Resumen
Para la comprensión del discurso de la salud mental como dispositivo biopolítico, es preciso problematizarlo considerando su impacto en: a) la despolitización de la vida y con ello la naturalización, biologización y medicalización de las relaciones sociales; b) la configuración de un marco biopolítico que impone una forma de vida centrada en la productividad, la funcionalidad y el rendimiento, mediante c) los mecanismos particulares que gestionan la aproximación a esa forma de vida en tanto forma debida y d) la noción de enjambre como actual organización social. En este marco problemático, este artículo reflexiona la salud mental como dispositivo biopolítico en el marco de la lógica del enjambre.
Palabras clave: biopolítica, salud mental, forma de vida, enjambre, relaciones sociales, funcionalidad.
Abstract
For the understanding of the discourse of mental health as a biopolitical device, it is necessary to problematize it considering its impact on: a) the politicization of life and with it the naturalization, biologization and medicalization of social relations; b) the configuration of a biopolitical framework that imposes a way of life centered on productivity, functionality and performance, through c) particular mechanisms that manage the approach to that way of life in due form and d) The notion of swarm as current social organization. In this problematic framework, this article reflects on mental health as a biopolitical device within the framework of the swarm’s logic.
Keywords: biopolitics, mental health, way of life, swarm, social relations, functionality.
La gran metáfora del Leviatán, cuyo cuerpo está formado por todos los cuerpos de los individuos, ha de ser leída a esta luz. Son los cuerpos, absolutamente expuestos a recibir la muerte, de los súbditos los que forman el nuevo cuerpo de occidente.
Agamben
Una de las características que tiene la versión del liberalismo que hoy se ha vuelto hegemónico, es la despolitización de diversas dimensiones[2] de existencia,[3] es decir, el oscurecimiento que ellas sufren de su original rasgo como territorios en que la vida va adquiriendo forma específica y que, en ese sentido, desde las que se configura como forma de vida[4] singular. El modo en que esas dimensiones son vividas como realización de la existencia va constituyendo en acto diferencias fundamentales respecto de lo que es vivir prácticamente. La continua profundización de la complejidad de la vida social ha propiciado que esas dimensiones, y las diferencias que su existencia específica constituyen, se hayan convertido en zonas de disputa por la vida digna de ser vivida[5] o de ser llorada.[6]
El actual liberalismo deviene, desde luego, del original del siglo XVII, en el que Foucault[7] encuentra las premisas del biopoder que desde el siglo pasado invade la existencia planetariamente. Sin embargo —si seguimos a Finkielkraut[8]—, esto adquiere sesgos particulares con los planteamientos de los Filósofos, específicamente los de la Ilustración, en tanto las implicaciones que se derivaron del establecimiento de la idea respecto de que existe el hombre, que es posible acceder a su naturaleza, refiriendo al tipo de naturaleza que aquellos filósofos promovían. Esta última cuestión ha adquirido rasgos absolutistas, como lo plantea Ibáñez cuando advierte respecto de las verdades que fundamentan la —cierta— existencia, que quienes operan dogmáticamente respecto de sus verdades ponen en marcha un proceso impositivo, porque “[…] para ellos, las reglas semánticas que ordenan el uso de la verdad en el marco de nuestra ‘forma de vida’ tienen una validez que trasciende esa forma de vida, y consideran que, en lugar de depender de esa forma de vida, es esa forma de vida y toda forma de vida, la que depende de ellas”.[9]
Acercándose a la reacción de los que llama “tradicionalistas franceses y alemanes” en el siglo XIX, Finkielkraut advierte cómo uno de los efectos perversos de esta idea de la naturaleza humana está en subsumir toda diferencia a una igualdad natural, a fin de cuentas, la de la especie humana que tiene fundamentos compartidos. Tras la idea de esta igualdad profunda, está la posibilidad de la imposición de esa naturaleza descubierta desde una forma de vida a ésa y toda forma de vida.
Más allá de la discusión de la época a la que se refiere el filósofo alemán, centrada en la diferencia nacional o de raza, lo que aquí nos interesa es centrarnos en este efecto perverso de “la naturaleza humana” y su impacto en la posibilidad de la diferencia efectiva, de la posibilidad de la existencia de formas de vida. Pero no estamos resaltando este efecto desde la lógica de la diferencia cultural o étnica, aunque no las negamos en su trascendencia. Finkielkraut, advierte en el siglo XX un retorno a las Luces, particularmente luego de la segunda guerra mundial, lo que lleva a que la Organización de las Naciones Unidas vuelva a apelar a la unidad de la especie para encauzar a la humanidad. Finkielkraut señala que:
“Al día siguiente de la victoria sobre Hitler, la sombra tutelar de los Filósofos parece planear sobre el acto constitutivo de la UNESCO y dictar sus capítulos a los redactores. En efecto, éstos fijan como objetivo para la Organización ‘garantizar a todos el pleno e igual acceso a la educación, la libre persecución de la verdad objetiva y el libre intercambio de las ideas y los conocimientos’. Y esperan de esa cooperación cultural que ofrezca al mundo medios para resistir victoriosamente a los asaltos contra la dignidad del hombre Finkielkrau.”[10]
Y enseguida se cuestiona: “¿Qué hombre? ¿El sujeto abstracto y universal de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano? ¿La realidad incorporal, el ser sin ser, la criatura sin carne, sin color y sin cualidad que puebla los grandes discursos universales? ¿El individuo menos todo lo que lo diferencia?”[11]
Estos cuestionamientos nos permiten ir delineando el terreno problemático en que nos queremos mover en este escrito, que se vincula directamente con las posibilidades de la existencia social al margen de esas verdades que son propias de una forma de vida elevada a validez universal. ¿Qué diferencias serían viables cuando se impone la idea de que existe el hombre y hay una naturaleza humana? Pensemos por ejemplo en cuáles son las implicaciones de ello en la realización de la afectividad, de lo que podría ser la vida —en especial la vida buena—,[12] la comunicación, la participación social o la sexualidad. Consideremos, en este sentido, cuáles podrían ser las posibilidades prácticas de ser diferente y poder vivir esa diferencia. Quizá no se ha trabajado con detenimiento y a partir de una mirada desde lo político en las implicaciones que ha tenido, y tiene, el configurar la existencia respecto a la noción de que, en efecto, existe la naturaleza humana y es de ésa que nos cuenta la ideología liberal dominante. Sin duda, esto está teniendo efectos graves en la posibilidad de realización existencial de muchas personas, con o sin una clara pertenencia e identidad, que no se ajustan a la naturaleza humana normal. En especial, nos interesa discutir esto respecto de las implicaciones de esta invasión, esta ocupación, en el terreno de la salud mental, uno de los territorios en que se opera regularmente en nombre de esa naturaleza humana.
I
La actual hegemonía ha pretendido —y pretende— hacer desaparecer el carácter antagónico original de la vida social que no es posible separar de la diferencia básica entre las maneras de crear y potenciar la existencia. Pretende desaparecerlo imponiendo una imagen de la convivencia social sostenida en el imaginario del consenso sin exclusión —a fin de cuentas, todos somos la misma humanidad— y el diálogo racional de arraigo en la verdadera naturaleza humana[13] por sobre cualquier otra dimensión de la existencia, privilegiando con ello el terreno de la política, el de la administración neutral de las vidas, el del gobierno para todos. Sin embargo, la configuración de la existencia bajo ese oscurecimiento y la primacía de cierta racionalidad administrativa se convierte de facto en imposición de dispositivos que tienden a neutralizar las diferencias fundamentales en la configuración de la vida por vivir, resultando en que todo sujeto que no responda a los parámetros de la racionalidad administrativa impuesta (a la naturaleza humana a fin de cuentas), será excluido, intervenido, re-insertado en el mejor de los casos, sin admitir la diferencia fundamental de las formas de vida, sino apelando a su cercanía o distancia con la naturaleza humana.
Todo arreglo social genera sus excluidos y, desde nuestra perspectiva, atender la condición de esos excluidos —y de los procesos de marginación social que han sufrido— no sólo permitirá advertir la relación en un arreglo en particular con la vida y la diferencia en el vivir y su posibilidad, sino que también ha de abrir la comprensión, primero, a procesos a través de los que esa exclusión se hace posible y, segundo, a su realidad práctica para efectuar posibilidades de convivencia, a propósito de lo cual es impostergable advertir que la convivencia total —de inclusión total— es imposible en tanto que ciertos modos de hacer la vida niegan la posibilidad a otros por su simple forma de realizarse, porque le son efectivamente hostiles.
