Resumen
El ensayo intenta describir el funcionamiento y el desarrollo de la “máquina de simulación”, que ocupará el centro de una ciudad ejemplar que recorreremos a través de tres autores paradigmáticos: R. Piglia, D. DeLillo y P.K. Dick. El reto es el de definir la “condición contemporánea-postmoderna” como una constelación de elementos heterogéneos, un hipertexto que toma la forma de una ciudad con sus avenidas, sus profundidades habitadas y sus objetos que constituyen los “trapos de la historia” del siglo XXI.
Palabras clave: posmodernidad, simulación, ciudad contemporánea, Piglia, DeLillo, Dick.
Abstract
The essay attempts to describe the functioning and development of “The Simulation Machine”, which will occupy the center of an exemplary city that we will travel through three paradigmatic authors: R. Piglia, D. DeLillo and P.K. Dick. The challenge is to define the “contemporary-postmodern condition” as a constellation of heterogeneous elements, a hypertext that takes the form of a city with its avenues, its inhabited depths and its objects that constitute the “rags of history” of the century XXI.
Keywords: postmodernity, simulation, contemporary city, Piglia, DeLillo, Dick.
Premisa: Los constructores
La máquina de simulación es una “máquina deseante”, de índole reproductiva y pragmática, en su interior vacía. Se trataría de un vacío central, en el cual la ausencia de un centro transcendente revela la presencia de pasajes múltiples, según las leyes de un laberinto de tipo rizomatico. Su objetivo es producir simulacros, es decir narraciones puras, simulando todos los signos y todas las peripecias de lo real. El resultado de esa red de conexiones múltiples y simultáneas es un mundo de simulación donde cada forma simbólica muere en una alucinación de verdad y que experimenta lo real como si fuera virtual. La astucia de la máquina sería la de hacer desaparecer la realidad y en el mismo tiempo disfrazar esa desaparición.
Son dos los modelos teóricos, el primero antropológico, el segundo ligado a los mecanismos de producción de un inconsciente entendido como “fabrica” o “taller”, antecedentes del concepto de máquina de simulación o “narrativa”. El primero, del historiador de la cultura (alumno de Kerenyi) Furio Jesi. En El tiempo de la Fiesta[1] escribió que el etnólogo, en la sociedad contemporánea, por la falta de experiencias epifánicas (es decir privado de imágenes que asuman el carácter de verdaderas revelaciones), puede trabajar solamente con “máquinas” o modelos gnoseológicos operativos. Astucia o malicia de la máquina es dejar creer de contener verdades inalcanzables (Hombre; Mito) mientras en realidad es una operadora de conversión de las dominantes sociales que le permiten de existir. La máquina puede ser, según Jesi, llena o vacía. En el primer caso, se trataría de creer en el mito como realidad epifanica que aparece en el mundo y lo suspende y en el hombre como símbolo del hombre universal que descansa en sí mismo. En el segundo, la función de la máquina sería aquella de renviar a un vacío del ser.
Es bastante sencillo trasladar lo que dice Jesi en el contexto que nos interesa: en el postmodernismo, desaparecida cualquier posibilidad (moderna) de conexión con lo sagrado y sus epifanías, tenemos una máquina que posee por lo menos tres funciones: Función mimética, que implica cualquier relación del hombre con la otredad; Función neutralizante o excretoria, neutraliza las fuerzas peligrosas, elimina los despojos, los restos y las manchas y Función simulacro que devuelve a la escena una acción paradójica. Sus efectos son o la producción de una “puesta en escena” o, al opuesto, el de una “naturaleza muerta”.
El segundo modelo es de la dupla Deleuze y Guattari que, en el Anti-Edipo, hablan de máquinas deseantes: máquinas productoras y reproductoras, binarias, de régimen asociativo: “[…] en todas partes máquinas, y no metafóricamente: máquinas de máquinas, con sus acoplamientos y conexiones”.[2] Entre máquina s no hay diferencia de naturaleza sino de régimen (relaciones de tamaño); cada máquina es conectada a otra máquina y a una tercera, en una producción de producción; la máquina contiene una especie de código que se encuentra almacenado en ella (cadenas significantes no homogéneas); produce un flujo: es decir un puro fluido, una hyle no-personal en estado libre sobre el cual opera un sistema de cortes que efectúan extracciones, cuyo resultado son objetos parciales o “piezas”; origina un corte o residuo que es el sujeto a lado de la máquina.
