PORTADA: OCTAVIO MOCTEZUMA, “VASOS COMUNICANTES” (2015)
Resumen
Este artículo pretende esbozar un panorama del debate ético, jurídico, político, económico y filosófico que está suscitando la posibilidad de un nuevo tiempo geológico, el Antropoceno, del cual seríamos responsables como especie.
Palabras clave: Antropoceno, antropocentrismo, especie, sostenibilidad, ecología, ciencias sociales.
Abstract
This article aims to outline a panorama of the ethical, legal, political, economic and philosophical debate that is producing the possibility of a new geological time, the Anthropocene, of which we would be responsible as a species.
Keywords: Anthropocene, anthropocentrism, species, sustainability, ecology, social sciences.
1.- Antes de entrar en materia, a modo de exordio, ¿por qué “Antropoceno” y no Antropoceno sin más? ¿Se trata de un guiño? ¿Acaso estamos poniendo en duda el término y, por ende, su realidad? ¿Somos negacionistas? De ninguna manera.
Hechas las aclaraciones pertinentes, es decir, afirmando y no dudando de los graves cambios medioambientales que estamos produciendo y padeciendo, la duda razonable sigue siendo por qué mantener esas escépticas comillas. Pues bien, quizá la mejor y más rigurosa manera de acercarse al “Antropoceno” sea a través del propio término. No hace falta ser geólogo de formación para adivinar que la raíz ceno remite a un intervalo o periodo concreto de la historia de la Tierra. Que lo geólogos hayan acordado dividir esta dilatada historia en etapas y sub-etapas (eones, eras, periodos y épocas) o que el “Antropoceno” vaya a tramitarse formalmente como una nueva época, es ahora lo de menos. Lo que, tal vez, pueda resultar más interesante es la confusión mediática (y, en ocasiones, académica) en la que nos vemos inmersos y, muchas de las veces, sin siquiera advertirlo.
Lo primero que conviene señalar a este respecto es que el “Antropoceno” aún no ha sido oficialmente reconocido por la comunidad científica. Y, en virtud de lo cual, sería oportuno preguntarse lo siguiente: ¿qué hay entonces de lo aparecido en la prensa y en algunos papers? Pues bien, huelga anunciar no solo que todavía no ha sido aprobado por la institución que debería encargarse de este asunto, la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (UICG), sino que el grupo encargado de elaborar la propuesta aún no ha logrado –y llevan enfrascados desde el 2009– una versión presentable en términos científicos. Para evitar entrar en bizantinismos innecesarios, podemos decir que los problemas que han prorrogado esta encomienda se han debido, fundamentalmente, a dos obstáculos: por un lado, a las discrepancias a la hora de definir y datar el inicio de la época (¿Neolítico?, ¿Conquista de América?, ¿Rev. Industrial?, ¿“Gran aceleración”?, ¿Era atómica?) y, por otro, a las dificultades para encontrar, en conformidad con los estrictos criterios que reclama la geología, las pruebas materiales para su demostración: «Las evidencias que usa la geología para medir el tiempo son las rocas. Si no hay roca, el tiempo no se puede medir, lo cual no significa que el tiempo no transcurra, simplemente que no se puede registrar por métodos geológicos».[1]
Por si esto no fuera suficiente, un escollo de método tiene preocupados a muchos geólogos; ciertamente, entre estos es generalizada la opinión de que se ha forzado, e incluso invertido, el proceder normal avalado por la disciplina: en esta ocasión, y de manera excepcional, primero se ha inventado cronológicamente la época y, solo después, se han buscado las pruebas de su existencia. Otros incluso sostienen no solo que el “Antropoceno” no añade nada significativo al Holoceno (la época en la que oficialmente estamos), sino que, al haber utilizado ya el argumento de la influencia antropogénica sobre la Tierra para su determinación, este argumento no podría volver a ser utilizado para dar cuenta de una nueva época.[2]
¿Entrañan las anteriores propuestas un negacionismo encubierto? De ningún modo. Lo que muchos geólogos critican es la voluntad política, y no científica, de este empeño, por legítima que aquella sea.[3] Es más, la mayoría estaría dispuesto a aceptar que el “Antropoceno” es muy probablemente una propuesta de futuro, aunque indemostrable en el contexto estratigráfico actual. Y para muestra este botón: se da por hecho que el grupo de trabajo se decantará, para cumplir con las exigencias del UICG, por la “Era atómica” como inicio del “Antropoceno”, a pesar de que esta decisión nos dejaría –alertan algunos geólogos– con un mapeo temporal de setenta años de sedimentos que, en la escala geológica, es prácticamente insignificante.
CARMEN GONZÁLEZ BARRERA, “ANTROPOCENO” (2017)
Tras lo anterior, es muy probable que algunas preguntas afloren: ¿Por qué el rigor científico nos deja este sinsabor? ¿A qué responde el súbito recelo hacia la comunidad de geólogos? ¿Nos sentimos de algún modo engañados? Todas estas inquietudes, creo yo, se disipan si observamos con la distancia adecuada lo que nos traemos entre manos. A esto es precisamente a lo que nos invita el biólogo, Valentí Rull, al advertirnos que la comunidad científica –geólogos incluidos– no duda ni del daño ambiental de la actividad humana ni de su carácter insostenible, pero también al recordarnos que «parece que se está olvidando que el problema del “Antropoceno” como época formal es geológico (porque así lo han querido sus promotores) y no ambiental ni sociológico o cultural»[4] como, aventura él, debería ser (al menos por el momento). Es más, a su juicio, haríamos bien en ser algo más cautelosos; pues, si, como podría suceder, la propuesta no sale adelante y, al final, es desestimada, entonces sí, los negacionistas se armarían de toda la legitimidad para implementar sus infaustas políticas.
2.- ¿Y si optáramos por un ángulo más modesto? ¿Qué hay del antropocentrismo? Lo cierto en cualquier caso es que, bien mirado, no parece un desatino conjeturar alguna suerte de vínculo –uno se aprestaría incluso a aventurar que indisociable– entre este y el “Antropoceno”. Ahora bien, intentar dar cuenta cabal de este concepto nos obligaría a una incursión, todo lo morosa que uno pueda imaginar, en eso que se ha dado en llamar “cultura occidental”. El mito de Prometeo, ciertos pasajes del Génesis o la ciencia moderna (por citar algunos de los hitos más relevantes) constituirían una parada obligatoria en este viaje genealógico. Como tampoco es este el propósito, voy a tratar de resumir, dejando fuera importantes detalles, lo que estimo que pueda encerrarse en este concepto. Sea entonces: a mi ver, podría decirse tentativamente que el antropocentrismo es una creencia que i) apoyándose en la conciencia y la razón, ii) determina que somos una especie única entre las restantes y que, por mor de lo anterior, a estas últimas solo les estaría reservado el abnegado papel de ejercer como medios para nuestros fines, o dicho de otro modo, para la legítima realización –léase: progreso– de nuestra especie.