En las condiciones en que hoy se configura la hegemonía, acercarse a los excluidos tiene que ver con los procesos de ejecución y los fundamentos de racionalidad que la hacen posible, en donde la despolitización de vastas zonas de existencia —podemos adelantar-resulta en un proceso perverso de imposición de una forma de vida; es decir, de una imposición política desde una racionalidad que privilegia administrar la vida para dar cauce a la naturaleza humana— rasgo peculiar de la actual hegemonía mundial que se configura en el biopoder, y también advertir la trascendencia de mirar y vivir dichas zonas como territorios de conflicto social intenso, extendido y hoy por hoy fundamental en el combate a, y por, la diferencia.
No obstante, ese acercamiento no sólo hace posible el reconocimiento de los efectos de la despolitización de la vida y el atender su rasgo de entorno de antagonismo en acto. Al acercarse a los excluidos y los procesos de marginación, se tendrán noticias acerca de quienes operan esa separación en la actual sociedad del consenso sin exclusión, del pacifismo imperial, de la inclusión total sólo de quienes se ajusten a los poderes hegemónicos y sus universales.[14]
La salud mental es una frontera de exclusión. Uno de los terrenos en que la despolitización referida ha adquirido gran preponderancia en la actual hegemonía mundial es el de la salud, particularmente el de la salud mental, que produce cada vez más incapacitados para sumarse a las dinámicas impuestas por los modos actuales de producir la existencia bajo los parámetros del liberal-capitalismo en marcha, que hacia finales del siglo pasado se erige como la única vía político-social, como el sostén del mundo único planetarizado.[15] Este mundo centrado en la exigencia hacia todos y cada uno de constituirse como individuos viables, productivos, consumidores eficientes, amantes funcionales, pacifistas intolerantes, ha llevado al reino de las sombras la diferencia que el sentido de la existencia que las diversas formas de vida generan en su realización. La ha llevado al campo de la irracionalidad, de la oscuridad, de la disfuncionalidad, volviéndonos el puro semblante, una pura fachada, que la racionalidad administrativa nos impone, sea por las buenas —la persuasión cotidiana con sus rituales absorbentes— o por vía de la educación y/o de la cura, particularmente en sus formas dominantes[16] en la actualidad. Hoy, acaso más que nunca, amparada en la biologización de la naturaleza humana, volviendo al amor, por ejemplo, un proceso químico peculiar. La gordura en metabolismos deficientes, a los delirios en exceso o déficit de esta o aquella sustancia, patologizando, entonces, todo aquello que no responda a la funcionalidad dominante y su moral fisiológica.
En el vasto territorio de la salud se ha generado una imposición de la vida productiva en las ideas de lo saludable. Obesos, diabéticos, impotentes, varicosos, alérgicos variopintos, abrumados por la rinitis, agripados por todos los AHN1 posibles, infectados por el VIH y adictos han sido, todos, evaluados desde la lógica de la productividad y utilidad social, desde la hipótesis económica, por su costo para cierta lógica administrativa, por el plusvalor que dejan de generar, por el gasto que suponen. Mientras tanto, las grandes empresas que curan todo nos obligan a vivir prácticamente como enfermos —siempre en tratamiento— para gozar de salud. Vitaminas de todos los sabores, energizantes de todas las intensidades, calmantes de toda naturaleza o protectores de cualquier textura nos hacen patente nuestra precariedad ante las demandas del mundo hegemónico. Y, en este entorno, las grandes empresas que nos enferman gozan de cabal salud. Nos venden el mal y la cura, nos miden desde la lógica de esa productividad que sólo beneficia a la racionalidad administrativa dominante. Nos venden comida rápida de origen sospechoso, verduras alimentadas con aguas negras, bebidas adulteradas con cualquier nuevo saborizante artificial que nos hace sentir como si comiéramos lo que no comemos. ¿Cuáles son los marcos de referencia que operan detrás de todo ello? ¿Qué tipo de cualidad tiene el mundo de la cura para que ofrezca diferentes rutas a las mismas imposiciones? ¿De qué privilegios gozan quienes operan esa brigada de combate que nos cura después de enfermarnos? En términos muy generales, pero fundacionales y fundamentales, la neutralidad de la que han sido investidos los marcos, los tratamientos y sus operadores, es decir, de su despolitización inducida, que abona para la imposición de una forma de vida y su racionalidad, de la exigencia de la realización de su naturaleza humana.
Sin embargo, para nosotros esto corresponde con el oscurecimiento de lo político y la urgencia que advertimos por combatir tal imposición, por volver a politizar la existencia, por volver a impregnar la vida de antagonismo, por activar el retorno de lo político, por usar el nombre del interesante libro de Chantal Mouffé. A propósito de tal texto, es preciso en este momento situar la problemática de la salud mental como imposición de una forma sobre otras en la realización de la existencia en el complejo territorio entre la política y lo político. Al respecto, siguiendo a Elías Canetti, Mouffé propone:
“[…] distinguir entre ‘lo político’, ligado a la dimensión de antagonismo y hostilidad que existe en las relaciones humanas, antagonismo que se manifiesta como diversidad en las relaciones sociales, y ‘la política’ que apunta al establecimiento de un orden, a organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas, pues están atravesadas por ‘lo político’”.[17]
II
La salud mental es uno de los terrenos donde las imposiciones de la vida productiva han sido históricamente avasallantes, pero también en donde lo político toma vida constantemente, aunque ello esté oscurecido. La figura del loco, por ejemplo, ha sido un fantasma del que se insiste hay que exorcizarnos ya sea a través de rituales religiosos, de cacería de brujas, de encierro, de medicalización con el fin de curar, de domar y apaciguar su fuerza, su intensidad.[18] No es casual que el loco, como Otro, sea de las imágenes más aterradoras que nos persiguen, y que además la frontera que lo separa de lo normal, de lo Mismo, sea delgada.[19]
La categoría salud por sí misma trae consigo una intención normalizadora y excluyente. Si no estás dentro de los parámetros de la campana de Gauss eres anormal, potencialmente enfermo, distinto y habitas los márgenes, con todas las implicaciones que la marginalidad supone. Y, en este sentido, cualquiera está en posibilidades de ser excluido. Ante determinadas circunstancias corremos el riesgo de pasar bajo la lupa de algún experto que, evaluando alguno de nuestros rasgos, decida que no correspondemos con el parámetro de lo saludable y que es necesario someternos a una serie de dispositivos correctivos, reguladores y que nos disciplinan, por nuestro propio bien y principalmente por el de los demás. No es únicamente si nuestra cintura mide más de lo saludable o si nuestra ingesta de grasa exceda lo permisible o bien si nuestros modos de descanso-actividad no corresponden a lo pertinente, a lo que nos permite seguir siendo productivos y útiles. El amor saludable, la vida en pareja saludable, la sexualidad saludable y la familia saludable constituyen fórmulas en que una forma se impone a otras para encauzar el vivir, generar la ocupación experta de la vida, la invasión de la existencia. Y este proceso de ocupación cuenta con sus propios ejércitos.
Foucault nos ha mostrado en varias de sus obras la forma en que históricamente se ha constituido la disciplina a través del control de nuestros cuerpos mediante dispositivos de verdad, saber y poder. Este autor es, quizá, quien pone mayor énfasis en el ejercicio del poder que trasciende la figura del Estado como su máxima representación; el poder es una red en la que todos somos partícipes, el poder puede crear y someter, lo mismo que un padre, un médico, un maestro, un militar o un policía. Incluso, bajo las mejores intenciones, el poder despliega algún tipo de dominación. Esta lectura del poder, a diferencia de lo que podrían pensar algunos de sus detractores, radicaliza lo político al tratar de trascender cualquier tipo de absolutismo o esencialismo y ubicar, en cambio, en acciones concretas el ejercicio del poder. ¿Cuáles son los referentes que se ponen en juego para delimitar lo que hoy se trata de imponer planetariamente como saludable? ¿Cuáles son las afectaciones que derivan de la imposición de una imagen de lo saludable? ¿Cómo opera el poder en el terreno de lo saludable?
