Revista de filosofía

La Ciudad embriagante del sin-sentido: Dispositivo y control

2.87K
La Ciudad embriagante del sin-sentido: Dispositivo y control

Resumen

El presente texto analiza parte de la estructura compleja de los problemas que se presentan en la relación tensa que existe entre la ciudad, el territorio, la economía y la política. Es una invitación a discutir un problema clave del pensamiento contemporáneo; un problema biopolítico. En otras palabras, este es un texto que analiza a la ciudad como un dispositivo biopolítico de control.

Palabras Clave: Economía, administración, ciudad, control, biopolítica, Foucault.

 

Abstract

The present text analyzes part of the complex structure of problems that present the tense and intense relation between the city, the territory, the economy and politics. It is an invitation to discuss a key problem of contemporary thought; a biopolitical problem. It is a text that observes the city as a biopolitical control device.

Keywords: Economy, administration, city, biopolitics, Foucault.

 

Toda política llevada al extremo debe ser producto de la maldad.

Mary Shelley

A través de la policía se hicieron las Ciudades; lugares donde los hombres se congregan y se comunican entre sí gracias al uso de las calles, las plazas públicas y […] los caminos reales.

Jean Domat

Los territorios se configuran constantemente en pos de algunas tendencias políticas, económicas y hasta religiosas, es decir, cambian de rostro en virtud de las necesidades históricas que se presentan. Esto evidencia que un territorio puede ser entendido como un entramado político cuyo cuerpo estará constituido o, por lo menos, segmentado a partir de lógicas de estratificación social. Por otra parte, es cierto que el territorio es un espacio que funge como condición de posibilidad, en tanto permite el desarrollo de la vida, o sea, permite la existencia. Es justo en esos términos en los que hablaremos en este texto sobre la Ciudad. La Ciudad como una condición de existencia, al tiempo que permite relaciones económicas y relaciones políticas muy particulares. Espacio, territorio y relaciones, en este caso, tejen los textos amorfos que se matizan mutuamente y que le dan su cuerpo. En ese sentido, la Ciudad es un ente, pues si bien permite la vida a partir de un a priori histórico, también posibilita la administración de los actos y de los pensamientos de aquellos que la habitan. En este texto, en efecto, señalaremos, a modo de análisis, cómo ha sido posible que la Ciudad contemporánea se manifieste como un dispositivo biopolítico.

Walter Benjamin aseveró que no había documento de cultura que, a su vez, no fuese un documento de barbarie.[1] Así, toda estructura arquitectónica, por mencionar un ejemplo, guarda entre su extensión vestigios que no son visibles ante el acto de ver, pero están ahí, enunciando lo que los muertos tienen que decir. La Ciudad, en este caso, posee sus muertos que, por medio de un silencioso murmullo, gritan consignas que no podemos ignorar, pues, de hacerlo, nuestro compromiso con la historia sería de un talante poco sensible, es decir, no habría compromiso con nuestro ser histórico. Pero si el pasado matiza las imágenes del presente, entonces debemos advertir que éste sólo adquiere cuerpo gracias a un tiempo pretérito. Así, presente y pasado podrían entenderse, en un sentido ontológico, como el fundamento del sujeto. Cabe entonces preguntarse por el presente de la Ciudad, por aquello que le ha posibilitado ser y que posibilitará su expresión futura. El ser presente de la Ciudad se encuentra cimentado, entonces, entre un pasado y un futuro que no se podrían entender sin una historia política y sin una historia económica. Es justo entre ambos campos donde podemos construir una cartografía de lo que significa entender a la Ciudad como un territorio que permite administrar la vida. Esa cartografía, al mismo tiempo, muestra a los muertos que han dado estructura a la ciudad, cuyo mito desgarra la idea utópica que defiende a lo urbano como sinónimo de relaciones consagradas hacia la paz perpetua. Así, cabe preguntarse: ¿por qué surge la Ciudad?

Han pasado siglos desde aquella aseveración que enunciaba al hombre como un animal político. Posiblemente esa idea sea correcta, pues hay una tendencia de los sujetos a relacionarse mutuamente unos con otros dentro de un territorio. Así, parece que la vida en la Ciudad está marcada por ese imperativo, pues los citadinos tienden a relacionarse constantemente entre sí y lo hacen a partir de determinadas necesidades temporales o a partir de sus propias circunstancias. Hay, pues, una determinación histórica de necesidades que hacen deseable la existencia de la ciudad como cuerpo. Pero, ¿necesitamos a la ciudad? Preguntarse lo anterior implica considerar que la Ciudad existe, pero también que no siempre ha sido lo que podemos imaginar cuando en nuestra contemporaneidad se piensa en ella. Así, lo mejor sería preguntarse lo siguiente: ¿cómo ha sido posible que la Ciudad se codifique como un cuerpo que construye subjetividades biopolíticas? 