A propósito de lo anterior, J.-M. Schaeffer ha planteado una contradicción interesante que debería hacernos reflexionar; según él, seguir sosteniendo la excepcionalidad de nuestra especie –como consciente o inconscientemente todos seguimos haciendo– no solo resultaría incompatible con gran parte de los conocimientos científicos actuales (y, en especial, con los procedentes del mundo de la biología), sino que, en una franca y abierta disputa, la pretendida excepcionalidad no resistiría el más mínimo embate.[5] Es por ello que frente a las tesis discontinuistas y antropocéntricas, este autor se muestra partidario de revisar las, según él en extremo caricaturizadas, posturas continuistas y zoocéntricas.[6] No se trataría en puridad de algo nuevo, nos recuerda el autor, sino de asumir de una vez por todas la “herida narcisista” que Darwin nos habría infligido y que, en contra de lo sucedido, tendría que haber propiciado una reconsideración de nuestro lugar en el mundo de lo viviente. Sea como fuere: ¿Podría, pues, la biología desplazar el antropocentrismo?
Puesto que Schaeffer se demora pormenorizadamente en este punto, y no puedo aquí detenerme en todos los aspectos por él examinados, me parece que uno bastará para hacernos una idea de su línea discursiva. Este tiene que ver con el carácter finalista de la selección natural y su supuesta complejidad y optimización: ¿es la especie humana la culminación de la evolución? Como advierte Schaeffer apropiadamente, hablar de optimización aquí es un asunto harto delicado y, en caso de hacerse, su examen debería emprenderse en términos relativos y nunca absolutos (como hace el antropocentrismo), ya que el éxito de las mutaciones aleatorias ––y, por tanto, indiferentes a sus efectos– es únicamente evaluable desde un entorno provisional y específico. Por este motivo, «la idea de una evolución hacia una complejidad creciente es una ilusión que nace del hecho de que se toma al ser humano por referente».[7] Que esto sea así, señala por añadidura el autor, puede corroborarse desde este hipotético escenario: en un contexto de grave inestabilidad ecológica y con drásticos cambios ambientales, nuestra supuesta ventaja adaptativa derivada de la plasticidad cognitiva sería, sin duda alguna, menor que la desplegada, pongamos por caso, por los insectos que, a pesar de su rigidez conductual genética, podrían sacar mayor partido a la flexibilidad filogenética facilitada por sus extensas poblaciones y tiempos de vida individualmente cortos. Y tomando en consideración que contamos con unas 80.000 especies de insectos y solo una entre los homínidos, sería aconsejable, nos previene Schaeffer, exhibir una mayor cautela a la hora de jactarnos sobre nuestro asegurado destino.[8]
Descentrar al anthropos y reinsertarlo en la cadena de la vida podría acarrear consigo múltiples y desconocidos corolarios. Entre ellos podría destacar, por ejemplo, el cultivo de una inesperada humildad, al comprender que la supervivencia de la humanidad, lejos de estar garantizada de por sí,[9] es dependiente de las relaciones simbióticas con otras especies. Si cerráramos el diafragma en aras de una mayor profundidad, seríamos conscientes de la absoluta normalidad de este tipo de relaciones, así como de una interdependencia que sería preciso extender a nivel planetario. Pues bien, estas ideas, divergentes pero no incompatibles con el neoevolucionismo asentado, se han planteado desde hace décadas por reputados científicos como James E. Lovelock o Lynn Margulis.[10] Su hipótesis es que la vida, lejos de limitarse a una adaptación pasiva al medio, tiende a modificarlo en beneficio propio. Habida cuenta de lo anterior, es decir, al aceptar que esta capacidad especial –la de la adaptación por modificación– ya no es privativa de los humanos, como pregonó durante siglos el “humanismo”,[11] sino que es perfectamente extrapolable al resto de seres vivos, nos veríamos en la obligación de admitir que «tal extensión borra muy pronto todo rastro de antropocentrismo».[12] Así pues, una mayor comprensión de las dinámicas autorreguladoras y homeostáticas del Sistema Tierra, o por utilizar una metáfora, de su fisiología completa, contribuiría sin duda alguna tanto a dimensionar la importancia de la biodiversidad (y el peligro de una “sexta extinción”), como a evidenciar, igualmente, el insignificante y prescindible papel que nuestra especie representa para el resto.[13] Y es que, como ya sentenciara Lévi-Strauss con su particular crudeza, el mundo comenzó sin el hombre y continuará sin él.
DIEGO RIVERA, “EL HOMBRE CONTROLADOR DEL UNIVERSO” (1934)
Como quiera que ello sea, François Flahault, en un documentado estudio sobre las raíces prometeicas de nuestra civilización, resume con acierto la tarea pendiente por parte de nuestra especie. Dice así: «hoy en día suele decirse que la humanidad forma parte del planeta. Es fácil decirlo, pero difícil pensarlo. No estamos preparados para pensar lo que decimos, es decir, para desarrollar todo lo que implica esta fórmula ecológica […] Así pues, entrar en un pensamiento posprometeico supone reconocer esto».[14] Solo así, ciertamente, estaríamos prestos a una ontología ecológica. Quizá podríamos empezar por una modificación, solo en apariencia insignificante, de las preposiciones desde antiguo instaladas: ¿y si no “somos-en-el-mundo” (Heidegger) sino “con-el-mundo” (Haraway)? Pero hay más, si el medio, el ambiente y, en último término, la naturaleza, no son dados de una vez y para siempre sino, antes bien, hijos a su vez del tiempo y la evolución y, desde hace no mucho, de una suplementaria hibridación socio-natural,[15] ¿no habría que replantear la división académica entre historia humana e historial natural?
3.- Bruno Latour es el responsable de uno de los estudios más penetrantes sobre el “Antropoceno”. Me estoy refiriendo, en específico, a sus conferencias recopiladas en Encarando a Gaia. No es momento, ni mucho menos, de hacer un repaso sucinto a todas sus partes. Me interesa ahora, para este punto, únicamente la primera.