Para ir aclarando esta postura, es necesario traer a cuenta una categoría que nos permitirá problematizar la idea de salud mental y sus implicaciones políticas. Esta categoría es el biopoder o biopolítica desarrollada por Foucault y revisitada en años recientes por autores como Agamben, Esposito o Tiqqun, entre otros. Aunque en los textos de Foucault ambas categorías aparecen de manera indistinta en algunos momentos, estos últimos autores han tratado de hacer una distinción entre el uso de una y otra, para con ello precisar su uso, trascendencia y comprensión conceptual.
Foucault usa el término «biopoder» para dibujar un giro histórico en el ejercicio de poder. Él ubica este giro alrededor del siglo XVII, cuando el poder se dirigió hacia la vida. El cambio de la máxima del mandato soberano “hacer morir, dejar vivir” hacia el “hacer vivir, dejar morir”; donde matar ya no aparece como el fin último del poder, sino la invasión del poder hacia la vida, hacer vivir de cierto modo. Este cambio, según el mismo autor, se dio a través de dos vías. La primera, la anatomopolítica, que se centró en:
“[…] el cuerpo como máquina: su educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de control eficaces y económicos, todo ello quedó asegurado por procedimientos de poder característicos de las disciplinas: anatomopolítica del cuerpo humano”.[20]
La segunda vía, situada por Foucault a mediados del siglo XVIII, es la que nombra «biopolítica». A diferencia de la primera, su objetivo no es el cuerpo individual, sino el control, la regulación del cuerpo social, del cuerpo-especie, del cuerpo:
“[…] transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población”.[21]
Agamben, coincidiendo con Foucault, define a la biopolítica como “la creciente implicación de la vida natural del hombre en los mecanismos y cálculos del poder”.[22] Sin embargo, va más allá de este último y problematiza el asunto señalando que al filósofo francés le faltó ubicar su instrumental de trabajo en el lugar por excelencia de la biopolítica: la política de los grandes Estados totalitarios del Siglo XX.[23] Este autor se adentra en la cuestión y complejiza su abordaje introduciendo un término sin el que el análisis de la biopolítica estaría incompleto: el término forma de vida que tiene dos acepciones. La primera se refiere al entendimiento de la vida humana siempre revestida de una forma, es decir, siempre como política; en el sentido de que nos es imposible acceder a la vida humana desprovista de algún tipo de gracia, a la vida desnuda, biológica, puramente natural. La segunda acepción de esta categoría se refiere a la forma-de-vida,[24] así, con guion incluido, que se refiere a la radicalización política de una forma de vida, es decir, a cuando se asume a sí misma como un acto político, cuando, según lo refiere Agamben, se está dispuesto a jugarse la vida en la vida propia a través de su forma. A estas dos vías del término forma de vida, nosotros agregamos una más: la forma-debida.
El mundo que hoy se impone trata de configurarnos en tanto pura biología por moldear, como una máquina que tiene sus leyes de funcionamiento y puede ser modelada, desprovista de forma y que puede administrarse mediante la legislación, configurando la diversidad de formas en subespecies más o menos atrasadas, más o menos desarrolladas, desde los parámetros que la idea del hombre, ese sujeto sin carne, ni color, ni cualidad, define. Esto oscurece la fundamental diferencia de la vida y sus formas, del carácter antagónico de la existencia y sus posibilidades, reduciéndolas a déficits o excesos. La operación se realiza estableciendo la forma-debida, la propia del buen encauzamiento, como mediación naturalizadora de una forma de vida, como definición operante que se impone sin presentarla como una forma de vida, como apuesta política contra otras formas. Sí, contra otras. La salud, el hombre saludable, una abstracción, una forma —debida que naturaliza y despolitiza, pues apela a la naturalización— que sinónimo de neutralidad política a su paradigma. La salud mental, con su hombre saludable, opera desde una apuesta política, no desde una apuesta científica, aunque ahí adquiera contenido y operatividad. Es la ocupación de la existencia por una forma-debida desde la que se nos mide. Así, la forma-debida puede ser ubicada dentro de lo que Žižek define como el núcleo transideológico[25] que es fundamental para la efectividad ideológica. Es un conjunto de premisas, referentes, dimensiones, que se desprenden de su filiación ideológica y se presentan como ajenas a toda preferencia, perspectiva, parcialidad, aunque deriven y sean propias de una postura ante el mundo. La naturalización de la vida, la idea de la existencia en el hombre, opera en este sentido y, en la medida en que se aprehenda y se imponga, desactiva su discusión política.
El Siglo de las Luces trajo consigo esa forma-debida de la humanidad configurando al hombre racional, autónomo, soberano de sí, desapegado de las afecciones de la sentimentalidad, de la tradición, de la raza, como el hombre. Ahora, todos somos medidos por ese parámetro, por su existencia sin carne, sin color, sin cualidad. El ser racional ha de ser útil y productivo, dirigido al proceso constante de la utilidad, integrado a las dinámicas reguladoras propias del contrato social, ese consenso sin exclusión, ese de los seres racionales que se asocian para convivir y progresar, donde progresar es adentrarse en el éxito en la realización de la economía política de la existencia: utilidad y productividad, eficiencia, viabilidad racional. Todo aquello que nos impida ser eso, es patologizado. Lo mental es un sitio de demostración constante de nuestra racionalidad, nuestra utilidad, nuestra eficiencia y nuestra viabilidad social en una sociedad que nos quiere competentes y competitivos.
Hasta aquí sería difícil, incluso ingenuo, suponer que el discurso de la salud mental no juega un papel clave en los ejercicios del poder y dominación, de invasión de la vida. No estamos considerando en este momento a las figuras comúnmente asociadas al control, por ejemplo, el Estado y todo lo que deviene de él, como el policía y el militar. Nos referimos en este caso a los legítimos designadores de lo mentalmente saludable: el psiquiatra o el psicólogo, que se sintetizan en la figura del médico. Si, como señala Tiqqun “[…] el biopoder quiere decir el poder adherido a la vida, y la vida al poder. Asistimos entonces, respecto a su forma clásica, a un cambio de estado radical del poder, a su paso del estado sólido al estado gaseoso, molecular. Por expresarlo con una fórmula: el Biopoder es la sublimación del poder “.[26]
Entonces nos hallamos ante la nueva forma de poder que estos mismos autores caracterizan como de médico-paciente. Los que estamos dentro de estas posiciones de poder no podemos hacer caso omiso a las implicaciones políticas del ejercicio de poder. Somos, como lo indica Ángela Sierra,[27] “[…] operadores de la dominación para producir cuerpos dóciles, saludables, normales”. Nos encontramos en una lucha entre la Razón y la Locura que, aunque sea enmascarada por el discurso científico, es un enfrentamiento violento.[28]
Hemos referido líneas antes que la relación con la Otredad representada por la locura ha sido una relación históricamente tensa, sin embargo, hay un rasgo que distingue esa relación y que tiene que ver con un cambio de la configuración del poder. Foucault menciona que, durante la Edad Media, lo común era nombrar a lo extraño, a lo irregular, como loco, en todo caso desviado, pero no enfermo. Con el advenimiento de la razón instrumental científica a estos seres infames se les empezó a considerar enfermos y, con ello, cualquiera puede caer en esta malla de poder:
“Y poco a poco se comenzó a anexar a la medicina el fenómeno de la locura, a considerar que la locura era una forma de enfermedad y, en resumidas cuentas, que cualquier individuo, aun normal, estaba tal vez enfermo, en la medida en que podía estar loco. Esta medicalización es en realidad un aspecto de un fenómeno más amplio que es la medicalización general de la existencia”.[29]
Esta medicalización de la existencia, este apaciguamiento y atenuación de cualquier rasgo de intensidad es una forma de dominación, de despolitización, individualización de las problemáticas sociales. Por supuesto que esto trasciende el referente de la locura, no sólo ésta es candidata para medicalizarse. Foucault nos dice que, por ejemplo, en el ámbito de la criminalidad contemporánea es común encontrar dentro de los procesos judiciales explicaciones para comprender la conducta criminal: trastornos sufridos durante la infancia, perturbaciones de su medio familiar. Sin embargo, agrega el mismo autor, no es necesario ir tan lejos para ilustrar la extensión de la medicalización:
“[…] ahora los padres están con respecto a los hijos en una posición que es casi siempre medicalizadora, psicologizadora, psiquiatrizadora. Ante la menor angustia del niño, la menor ira o el menor miedo: ¿qué pasa?, ¿qué pasó?, ¿lo destetamos mal?, ¿está liquidando su Edipo? Así, el pensamiento médico, la inquietud médica parasitan todas las relaciones […]”.[30]
La medicalización es la imposición de la normalización, la naturalización, la homogenización, es uno de los ejercicios de la violencia simbólica que pretende establecer los criterios entre lo normal y anormal. Como práctica biopolítica, administra y regula, no sólo indica qué dejar de hacer, sino qué hacer y no necesariamente castiga o sanciona, he ahí uno de los peligros implicados en esta cuestión. El sutil ejercicio de la dominación, que no puede ser entendido fuera del desarrollo del capitalismo, ha adquirido lugar en distintos sitios despolitizados. Pensemos hoy en día en la industria farmacéutica que lo mismo medicaliza niños curiosos que hace donaciones a asociaciones civiles y organizaciones no gubernamentales en pro de los derechos humanos. La medicalización, a través del dispositivo de la salud mental, anula la resistencia y la oposición con:
“[…] la medicalización, la normalización, se llega a crear una especie de jerarquía de individuos capaces o menos capaces, el que obedece a una norma determinada, el que se desvía, aquel a quien se puede corregir, aquel a quien no se puede corregir, el que puede corregirse con tal o cual medio, aquel en quien hay que utilizar tal otro. Todo esto, esta especie de toma en consideración de los individuos en función de su normalidad es, creo, uno de los grandes instrumentos de poder en la sociedad contemporánea”.[31]
Si el desarrollo de la medicalización tiene que ver con el avance del capitalismo es porque detrás del mismo está la idea de funcionalidad y de la productividad, es decir, la forma-debida de la que hablamos líneas atrás; incluso respecto a actividades consideradas estéticas y nobles, como las artes, que tendencialmente tienen tras de sí la idea del ser productivo y funcional. No dudamos que en este aspecto existan experiencias exitosas, sin embargo, lo que señalamos es la manera en que la hipótesis económica como fundamento de la existencia permea (casi) todas las alternativas.[32]
Es necesario precisar que, aunque la medicalización tiene sus orígenes, como lo hemos referido, en el inicio del mundo moderno, el dispositivo salud mental como lo conocemos actualmente es de origen más reciente. Restrepo indica que la salud mental surgió en Estados Unidos a mediados de los sesenta para atender los efectos de las crisis económicas, la recesión, el individualismo, la economía de consumo. En Latinoamérica, surgía como un intento por restituir los derechos de las personas consideradas enfermas mentales y ante los tratos de la psiquiatría clásica. Sin embargo, aunque su surgimiento es, en apariencia, reivindicativo y positivo, la salud mental “[…]opera como dispositivo para anular lo anterior en nombre de un saber que se naturaliza como verdad, y del que se sirve el Estado para el gobierno de las mentes y el dominio de los cuerpos”.[33] Esta autora problematiza el dispositivo biopolítico de la salud mental con un ejemplo de algo que ocurre actualmente en Colombia y de lo cual México no parece estar tan distante. Se trata de la generación de políticas públicas para atender a las víctimas de desplazamiento por la violencia vivida de manera reciente en dicho país, en las cuales se puede identificar el paradigma biopolítico como un:
“[…] discurso y saber orientado por las ideas asistencialistas de protección y de atención, que se usan para destruir los lazos sociales, las comunidades y los grupos más vulnerados, en nombre del riesgo, de su falta de voluntad y de la incapacidad de ejercer el cuidado de sí y de otros, sustentado en una demanda individual y en una respuesta igual para todos y todas, para todas las individualidades”.[34]
Vemos cómo, desde una postura incluso bondadosa, se pone en marcha la apropiación de la vida a través de la generación de políticas y programas públicos que pretenden reivindicar a personas en riesgo, vulnerables, que, al reconocerse como tal, quedan atrapadas en una relación de dominio al naturalizar una serie de categorías psiquiátricas:
“Los diagnósticos psiquiátricos generalizados para caracterizar las condiciones de salud mental de un grupo o de una población, como por ejemplo el uso del trauma, en especial el de estrés postraumático (TEPT), las cifras, los cálculos del riesgo de padecer trastornos, las conductas y los comportamientos entre otros, comprenden la gama de dispositivos con que se ‘estudia’ la población compuesta por las personas en condición de desplazamiento forzado. En su nombre se elaboran diagnósticos basados en técnicas estadísticas, se generalizan condiciones y se constatan los síntomas y sus evidencias. Pero cuando son las víctimas las que asumen que el saber sobre su vida está en estos estudios y en estas prácticas, que en estos saberes está la verdad sobre sus padecimientos, sobre su sufrimiento o su malestar, uno se interroga por el uso de estas prácticas. Sobre su sufrimiento, sobre las formas en que se perpetúa el poder, vale entonces preguntarse si no estamos incurriendo en una práctica biopolítica cuando, curiosamente, aceptan la condición de víctimas para acceder a la atención en salud mental, dispositivo que ocasiona una mediación, la de normalizar la salud mental como orden social y por tanto operar en este escenario para segregar, incluir y excluir”.[35]
Por otra parte, pero en relación con la misma idea, Ángela Sierra coincide en lo peligroso que resulta la reivindicación de la posición de víctima, al ser ésta una categoría con rasgos reaccionarios más que emancipadores; pues supone el reconocimiento de un lugar inferior ante Otro soberano que debe responsabilizarse de ésta: proteger, procurar, resarcir. Es decir, la víctima en una posición pasiva (como un paciente) y “[…] la victimización es funcional para la preservación del sistema. Presta impagables servicios a la ‘normalización’ pues renueva la dependencia de los individuos respecto de las instituciones sociales, habida cuenta que refuerza la idea de que estamos victimizados por aquello que esta ‘afuera’, por lo ‘Otro’”.[36]
La autora agrega que las políticas públicas encargadas de proteger y resguardar el cuerpo social —cabría decir, cierta parte de ese cuerpo— legitiman la idea de que es el Estado el que decide el tipo de cuidado y relación que se debe tener con el propio cuerpo a través del cuerpo-individuo-ciudadano, “[…] así que el cuerpo está en el centro de las instituciones de control en las sociedades en guerra, pero, igualmente, en las que no lo están, dado que la guerra tiene hoy perfiles cambiantes e imprecisos, como, igualmente lo tienen las estrategias de control”.[37]
Los profesionales expertos, promotores de la salud que desean hacer las cosas bien, como debe ser, de acuerdo con las normas oficiales, de forma legal, con las mejores intenciones normalizadoras, sanadoras y sanitarias, pero ante todo respetando los derechos humanos, tienen que seguir todos los manuales autorizados por la OMS,[38] por ejemplo el DSM[39] o el CIE.[40] Problematicemos y deconstruyamos algunos criterios normalizadores incluidos en estos manuales, bajo la aprobación, por supuesto, de la OMS.
III
La OMS define la salud como “[…] estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” y a la salud mental de esta manera:
“La salud mental no es sólo la ausencia de trastornos mentales. Se define como un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad.”[41]
¿Qué persona en un mundo y en una época como la que habitamos puede encontrarse en un estado de bienestar? ¿Cómo se puede llegar a esa situación con los empleos y salarios precarios, con las marginadas condiciones materiales de vida, con la violencia a cada paso en las calles, con las telenovelas educando nuestra emocionalidad? Parece, sin embargo, que el bienestar sí es posible, por lo menos eso indica el reciente informe de la OCDE[42] respecto de la población mexicana y su condición y calidad de vida. Esta organización indica que, pese a que las estadísticas señalan que las condiciones de educación, economía, salud, participación ciudadana han mejorado muy poco y nuestro país “[…] ocupa un lugar bajo en un gran número de temas relativos a la mayoría de otros países en el Índice de Vida Mejor”, los mexicanos se sienten satisfechos con su vida:
“En general, los mexicanos están más satisfechos con su vida que la media de la OCDE, con el 82% de la gente diciendo que tienen más experiencias positivas en un día promedio (sentimientos de descanso, el orgullo de logro, disfrute, etc.) que negativas (dolor, preocupación, tristeza, aburrimiento, etc.) Esta cifra es superior a la media de la OCDE del 76%”.[43]
¿Qué sentido hay detrás de estas estadísticas? ¿Cuál es esa vida satisfactoria? ¿La forma-de-vida o la forma-debida? ¿Acaso debemos sentirnos orgullosos los profesionales de la salud mental por estos datos?
