Jean-Luc Nancy / trad. Maria Konta
No sería prudente volver a Beau travail, la última película de Claire Denis, su título a modo de cumplido, mientras que uno quiera elogiarlo. Porque este título debe entenderse en el tono de la exclamación hecha a un lado: “¡bien hecho!”, como uno dice “¡bravo!”, para fustigar con ironía una tontería o una torpeza. Para no tener ninguna duda sobre este tono del título, debemos encontrar la expresión en el libro del cual se extrajo la película: Billy Budd, marinero de Melville. Es pronunciado por Claggart (el enemigo decidido de Budd) cuando Billy tumba su tazón de sopa. Melville lo extiende por “¡Al trabajador guapo, trabajo bien hecho!” y comenta sobre la alusión así hecha a la belleza particular, “angelical”, de Billy, que afirma es la raíz del odio de Claggart. “¡Bien hecho!” no solo toma lo “bello” en el rol-atípico: la belleza aquí se encuentra burlada como tal. Tal es el efecto de la “naturaleza malvada” del atormentador de Billy.
En la “bella tarea” hace eco, tanto en el libro como en la película, la frase “gran hallazgo”, dirigida también a Billy (a Jim Santin en la película), esta vez por el comandante, cuyo deseo por el joven guapo está sugerido por Melville y por Claire Denis. Si él es un “gran hallazgo”, es porque él es un expósito. Esta condición es una de las características que lo transforman en la figura de Cristo, en esta víctima ofrecida al “misterio de la iniquidad” que Melville nombra después de San Pablo. La historia de Melville es la historia de una pasión crística cuya iniquidad no ofrece ninguna salvación, sino la salvación de esta poesía de marinero que al final lleva la escritura del libro al segundo grado (Melville también fue poeta). Un barco llamado El Ateo no deja lugar a dudas: la tragedia de Billy es la tragedia de Cristo en un mundo sin Dios; y tal vez, por lo tanto, la tragedia de un arte que su arte mismo se ofrece para odiar al mundo. Pero está en el poder de este odio, está en la perversidad innata” que ataca la belleza, la inocencia y la bondad, que este arte encuentra su fuente: ella es “la razón de ser de esta historia”, escribe Melville.
Claire Denis es menos explícita. Del mismo modo que oculta el sentido exacto de la “bella tarea” –al menos el tiempo de la película, ya que la película en sí invita a releer a Melville–, incluso ella dispone de otra manera, una forma paradójicamente más insidiosa y más vidente al mismo tiempo, las marcas de la alegoría crística. Ella no cita la Escritura, ni nombra al “ateo”, pero muestra la cruz (como Melville) y la Madona (a la cual, al menos, Melville hace alusión). Por encima de todo, hace expresamente de Jim un salvador (salva a un marinero durante una explosión), cuya culpa a los ojos de su enemigo no es un cuenco volcado, sino una calabaza extendida a un torturado, y que finalmente pronuncia “perdido” mientras agoniza (pero, ¿tal vez también “resucitará” tras el final de la película?).
Un salvador perdido, el que lo perdió –como un Satanás que lo extravió en el desierto–, él mismo perdido porque fue excluido de la Legión para finalmente suicidarse, pero para revivir, él, sin ambigüedad, en las últimas imágenes de la película, de la vida intensa de una danza precisa y febril realizada en el marco de un salón de baile con luces apagadas, con una música cuyo título (otro título secreto, a descifrar) es rhythm of the night.
Paradoja –que pertenece a Claire Denis y debe poco a Melville, o que Melville explota poco: el que pierde al salvador pertenece a la orden impecable– (¡sobra decirlo!) lo que la Legión simboliza aquí: la orden militar o monástica (la equivalencia se plantea en Melville), orden ritual (toda la película está marcada por las figuras de un ritual, sus cantos, sus marchas, sus observancias), un orden, finalmente, de belleza lograda, poderosa y armoniosa, de la cual los cuerpos de los hombres son aquí la encarnación. Este orden –esta religión– se plantea frente a la religión: la cristiana, la musulmana también (presente por el Ramadán y la oración en la mezquita, en una complicidad y una solidaridad marcadas con el “salvador”). Frente a, y contra todos, ya que los dos hombres se enfrentan de cerca: otra religión, o más bien, y más rara, un orden de areligión. Una areligión designada como la más cercana a la cristiana (“Yo soy el guardián de tu rebaño, comandante”, y la cruz del cementerio de los Legionarios). Esta areligión es un cuerpo de observancia cerrado sobre sí mismo, en referencia exclusiva a sí, como es el cuerpo de los legionarios inutilizados al borde del desierto, al borde del Sur, al borde de la pobreza, al borde de los posibles conflictos, suspendido entre la ociosidad y la guardia, ocupado con su apariencia: cuerpo, ropa, gestos varoniles de combate simulados en un edificio vacío. Es este orden lo que perturba al “salvador” (“un hombre que no tuvo nada que ver con nosotros”, dice su enemigo, que también es el narrador).