Las aplicaciones de un mecanismo de producción inconsciente que extraen separan y engendran restos son múltiples. Aplicando los conceptos deleuzianos a nuestra máquina narrativa, diremos que es un mecanismo de producción que extrae historias plurales en el tejido de la historia general, las separa (según un principio de montaje aleatorio) y engendra restos, es decir, como afirmaría Benjamin, los trapos de la contemporaneidad.
Esta máquina ocupará el centro de una “ciudad” más ejemplar que imaginaria, que recorreremos al analizar su planimetría, los objetos que produce o deshace y sus habitantes a través de tres autores paradigmáticos: Don DeLillo, Roberto Piglia e Philip K. Dick. La máquina es un “dispositivo”: Giorgio Agamben entiende como “dispositivos” cualquier cosa que posee la capacidad de “[…] capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”,[3] desde prisiones y escuelas (dispositivo de control), hasta tres clases típicamente postmodernas: “computadoras y teléfonos celulares” (es decir la “clase” de las interfaces); “cigarros” (ampliando el concepto hasta todas las sustancias adictivas y psicótropas) y “literatura”.
Si pensamos en los tres autores que son el objeto de ese escrito, el primer caso es la red de interfaces por DeLillo, de los juegos por Dick y de las máquina s de Piglia; el segundo, las drogas y fármacos psicótropos de Dick, los fármacos del doctor Arana de Piglia (que quiere curar los psicóticos volviéndolos adictos) y el Dylar, la droga experimental llena de efectos colaterales de Ruido de Fondo por DeLillo; el tercero, la cadena de relatos múltiples de Piglia, el logos o fajo de información hologramatica de Dick y las fluctuaciones de datos de DeLillo.
Máquinas pensantes
En Cosmopolis (también film de David Cronenberg) DeLillo construye un lugar poliesferológico donde el magnate Eric Packer interactúa directamente con los apéndices de la máquina:[4] el resultado es la generación de un nuevo sujeto polimorfo que interacciona con una interfaz a través de una praxis de la manipulación secundaria que al contacto directo prefiere una secuencia de digitalizaciones virtuales. En Mao II DeLillo crea otra máquina paradoxal y elocuente, un dispositivo polimorfo capaz de juntar acontecimientos heterogéneos como un gran ceremonial público, una exposición de arte pop y la amenaza fantasma del terrorismo global.
El gran ceremonial litúrgico-social es realizado en el Yankee Stadium, donde Delillo, en lugar de los consuetos acontecimientos deportivos (como en el primer capítulo de Underworld, dedicado a un partido de baseball) imagina una boda multitudinaria (1300 personas) organizada por la secta del Maestro coreano Noon (que recuerda la análoga ceremonia de la Virgen del pan en Cristobal Neonato de Carlos Fuentes). El Yankee Stadium se vuelve contenedor del drama de la rutina americana: las parejas son convertidas en un único objeto esculpido, se vuelven seres inmunizados contra el lenguaje de la individualidad (la máquina crea ficciones poderosas para borrar la identidad y producir ser colectivos manipulables) y la gran boda, replicada por teleobjetivos, gafas y cámaras, es la metáfora de la condición del amor en la posmodernidad, que sufre una serie de padecimientos, como: la perdida de escala e intimidad, la multiplicación alienada, el trastorno de cualquier individualidad bajo la forma del mismo disfraz (en este caso, un camisón blanco), el intercambio entre la libera elección y la elección casual del partner operada por la secta. S sin embargo, la amarga reflexión que el futuro pertenece a las masas, indiferenciadas, estúpidas y peligrosas.
La exposición de Warhol, el más programáticamente impersonal de los artistas (“el secreto de ser yo reside en que solo estoy aquí a medias”, dice), es sintomática de la capacidad del Pop art de interceptar e imitar redoblándo el mecanismo perverso de la máquina narrativa: las obras de Warhol sobre los crash automovilísticos o las sillas eléctricas repetidas proporcionan una mirada plana y neutra sobre los acontecimientos violentos de la contemporaneidad: el trasfondo de imágenes chocantes, gracias a un tratamiento homeopático de la banalidad repetida, se vuelve secuencia de objetos inocuos. Finalmente, el fantasma del terrorismo que, en la novela, se metastatiza en la banda de los niños kamikaze que llevan unos pasamontañas y la foto del leader espiritual colgada al cuello, espectros colectivos carentes de rostro y de voz, pero dotados (como las parejas de la boda), de una identidad genérica externa cuyo surplus es dado por el arma de fuego, que constituye, según el jefe de la célula, la “verdadera belleza del hombre”.