Muy probablemente influido por todo lo que la filosofía del lenguaje, y en concreto la pragmática, nos ha legado, Latour hace una observación que amerita un escrutinio mínimo. Allí, a propósito de la clásica y estanca división entre hechos y valores, declara lo siguiente: «Describir es siempre no solo informar, es alarmar, es conmover, es poner en movimiento, llamar a la acción».[16] Y aterrizándolo a la cuestión del “Antropoceno”, nos recuerda: «la descripción de los hechos está peligrosamente cerca de la prescripción de una política».[17] Con estas premisas en mente, Latour va a tratar de desentrañar las posibles estrategias de los negacionistas.
Dejando a un lado los detalles, es fácil presumir que el temor fundamental de estos es que, sin asomo de duda, pueda identificarse a la humanidad como causante –y, por lo tanto, responsable– del desastre ecológico en ciernes. Se comprende así su doble empeño: primero difuminar y, si es posible, desdibujar el origen antrópico para, después, dar cuenta de estos cambios en términos naturales. El propósito es evidente: sin responsables a la vista no se pueden incoar acciones de ningún tipo y, en consecuencia, las rendiciones de cuentas pierden todo el sentido.
Sea como fuere, lo que me interesa reflexionar aquí no tiene que ver la referida postura negacionista. El motivo, aunque cercano, es otro; surge con la sospecha de que, incluso aceptando la causa antropogénica del problema, muchos contemplaran la posibilidad de hacer un uso avieso de la misma al querer repartir indistintamente responsabilidades. Pues bien, un mínimo análisis revelaría que las responsabilidades buenamente pueden corresponder a muchos pero no a todos y, en ambos casos, con dispar proporción. De ahí que resulte oportuno hacernos las siguientes preguntas: ¿Quién es el responsable del “Antropoceno”? ¿La especie? Pero, ¿podemos responsabilizar a toda la humanidad, sin considerar tiempos y espacios? ¿Quién es ese “nosotros” al que apelamos para lamentarnos de nuestras conductas irresponsables y temerarias?
Dipesh Chakrabarty pasará a la historia, al menos en cuanto al “Antropoceno” se refiere, por ser uno de sus primeros divulgadores de verdad. Que sea historiador, y no científico, quizá pueda explicar este hecho, y quizá pueda servir de ejemplo para futuras redes de trabajo interdisciplinares. Sea como fuere, lo cierto es que su breve artículo “Clima e historia: cuatro tesis”[18] ha supuesto para muchos, servidor incluido, la puerta de entrada a tan fascinante y fangoso terreno.
Despachando con cierta solvencia las tesis que identifican sin más el “Antropoceno” como un correlato necesario del obrar singular de nuestra especie, Chakrabarty nos previene acerca de la sinécdoque que pudiera estar, bajo esas abstracciones genéricas, encubriendo especiosamente otra realidad, a saber, la de la producción capitalista y otros modelos igualmente desarrollistas. Son sus palabras: «¿Por qué incluir a los pobres del mundo –cuya huella de carbono de todos modos es pequeña– usando términos inclusivos como especie o humanidad, cuando la culpa de la crisis actual debe ser firmemente atribuida sobre todo a los países ricos y a las clases ricas antes que a las pobres?».[19] En esta línea continúa ahondando Chakrabarty al dibujar la posibilidad, en términos geopolíticos, de equilibrar un justo reparto una vez distinguidas las responsabilidades retrospectivas (países ricos) de las responsabilidades prospectivas (países emergentes). Lo que Chakrabarty no hace, y quizá sea pedirle demasiado dadas las pretensiones y la extensión de su artículo, es rastrear por entero la cadena de responsabilidades, pues no está del todo claro que toda la responsabilidad deba recaer única y exclusivamente sobre los países productores, y máxime tras la reciente deslocalización de las economías hacia el tercer mundo. Pues bien, no por casualidad, y habrá que ver en todo caso con qué efectividad, estas y otras preocupaciones similares están detrás de la proliferación masiva de denominaciones alternativas al genérico Antropoceno: Capitaloceno, Tecnoceno, Chthuluceno, etc.
Lo que, en todo caso, creo que deberíamos sacar en claro de lo anterior es que el “Antropoceno” pone en crisis todas nuestras coordenadas ético-políticas; no solo desarticula los ejes espacio-temporales, es decir, que lo cometido aquí puede tener repercusiones allá y lo obrado en el pasado puede manifestarse en el futuro, sino que diluye la gradación de responsabilidades en un sujeto plural y desfigurado que, para colmo, se muestra especialmente refractario a cualquier tipo de imputación. Si a ello le sumamos el carácter involuntario de la mayoría de sus actos (el “Antropoceno” no fue planeado y era desconocido hasta hace poco), y el hecho de que nos hallamos ante una fusión inaudita de verdugo y víctima, la paradoja está servida. ¿Cómo saldar cuentas con una colectividad que sin aparente mala fe actúa, además de contra otras formas de vida, contra sí misma?