Pero, en última instancia, ¿qué es este orden de areligión, o a qué se refiere; si no a la película en sí, a su imagen, a su filmación? Es aquí, al menos, donde arriesgo una interpretación de esta película que llama tan ostensiblemente a la interpretación del secreto que expone, y que también expone como el secreto de las importantes transformaciones que introduce en la historia de Melville, transformaciones que superan por mucho las intenciones de una “adaptación”, que fundamentalmente convierten el propósito al quedarse secretas, comenzando por este título que no dice a dónde viene ni a dónde quiere ir.
Esta interpretación, entre muchas otras posibilidades, comenzaría precisamente por el título “bella tarea”, sustituido por el nombre de un personaje significa que no es la historia lo que está en juego. Es la película misma la que lo está: he ahí una bella tarea. De hecho, se trata de una obra sobre la belleza: cuerpo, luz, apariencia, armonía, majestuosidad, ritmo severo del montaje que lleva a la narratividad a segundo plano, a favor de una ostensión de imágenes mediante las cuales la cámara se señala o se persigna. La imagen se refiere a sí misma desde la apertura de la película (el escudo de la Legión en primer plano en una pared). La imagen se expresa en su prestigio, en su fuerza, en el culto a sí misma: hacer de la película una especie de ícono de la imagen y el cine, un ícono en el sentido fuerte del término, es decir, una imagen que en sí misma da lugar a la presencia que figura. Todo indica en la película aspectos de una afirmación no representativa, no figurativa de la imagen: la fuerza, la intensidad, la quemadura misma de una presentación de sí misma. (La distribución de los sexos en esta escena está completamente poblada por hombres singularmente viriles, atravesada por la alusión homosexual, y que coloca a las pocas mujeres del lado de un reposo, de una relajación, o de la compasión por el salvador perdido).
La historia de Melville puede leerse como la parábola de un arte que sería el sustituto de la redención en un mundo sin redención: el suplicio del “bello marinero” sujeto a una terrible, pero necesaria ley del mundo, abre su propia historia y su propia poesía. La película de Denis puede entenderse como una reflexión cuidadosa y preocupante sobre lo que se puede llamar la religión de Melville (y que se aplica aquí para todo tipo de religión o misticismo del arte). ¿Puede la belleza salvarse a sí misma? ¿No debería ella, mejor dicho, salvarse de sí misma? ¿Qué es un orden absoluto de la autopresentación, una forma lograda en su propia figuración?
He escuchado que en esta película hay “una literalidad insostenible”. De hecho, se trata de la del orden hierático y jerárquico en el sentido propio de los términos: la fuerza sagrada, la sacralidad del poder y el poder de lo sagrado, componiendo un orden completo, autónomo y exclusivo, siendo para sí la inmanencia de su propia trascendencia, que se apropia en su propia imagen. No es nada menos que el fascismo como una fascinación de auto-sacralidad y de auto-figuración. (Esto no significa que Claire Denis está superando la Legión Extranjera en esta categoría: la complejidad interna de la película lo muestra suficientemente). Sin embargo, el uso de la palabra “fascismo” puede ser engañoso si no tengo tiempo aquí para los desvíos necesarios. Solo diré que la “literalidad insostenible” de la película es la de una imagen, de un arte, de una belleza, que se preocupa por sí misma, a la que le importa lo que, exactamente, nosotros tomaríamos por una equivocación, por una autosatisfacción. “Bella tarea”: ¿un trabajo de belleza es un desperdicio? ¿Pero puede alguien sin belleza hacer la pregunta? O también: cuando el arte se encuentra a cargo de algo que es nada menos que la deserción del orden teológico-político, ¿qué significa “arte”? A la complacencia fascinante y perversa de una “areligión”, ¿qué afirmación oponer, qué arte ateo que no sea cerrado en sí mismo, ni sumiso a órdenes de sentido? La asombrosa fuerza de esta película filosófica, la fuerza de su trabajo, es producir nada menos que estas preguntas: y su belleza es la de este trabajo (o bien, lo contrario).