En su novela La Ciudad Ausente, Ricardo Piglia postula la existencia de una “máquina de repetir relatos” al centro de una ciudad (en el mismo tiempo “ausente” y “actual”: Buenos Aires) y cuyo fin es lo de producir historias. Al comienzo se trataba de una máquina traductora: pero al traducir el cuento William Wilson de Poe, el relato se expandió hasta volverse irreconocible. El dispositivo se volvió, según una praxis ya automática e inconsciente, entonces, la máquina trasformadora de historias, que “[…] usa lo que hay y que parece perdido u lo hace volver transformándolo en otra cosa”.[5] La máquina se encuentra en un museo parecido a un estudio cinematográfico; en la ficción de Piglia el constructor de esta máquina es el gran escritor argentino Macedonio Fernández que la ensambló con el fin de salvar la memoria de su esposa, Helena: ella misma es la máquina , que termina por mezclar sus historias plurales y privadas con el flujo mayor de la historia oficial en un montaje de nudos, es decir de fajos de narraciones que se salen de una realidad para ingresar en otra sin parar, en una mezcla.
No es un caso que la primera en darse cuenta de la máquina y de su mecanismo sea la misma Helena que padece (como muchos personajes dickianos) una crisis psicótica (dice a sus terapeutas que es convencida de ser una máquina) que se revela ser, en un contexto completamente ficcional, manifestación de lo verdadero: el sujeto psicótico es, aquí como en las novelas de P.K. Dick, el sujeto acostumbrado a registrar un fragmento del discurso de la máquina y a repetirlo al infinito como si fuera la verdad y, al mismo tiempo, percibir que es el fragmento de la única frase verdadera: “Pensaba en muchas más realidades de lo que podía hablar, y las ideas se transformaban en imágenes reales: salía de los sueños hacía otra realidad; se despertaba en un cuarto distinto, en otra vida, pérdida del sentido de realidad”.[6] El asunto del traslado inexorable desde un sueño al otro también forma parte de la trama de la película de Richard Linklater Waking Life.
El periodista protagonista masculino de la novela, Junior, logra llegar hasta el delta del Rio Tigre donde vive Russo, el ingeniero que ayudó Macedonio en la construcción del dispositivo, y que le revela algo sobre la máquina: la máquina está viva, dice, es un cuerpo que se expande y se retrae y capta lo que sucede. El intento de enjaularla en el mundo muerto del museo no tuvo éxito: la máquina sigue produciendo historias de manera perfectamente automática, y no se puede parar.
Otra máquina de Piglia, que es misma un dispositivo de control panoptico, es la Torre de Blanco Nocturno. Se trata de una construcción cónica, de seis metros de alto, similar a una pirámide prehistórica o a una máquina del tiempo. Adentro hay escaleras, montacargas, plataformas y ventanas que terminan (después un trayecto que nos recuerda Piranesi o Escher) con una sala de control donde a una vista circular se adjunta un sistema de pantallas, quizás similar a la de la limosina de Cosmopolis. Lo que se ve es un conjunto de espacios vacíos: la esfera celeste; el desierto; las grandes lagunas al norte de la provincia; los campos inundados; los terrenos sembrados; animales dispersos; el techo de las casas altas del pueblo. Vemos, así, como el aparado se vuelve, en el milagro de un sobrevuelo absoluto, gran ojo de cielo y, en lugar de ejercitar el control, logra transformarse en el órgano de la liberación que abarca el gran plan total, un weltlandschaft que recuerda los paisajes flamencos del siglo XVI y que quiere resumir el mundo en una gran visión panorámica global.
El asunto de la mayoría de las novelas de P.K. Dick es bastante sencillo. Somos controlados por una serie de dispositivos inmersivos de control disfrazados por otros que determinan, perjudican o modifican nuestro acceso a la realidad. El resultado es una peculiar fluctuación entre realidad y alucinación que se puede entender como una eficaz metáfora de la existencia fragmentaria en el capitalismo tardío. Estos dispositivos son los narcóticos (drogas y toda clase de sustancia alterante adictiva), que toman el aspecto de una vasta red impersonal y protoplasmática con su mercado negro, consumidores y vendedores; la gran industria del entretenimiento (juegos virtuales), interfaces con las cual los supervivientes de la raza humana están conectados mientras sus cuerpos yacen inmóviles en barrancos marcianos en un futuro post-atómico como en Los Días de Perky Pat y Los tres estigmas de Palmer Eldritch; o comportan, como veremos, un mecanismo de apelación y escucha o logos que en Radio Libera Albemuth es el señal de datos emitido por una Voz desde un satélite alienígena, que P. K. Dick llama Valis y que describe como algo similar a la voz escuchada por Cristóbal Colon en el viaje hacia las Indias.
