguna manera puede conocer los designios que procura la divinidad con ese delito.
[35] Platón, Banquete, 179-d.
[36] Jorge Luis Borges, Arte poética, Seis conferencias, p. 61.
[37] Platón, Banquete, 192-d.
[38] Giorgio Agamben, Desnudez, p. 68.
[39] Cfr. La odisea, vv. 290-327.
[40] Como la voz, venida de otra parte, que experimenta escribiendo Maurice Blanchot.
[41] Ludwig Wittgenstein, Tractatus lógico-philosophicus, 5.101.
[42] Giorgio Agamben, Lo abierto, El hombre y el animal, p. 76.
[43] Paul Valery, La Joven Parca, p. 31.
[44] Diego Blasco Cruces, No esperamos volver vivos. Testimonio de kamikazes y otros soldados japoneses, p. 105.
[45] Pascal Quignard, Sacher-Masoch. El ser del balbuceo, p. 118.
[46] Pascal Quignard, El odio a la música, pp. 20-21.