Si el presente es matizado por el futuro, entonces es importante mencionar que la Cuidad y su actualidad sólo pueden entenderse a partir de las relaciones de corte político-económico que se configuraron en el pasado. Por ello, es menester hablar de las condiciones que determinaron la impronta de la Ciudad desde su historia. Es importante señalar que sólo mencionaremos algunos aspectos que consideramos relevantes dadas nuestras intenciones generales. Recordemos, como lo señala Foucault, que para finales del siglo XVIII se consolida una manera muy atípica de gobernar; un nuevo arte de gobernar que debe responder esencialmente a la pregunta: “¿cómo introducir la economía, […] a la gestión de un Estado?”[2] Introducir el talente económico de la población a las tareas de gubernamentabilidad se convertirá, precisamente, en la empresa por excelencia de los gobiernos.

En ese sentido, la población es observada como un conjunto de relaciones económicas. Así, la acción de gobernar, de gobernar a esa población, se reducirá a una tarea que tendrá consecuencias inmediatas. Se gobernará, pues, desde una perspectiva administrativa; se administrará a la población en su totalidad:

“Gobernar un Estado será, […] poner en práctica la economía, una economía a nivel de todo Estado, es decir, tener con respecto a los habitantes, a las riquezas, a las conductas de todos y cada uno, una forma de vigilancia, de control […] El arte de gobernar es precisamente el arte de ejercer el poder en la forma y según el modelo de la economía”.[3]

Pero esa economía implica una vida biológica y la administración de ella es lo que se conoce como biopolítica. La cuestión debe entenderse como la administración del deseo de la población, de sus tendencias y su consciencia. En este caso, para el éxito de ello, es menester la configuración de algunos flujos: políticos, morales, jurídicos. En suma, flujos que marcarán la pauta y que serán, de manera simultánea, la condición de posibilidad del venir a ser de un presente.

Entonces, los flujos son meros dispositivos que merman la potencia de unos y la potencia de otros. El dispositivo codifica y lo hace bajo las necesidades particulares de un cuerpo político y bajo el yugo de los fantasmas aporéticos de una estratificación histórica. Así, el flujo devela la necesidad, pero también la enuncia, pues le da una composición concreta. Es condición de visibilidad y condición de enunciación; es saber, es discurso. La red conformada por ellos es la que posibilita enunciar qué es lo bueno y qué es lo malo para un cuerpo político; qué es lo práctico y lo insulso; quién es el amigo y quién el enemigo; quién es el normal y quién el monstruo. También determinan cosas más básicas, que no por ello son menos importantes: qué se debe comer, cómo hacerlo y dónde hacerlo; qué sustancias son nocivas y cuáles no lo son. La Ciudad como territorio político posibilita tejer estructuras que permiten la administración de todos sus componentes; es el monstruo regulador, cuyas aristas merman los movimientos de sus habitantes. Es, en otras palabras, parte de un flujo que muestra cómo es posible la existencia dentro de su propio régimen; es una cárcel, una mole, un dispositivo que adquiere cierta relevancia a partir de las relaciones y las normas que ella misma permite.

ROBERT NEFFSON, “CALLE CINCUENTA Y SIETE Y QUINTA AVENIDA”

Para que lo anterior tenga sentido debemos recordar que la Ciudad moderna se levantó entre chimeneas, carbón, industria y muerte. Conforme la fábrica adquiría un peso significativo en la vida económica de los sujetos, los centros urbanos comenzaron a florecer. Ya para el siglo XVIII, las Ciudades eran indispensables para la vida económica de todo territorio político.[4] Los colores grises, manchados con hollín, se convirtieron en la tendencia. Se construyó en rededor de la fábrica un monumento a la interioridad, es decir, se configuró un territorio que marcó el afuera de un algo; el afuera de aquello que no estaba ligado al progreso, a lo humano, a lo civilizado. Pronto se convirtió en un territorio de deseo, lo que resulta contradictorio, pues, con el aumento demográfico en la Ciudad, aumentó la riqueza económica, pero a su vez, creció la pobreza moral y los problemas sanitarios. El adentro de las Ciudades se matizó entre la enfermedad, la delincuencia, el trabajo productivo y la prosperidad económica.