Dick nos restituye un catálogo de drogas para los usos más distintos. En Aguardando el año pasado la droga “JJ 180” permite viajar en el tiempo (según tres direcciones: hacia atrás, en el pasado; hacia adelante, hacia múltiples futuros distopicos; lateralmente, hacia una serie de presentes simultáneamente posibles) y es un instrumento de control sintetizado por una raza alienígena. En Una mirada en la Oscuridad la “sustancia M” provoca alucinaciones y es altamente adictiva: uno de los protagonistas es obsesionado por los piojos: el problema está en sus zonas receptoras, él alucina los insectos de manera plástica hasta recogerlos en frascos de vidrios que de repente se descubren rellenados de nada. DeLillo en Ruido de Fondo habla también de una droga, el “Dylar”, fármaco experimental cuyo principal efecto colateral es lo de no distinguir las palabras de las cosas y aislar la parte del cerebro donde reside el miedo a la muerte. Otra droga dickiana es la “Can-D” que, en Los tres estigmas de Palmer Eldritch, hace posible el milagro de la traslación: la “casa de muñecas” y los instrumentos en miniatura juego tipo Barbie utilizado por los colonos ya no representan la tierra, sino se convierten en la tierra y los participantes se ven trasportados afuera del tiempo y del espacio habitual para ingresar en un dispositivo integral de simulación y de control a través del cual la raza alienígena triunfante (o las máquinas) controla a los sobrevivientes terrestres dejándolos anclados a una existencia ilusoria.
La droga se junta aquí con la temática dickiana del juego, que en Tiempo Desarticulado es un concurso donde se trata de descubrir “donde se encuentra el hombrecito verde” en un tablero a recuadros (tipo Batalla Naval) a través de una serie de complicados procedimientos asociativos: este juego tiene siempre un idéntico ganador, Ragle Gumm, el protagonista hamletiano de la novela. De repente, los objetos comienzan a mostrarse evasivos y los protagonistas empiezan a tener visiones donde hay algo de antiguo que se sobrepone y sustituye a lo moderno (por ejemplo, un cordón de la luz en lugar del normal interruptor), algo de no-terminado (el despacho de bebidas en el parque se vuelve algo similar a una pintura divisionista de Seurat); o la repentina inclusión, en el habla, de una oración extranjera.
Los protagonistas de Dick perciben, sienten, la existencia de una máquina simuladora a través de indicios mínimos que permiten a la superficie lisa y engañosa de la realidad de volverse porosa. Otros indicios son en la novela, unas tiras de papeles contenidos en una caja que se encuentra en los terrenos baldíos afuera del pueblo: debajo de todo hay la palabra, el logos, que revela que vivimos en otro mundo y no en el que vemos. Ragle y su cuñado Vic, entonces, roban un carro para aventurarse en una autopista cortazariana y una vez afuera descubren la verdad: hay una guerra civil en curso entre Tierra y colones Lunares y Gumm es el único hombre capaz de adivinar donde caerá cada misil que llega desde la Luna (el asunto es, en cierta medida, similar a lo de El Arco iris de la Gravedad de Thomas Pynchon); el chico tuvo pero un episodio psicótico que lo hice retroceder en el tiempo y por eso las autoridades construyeron por él un mundo seguro y limitado (de los años 50 de su niñez) transformando la predicción de los misiles en un juego. Todo lo demás es recita, ficción (su casa, su pueblo, hasta su hermana, sus vecinos, son sujetos reprogramados para que la simulación funcione de verdad).
Esta situación guarda similitud a la verdadera experiencia trascendente de la cual el mismo Dick fue protagonista: desde el 2 de marzo 1974 el escritor fue interpelado por una entidad trascendente que llamó Valisystem A (Vast Active Living Inteligent System – A porque es solo una de las muchas), Ubik u Otro, capaz de transformar el entero universo en fajos de datos, como el autor nos explica en sus últimas proféticas, novelas y en aquel extraordinario montaje póstumo de cartas, apuntes, reflexiones que es La Exegesis. Valis (SIVAINVI en la traducción española) es un campo bioplasmático semi-viviente perdurable y sintiente, gran depósito de información introducida en cada ser de manera separada y bajo el aspecto de fragmentos aislados sin conexión. Cuando el sujeto recibe estos fragmentos los reorganiza de nueva manera. El ser es conectado a la máquina —almacén de informaciones— y de este modo pasivo puede volverse activo como sujeto creador.