La idea de salud mental no puede, entonces, estar separada de una vida satisfecha, de una vida feliz, de una vida productiva. Si, pese a los altos índices de violencia,[44] la falta de empleos, la falta de acceso a educación, incluso la falta de alimentación, en México las personas se sienten satisfechas; ¿entonces podríamos decir que la salud mental de los mexicanos va bien? ¿Cómo contrastar estos índices con esos otros que indican que uno de cada tres mexicanos ha presentado o presentará por lo menos un trastorno mental en su vida? De acuerdo con la nota periodística de Jennifer Juárez en el tratado de Trastornos psiquiátricos en México: prevalencia a lo largo de la vida en una muestra representativa nacionalmente: “[…] el 36.4% de los mexicanos desarrollará un trastorno mental para cuando lleguen a la edad de 65 años. El 20.4% de las personas presentará un trastorno del ánimo; el 17.8 de ansiedad y el 11.9 de abuso de sustancias”.[45]
Las preocupaciones más concientizadas casi siempre son respecto del acceso de las personas al servicio de salud mental, es decir, el derecho que tenemos a ésta y las políticas al respecto. Regulaciones que no por estar dentro del Estado de derecho dejan de ser dominadoras. Es verdad que el discurso de hoy en día respecto a la salud mental parece ser más abierto, flexible y hasta democrático; sin embargo, como hemos referido en este escrito, ese tipo de preocupaciones sólo abre la posibilidad de un ejercicio biopolítico de dominación, de la apropiación de la vida, del cuerpo. Sigue siendo un discurso que permite y legaliza prácticas de encierro, aislamiento y hasta terapias de electroconvulsiones, eso sí, siempre bajo supervisión legal y con una autorización experta:
“1. Una persona sólo podrá (a) ser admitida como paciente involuntario en una institución psiquiátrica; o (b) ser retenida como paciente involuntario en una institución psiquiátrica a la que ya hubiera sido admitida como paciente voluntario cuando un médico calificado y autorizado por ley a esos efectos determine, de conformidad con el Principio 4 supra, que esa persona padece una enfermedad mental y considere: (a) Que debido a esa enfermedad mental existe un riesgo grave de daño inmediato o inminente para esa persona o para terceros; o (b) Que, en el caso de una persona cuya enfermedad mental sea grave y cuya capacidad de juicio esté afectada, el hecho de que no se la admita o retenga puede llevar a un deterioro considerable de su condición o impedir que se le proporcione un tratamiento adecuado que sólo puede aplicarse si se admite al paciente en una institución psiquiátrica de conformidad con el principio de la opción menos restrictiva”.[46]
Es posible que hasta aquí, cualquier especialista bien intencionado pueda acusarnos de ignorantes respecto de la promoción y ejercicio de la salud mental. Decirnos, por ejemplo, que dejamos de lado que existen legislaciones mundiales encargadas de salvaguardar la integridad de los enfermos mentales y que buscan disminuir la discriminación o exclusión de las personas en esa condición, que existen incluso terapias alternativas, poco invasivas, que buscan promover, tal como lo señala la OMS, la autonomía y la libertad de los trastornados:
- Promover la autonomía, al asegurar que los servicios de salud mental sean accesibles a toda persona que desee usarlos;
- Establecer criterios claros y objetivos para los ingresos hospitalarios involuntarios y promover, en la mayor medida posible, los ingresos voluntarios;
- Proveer protecciones procedimentales específicas para las personas internadas involuntariamente, como el derecho a la revisión y a la apelación de las decisiones de internación o tratamiento compulsivo;
- Requerir que ninguna persona sea sujeta a hospitalización involuntaria cuando exista una posible alternativa;
- Prevenir las restricciones inadecuadas de la autonomía y la libertad en el propio ambiente hospitalario (por ejemplo, pueden protegerse los derechos a la libertad de asociación, a la confidencialidad, y a la participación en el plan de tratamiento); y
- Proteger la libertad y la autonomía en la vida civil y política, por ejemplo, a través del reconocimiento en la ley del derecho a votar y de otras libertades de las que gozan los ciudadanos.[47]
Incluso, dentro de este mismo manual podemos encontrar que se asume que, a diferencia de los tratos en el pasado de algunos psiquiátricos que incluso golpeaban a los pacientes, hoy se busca defender sus derechos y garantizar su acceso a servicios de salud mental. Nosotros consideramos que mientras se siga refiriendo a personas con una relación distinta con el mundo como enfermos, trastornados, deficientes, anormales, no puede haber un trato digno por más legislado y alternativo que parezca el discurso.
Sin embargo, la problemática respecto al uso político de la salud mental no se limita a identificar que tras su definición existe un mundo que se confronta en actos con otros mundos. Esta perspectiva se realiza mediante prácticas particulares y ciertos operadores. Es en los rasgos que definen estas prácticas y el lugar del operador en ello en donde habría que enfocarse tanto como en las definiciones conceptuales.
La formulación de la existencia como utilidad y productividad, como delgadez y urbanidad, como éxito y competitividad, entre otros rasgos, configuran hoy contenidos en que la forma-debida operacionaliza transideológicamente la imposición del mundo que se organiza desde la hipótesis económica como el mundo digno de ser vivido, el liberal capitalista. Todo aquél que no proporcione indicios objetivos de cumplimiento se mueve en los linderos del trastorno, de la marginalidad, de la patología; abre camino a la intervención externa en su existencia, a su medicalización y su aislamiento —incluso bajo formas alternativas derechohumanistas—. ¿Qué rasgos definen esta práctica y a sus operadores?
IV
Hemos referido hasta aquí cómo, para comprender el discurso de la salud mental en el mundo actual como un dispositivo biopolítico, es necesario ubicarlo y problematizarlo desde tres aristas muy particulares: a) la despolitización de la vida y con ello la naturalización, biologización y medicalización de las relaciones sociales; b) la configuración de un marco biopolítico que impone una forma de vida constituida en la productividad, la funcionalidad y el rendimiento, mediante c) mecanismos particulares que gestionan la aproximación a esa forma debida (como la salud, el discurso médico, el discurso de lo normal), y no sólo eso, sino que se procura la anulación de cualquier otra forma de vida que se contraponga con los intereses dominantes del mercado.