No obstante, hablar de una Ciudad moderna es muy ambiguo, por lo que trataremos de matizar la narrativa. Hay que referirnos a una Ciudad industrializada que se vinculó de manera íntima con la economía de mercado. Una economía que tuvo como objeto construir una seguidilla de reglas que hicieron posible una eficaz relación entre la población y la producción económica. De este modo hablaremos de la Ciudad mercado. De hecho, “[…] ésta se convierte en el modelo de intervención estatal en la vida de los hombres”.[5] En efecto, a principios del siglo XVIII la Ciudad fue un centro económico con diversas contradicciones que trataron de erradicarse: por una parte, como se ha dicho, era el epicentro de la economía y del progreso material; y, por otra, era la cuna de la enfermedad y de la delincuencia organizada. La tarea de los Estados consistía en administrar ambos fenómenos de la mejor manera posible. Esto muestra que el Estado se preocupa por primera vez por el intercambio de las experiencias que dan forma a la existencia del sujeto citadino, es decir, los Estados se preocuparon, en términos de bienestar, por la materialidad fina de la existencia y la coexistencia humana, o sea, de aspectos biológicos y psíquicos de la población misma.

Los temas de principal cuidado se enfocaron en la salud, así como en la configuración de las calles, de los mercados y de los caminos, con el único objetivo de favorecer la apertura del comercio y de la producción. Las calles, los edificios, la manufactura y el comercio se convirtieron en elementos de suma importancia que tuvieron que ser vigilados para su buena administración. Dicha tarea fue cumplida por la policía que, de hecho, tenía injerencia en trece ámbitos distintos que posibilitaron el buen funcionamiento de la Ciudad Mercado:

“Se trata de la religión, las costumbres, la salud y los artículos de subsistencia, la tranquilidad pública, el cuidado de los edificios, las plazas y los caminos, las ciencias y las artes liberales, el comercio, las manufacturas y las artes mecánicas, los domésticos y los peones, el teatro y los juegos, y, por último, el cuidado y disciplina de los pobres”.[6]

En pocas palabras, la función de la policía consistió en conservar la vida en la Ciudad. Curiosamente, es la propia Ciudad la que permitió, de manera simultánea, la existencia de la policía.[7]

Es cierto que en nuestro tiempo estamos lejos de la Ciudad mercado, pero, del mismo modo, nos encontramos muy cerca de ella. Y es que, actualmente, la Ciudad como territorio político sigue en el centro de toda actividad económica. En este caso, su centro ya no es la fábrica industrial, que ha quedado guarecida en la periferia, sino la corporación. Grandes estructuras que parecen llegar al cielo marcan la imagen que se tiene del territorio, un lugar que es alcanzable, pero poco asible; es el lugar de los Dioses, pero también el lugar de los muertos. Todo citadino, aunque parezca algo extraño, tiene acceso a la Ciudad del movimiento. El mercado y la producción aún marcan su ritmo, aunque todo esté completamente ensimismado; estructura, sobre estructura. Hay espacios que permiten el andar, hay espacios que permiten el movimiento perpetuo: las calles y las avenidas. Todas ellas construidas sobre lo que en otros tiempos fue el hogar de terceros, de aquellos que fueron conquistados; sujetos-hombres, sujetos-bestias, sujetos-flora. Las calles, en este caso, al igual que la misma Ciudad desnudan a los héroes y sepultan a los antagonistas que forman parte de su historia. Lo relevante de esos caminos, que pareciesen interminables, es que siempre conducen a lugares concretos, permitiendo, en consecuencia, los desplazamientos.