La entidad se comunica a través de objetos de desechos o pequeños pergaminos. El resultado, dice Dick, es como la adopción de un visor y, en el mismo tiempo, de un aparado de recepción telepática: no se ve el otro, se ve cómo ve el otro. Y de repente nos pasa algo: “abrimos los ojos y nos damos cuenta de que el mundo alrededor de nosotros era hecho de papel maché”: nos hemos despertado de nuestro sueño y hemos comenzado a ver la realidad, es decir el plano del logos.
Las ciudades
La Buenos Aires de Piglia es una verdadera “capital de los espacios vacíos”, que como dice la última registración de la máquina de Macedonio, se disuelve en niebla, ahora es capaz de engendrar un campo de tierra blanda llena de pozos que son tumbas; ahora se vuelve, hecha nada, el llano sin fin de la Pampa quieta en la lejanía. Buenos Aires, también es, un modelo de ciudad ensamblada por otro constructor de máquinas y maquinaciones, Russel (casi homónimo de otro gran constructor de máquinas célibes, Raymond Roussel), como en el íncipit de El último lector.
Esta segunda y disminuida ciudad ausente no es ni un mapa ni una simple reproducción en escala, sino una máquina sinóptica, una síntesis de la realidad y un espejo: el ingeniero-hechicero fue capaz, dice Piglia, de alterar las relaciones de representación de modo que la ciudad real es aquella que se esconde en un cuarto de su casa y la otra es solo un espejismo o un recuerdo. Quien la contempla tiene que estar solo, la ciudad de Russel es una ciudad que necesita ser leída. Una ciudad como esa, encerrada en un piso anónimo, nos habla de réplicas y representaciones, lectura y percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido porque, como dice Levi-Strauss, si la realidad trabaja a escala real, el arte lo hace en escala reducida.
El resultado es una ciudad fuera del tiempo, rodeada de ruinas y del rio iluminada no por los rayos del sol sino por la luz roja del laboratorio del fotógrafo. La ciudad de DeLillo es una “ciudad condenada” (para citar el título de un libro sobre una ciudad apocalíptica como la de los hermanos Stugarskij) a sufrir un acontecimiento que la modifica desde los cimientos. Tomamos como ejemplo paradigmático el tranquilo pueblo del Midwest de los Estados Unidos de Ruido de Fondo (con su colegio, área de compras, iglesia y escuela), que de repente perturbado por un escape toxico en la atmosfera que provoca una enorme migración congestionada, violenta y paradójica que nos recuerda la del cuento de Cortázar, La autopista del Sur (que es también una película de Godard, Week-end). Similar es el gran torbellino de bocinas y automóviles donde se regresa a estados más arcaicos de la civilización (hasta estudiar el cielo nocturno en búsqueda de signos, en una actitud que aparenta los transeúntes fugitivos con los antiguos arúspices). El escape toxico se concretiza en una niebla metamórfica capaz de tomar distintas formas (arquitectónica: columna prominente; arquetípica: barco de un cuento nórdico; amorfa: densa masa negruzca) y que blanchotianamente, se configura como “[…] oscuridad rarefacta, difusa, y, por así decirlo, errante, que no tenemos la fuerza de mirar fijamente”.[7] El escape, verdadero “acontecimiento” según la formula žižekiana de “[…] forma mínima y más pura, algo de chocante y afuera de lugar que aparece de repente, e interrumpe el flujo normal de los eventos”[8] es la materialización de la toxicidad de la “sociedad de consumo”, arma de destrucción masiva y, en el mismo tiempo, desastre necesario. Sin embargo, una sociedad como la nuestra no solamente es intrigada ante la catástrofe, sino la necesita de vez en cuando para, como anota DeLillo, interrumpir con el halo de su tragedia, el incesante bombardeo de información producida por la máquina, y, contemporáneamente, la nube toxica es uno de los grandes desechos producidos por la máquina misma y su ficción polimorfa e intangible.