Sin embargo, es necesario hacer una precisión en cuanto al orden social en el que vivimos, si es que hoy puede hablarse de tal cosa. Mencionamos líneas atrás que nos encontramos en una configuración del mundo planetarizado, un mundo unido, donde los poderes soberanos ya no pertenecen a figuras como el Estado o el patrón, aunque todavía ahí encuentren sitio de expresión. En todo caso, nos dicen Negri y Hardt, tendríamos que hablar de un imperio inubicable en un lugar territorial, físico o material, un espacio que habita entre nosotros y que obedece a un único orden: “[…] la soberanía ha tomado una nueva forma, compuesta por una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos bajo una única lógica de mando. Esta nueva forma global de soberanía es lo que llamamos imperio”.[48] Este nuevo orden mundial supone, como señalan Bauman o Byung-Chul Han, que ya no es posible hablar de una sociedad disciplinaria como tal en términos del sentido clásico de Foucault, con dispositivos panópticos de vigilancia y coerción —psiquiátricos, cárceles, cuarteles—. En todo caso, hablaríamos de una sociedad sinóptica, con sus aeropuertos, gimnasios, oficinas, bancos:
“[…] en vez de unos pocos que observan a muchos, ahora son muchos los que observan a unos pocos. La mayoría no tiene más alternativa que mirar: al carecer de fuentes de instrucción en cuanto a las virtudes públicas, buscan motivación para los esfuerzos vitales tan sólo en los ejemplos disponibles de hazañas privadas y sus recompensas”. [49]
Y no sólo eso, ahora la autoobservación, la auto-vigilancia y la auto-explotación son los recursos favoritos del actual dominio. No necesitamos ya de un panóptico que dé forma a nuestra sociedad, ahora nosotros mismos nos explotamos, llevándonos hasta el máximo provecho y utilidad, y sintiéndonos felices con ello. Byung-Chul Han nos dice que por esto no es posible hablar de un sujeto disciplinado, sino un sujeto de rendimiento, emprendedor y empresario de sí mismo, que siente agrado de llegar al éxito, no porque deba, sino porque puede:
“La sociedad disciplinaria es una sociedad de la negatividad. La define la negatividad de la prohibición. El verbo modal negativo que la caracteriza es el «no-poder» (Nicht-Dürfen). Incluso al deber (Sollen) le es inherente una negatividad: la de la obligación. La sociedad de rendimiento se desprende progresivamente de la negatividad. Justo la creciente desregularización acaba con ella. La sociedad de rendimiento se caracteriza por el verbo modal positivo poder (können) sin límites. Su plural afirmativo y colectivo «Yes, we can» expresa precisamente su carácter de positividad. Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados”.[50]
Esta sociedad del rendimiento ya no es sociedad, no se le puede llamar así. Será acaso muchedumbre, para los más optimistas (como Hartd y Negri) multitud. Ni siquiera, a juicio de algunos, podríamos hablar estrictamente de masas. Quizá el termino más preciso que podemos usar para referir nuestro actual comportamiento social es el del enjambre y en esto coinciden, por ejemplo, Bauman, Berardi y Byung-Chul Han.
Para Byung-Chul Han, hablar de enjambre es inevitablemente hacer referencia de la invasión del mundo digital a nuestra existencia, de hecho, para este autor es necesario llamarlo «enjambre digital»:
“Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros. Este no se distingue por ninguna concordancia que consolide la multitud en una masa que sea sujeto de acción. El enjambre digital, por contraposición a la masa, no es coherente en sí. No se manifiesta en una voz. Por eso es percibido como ruido.”[51]
Han, siguiendo a McLuhan, indica que en la sociedad de masas era posible hablar del homo electronicus, un nadie que está unido con todos los demás hombres, su identidad privada está oscurecida. En cambio, en la sociedad del enjambre, lo que tenemos es al homus digitalis, incapaz de ser nadie, incapaz de perder su identidad privada, única. Es en todo caso, como indica Han, un alguien anónimo.[52] No es casual la analogía de nuestras interacciones actuales con el enjambre, con algo animal, con algo que produce comportamientos automatizados donde hay tanto ruido entre los que lo conforman que sólo se crean gestos vacíos, la nada:
“Los individuos digitales se configuran a veces como colectivos, por ejemplo, las multitudes inteligentes (smart mobs). Pero sus modelos colectivos de movimiento son muy fugaces e inestables, como en los rebaños constituidos por los animales. Los caracteriza la volatilidad. Además, con frecuencia actúan de manera carnavalesca, lúdica y no vinculante. En esto el enjambre digital se distingue de la masa clásica, que, como la masa de trabajadores, por ejemplo, no es volátil, sino voluntaria, y no constituye masas fugaces, sino formaciones firmes”.[53]
Para Han no puede hablarse de masa, ni siquiera de multitud. En cualquiera de estas categorías se hace referencia a una clasificación social que presupone un explotador y un explotado. En el caso del enjambre, la distinción entre una posición y otra se hace frágil y es el propio individuo en su atomización quien se esclaviza.
En ese mismo sentido, Bauman refiere que el enjambre es una expresión de la modernidad líquida, donde el grupo, la colectividad o la comunidad ya no son una referencia sólida de organización social. Para este autor el enjambre es una reunión volátil, dispersa y momentánea que lo mismo puede congregarse para manifestarse por alguna indignación de momento que para entretenerse. Generalmente estos enjambres suelen agruparse a través de alguna red social, sin embargo, esto no es un requerimiento. El enjambre es en sí mismo una forma en que cohabitamos y por eso es importante para nuestro entendimiento del mundo. Tanto así, que desde la mirada castrense es un objetivo de análisis y también una estrategia militar, que lo mismo puede ser usada desde la insurgencia.
Es en el año 2000 que se examina la noción de enjambre de batalla por los militares John Arquilla y David Ronfeldt, donde definen al enjambre como estrategia militar que “implica un ataque convergente por muchas unidades”.[54] Esta noción se inserta dentro de la lógica de las guerras asimétricas donde una fuerza de menor intensidad y menor equipamiento puede derrocar a una fuerza mayor y mejor equipada. Fue hasta el 2010 que se observaron con mayor claridad una serie de sucesos que podían entenderse como enjambres a partir de lo ocurrido en la primavera árabe. Así lo entiende el Mayor David Faggard, oficial de Relaciones Públicas de la fuerza aérea de los E.U.A.:
“Así sucedió en 2010. Una táctica futurista en la guerra de información centrada en el espacio cibernético se desarrolla en los ciudadanos-soldados[55] con destrezas electrónicas que manejan los medios de comunicación móviles empleando tácticas de enjambre social para abrumar un sistema, un gobernante o un nodo crítico”. [56]
Este mismo oficial agrega que:
“El enjambre social es más que el uso de Internet o medios sociales; implica la participación de la red en el aspecto de información de mando y control moderno. Estas redes complejas son óptimas cuando están completamente conectadas y con oportunidades de ‘comunicación horizontal’ directa entre compañeros de red”. [57]
Así, tenemos que el enjambre no es por sí mismo una estrategia subversiva o bélica, pero puede serlo. De hecho, desde las estrategias militares se ponen en marcha mecanismos para adelantarse a una posible organización de enjambre de batalla o para propiciarla según los intereses de los ejércitos en cuestión: “La ‘promoción’ de un enjambre social es sinónimo de reclutamiento”.[58] La lógica que sigue la organización de enjambres sociales, según la misma inteligencia militar, es una lógica de mercadeo y esto va más allá de la intención de quienes se aglutinan en enjambre, lo cual ya resulta bastante perverso. Un enjambre puede organizarse para promover un producto, un espectáculo, una protesta, una rebelión.
Referimos líneas atrás que el enjambre no puede ser pensado fuera del mundo digital, cibernético, donde lo que hay es una sociedad organizada de forma animal estabilizada. Al respecto, Giorgio Cesarano advierte que
“[…] [entre las termitas, las hormigas, las abejas] tiene como presupuesto natural de su funcionamiento automático la negación del individuo; así, la sociedad en su conjunto (termitero, hormiguero o panal) se plantea como individuo plural, cuya unidad determina y es determinada por el reparto de los papeles y de las funciones-en el marco de una “composición orgánica” en la que es difícil no ver el modelo biológico de la teología del capital”.[59]
Esta condición trae consigo implicaciones de dominación a las que tal vez no nos habíamos expuesto. El enjambre supone automatización y simplificación de los comportamientos, flujos controlados y controlables de personas y comunicaciones, todo lo que reduzca la complejidad de las acciones e interacciones es bienvenido; en este sentido, lo aleatorio tiene poca cabida en este nuevo modelo de cuerpo social. Para Franco Berardi “La vida social en la esfera del semiocapital se está convirtiendo en un enjambre… En un enjambre no es imposible decir no: es irrelevante. Uno puede expresar su resistencia, su rebelión, su no alienación, pero hacerlo no modificará la dirección del enjambre, ni afectará la manera en que el cerebro del enjambre procesa información”.[60]
El semiocapital es la fase actual del capitalismo. Según el propio Bifo, el capitalismo ya no se basa en la producción material como en su fase industrial, sino que se centra en la producción de signos, lenguajes, sentidos, subjetividades. Y no se explota el cuerpo en su sentido físico, carnal, sino emocional. “Los signos de las finanzas han llevado a una partenogénesis del valor a partir de crear dinero a partir del dinero, sin la necesidad de la intervención generativa de la materia física y el trabajo muscular”.[61] Es decir, nos encontramos en la financiarización del capitalismo, su autonomización de los Estados-Nación, el rompimiento entre trabajo y utilidad. Lo que no sólo implica la precarización de la vida, de los empleos, sino la (auto) explotación, como referimos anteriormente ya no sólo del cuerpo fisco, sino principalmente del intelecto, de los procesos cognitivos, emocionales, representado todo esto en la figura del cognitariado.