La calle de la Ciudad en movimiento es un espacio de construcción a nivel conceptual que nos ayuda a entender la velocidad a la que se desplazan sus habitantes. Ahora bien, la Ciudad, al ser el bastión de la vida económica de su periferia, por ser el núcleo del deseo, tiene que ir de prisa; todo tiene que estar en constante movimiento dentro de su estructura. Esto convierte a la ciudad en un territorio de vanguardia donde todo es y deja de ser. Así, “[…] la ciudad nunca está terminada […] siempre hay algo en construcción o en innovación: una calle, un puente, una nueva línea del metro, un edifico para levantar o demoler. Estamos, en la Ciudad, condenados a hablar en el lenguaje del había y del habrá”.[8] Por ende, en la Ciudad difícilmente se descansa, pues el movimiento es parte integral de su vida y de la vida de aquellos que están en su interior. La cuestión implica comprender al territorio como un espacio en donde se conglomera una gran cantidad de individuos que se consagran directamente al trabajo, es decir, a la producción, a la economía activa. Dentro de los buques financieros o, incluso, en la mancha de la criminalidad, la Ciudad matiza el desplazamiento efectivo de cada miembro suyo, ya que, de no hacerlo, su estructura estaría en peligro.

Así, los caminos se vuelven indispensables. Se entiende porque “[…] las calles son anchas, pero rectas, como trazadas a cordel, y largas hasta parecer infinitas”.[9] Por otro lado, es importante mencionar que, si bien es cierto que hoy en día la administración del bullicio aún recae en la policía, como pasaba a principios del siglo XVIII, actualmente existen aristas muy específicas de ella que ayudan a mantener el control de los espacios, siendo las más representativas las figuras médicas, los administrativos judiciales, los profesores de aula y los profesionistas bancarios. Cada uno con lugares específicos de trabajo: hospitales, escuelas, cárceles, sanatorios, fábricas, etcétera. En dichos sitios se administra lo administrable, es decir, se administra la vida del sujeto de ciudad. De esta forma, las acciones de los sujetos se ven determinadas por dos estratos de aprisionamiento: 1) Por la composición del territorio de la Ciudad, y 2) por las formas de control que surgen en pos de las necesidades políticas de ese territorio. Así, los discursos que se tejen dentro de las aristas de la policía burocrática es lo que permite la interacción entre el territorio y las formas de control que surgen en éste, permitiendo la convivencia, la coexistencia, el hablar, el vender y el comprar dentro de la Ciudad misma.

RICHARD ESTES, ESCENA DE UNA CALLE DE PARÍS

Debemos señalar que hay vigorosidad en las estructuras que visibilizan y enuncian lo que la Ciudad permite y son, precisamente, esas visibilidades las que matizan la estructura de la Ciudad. En ese juego reciproco surgen imágenes que desnudan una realidad biopolítica. Los citadinos son, en ese sentido, administrados. Los hospitales, por ejemplo, son los lugares de confinamiento para los enfermos y para los que potencialmente pueden serlo. La medicina dicta lo que hay que comer, también configura los tiempos adecuados para la ingesta de alimentos y para el descanso recreativo repercutiendo, inevitablemente, en las relaciones que se establecen dentro de la Ciudad. Por su parte, las escuelas, las cárceles, las fábricas, las pequeñas y grandes empresas estratifican condiciones cuyo objetivo es muy parecido. Bajo estas condiciones un espectro de seguridad crece dentro de sus confines. Los citadinos creen estar resguardos entre sus grandes calles y sus monumentales edificios porque, efectivamente, todo es vigilado de manera minuciosa; hay un control cabal de las acciones, así como del pensar, en suma, del movimiento. Es justo por ello que la Ciudad nos entrega un texto con forma y contenido claros cuyos elementos resaltan que la urbe es un lugar donde todo está predeterminado para su buen funcionamiento. De hecho, es imposible escapar de sus normas, castigos y caminos. Por tal motivo, la Ciudad se teje, y teje relaciones bajo el yugo de dos imperativos que dicen: 1) “No es fácil perderse en el espacio de la Ciudad […] Lo difícil es fugarse: lo difícil es traicionar los caminos de la ciudad y de ese modo olvidarla y volver a encontrarla, extraña, a cada vuelta de sus diez mil esquinas”[10]; y 2) “La Ciudad siempre está enmarcada con señales de ruta preconcebidas, con lugares para detenerse, caminar, comer, tomar, bailar, fornicar, morir, y, en último caso, quedar atrapado”.[11] 