Otro aspecto de la sociedad de consumo es, como sugiere Jameson,[9] la pérdida de sentido del pasado y del futuro histórico que se vuelve estereotipo. En Dick nuestro presente se vuelve pasado de un futuro fantaseado. En Aguardando el Año Pasado un magnate reconstruye en un asteroide la Washington de su niñez (llamándola Wash-35). A esta ciudad “modelo” artificialmente reconstruida y poblada de serviles “robants” (robot humanoides) se contrapone, en el libro, Tijuana, ciudad posmoderna de la perdición y del pecado. La primera ciudad es una Neverland, una Infantilandia, reconstrucción en vidrio de un universo limitado con el auxilio de verdaderos objetos encontrados gracias a procuradores de antigüedades. Los seres humanos siempre han entendido retener el pasado, mantenerlo vivo de forma convincente: desprovisto de pasado, el presente tiene muy poco significado en una poética de la reproducción de copias sin originales que involucra el objeto perdido cargándolo de una serie de valores secundarios.
La segunda es una ciudad fronteriza donde todo es legal y nada tiene valor: en el día robants venden alfombras hechas a máquinas y tamales mientras que de noche chicas latinas menores de edad se venden en calles sucias; bandas de jóvenes se mueven en el ansia primaria del material protoplasmáticos; y en tiendas de tatuajes una aguja eléctrica pinta rozando la piel sin tocarla; Tijuana es, finalmente, la ciudad que el protagonista elige para suicidarse aprovechando de los futuros paralelos permitidos por la droga JJ-180.
Hay otros seres que merodean por las ciudades condenadas de nuestros tres autores: hombres como el tecnomorfo Rajzarov de la Ciudad Ausente, que estaba hecho más de metal que de vida, con placa de plata en la cabeza y un tatuaje tridimensional en medio de los despojos de cartílago y hueso. Último es el detective dickiano encubierto cuyo disfraz experimental se vuelve algo similar a una nebulosa, “masa difusa”: se trata de un mono-traje mezclador dotado de una lente de cuarzo multifacética y una computadora miniaturizada que proyectan un millón y medio de imagines fisionómicas parciales de diversas personas en todas las direcciones sobre una membrana-pantalla delgada. Este traje simulador es quizás el punto extremo del sujeto que adjunta a su fantasmagoría esencial su fragmentación infinita, metáfora de la pérdida de identidad y de la alienación en las grandes megalópolis contemporáneas, lugares donde el hombre no es que un objeto más en un mundo, vaciado de real, que se ha vuelto mera secuencia paratáctica de accidentes, en una totalidad extensiva plasmada en la soledad, la violencia y el rechazo.
Museos, almacenes, supermercados
La máquina produce sin parar objetos. Es una imagen de P. K. Dick (y también de Consumidos de Cronenberg, donde hay una impresora 3d que produce objetos reales a partir de un dibujo o idea abstracta): en un mundo futuro donde ya no es posible crear nada hay algunos seres humanos que, utilizando un poderoso somnífero duermen y sueñan de encontrarse en el planeta híper-Urano. Cuando despiertan hacen un dibujo, lo ponen en una máquina duplicadora que lo realiza hasta que el dibujo mismo o matriz no se haya del todo usurado (habrá entonces copias de mejor y menor calidad). Obviamente no es sencillo encontrar el mismo objeto dos veces, y si es encontrado por otro soñador tomará un aspecto final distinto. Imaginamos ahora una matriz en la fase terminal de su uso y el objeto que producirá: se trataría de algo fragmentario, envejecido, disímil, donde largas partes de su estructura exterior están cerca de lo amorfo.
Es posible imaginar una recopilación de este “enorme cumulo de mercancías” (para utilizar la formula marxiana), que toman el aspecto de fragmentos pulsionales y hologramas virtuales, en un nuevo Museo del Objeto milagroso. Baudrillard imaginó un museo de este tipo, donde aparece una clase de objeto particular que llama el “chisme” o “gadget puro”: se trata del objeto íntimo, excéntrico, montado por el bricoleur de las grandes ciudades, como en un Combine painting residual del artista new dada Bob Rauschenberg.
Gadgets puros pueden ser las piezas del museo de la máquina de Piglia; las cerámicas arcaicas de Gestarescala, los objetos de los “presentes futuros” y aquellos completamente inútiles, como el Kippel dickiano, hasta la Soft parade de la mercancía por DeLillo.
El museo que hospeda la máquina para repetir relatos de la Ciudad Ausente es un lugar que expone hallazgos singulares: se trata de la reproducción de aquellos objetos que se encuentran en las grabaciones de los relatos de la Máquina, según aquella praxis, típicamente posmoderna, de la nostalgia y de la fascinación para las copias (más que para un original inexistente) en un ideal de fidelidad absoluta hacia la materia soñada. En el mismo tiempo, es a partir de materiales como estos que la máquina elabora sus historias.