THOMAS COLE, “EL CURSO DEL IMPERIO: DESTRUCCIÓN” (1836)
4.- Günther Anders ha sido de los pensadores que más y mejor han reflexionado sobre las consecuencias catastróficas, e inconmensurables, en que podría desembocar otro conflicto nuclear. En las Tesis sobre Chernóbil, en concreto en la primera, Anders escribía lo siguiente: «El verdadero peligro hoy consiste en la invisibilidad del peligro. Nadie es capaz de ser continuamente consciente de esta invisibilidad. Tal proyecto parece sobrepasarnos psíquicamente. Si queremos sobrevivir, debemos ejercitarnos en comprender lo invisible como si estuviera aquí».[20] Exactamente treinta años después, Peter Sloterdijk, aunque con el referente cambiado (la catástrofe ecológica), nos exhortaba a ejercitarnos, aquí y ahora, a través de una nueva inteligencia prognóstica. En su opinión, el saber tradicional, caracterizado por el aprendizaje a través de la experiencia, tendría que ser substituido por uno nuevo que fuera capaz de anticiparse y aprender por adelantado, evitando así toda desgracia.[21]
Pues bien, a tenor de la lista de tipping points (“puntos de no retorno”) publicados por el Centro de Resiliencia de Estocolmo en Nature,[22] parece que las admoniciones de Anders y Sloterdijk no son tremendistas ni están fuera de lugar. Coordinados por Johan Rockström, un copioso grupo de científicos no solo ha detectado nueve procesos biofísicos del Sistema Tierra afectados, sino que han certificado que tres de ellos se encuentran en una situación grave (biodiversidad, ciclo del nitrógenos y clima) y otros tres les van a la zaga (agua dulce, uso del suelo, acidificación de los océanos). Mientras leemos esto, no nos cabe la menor duda –y apenas han transcurrido ocho años– que el diagnóstico hoy sería otro y, en cualquier caso, manifiestamente peor.[23] Déborah Danowski y E. Viveiros de Castro han formulado esta sensación de doble impotencia de una manera sencilla: «todo lo que puede ser dicho se torna, por definición, anacrónico, desfasado, y todo lo que puede ser hecho es insuficiente y llega tarde: too little, too late».[24]
De las distintas versiones ecoapocalípticas que la literatura ha imaginado, podemos rescatar las tres que encuentro más relevantes: i) la desaparición del planeta (o de todas sus especies), ii) la desaparición de nuestra especie, y la continuación y desarrollo de las restantes, y iii) la desaparición de las restantes (o de casi todas ellas) y la continuación de la nuestra. Aunque algunas, está de más decirlo, sean más viables y realistas que otras, lo interesante de todas ellas, a diferencia de las versiones clásicas, es que lejos de seducirnos con el más allá del “final de los tiempos” parecieran, antes al contrario, desasosegarnos con el más acá del “tiempo del fin”.[25] ¿No nos paralizan los tipping points, nos embotan la imaginación política y nos sumergen en el más oscuro y confuso de los pesimismos?[26] ¿Estamos realmente preparados para pensar el fin?
John Gray, maniobrando entre el optimismo y pesimismo, ha sido de los pocos pensadores que no se ha dejado vencer por las predisposiciones del espíritu, y ha tratado de mantener el equilibrio sin el socorrido apoyo de ninguno de estos dos fatalismos. A su ver, unos y otros, tecnofuturistas y tecnoprimitivistas, al arrogarse la vía de la salvación, acaban enredados y cautivos de un inevitable providencialismo. Y a efectos prácticos, señala Gray, tanto da que unos se abandonen ciegamente a la tecnociencia como que otros renieguen ingenuamente de ella. A su juicio, el aumento imparable de la población mundial y el hecho de que esta intente legítimamente mejorar su nivel de vida, desautoriza de plano cualquier perspectiva que desconfíe o prescinda de la tecnología. Dicho lo cual, lejos de encontrarse satisfecho con el optimismo de los utopistas tecnocientíficos,[27] declara lo siguiente: «no pretendo afirmar, en modo alguno, que la tecnología sea capaz de resolver la actual crisis medioambiental; no estoy diciendo que pueda detener el cambio climático. Digo que el cambio climático es irreversible, aunque tal vez podamos contenerlo: quizá podamos evitar que alcance niveles catastróficos».[28] No sé si Gray estaría de acuerdo, pero diviso en estas palabras un abordaje realista perfectamente compatible con unas pequeñas notas de esperanza.
SMOG FREE TOWER, TECNOLOGÍA PARA REDUCIR LA CONTAMINACIÓN AMBIENTAL
Y quizá lo más realista sea eso: pensar, no el fin, sino lo que quede con “auténtica esperanza”. A propósito de esta (de la auténtica esperanza), Terry Eagleton ha escrito lo siguiente: «constituye un residuo irreductible que se niega a abandonar y su resistencia reside en que está abierta a la posibilidad de un desastre absoluto»[29]. ¿Y no se trata de eso, de resistir y no claudicar a pesar del desastre que, paradojas aparte, estaríamos auspiciando y que, precisamente por ello, tal vez podríamos refrenar? ¿Cómo resistir sin esperanza?
5.- J. M. Keynes, probablemente el economista más influyente del S. XX, redactó un interesante y celebrado artículo en el año 30, titulado Las posibilidades económicas de nuestros nietos, ante la estupefacción de lo ocurrido pocos meses antes. Bajo el honorable propósito de sacar a sus paisanos de la depresión económica y social, y convocar las fuerzas necesarias para sobreponerse a tan desolador escenario, Keynes deslizaba en las últimas páginas unas consideraciones que, muy probablemente, dejaron atónito a todo lector.
Tras augurar, a cien años vista, un futuro envidiable e incomparable que sobrevendría gradualmente y sin revolución alguna, el economista advertía –ahora sí como en la mayoría de las utopías– que, no obstante lo anterior, un verdadero sacrificio por parte de la generación presente sería menester para alcanzar el escenario proyectado. Así Keynes: «Pero, ¡cuidado!, todavía no ha llegado el momento. Durante al menos otros cien años debemos fingir que lo justo es nauseabundo y lo nauseabundo es justo; porque lo nauseabundo es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses todavía durante algún tiempo, pues solo ellos pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día».[30]
Más allá de lo evidente, es decir, más allá de que, como decía Ferlosio, los dioses no han cambiado: «Siguen siendo los viejos dioses carroñeros, vestidos de paisano, con los nombres de Historia o de Revolución, de Progreso o de Futuro, de Desarrollo o de Tecnología»,[31] lo que llama, para este particular, poderosamente la atención es un vuelco en cuanto a lo que al orden de factores se refiere, es decir, en cuanto al intercambio de roles desempeñado por aquellos que se inmolan y aquellos que se salvan. Un libro interesante en el que poder abundar en este cambio puede ser el último volumen del reputado climatólogo James Hansen, titulado, curiosa pero no casualmente, Las tormentas de mis nietos. Para Hansen, el cortoplacismo imperante hoy día, escandido por los dividendos en bolsa y las elecciones en política, explicaría la irresponsabilidad absoluta e intolerable por parte de la generación presente al comprometer de modo irreversible la vida de las generaciones futuras.[32]
De este daño colateral, sea dicha la verdad, ya se había apercibido Hans Jonas décadas atrás y con una sagacidad tal vez irrepetible, aunque pasara prácticamente desapercibida para sus coetáneos. En su, hoy tan frecuentado, El principio de responsabilidad, dejaba caer esta amarga reflexión: «Lo no existente no es un lobby y los no nacidos carecen de poder. Así pues, la consideración que se les debe no tiene tras de sí ninguna realidad política en el proceso de decisión actual; y cuando los no nacidos tuvieran la posibilidad de exigirla, nosotros, los deudores, ya no estaríamos allí».[33] Poco más se puede añadir.