¿Qué produce todo esto en los individuos que vivimos esta condición? Cualquiera de nosotros, habitantes y productores de este mundo, termitas del enjambre, podríamos dar testimonio de nuestros dolores corporales, nuestro cansancio emocional, nuestro fastidio, hartazgo, desasosiego y todas las traducciones patológicas con las que se podrían nombrar científicamente nuestra condición existencial. ¿Seremos capaces de sostener la idea de Salud Mental en el marco de lo que hemos señalado? ¿Incluso podremos atrevernos a pensar en su posibilidad? ¿Cuáles serían las pretensiones de la Salud Mental en esta dinámica social imperante? ¿A quién beneficiaría?
V
Aún con lo poderoso que ha resultado ser ese discurso que descansa en la aceptación del cauce natural de la existencia como fundamento neutral para la intervención, esto no se opera naturalmente. Ya Agamben, siguiendo la idea de Foucault, señala la trascendencia de que en el mundo moderno —de tradición occidental indudablemente— adquiera la organización de la existencia a través de dispositivos que hacen hacer, que producen comportamiento. El mundo de la definición y operación de la salud mental predominante resulta un dispositivo poderoso que tiene sus operadores.
Antes señalamos que Ángela Sierra plantea la idea de los psicólogos, entre otros profesionales, como operadores de la dominación, sin embargo, ¿qué clase de operación es ésta que se realiza? Sin duda, existen muchas vertientes que en este aspecto podrían considerarse. No obstante, aquí nos interesa seguir un planteamiento de Agamben que nos parece preciso situar inicialmente en la problemática que aquí pretendemos abordar y que, indudablemente requeriría un mayor desarrollo. Para Agamben, el paradigma litúrgico que se despliega históricamente en la iglesia católica cristiana resulta de gran relevancia para entender la modernidad. Él lo propone así:
“En este sentido, el misterio de la liturgia es el misterio de la efectualidad y, a menos que se comprenda este arcano, no es posible entender la enorme influencia que esta praxis, solo en apariencia separada, ejerció sobre el modo como la modernidad pensó tanto su ontología como su ética, su política como su economía”.[62]
Y es que, de acuerdo con el abordaje genealógico desarrollado por Agamben, la creación del proceso litúrgico genera una serie de rasgos que aún hoy definen la realización de un oficio respecto de una causa trascendente. En este proceso, sigue el italiano, se define una perspectiva en la que “[…] sólo es real lo que es efectivo y, como tal, gobernable y eficaz: a tal punto, bajo las modestas vestiduras del funcionario o bajo las gloriosas del sacerdote, el oficio cambió de principio a fin las reglas de la filosofía primera como las de la ética”.[63]
Hoy, para nosotros inscribir esta herencia cristiana en un mundo en el que, de acuerdo con un planteamiento de Žižek que sigue a Lacan, se ha realizado un desplazamiento para la nueva forma de dominación planetaria, del discurso del amo hacia el predominio del discurso de la universidad. ¿Cuál es uno de los rasgos distintivos que se le atribuye a la universidad —a su discurso— que aquí resulta fundamental? El de la neutralidad político-ideológica. El conocimiento científico ha sido investido de una neutralidad que está lejos de ser efectiva, más cuando de la realidad humana se trata. Ya Ibáñez nos advertía acerca de este proceso de investigación y sus complicaciones, señalando la importancia que adquiere asumir que existe una verdad incondicionada, lo cual para él —como para nosotros, por cierto— es imposible. El discurso universitario se ha ido imponiendo y ha sido requerido por izquierdas y derechas, por instituciones de Estado como por las llamadas ONG, en tanto desde su lugar de presunta imparcialidad, de su lugar transideológico, opera libre de compromisos políticos y/o ideológicos. ¿Podría la naturaleza tener posición política? ¿Podría la naturaleza humana ser de izquierdas o de derechas? ¿Podría la salud mental responder a prejuicios de este tipo? Acaso la respuesta más sensata, dentro de los parámetros dominantes, ha de ser «no, definitivamente no». ¿Podría un operador del encauzamiento de la naturaleza humana, que pone en juego las leyes del funcionamiento natural, tener esta clase de inclinaciones en su ejercicio profesional? De nuevo, la respuesta más juiciosa tendría que llevarnos a decir que no, que quien operara así con sus inclinaciones, no sería un profesional ético.
Regresemos a Agamben. Una de las cuestiones que emergen con la institucionalización de la liturgia tiene que ver con la relación del ‘funcionario’ con su obra. Dice Agamben: “Como sucede con toda institución, se trata de distinguir al individuo de la función que ejerce, de modo que se asegure la validez de los actos que cumple en nombre de la institución”.[64] Ese funcionario es una causa instrumental que no opera por sí mismo, sino que opera una obra cuyo agente no es él, en el caso cristiano la divinidad —el opus dei—, en otros casos las leyes del desarrollo. Quien opera es una especie de instrumento animado. Este procedimiento, entonces, contiene rasgos que perduran y que hoy han sido naturalizados al atender la operación de las personas al cumplir una función, rasgos que en un momento fueron novedosos, y uno de ellos es el tipo de diferencia que establece. Agamben indica que: “[…] la distinción —en esto, como veremos, consiste su novedad— no sólo divide al sujeto de su acción, sino también a la acción misma, considerada en principio como la operación de un agente y luego en sí misma, en su efectualidad”.[65] Lo que está en juego es que los efectos que se persiguen no derivan de una intención del agente que la realiza sino de una necesidad de la economía de la existencia, de un misterio que se realiza,[66] a través de una agente que se realiza a sí mismo en su función misma que es signada por otro agente, imparcial, que sabe lo que debe ser, trascendente a los operadores.
Así, quien tiene el oficio de psicólogo, en lo general como otros oficios liberales, opera como un mediador, una especie de instrumento animado, para que pueda ser lo que ha de ser, para que se despliegue la esencia humana descubierta, esa esencia que nos iguala y hace de la diferencia variación, folklore o patología. Así, el psicólogo cumple una tarea para dar vida a la naturaleza humana, hace lo que debe. “En realidad el que cree que debe un acto, no pretende, sino tiene que ser. Pretende, pues, resolverse completo en la liturgia”.[67]
Así, forma debida y liturgia organizan la función y al funcionario que dan vida a una forma de humanidad, sin considerarla una forma sino la forma-debida. Ibañez había advertido la necesidad de profundizar en las implicaciones políticas de la psicología y su compromiso político, señalando que el compromiso que en este sentido la psicología tendría que asumir no estaba principalmente en declarar una filiación ideológica, sino más bien en asumir que la psicología, como las ciencias sociales en general, son inherentemente políticas, nacen impulsando una forma de vida incluso desde el modo en que se enuncia eso que se dice realidad social, vida, relaciones, salud y salud mental. En la misma noción de salud mental existe ya un compromiso con una vida. Esa forma de vida comprometida se organiza en la definición de la formas-debidas de realización humana práctica y el psicólogo es un instrumento animado que realiza esta función en la separación de su calidad de agente de la obra que efectúa, dando vida a la naturaleza, la patria, la verdad, sin asumir su carácter político y su enfrentamiento con otras formas-de-vida que pueden adquirir para él la forma de desviación, déficit o patología, sin advertir que acaso está ante posiciones subjetivas frente al mundo que se impone y avasalla con sus imperativos existenciales.
En este terreno de la operatividad litúrgica “[…] la acción se vuelve indiferente al sujeto que la cumple y el sujeto, indiferente a la cualidad ética de la acción”.[68] A través de esos agentes se realiza la gestión de la vida dictada por otra entidad para dar forma al uso de la vida.
¿Cuál es el sentido tras la idea de ser útil y productivo como criterios de lo saludable? ¿Por qué no imaginativo e introvertido? ¿Detrás de ello no hay una idea de persona, de mundo, de relaciones que se privilegian? ¿Esto es una decisión científica? ¿La forma de vivir ha de definirse desde la ciencia? ¿Esto es natural? ¿La vida en el enjambre adquiere forma de salud mental cuando se asemeja a una naturaleza?