Hay el espejo cuadrado con marco de madera marrón y atado al muro con una cadenita y un clavo del relato Primer amor; la reproducción en escala de la pieza de motel donde se suicida la joven protagonista del relato Una mujer; de uniforme militar; la foto de un laboratorio en una isla de Tigres (lo de Russo); una foto de Helena Fernández; unos manuscritos de Macedonio bajo vidrio; hasta objetos que todavía no han encontrado un uso o su elaboración en una narración. Cuando Helena vaga para las salas del museo logra ver, después la réplica de la pieza de su doctor en el hospital donde está recluida y la cara de la madre, la reproducción de una silla con hombre que toca una guitarra y “dos gauchos que cruzan a caballo la línea de la frontera”; quizás parte de la narración del relato de la máquina El gaucho invisible; estos últimos elementos, que pertenecen a fajos de narración que ella no puede conocer y que no puede lograr atar a una narración continua y coherente, se vuelven apariciones aisladas y fantasmáticas.
En Gestarescala de Dick el protagonista es un restaurador de antiguas vasijas de cerámica que trabaja para el museo de artefactos históricos de la tierra. Cada vasija contiene un relato. Una de ella, hallada en el fondo del mar de otro planeta muestra una escena complexa y adornada: solo una parte es, pero, visible, y es necesario suplir con la imaginación a los fragmentos que faltan. Se trata de una escena mítica (Dick estaba fascinado por la psicología junghiana de las profundidades), que muestra una pesca milagrosa y la victoria final del gran pez negro que termina para comer su cazador, que se descompone en su estómago. Cuando el restaurador decide crear sus propias piezas, vislumbrando dentro de ellas las formas de las otras que vendrán más adelante, se da cuenta que su primera vasija es horrible.
Hay algo como un núcleo dañado en la constelación de mercancías dickianas, y que pertenece a las copias, en apariencia más sujetas a una especie de colapso, a una fecha intrínseca de caducidad, como a los originales, que se vuelven piezas añoradas de colección. Es esto el título de un cuento de Dick que nos habla de (otro) gran Museo de la humanidad donde se encuentran “réplicas de trivialidades desdichadas” que se han vuelto piezas de una exposición que llegan desde una realidad ficticia (el museo comunica con un más allá que es la simulación de un pueblo del siglo XX). Otros objetos dickianos son los que, en Ubik, se deterioran y trasforman hasta asumir una precedente forma más antigua (por ejemplo el futurístico taxi-helicóptero sin alerones que se vuelve un automóvil en Le Salle del 1939); la cajetilla de Lucky Strike con el cartón verde; la grabación radiofónica de la serie de los años treinta Betty e Bob y la marca da bollo que se ha vuelto costosas piezas arqueológicas en Aguardando el Año Pasado; las películas que muestran imágenes de una historia alternativa en El hombre del Castillo.
Hasta los objetos producidos por los Biltong, raza alienígena gelatinosa capaz de reproducir cualquier cosa material hasta enfermarse por desgaste, envejecer y perder su poder de definición, en una crisis de la reproducción y del objeto que se acerca a su fase terminal, inevitablemente defectuosa y cercana al amorfo. Marx la hubiera definido propia de aquella mercancía que no puede ser valor porque ya no es objeto para el uso: se trata del objeto inútil, porque se ha vuelto inútil el trabajo contenido en ello y entonces no constituirá valor alguno.
Es lo que Dick llama Kippel: se trata de una mezcla donde los objetos se han vuelto anónimos e idénticos, algo parecido a un budín, último desecho del mundo-objeto del siglo XX que se está desintegrando o enterrando bajo su mismo ímpetu desenfrenado de producción.
Para DeLillo la catedral de la mercancía es el Supermercado: Es lo que pasa en el lugar donde programáticamente termina Ruido de Fondo: un centro comercial, pequeño mundo autosuficiente de la sociedad de consumo donde pasa un pequeño acontecimiento: acaban de cambiar el orden de disposición de los productos. Este cambio de rutina provoca desolación y pánico: los clientes se lanzan en un movimiento colectivo similar a lo de un trance fragmentado, y, como para el animal que empieza su exploración adentro de la jaula de Skinner, impera una sensación de encantamiento y de ausencia de objetivo definido. Se trata de la atmósfera errática que transforma el sujeto en consumidor.