Volvamos a los textos anteriores. Lo que ambos revelan, mediante su distinta manera de considerar el futuro, es un cambio ciertamente sintomático: mientras que unos se sacrificarían por, otros estarían sacrificando a. Ahora bien, ¿es tan dual el asunto? ¿Acaso no ha sucedido, más bien, que la generación de Keynes al sacrificar a su generación sacrificó, sin imaginarlo, a las siguientes? ¿No seguimos bajo el mismo programa de Keynes, pero con menos hipocresía? ¿Cuando el paradise is lost y el apocalypse is now (or near), se puede seguir manteniendo la fe en el porvenir o solo cabe el “sálvese quien pueda”?
6.- Fritjof Capra y Ugo Mattei dan cuenta en su último libro de unos hechos que, a pesar de su prosaica cotidianeidad, deberían hacernos reflexionar. Es por todos sabido, nos dicen, que en los países ricos la mayoría de la gente, sin vacilación o remordimiento alguno, ejerce su pleno derecho a prácticas tan habituales como las duchas interminables, el uso indiscriminado del aire acondicionado o la adquisición de una segunda vivienda; pues bien, si algún osado, prosiguen Capra y Mattei, se armara del valor suficiente para hacerles notar el carácter derrochador de semejantes actos, muy probablemente estos, molestos, replicaran con frases del tipo: “¡Es mi gas!”, “¡Pago religiosamente mis cuentas!” o “¡No es asunto tuyo!”.[34]
Creo que, tras estas anécdotas, fluye discretamente una reconfortante ideología que, a grandes rasgos, no establece gruesas diferencias entre derecha e izquierda, liberales y comunitaristas o conservadores y progresistas. El asunto que a partir de ella resulta, a mi juicio, realmente sugestivo es si uno tiene “derecho a” por el mero hecho de haber “pagado por”. Ni que decir tiene que la economía y las leyes tratan de persuadirnos y tranquilizarnos sobre estos supuestos derechos y propiedades. Y, sin embargo, si bien hoy nadie pone en duda el hecho de que la economía y la ecología se hallan enfrentadas, el derecho parece, por su parte, haber gozado de cierta inmunidad. En efecto, siempre se nos ha contado que la economía, pese a enarbolar el progreso, resulta para muchos decepcionante e injusta. Y, en este mismo sentido, se nos ha repetido hasta la saciedad que el único contrapeso a esta lógica irracional es la ley.
Pues bien, lo que Capra y Mattei exponen pacientemente en su libro es la complicidad, por lo general desatendida, que históricamente se hila entre ambas. La inquietante pregunta que estos profesores nos legan podría quedar cifrada de esta forma: ¿Es justa una ley que es ecológicamente insostenible? O en un despliegue más pormenorizado: una ley que deja desamparada a la naturaleza y, consiguientemente, a las generaciones futuras, ¿es una ley justa? Si la ley en estos momentos, como es fácilmente comprobable, no los está protegiendo, ¿es aliada o enemiga? Con independencia del programa –naive en muchos puntos– presentado por estos autores con el fin de remozar (y revolucionar) las premisas de nuestro actual sistema jurídico, me parece interesante y pertinente rescatar esta idea: «Esta transformación requiere abandonar parte del culto exacerbado a la libertad individual que se tornó dominante en la Ilustración, resultado por su parte de un humanismo secuestrado por el capital».[35] Y esta es, según creo, una de las claves para leer, y llegado el caso tratar de desmadejar, algo de nuestro enmarañado presente.
RAFAEL GUTIÉRREZ MOREIRA, “CALENTAMIENTO GLOBAL 2” (2015)
Nuestra tradición ha solido interpretar la libertad desde un tercero, humano y co-presente. Y, efectivamente, observado desde esta perspectiva, actividades corrientes como las antes referidas no parecen interponerse o imposibilitar el curso de acción de nadie. El caso es que hoy, con las informaciones de que disponemos, ya sabemos que estas acciones concretas y otro sinfín de ellas comportan, cuando se dimensionan en su totalidad acumulativa, importantes costes a terceros. Este hecho, según Eliane Brum, nos sitúa frente a uno de los mayores dilemas éticos de nuestra historia: «¿Cómo ser ético en un mundo sin ilusiones, en el que cada acto implica la tortura y el sacrificio de otro, humano o no humano?»,[36] es decir, un mundo donde ya no quedan actos inocentes ni neutrales.
Volvamos al libro. Capra y Mattei, entre el abanico de medidas para contrarrestar este individualismo egoísta y posesivo, apuestan por una “alfabetización ecológica” de la sociedad, en el ingenuo entendido –creo yo– de que el mal es el correlato necesario de la ignorancia. Más realista –aunque solo en su diagnóstico– se muestra Anne Ryan al señalar que, en un modelo económico basado en el crecimiento ilimitado y la competencia desleal, «la supervivencia es complicada y, en consecuencia, saca lo peor de nosotros mismos, a saber: indiferencia, crueldad, negación, un materialismo pobre y un pensamiento cortoplacista».[37] Y yo me pregunto: ¿Podrá aplacar el mero conocimiento, sin contrapartidas raquíticas como las señaladas (duchas largas, aire acondicionado…), el desgaste continuado de la vida bajo el capital? ¿Estaremos dispuestos a aceptar, por ejemplo, que no podremos tener –porque no tenemos derecho– todos los hijos que deseemos, ni realizar todos los viajes al extranjero que habíamos planeado, ni ingerir la cantidad diaria de carne que consumimos hoy día? ¿O seguiremos, por el contrario, jugando al cinismo y escondiendo, como diría Brum, al bastardo que todos llevamos dentro? Hay más: ¿Seríamos capaces de apreciar y conformarnos con la plenitud de lo suficiente?[38] Pero, ¿qué es suficiente?, ¿y para quién?
7.- En los años setenta del siglo pasado, emplazados varios dignatarios en Estocolmo bajo el pretexto de una célebre conferencia, Henry Kissinger no se lo pensó dos veces y recurriendo a sus ardides diplomáticos logró, para regocijo del lobby empresarial estadounidense, que se terminara imponiendo el término de “desarrollo sostenible” frente el otro candidato en la liza, el de “ecodesarrollo”.
