Revista de filosofía

Religión sin pasado ni futuro

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Jean-Luc Nancy / Trad. Maria Konta

DIEGO VELÁZQUEZ, “CRISTO CRUCIFICADO” (1632)

Me parece que debemos estar de acuerdo: la religión es una disposición inherente a la humanidad.[1] Ella aparece con el hombre y durará tanto como él. Freud no pensó que la religión pueda ser suprimida por el conocimiento racional ante un tiempo extremadamente largo – y también advirtió que si lograba reinar solo, “nuestro Dios Λóγος” se daría cuenta de “lo que la naturaleza exterior permitirá, pero solo poco a poco en un futuro imprevisible”.[2] Así que se mostró mucho más perspicaz que muchos de sus contemporáneos. Es por la misma razón que se declaró a favor de las formas de la religión “purificadas y sublimadas” ya que no entran en conflicto con los descubrimientos de la ciencia.

La ciencia, por lo demás, queda para Freud limitada a “hacernos ver cómo el mundo debe aparecer ante nosotros por el carácter particular de nuestra organización”[3] independientemente de “la naturaleza del universo” en sí misma. También la denuncia de la ilusión religiosa vale para él sobre todo en la medida en que esta ilusión permanece “infantil” o “delirante”, pero no cuando se “sublima” en el deseo de lograr “la fraternidad humana y la disminución del sufrimiento”.[4]

FRANCISCO DE ZURBARÁN, “THE CRUCIFIED CHRIST WITH A PAINTER” (1650)

Hoy podemos estimar que el ateísmo dominante de la cultura racional— tanto tecnocientífica como jurídico-ética—comparte más o menos las disposiciones de Freud. También es que este ateísmo ha llegado a reconocer sus propios límites. Ahí donde se había podido tratar, en el pasado, de sustituir a un Ser Supremo y a sus mandamientos una Naturaleza con leyes completamente definidas, ya no hay ninguna cuestión ni de ser y tampoco de la naturaleza. La metafísica y la racionalidad científica han sido transformadas en conjunto—superadas, deconstruidas, en todo caso desplazadas y alcanzadas al borde de las mutaciones todavía parcialmente insospechadas.

Si se nombra “religión”, la confianza dada a una fuerza que desvía o que apacigua la profunda desconfianza experimentada en el abandono que es nuestro destino, entonces la religión posee mil versiones. La observancia de las leyes divinas, esa de los rituales íntimos, la construcción de sistemas, la emoción mística, el fervor que consume la observancia, esa que la fanatiza, la representación de una verdad de un bien, de una felicidad, un impulso, un apaciguamiento, un goce —y siempre una beatitud que no es la recompensa sino el ejercicio de una virtud, es decir, de una fuerza cuya actividad es acogida como viniendo de otra parte, de un desconocido e incognoscible recibido en el seno del abandono—si está permitido definir lo más ampliamente posible esta disposición dentro de la cual uno ha reconocido el axioma spinoziano, entonces la misma definición muestra por su amplitud su insuficiencia a operar la partición de lo que esperamos.

Porque decimos entonces que hay religión tan pronto como hay confianza, es decir, fe, es decir confiar en otro que en uno mismo y en la desconfianza que lo inerva. Como tal, el ateo que pone su confianza en un ejercicio de pensamiento o en una obra, en un trabajo, en una aventura, un amor o unos hijos no hace nada fundamentalmente diferente de eso que lo da a un “mensaje” o un “espíritu” que mete en juego una trascendencia.

Esto es incluso lo que permite explicar que en el desierto tan mal regado del ateísmo (según la fórmula incisiva de Jean-Christophe Bailly)[5] muchos han logrado sobrevivir, beber y hacer madurar unas frutas: todas esas y todos esos que una virtus arrastra en un movimiento que excede a sus personas, sus subjetividades y las condiciones concretas e ideológicas hechas a ellos.

Esta virtud se puede llamar “fe” en cuanto que ella se ejerce confiando en la superación de lo dado, de la evidencia y de las garantías adquiridas. En cuanto que ella confía en un extralimitarse del cual no busca ni certezas y tampoco garantías. Hacer un niño, realizar una investigación sobre los oligodendrocitos o una granja “climatointeligente”, conducir un tren o layar un jardín, esto se puede hacer según una tal virtud, además de que esto también puede estar sujeto a cálculos de ganancias o a presiones interesadas.

A pesar de eso no se excluye ninguna forma de finalidad y de representación atractiva: simplemente, no se ofrece ninguna proyección de logro como garantía, ninguna promesa se cumple para la anticipación de la cosa prometida.

Esta virtud—que ella sea esa de una música, de un viñedo, de una causa social, de una familia— también se puede unir a una fe religiosa, pero no lo requiere y cuando está apegada a ella, no se somete a ella: más bien ella misma somete el acondicionamiento religioso (una deidad, unos dogmas, unas doctrinas) a sus propias condiciones. Ni los dioses ni sus signos divinos valen más que la virtud incluso son las figuras de ella. Esta verdad de alguna manera no religiosa de la religión misma yace más o menos enterrada o manifestada en todas las religiones.