Este ballet mecánico termina con la visión del compartimiento terminal, el expositor de los periódicos “[…] donde se encuentra todo excepto alimento o amor: las creencias de los famosos o de los muertos”.[10] No acaso es en un centro comercial, separado por el mundo exterior gracias a una puerta de vidrio automática, donde Stephen King, en su novela La Niebla, imagina otra concreción “aérea” y “atmosférica” de los efectos de los consumos y del vértigo de la perdida de realidad en la sociedad actual. Otro supermercado-catedral de la mercancía es el de la primera novela de DeLillo, Americana, donde “[…] latas de nata para postres con tapaderas en forma de agujón retorcido, rayos y mitología, las ijadas del gigante verde de las latas de maíz, cubos de energía y del blanco más blanco”,[11] similar al mítico Supermarket en California donde Allen Ginsberg sueña de encontrarse con Walt Whitman, en el poema homónimo, “[…] en busca de imágenes que comprar, entré al supermercado de frutas de neón, ¡soñando con tus enumeraciones!”[12] Una tienda cierra también Tiempo desarticulado de Philip Dick que se cuestiona como este pequeño mundo en escala se haya vuelto lugar donde se consigue todo, “mundo completo”, donde no hay nada que temer, último refugio contra dolor y ansiedad: “Él miró a su alrededor y vio que estaba en el departamento de farmacia. Entre los tubos de pasta dentífrica, revistas, gafas para el sol y potes de lociones para las manos”.[13]
Un mercado disminuido e invasivo es lo de los comerciales de la televisión: para DeLillo, siempre en Americana, la televisión es un paquete relleno de productos: para el norteamericano consumir no es comprar sino soñar, pasando desde la primera hacia la “tercera persona universal” que todos deseamos ser. Esto es posible en virtud de una especie de absorción sin cortes: el hombre-espectador televisivo es el hombre que «sigue mirando, programa tras programa, interrupción tras interrupción»:[14] la suya es una mirada absorta y acrítica del todo opuesta a la del espectador co-creador de la película “sin argumento” que el protagonista de la novela David Bell está realizando (no acaso antes de volverse cineasta avant-garde David era ejecutivo de televisión). En la película una serie de imágenes “sencillas”, de alguna manera capaces de resumir el paisaje americano (casas; quioscos de periódicos, terminales de autobús, salas de espera; manifestaciones, desfiles, discursos; museos; largos vestíbulos de mármol), casi estáticas y en blanco y negro son interrumpidas por “orificios infinitesimales en los que plantar nuestra conciencia”,[15] ósea espacios vacíos (“por largos ratos, no hay nada”, explica el narrador) necesarios para el desarrollo de la consciencia vigilante del sujeto.
Quizás el montaje como técnica de pensamiento sea la llave para salir del encantamiento sin cortes de la máquina narrativa y de sus relatos absorbentes.
Bibliografía
- Agamben, Giorgio, ¿Que es un dispositivo?, Anagrama, Barcelona 2015.
- Baudrillard, Jean, Cultura y Simulacro, Kairos, Barcelona, 2007.
- Cronenberg, David, Consumidos, Anagrama, Barcelona, 2016.
- Deleuze, Gilles, Guattari, Felix, El Anti-Edipo. Capitalismo y Esquizofrenia, Barral Editores, Barcelona 1974.
- DeLillo, Don, Americana, Circe, 1999.
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- ____________, Una mirada a la oscuridad, Ediciones minotauro, Barcelona, 2002.
- ____________, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Ediciones Minotauro, Barcelona, 2007.
- ____________, “Piezas de colección” en Cuentos Completos III, Ediciones Minotauro, Barcelona, 2007.
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- Žižek, Slavoj, Acontecimiento, Sexto Piso ed., México 2014.
Notas
[1] Jesi, Il tempo della festa, p. 12 [trad. mía].
[2] Deleuze, Guattari, El Anti-Edipo, p. 27.
[3] Retomando un concepto de Foucault y después, de Deleuze en su texto ¿Que es un dispositivo?
[4] Me permito renviar a mi ensayo “La condición inorgánica”, Reflexiones Marginales n. 48.
[5] Piglia, Ciudad Ausente, p. 57.
[6] Ibid.
[7] Blanchot, La conversazione infinita, p. 131, [trad. mía].
[8] Žižek, Acontecimiento, p. 7.
[9] Jameson, Arqueología del futuro, p. 201.
[10] DeLillo, Ruido de Fondo, p. 110.
[11] DeLillo, Americana, p. 121.
[12] Ginsberg, Jukebox all’Idrogeno, p. 79 [trad. mía].
[13] Dick, Tiempo desarticulado, p. 121.
[14] DeLillo, Americana, p. 97.
[15] Ibid.