Que esta es la ideología que rige la actual economía política parece no cuestionarlo, en principio, nadie. ¿O tal vez sí? Algunos, aunque poco conocidos mediáticamente, han mostrado su disconformidad en este sentido y se han atrevido incluso a denunciar la complicidad del “desarrollo sostenible” con su precedente: el desarrollismo o crecimiento infinito. A este respecto, Serge Latouche ha sido de los primeros en denunciar las contradicciones y complicidades del “capitalismo verde”. Por lo que a él respecta, y pese al tabú que pudiera connotar la palabra, una denominación más fiel pasaría por aceptar y pensar, con franqueza y sin alarmismos, el “decrecimiento”.
¿En qué consiste el decrecimiento? En palabras del autor: «el decrecimiento es simplemente un estandarte detrás del cual se reagrupan los que han optado por una crítica radical al desarrollo y quieren delinear contornos de un proyecto alternativo por una política del posdesarrollo. Su objetivo es una sociedad en la que se viva mejor, trabajando y consumiendo menos».[39] Otro punto interesante del programa decrecentista es su crítica –si bien ya elaborada por otros antes– a la modernidad y al marxismo respectivamente: por un lado, nos dice, «todos los regímenes modernos han sido productivistas: repúblicas, dictaduras, sistemas totalitarios, hayan sido gobiernos de derecha o izquierda»;[40] por otro, «no es suficiente cuestionar el capitalismo, sino que hay que cuestionar también toda la sociedad de crecimiento. Y ahí, vemos un vacío en el análisis de Marx».[41] No contento con permanecer en el plano teórico, Latouche ha diseñado un programa práctico y político de ocho medidas (las “ocho R”: revaluar, reconceptualizar, reestructurar, redistribuir, relocalizar, reducir, reutilizar y reciclar) que deberían propiciar, en su mutuo y orgánico apoyo, «un proceso de decrecimiento sereno, amable y sostenible.[42]
Y aquí es donde el programa de Latouche, como señalan René Riesel y Jaime Semprún, empieza a hacer agua al menos por dos costados: de uno, porque no sabemos cómo pueda espontánea y pacíficamente extenderse esta ideología, si antes –como por cierto el propio Latouche no ha dejado de repetir– no se produce un “revolución cultural” y una “descolonización del imaginario”; y, de otro, porque cuesta verdaderamente imaginar cómo sea posible salir de desarrollismo (y, por lo tanto, del capitalismo) permaneciendo en él.
Más allá de la complicidad siniestra que estos autores dibujan entre el catastrofismo ecológico y la ideología del progreso, me interesa ahora rescatar un punto, por lo común ausente, dentro del discurso ecológico. Me refiero precisamente a eso que Latouche, inspirado en Castoriadis, llama “revolución cultural” y “descolonización del imaginario”. Según estos autores, la verdadera catástrofe –y este sería el punto ciego del discurso ecologista– habría que buscarla en las causas y no en los efectos. O dicho de otro modo, la catástrofe no residiría en el hecho de que para poder garantizar el american way of life a toda la población mundial necesitáramos disponer de seis planetas como el nuestro (¡y no disponemos de ellos!), sino en que «el desastre es, antes bien, que este modo de vida […] parezca deseable y sea efectivamente deseado por la inmensa mayoría de la población».[43] El cambio en el punto de vista es clave: el desastre, repito, no es que el planeta haya resultado demasiado pequeño para nuestros deseos, sino que nuestros deseos, incluso en un planeta que fuera seis veces su tamaño, siguieran siendo los que son; dicho con un retruécano más, la pregunta no es qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos, sino qué hijos vamos a dejar a este mundo.[44]
MARAM ALI, “EL CAPITAL ESTÁ CHOCANDO CON LOS LÍMITES DEL PLANETA” (2018)
Así se entienden las críticas de Riesel y Semprún a propuestas como las de Latouche, en donde las representaciones catastróficas difundidas masivamente a través de los media parecieran estar destinadas no tanto a desalentar ese modelo de vida, cuanto a «hacer que se acepten las restricciones y las disposiciones que permitirán perpetuarlo».[45] El catastrofismo (otra forma de ideología) sería, así pues, la estrategia utilizada por el capitalismo para continuarse, no por medios violentos como se esperaría que fuera el caso antes las condiciones de progresiva precariedad natural y social, sino mediante una ecológica sumisión voluntaria. ¿Estaremos entrando, como señalaba Sloterdijk, en un nuevo puritanismo o calvinismo ecológicos?
8.- A finales de octubre del año pasado, una notica trascendental apenas fue recogida por los medios de comunicación. ¿Qué ocurrió ese día? Pues bien, ese día, una veintena de jóvenes estadounidenses, respaldados por la ONG Our Children’s Trust, logró sentar a la Administración federal en un juicio. Ahora bien, ¿cuál es la trascendencia de esta demanda, y qué la haría diferente de otras similares? En el caso Juliana v. United States of America, los demandantes entendieron que el Gobierno estaba, a tenor de la reiterada permisividad mostrada en materia medioambiental, poniendo en peligro tanto el porvenir de sus vidas como el de las generaciones todavía no nacidas y, en consecuencia, conculcando inalienables derechos constitucionales.
Gran parte de la doctrina jurídica que se halla tras esta demanda es obra de la jurista Mary Wood. Lo curioso del asunto es que Wood no ha hecho más que recuperar una vieja figura, ya presente en el derecho romano, y ponerla al día. Consciente de que la realidad siempre va un paso por delante de la ley, y de que las agencias y los reguladores medioambientales, por presiones corporativas y políticas de diversa naturaleza, parecen haber claudicado, si no prevaricado, frente a su deber, esta profesora se pregunta: ¿por qué no explorar una vía diferente? No se trataría –y aquí reside en parte la novedad de su propuesta– de aprobar una vez más nuevas leyes en una suerte de gatopardismo estéril sino, más bien, de insuflar –a las ya existentes y las que hayan de venir– una nueva fuerza proveniente de un marco o paradigma distinto. El fin es, pues, dotarlas de una legitimidad mayor que la conferida por la mera positividad legislativa.