Esta presencia es ciertamente sutil, a menudo evasiva, pero se puede detectar siempre que la adhesión religiosa trae consigo lo que podría llamarse un distanciamiento interno: cuando la naturaleza divina y la de los gestos sagrados son tácitamente reconocidos como de otra naturaleza que la de los seres y de los actos del mundo. Cuando la oración o el sacrificio no obedecen la lógica de su supuesta causalidad, el orden sagrado mismo compensa este defecto que, en el orden profano, sería simplemente inadmisible. Entonces, por ejemplo, uno puede llegar a pensar que el dios nos habla a través del eventos menos esperados por la lógica religiosa misma.

PAUL DELAROCHE, “LAMENTACIÓN” (1820) 

Este distanciamiento se borra o se pervierte cuando el acondicionamiento religioso se confunde con un orden natural, científico o técnico, así como político, social y económico. Siempre corresponde al mismo tiempo a una objetivación de la trascendencia: el dios se hace presente en una persona, una institución, un texto, unos rituales.

Casi ninguna religión renuncia a las tentaciones de objetivación, la historia lo muestra a nosotros indiscutiblemente. Y también hemos aprendido cómo las objetividades—económicas, ideológicas, dominantes pueden presentarse bajo de colores de trascendencia (imperio, raza, humanidad, ley natural, etc.).

No hay ninguna razón hasta ahora perceptible o imaginable para que se vaya de otra manera, al menos en mucho tiempo.

Sin embargo, esta falta de razón en sí misma, es decir, la muy alta probabilidad de que el ateísmo no se convierte en la religión o la areligión de todos (lo que puede significar también la alta probabilidad de que la humanidad no esté contenta con la pura y simple inmanencia de su maquinaria más visible actual)—se presenta en el momento cuando el ateísmo reconoce su límite con ese de todas las religiones. Esto no es sin consecuencia: de un lado a otro, podemos entender que nosotros mismos hemos sacado a la luz el registro de lo que he nombrado aquí una virtud.

A saber, la virtud: la fuerza activa, la energía más poderosa en el hombre que lo humano mismo: no lo divino—no sin distanciamiento—sino esta superación infinita del hombre por el hombre que Pascal ha pensado (y de un pensamiento que a este respecto no es exclusivamente cristiano). Tal adelantamiento no es ignorado por ninguna forma de las religiones de Occidente, Islam, budismo, hinduismo o sintoísmo: a pesar de diferencias importantes, la disposición religiosa es sobre todo una disposición a la superación infinita.

Es decir, una superación o un extralimitarse (a una “trascendencia”) tal que por naturaleza no puede imponerse como una superación lograda, realizada o al menos presentada en alguna forma de presencia (figura, institución, sentido de un texto o de un gesto).

No puede imponerse porque no está hecha para realizarse: cada vez se deja llevar a sí misma en el infinito al que se abre. En este punto, la religión y la filosofía comparten algo de la misma virtud, que no es otra cosa sino la fuerza del infinito. No hay ni pensamiento y tampoco oración que puedan ignorarlo, bajo pena de cambiarse el veredicto como pensamiento o como oración.

Eckhart dice: “Oremos a Dios para que nos libere de Dios”. El pensador dice “El pensamiento comprende que está despojado de sí mismo.”

GUIDO RENI, “SAN SEBASTIÁN” (1617-1619) 

Cada vez, a cada presente, en cada movimiento de confianza que dejamos moverse y que no concede nada ni al pasado ni al futuro, sino solo a esto aquí y ahora donde estamos sostenidos, infinitamente sostenidos.

Sin embargo, no hay ni prueba y tampoco evidencia de que las frases del orador o del pensador no oculten su propio contenido de ilusión. Pueden quedarse satisfechas con las vueltas de expresión que, mientras formulando una superación de cualquier expresión, todavía están haciendo e incluso mejor para resplandecer la ilusión de una significación. Blanchot habla del “conocimiento vertiginoso que nada es lo que hay, y en primer lugar nada más allá”. Incluso especifica, con un trazo de vigilancia aguda, que este conocimiento al mismo tiempo “se afirma y se disipa”.[6] Pero la frase de Blanchot no se disipa. No más que esta de Kouan-yin, el Guardián del Paso, a quien Chuang-Tseu informa: “Sé el agua en movimiento, un espejo en reposo, el eco al responder”.[7] El espejo en reposo podría ser uno donde la nada de Occidente se contempla en la de Oriente, sin ningún reflejo según parece, pero no sin un brillo verbal que bien podría siempre turbar de su centelleo el aquí y ahora donde estamos sostenidos. Un fin vaho de creencia siempre se puede asentarse en el acto mismo de la virtus.

 

Notas

[1] El original en francés intitulado “Religion sans passé ni avenir” fue publicado en la revue ITER 2018 dedicado al tema L’ à venir de la religion. Todas las citas del original son traducciones mías. A continuación se proporcionarán solo las referencias del original.
[2] Sigmund Freud, L’Avenir d’une illusion, traducción de Marie Bonaparte, Paris, PUF, 1976, p. 77.
[3] Ibid. p. 80.
[4] Ibid. p. 77.
[5] Jean-Christophe Bailly, Adieu : essai sur la mort des dieux, La Tour d’Aigues, Éditions de l’Aube, 1993, rééd. Nantes, Cécile Défaut, 2014.
[6] Maurice Blanchot, L’Écriture du désastre, Paris, Gallimard, 1980, p. 117.
[7] Tchouang-Tseu, Les OEuvres de Maître Tchouang, traducción de Jean Lévi, Éditions de l’Encyclopédie des Nuisances, Paris, 2010, p. 288.