Es cierto que tener experiencia de la Ciudad desde una realidad biopolítica nos permite atestiguar el triunfo de un proyecto cuyo objetivo es administrar la vida y todas las implicaciones de ella, a costa del despojo de la potencia de los sujetos. Sin embargo, es en el mar de las contradicciones, en escenarios totalmente desoladores, en donde las posibilidades de fractura se hacen más fuertes. Pensar dentro de la Ciudad, es decir, fuera del alcance de la norma preconcebida, es pensar bajo presión, bajo un límite. La Ciudad difícilmente lo permite, sin embargo, mientras mayor sea su golpeteo, las posibilidades de acoger su negatividad como posibilidad de acción se hacen más grandes. Esto implica no ignorar el lecho sobre el que descansa la Ciudad, es decir, implica pensarla desde sus muertos, pero, también, desde la vida que permite, así como desde sus elementos formales: política, economía, moral y ética. Para que el citadino sea testigo de ello se exige, por una parte, una actitud vital sobre la misma Ciudad; es decir, exige a los sujetos que se relacionen con sus calles, edificios, mercados, hospitales, hoteles y grandes conglomerados urbanos con una actitud más que valiente.

La experiencia de la Ciudad inducida desde lo negativo, desde lo biopolítico, y afrontada con un talente de valentía interrumpe la lógica de la vida urbanizada y rompe, de ese modo, con la experiencia primera o la experiencia salvaje que nos regala su régimen biopolítico. En este caso se presenta una lenta transformación de la mirada: los espacios, las calles, los edificios y los discursos que se tejen dentro de la Ciudad se convierten en puntos que acentúan posibilidades de quiebre hasta lograr un desprendimiento vital. En efecto, se comprende por esa vía que ya no es necesario el apego a la Ciudad para estar seguros de sí. Esto es el equivalente a establecer una relación de amor y odio con ella. Benjamin, por ejemplo, tiene con la ciudad una relación absolutamente extraña, “[…] fuerte y extenuante: la ama y la odia, la encuentra embriagante y repulsiva. Lugar de embriaguez y de intoxicación, de excitación, la Ciudad es todo y lo contrario de todo: ella no es nunca aquello que pretende ser”.[12] La Ciudad es fracturada cuando se mira desde su realidad más brutal, es decir, ya no tiene el poder de asfixiar mediante su poder en imagen. Toda su barbarie se convierte en cobijo de la reflexión. Pensar al límite dentro de la Ciudad, pensar bajo presión, obliga a preguntarse sobre lo que permite al presente preocuparse de ella. Precisamente, eso es lo que exige pensarla desde sus muertos, desde su negatividad. Así, ningún sujeto tendría el derecho a despreciar su presente en ella, en tanto que sujeto de Ciudad.

 

Bibliografía

  1. Amendola, Giandominico, La Ciudad Postmoderna: Magia y miedo en la metrópolis contemporánea, Celeste Ediciones, Madrid, 2000.
  2. Benjamin, Walter, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Contra historia, México, 2005.
  3. Cinzano, Martín, Perdido, UACM, México, 2011.
  4. Foucault, Michel, Seguridad, territorio y población, Fondo de Cultura Económica, México, 2006.
  5. Nordau, Max, La estética de la Calle, Presa, Barcelona, 1950.
  6. Pierre, George, Compendio de Geografía urbana, Ariel, Barcelona, 1964.

 

Notas

[1] Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, ed. cit., p. 22.
[2] Foucault, Seguridad, territorio y población, ed. cit., p. 148.
[3] Ídem.
[4] Cfr. Pierre, Compendio de Geografía urbana.
[5] Foucault, ,op. cit., p. 387.
[6] Ibid., p. 380.
[7] El conjunto de los medios que hay que poner por obra para asegurar, además de la tranquilidad y del buen orden, el bien público tal, es en general lo que en Alemania y en Francia se ha llamado la policía: Conjunto de las leyes y reglamentos que se refieren al interior de un Estado y que tienden a afirmar y a aumentar su potencia, a hacer un buen empleo de sus fuerzas y a procurar la felicidad de sus súbditos. (J. von Justi). Así entendida, la policía extiende su dominio mucho más allá de la vigilancia y el mantenimiento del orden. Tiene que velar por la abundancia de la población…, por las necesidades elementales de la vida y por su preservación…, por la actividad de los individuos…, por la circulación de las cosas y de las personas…
[8] Cinzano, Perdido, ed. cit., p. 182.
[9] Nordau, La estética de la Calle, ed.cit., p. 7.
[10] Cinzano, op. cit., p. 182.
[11] Ibid., p. 12.
[12] Amendola Giandominico, La Ciudad Postmoderna: Magia y miedo en la metrópolis contemporánea, ed. cit,. p. 47.