Recuperando la idea del “fideicomiso público”, y amparándose en la soberanía obtenida democráticamente, Wood observa que –con toda justicia– se podría imprimir un deber fiduciario a los gobiernos para que garantizasen, en términos ecológicos, la sostenibilidad de la vida presente y futura. De lo contrario, advierte ella, se estaría traicionando los intereses generales de todas aquellas personas que los encumbraron hasta allí. En alguna entrevista, y para fines meramente divulgativos, ella lo ha explicado de esta manera:
Es como si estás en el asiento trasero de un coche con tus hijos. Todos nosotros, y las generaciones futuras, estamos en ese asiento trasero. Y hay un solo conductor que se llama Donald Trump. Él sabe que está dirigiendo el coche hacia el precipicio climático, y no solo no está frenando, sino que está pisando el acelerador con más fuerza. La pregunta es: ¿quieres que un agente de policía detenga el coche antes de caer por el precipicio?[46]
Que con la propuesta de Wood disponemos de herramientas para blindarnos de puertas adentro es innegable (al menos en democracias constitucionales), la cuestión que, empero, falta por resolver es el alcance que pudiera envolver esta propuesta para un problema que es a todas luces global. En suma: ¿Es viable un “fideicomiso planetario”?[47] Pues bien, aunque Wood confía en una alianza internacional de naciones fideicomisarias (de estructura análoga a la ONU), en razón de que todas ellas tendrían que co-administrar el mismo activo (el planeta), reconoce, sin embargo, que «para ser realmente efectiva, no puede desvincularse de los mecanismos domésticos coercitivos».[48] Y sin mecanismos coercitivos globales, ¿qué hacemos con los fiduciarios que no cumplen con sus obligaciones y que, en consecuencia, comprometen los bienes de todos?
9.- Una vez aceptado que la vía legal, en un contexto internacional, no muestra visos de éxito alguno (Kyoto, París), es decir, que el voluntarismo y la diplomacia se muestran insuficientes a la hora de impulsar y hacer cumplir los pactos, no parece que por aquí pueda construirse nada en firme. Que esto sea así, que siempre constatemos la crónica de un fracaso anunciado y que, aún así, no cejemos en el empeño de promover futuros protocolos, quizá sea muestra o bien de la cerrazón del ser humano, o bien de un gesto más de “greenwashing”. En cualquier caso, a estas alturas, una lectura atenta de Hobbes o, si no, una lectura sobre la lectura que Schmitt hizo de Hobbes, habría bastado para dejarnos en claro que, efectivamente, «entre estados no puede haber estado» (Schmitt dixit). Oficialmente refrendado este orden mundial en los tratados de la Paz de Westfalia (1648), las vías normalmente implementadas, cuando las opciones políticas no han prosperado, no han sido otras que la guerra y el bloqueo económico. Ambas repudiables en cualquier caso. ¿Qué hacer entonces?
No parece casual, y más tratándose de los Premios Nobel, que el de economía de este año (2018), aunque compartido, haya ido a parar a manos de William Nordhaus. La Academia parece enviar señales al mundo con esta elección, y sospecho que no tan desalentadoras como en casos recientes. Pues bien, por decirlo rápido y pronto, se le ha concedido el Nobel a un economista que, hastiado de presenciar el reiterado fracaso de los diferentes pactos internacionales climáticos, viene desarrollando desde hace décadas un modelo económico capaz de alentar, sin la necesidad de recurrir a los métodos draconianos antes referidos, la eficacia y la estabilidad en este tipo de compromisos. Bien es cierto que, como ha señalado irónicamente Melanie Klein, a la hora de crear instituciones internacionales, como la Organización Mundial del Comercio, estos mismos países han logrado entenderse sin especiales impedimentos.[49] Dejando a un lado estas “contradicciones” del sistema, el análisis de Nordhaus es particularmente atractivo porque, sin menospreciar en ningún momento las reglas de la Realpolitik, es decir, partiendo de la base de que «los países tratan de maximizar sus intereses nacionales» y de que, por lo que respecta a los bienes públicos globales, «los costes [de la disminución de emisiones] son nacionales, mientras que los beneficios son globales e independientemente de donde se lleven a cabo» o de que, en el cortoplacismo del economía actual, «una complicación sobreañadida tiene que ver con que los gastos asumidos hoy solo tornarían como beneficios en un futuro»,[50] Nordhaus acepta, bajo esta lógica trágica de los comunes, la más que previsible –por “razonable”– aparición de los “free-riders” (o aprovechados), es decir, de aquellos agentes responsables del desmantelamiento de los sucesivos protocolos, ora como consecuencia de su incumplimiento, ora como efecto de su salida.
WILLIAM NORDHAUS
Sin entrar en el detalle de la propuesta –grosso modo una revisión del equilibro de Nash– Nordhaus postula la figura del “club” como alternativa. Pues bien, esta forma de asociación, en vez de castigar a los miembros integrantes de la misma (por incumplimientos, demoras, etc.) como ha venido sucediendo hasta ahora (Kyoto, París), se preocuparía, antes bien, por la situación de los no miembros y “free-riders”. El propósito de Nordhaus no es otro, en suma, que reelaborar la argamasa de los pactos vinculantes tradicionales. De resultas de ello, un conjunto indiscriminado de medidas arancelarias a la hora de comerciar con los integrantes del club (y del cual estarían exentos los miembros), sería el mecanismo instrumentado por Nordhaus para que las ventajas por permanecer fuera del club no compensaran las subsiguientes penalizaciones. De esta manera, según él, no solo se disminuirían las emisiones y se incentivarían las energías renovables, sino que las “externalidades negativas” –el costo social de sus actividades– empezarían a computar y a ser asumidas globalmente.
Aunque el modelo es virtuoso y agudo, el problema, que por cierto no desdeña el propio autor, surge con su puesta en marcha: ¿quiénes serán los primeros en solicitar su adhesión e impulsar la de otros? O dicho con otras palabras: ¿Quién o quiénes asumirán el sacrificio original? Pues hasta que el club no esté lo suficientemente nutrido (y aquí la suficiencia, conviene subrayarlo, es más cualitativa que cuantitativa) es más que evidente la desventaja competitiva de los primeros integrantes. El modelo funciona o parece funcionar, ciertamente, una vez que está en marcha. Por utilizar una analogía, el modelo funciona en órbita; otra cosa bien distinta es hacerlo orbitar. Pues bien, para que ese despegue sea exitoso hace falta, una vez más, el combustible de la probidad. ¿Y no sabemos sobradamente que la probidad está reñida, como lo están el agua y el aceite, con la actual racionalidad económica?
10.- Desplazar el “Antropoceno” supone repensar la vida: no solo como vida futura, sino como susceptible de ser dignamente encarnada por otros seres. Curiosidades aparte, de ninguno de estos dos aspectos amplificados se ha ocupado la “biopolítica”. Es más, ni tan siquiera la dicotomía originaria a la que se supone se remonta –el par zoé/bios– nos permite despejar márgenes para articular, a este respecto, una posible historia distinta. Podríamos concluir, por lo tanto, que en Occidente no ha habido más que una vida y que, en esta, no cupieron otras.