“Aquí el tiempo se hace espacio y la historia se vuelve inmediatamente misterio, es decir, teatro”.[69]
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Notas
[1] Nota: parte de este artículo se publicó en TRAMAS: subjetividad y procesos sociales, UAM Xochimilco, División de ciencias sociales y humanidades, No. 42, año 26, junio 2015.
[2] Es necesario precisar aquí que cada forma de vida produce sus propias dimensiones de existencia, así como sus contenidos y procesos de configuración, en este sentido, lo que vamos a plantear respecto de ellas ha de tomarse como una manera de ejemplificar ciertos territorios, como, por ejemplo, referir la sexualidad, la afectividad, que no necesariamente son dimensiones equivalentes para toda forma de vida, en sus fronteras, sus contenidos y/o sus procesos de configuración.
[3] Žižek, En defensa de la intolerancia, ed. cit.
[4] La noción de forma de vida, más que hacer referencia a qué se es, centra la atención en el cómo se realiza la vida y que hace distinción respecto de otras formas. Este hacer de cierta forma la vida —un ser así, ahí; cuando se asume como una intensidad y asunción expresa, adquiere una potencia política en su singularidad y se convierte en una forma-de-vida.
[5] Agamben, Homo Sacer. El poder Soberano y la nuda vida, ed. cit.
[6] Butler, Marcos de guerra. Las vidas lloradas, ed. cit.
[7] Foucault, El nacimiento de la biopolítica, ed. cit.
[8] Finkielkraut, La derrota del pensamiento, ed. cit.
[9] Ibáñez, Contra la dominación, ed. cit., p. 64.
[10] Finkielkraut, op. cit., p. 64.
[11] Ídem.
[12] Ya Agamben en El poder Soberano y la Nuda Vida nos señala que la noción de vida es una definición, más que científica, política. Advirtiendo además los efectos nefastos que confundirlo trae para el ejercicio de la existencia, por ejemplo, respecto de aquello que se impone como la vida digna de ser vivida.
[13] Mouffe, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, ed. cit.
[14] Žižek, op. cit.
[15] Por supuesto, esto a partir del simbólico derrumbe del muro de Berlín que se ha promovido como el triunfo de la opción capitalista frente al proyecto comunista.
[16] Nos referimos a aquellas propuestas que, sin más, ofrecen curar de algún tipo de mal, algún déficit o exceso que impide el funcionamiento correcto de las personas, sin cuestionar en ningún momento las implicaciones ético-políticas que ello conlleva.
[17] Mouffe, op.cit., pp.13-14.
[18] Foucault, El nacimiento de la biopolítica.
[19] García Canal, El Loco, el Guerrero y el Artista, Fabulaciones sobre la obra de Michel Foucault, ed. cit.
[20] Foucault, Historia de la Locura I, La Voluntad de Saber, ed. cit., p. 83.
[21] Ídem.
[22] Agamben, op.cit., p. 151.
[23] Ibíd., p. 152.
[24] Agamben precisa la importancia de la puntuación al momento de dotar de potencia al lenguaje, de la interpunción. En este sentido, respecto del uso de guiones dice: “… el guion es… el más dialéctico de los signos de interpunción en la medida en que no une sino porque distingue y viceversa”. Agamben, La potencia del pensamiento, ed. cit., p. 391.
[25] Žižek, El acoso de las fantasías, ed. cit.
[26] Tiqqun, Introducción a la Guerra Civil, ed. cit., p. 65.
[27] Sierra, “Cuerpo y Terror, ¿una relación Política?”, ed. cit.
[28] Foucault, El poder, una bestia magnífica, ed. cit.
[29] Ibíd., p. 36.
[30] Ibíd.
[31] Ibíd., pp. 37-38.
[32] Esto nos hace reflexionar acerca de intervenciones terapéuticas alternativas generalmente dirigidas a personas con “trastornos mentales” y sus implicaciones políticas, como lo son los talleres de arte; detrás de estos también puede estar operando la idea de la productividad a través de la inserción social; inserción que casi siempre se traduce en la comercialización de los productos artísticos realizados por personas diagnosticadas con algún tipo de trastorno.
[33] Restrepo, “Biopolítica: elementos para un análisis crítico sobre la salud mental pública en la Colombia contemporánea”, ed. cit., p. 49.
[34] Ibíd., p. 50.
[35] Ibíd., pp. 43-44.
[36] Sierra, op.cit., p. 15.
[37] Ibíd., p. 38.
[38] Organización Mundial de la Salud.
[39] The Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders.
[40] Clasificación Internacional de Enfermedades, en inglés: International Statistical Classification of Diseases and Related Health Problems.
[41] Información de su página de internet: http://www.who.int/features/qa/62/es/
[42] Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
[43] Información obtenida de su página oficial: http://www.oecdbetterlifeindex.org/countries/mexico/
[44] Tan sólo en el Índice de Paz Global del 2017, México ocupa el lugar 142 de 163, cayendo del 2013 en el que ocupaba el lugar 133, 9 lugares en tan sólo 4 años, convirtiéndose en uno de los países más violentos del mundo y de los tres países más violentos de América junto a Colombia y Venezuela: http://visionofhumanity.org/indexes/global-peace-index/
[45] Jennifer Juárez, “Uno de cada tres mexicanos desarrolla una enfermedad mental” (http://mexico.cnn.com/salud/2013/10/10/las-enfermedades-mentales-mas-comunes-en-mexico), Consultado el 9 de diciembre de 2018.
[46] Manual de Recursos de la OMS, 2006, p. 72.
[47] Ibíd., p. 54.
[48] Hardt y Negri, El Imperio, ed. cit., p. 5.
[49] Bauman, En busca de la política, ed. cit., pp. 79-80.
[50] Han, La sociedad del cansancio, ed. cit., pp. 26-27.
[51] Han, El enjambre, ed. cit., p. 27.
[52] El fenómeno del ciberactivismo, Anonymus es un buen ejemplo del hombre digital. Su activismo se ampara en el imaginario de lo anónimo, que sin embargo no puede serlo, se coloca detrás de una identidad, un ser alguien. Por supuesto, esto no aplica para todos los hackers ni ciberactivistas.
[53] Ibíd., p. 29.
[54] Arquilla y Ronfeldt apud Faggard, “El enjambre social. Los efectos asimétricos del discurso público en el conflicto futuro”, ed. cit., p. 84.
[55] Nótese la referencia a los ciudadanos como un tipo de soldado más.
[56] Faggard, op.cit., p. 84.
[57] Ibíd., p. 85.
[58] Ibíd., p. 87.
[59] Cesarano apud Tiqqun, La hipótesis cibernética, ed. cit., p. 84.
[60] Berardi, La sublevación, ed. cit., p. 20.
[61] Ibíd., p. 33.
[62] Agamben, Opus Dei, ed. cit., p. 14
[63] Ibíd., p. 15.
[64] Ibíd., p. 46.
[65] Ibíd., p. 50.
[66] Es importante referir aquí el modo en que Agamben entiende el término misterio. Señala que más qué relacionarse con una doctrina secreta o algo parecido, originalmente “El vocablo mysterion indica por el contrario una praxis, una acción o un drama en el sentido incluso teatral del término, es decir, un conjunto de gestos, de actos y palabras a través de las cuales una acción o una pasión divina se realiza eficazmente en el mundo…” Agamben, El misterio del mal, ed. cit., p. 44
[67] Agamben, op.cit., p. 138.
[68] Ibíd., p. 92. Aquí también resulta interesante la cuestión que desarrolla Agamben en su estudio genealógico respecto de la importancia de las cualidades del sujeto respecto de la efectualidad de la acción que realiza al cumplir su función. Inicialmente se plantea en el terreno teológico como una interrogante ¿Son válidos los sacramentos realizados por un ministro del culto si éste es vicioso, éticamente cuestionable? La respuesta histórica que rastrea el filósofo italiano es que son válidas, en tanto la obra que realiza no corresponde a su singularidad sino a su investidura, quien obra en los sacramentos, en el proceso litúrgico, es otro agente, la divinidad. Para este filósofo, esto permanece en el mundo actual en el ejercicio de un servicio público.
[69] Agamben, El misterio del mal, p. 50.