Así y todo, y si de repartir responsabilidades tratara el asunto, es de justicia aclarar que esta omisión/exclusión no es privativa de la filosofía, sino que puede encontrarse asimismo en el resto de disciplinas sociales: derecho, economía, etc.[51] Tal vez, todo esto explique el hecho de que el 99% de las medidas que se presentan para aplacar los efectos catastróficos del “Antropoceno” sean, a su vez, antropocéntricas. En otras palabras, incluso cuando patéticamente se defiende la necesidad de proteger otras vidas, pareciera que estas otras no fungen sino como medios para garantizar el porvenir exclusivo de una de ellas, de modo tal que, de no resultar aquellas absolutamente imprescindibles, es fácil vaticinar que abandonaran el discurso discreta y prestamente. No por casualidad, según creo, la conciencia ecológica solo se insertó en la agenda política y mediática cuando la escasez y los efectos colaterales de nuestra rapiña indolente e imparable sobre la tierra empezaron a ponernos problemas y obstáculos a nuestro bienestar y a nuestras expectativas de vida.
Que no podíamos seguir así, que el daño a terceros era indubitable, fue algo que, por ejemplo, ya había denunciado Rachel Carson hace seis décadas en un libro memorable, Primavera silenciosa. Pero como era de imaginar, en pleno desarrollo económico tras la II Guerra Mundial, este libro apenas encontró lectores: era una piedra molesta en el zapato del progreso.
Sea como fuere, en nuestro presente son pocas las voces y las veces en las que se nos recuerda este y otros sesgos. Y las pocas ocasiones en que esto ocurre, lo cierto es que suelen provenir de expertos en la vida animal. Edwar O. Wilson, padre de la sociobiología y célebre entomólogo, nos lanzaba en uno de sus últimos libros, y como de pasada al final de un capítulo, la pregunta envenenada:
Nuestra especie se verá muy pronto obligada a elegir […] la elección consistirá en lo siguiente: ¿Seremos los conservadores de la existencia, manteniendo nuestra naturaleza humana basada en la genética mientras reducimos las actividades dañinas para nosotros y el resto de la biosfera, o utilizaremos nuestra nueva tecnología para adaptarnos a los cambios que resulten importantes solo para nuestra especie mientras dejamos que el resto de la vida desaparezca?[52]
¿Qué haremos?
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Notas
[1] Rull, V., El Antropoceno, ed. cit., p. 59.
[2] Klein, G. D., “The Anthropocene: What is its geological utility”, ed. cit.
[3] Finney, S. C. y Edwards, L., “The Anthropocene epoch: scientific decision or political statement”, ed. cit.
[4] Rull, V., Óp. cit., p. 84.
[5] Schaeffer, J-M., El fin de la excepcionalidad humana, ed. cit., pp. 36 y 51.
[6] Gould, J., Dientes de gallina y dedos de caballo, ed. cit., pp. 204 y ss.
[7] Schaeffer, J-M., Óp. cit., p. 151.
[8] Ibidem., p. 153.
[9] Kurzweil, R., The Singularity is Near, ed. cit.
[10] Destacan obras como Gaia de Lovelock o Planeta simbiótico de Margulis.
[11] Gray, J., Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales, ed. cit.
[12] Latour, B., Cara a cara con el planeta, ed. cit., p. 118.
[13] Weisman, A., El mundo sin nosotros, ed. cit.
[14] Flahault, F., El crepúsculo de Prometeo, ed. cit., p. 36.
[15] Arias, M., El Antropoceno, ed. cit.
[16] Latour, B., Óp. cit., p. 41.
[17] Ibidem., p. 39.
[18] Chakrabarty, D. “Clima e historia: cuatro tesis”, ed. cit.
[19] Ibidem., p. 64.
[20] Anders, G., Filosofía de la situación, ed. cit., p. 154.
[21] Sloterdijk, P., ¿Qué sucedió en el siglo XX?, ed. cit., p. 21.
[22] Rockström, J. et al., “A safe operating space for humanity”, ed. cit.
[23] Steffen, W. et al., “Planetary boundaries: guiding human development on a changing planet”, ed. cit.
[24] Danowski D. y Viveiros de Castro, E., Há mundo por vir?, ed. cit., p. 23.
[25] Anders, G., Óp. cit., p. 153.
[26] Scraton, R., Learning to Die in the Anthropocene, ed. cit.
[27] Pinker, S., Enlightenment Now, ed. cit., pp. 121 y ss.
[28] Gray, J., Tecnología, progreso y el impacto humano sobre la Tierra, ed. cit., p. 43.
[29] Eagleton, T., Esperanza sin optimismo, ed. cit., p. 176.
[30] Keynes, J. M., Política y futuro, ed. cit., p. 149.
[31] Ferlosio, S. R., Mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado, ed. cit., p. 35.
[32] Hansen J., Storms of My Grandchildren, ed. cit., p. 238.
[33] Jonas, H., El principio de responsabilidad, ed. cit., p. 56.
[34] Capra F. y Mattei U., The Ecology of Law, ed. cit., p. 136.
[35] Ibidem., p. 176.
[36] Brum, E., “Todo inocente é um fdp?”, ed. cit.
[37] Ryan, A., Enough is Plenty, ed. cit., p. 6.
[38] Idem
[39] Latouche, S., Pequeño tratado del decrecimiento sereno, ed. cit., p. 17.
[40] Ibidem., p. 44.
[41] Ibidem., p. 113.
[42] Ibidem., p. 46.
[43] Riesel, R. y Semprún J., Catastrofismo, administración del desastre y sumisión sostenible, ed. cit., p. 41.
[44] Semprún, J., El abismo se puebla, ed. cit., p. 44.
[45] Riesel y Semprún, Óp. cit., pp. 44-45.
[46] Guimón, P., “21 jóvenes sientan en el banquillo a EE UU por el cambio climático”, ed. cit.
[47] Brown Weiss, E., “The Planetary Trust”, ed. cit.
[48] Wood, M., Nature’s Trust, ed. cit., p. 212.
[49] Klein, M., Esto lo cambia todo, ed. cit., p. 31.
[50] Nordhaus, W., “Climate Clubs: Overcoming Free-riding in International Climate Policy”, ed. cit., pp. 1365-1366.
[51] Esposito, R., Las personas y las cosas, ed. cit.
[52] Wilson, E. O., Medio planeta, ed. cit., p. 278.