Revista de filosofía

Acedia y melancolía: pasajes del silencio de Dios

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PIERRE HENRI DE VALENCIENNES, “LA ERUPCIÓN DEL VESUBIO” (1813)

PIERRE HENRI DE VALENCIENNES, “LA ERUPCIÓN DEL VESUBIO” (1813)

Escribir sobre la melancolía no tendría sentido,

para quienes la melancolía devasta,

si lo escrito no viene de la propia melancolía.
Julia Kristeva

Resumen

Este ensayo expone desde un entramado teórico amplio algunos aspectos cruciales de la melancolía y la acedia como temas y figuras del pensamiento occidental. Asimismo, explora la acedia como anticipación de la experiencia occidental de la muerte de Dios y la idea de melancolía como pasaje y mediación.[1]

Palabras clave: melancolía, acedia, estética, Kristeva, Hersant, muerte de Dios.

Abstract

This essay presents some crucial aspects of melancholy and acedia as themes and figures of Western thought. It also explores acedia as an anticipation of the Western experience of God’s death and the idea of melancholy as a passage and medium.

Keywords: melancholy, acedia, aesthetics, Kristeva, Hersant, God’s death.

 

La historia de la melancolía ha llevado a sus límites las posibilidades retóricas y discursivas de un tema y sus variaciones. La identidad melancólica ha hecho la experiencia de la diferenciación como pocos otros afectos. Entre las muchas formulaciones que tiene la melancolía hay dos que nos parecen cruciales en su historia antigua y reciente: por un lado, la acedia; y, por otro, la experiencia de la muerte de Dios. Estos son precisamente los tópicos que abordaré aquí. Me interesa hacer un brevísimo paso por el nacimiento de la melancolía solo para entender estos otros dos momentos de su deriva histórica en los que nos detendremos más adelante con mayor precisión.

Si nos remontamos al origen de la melancolía en el naturalismo griego, Aristóteles vendría a ser justo uno de sus fundadores: el estagirita le acuñaba a Heráclito[2] la melancolía propia del acto de pensar,[3] por lo que no sería equívoco decir que, desde los inicios de Occidente, melancolía y pensamiento están fuertemente ligados:

«La causa de la melancolía (¡no el síntoma!) es un excesivo esfuerzo intelectual (studium vehemens), pero es que la búsqueda del erudito se mueve en un extraño círculo: apunta las cosas “ultimas”, al origen, al principio, a todo aquello cuyo esclarecimiento lo revelaría todo. El pensamiento del melancólico pasa del ámbito de las cosas terrenales a la esfera de la imaginación, al mundo de lo ambiguo, dudoso, indemostrable». […] El éxtasis de su sabiduría les llevará al comportamiento exaltado, a creer lo increíble con tal de justificar su propia decisión, a hacer arte y leyenda y símbolo de su propia vida; de ahí esos suicidios plenos de espectacularidad: […] Empédocles en el siglo V a.C., fundiéndose en el fuego de un volcán “por un ataque de melancolía”.[4]

Tras su emergencia en Grecia, la melancolía en la Edad Media se entremezcló con uno de los pecados capitales –que entonces eran ocho y no siete­–: la acedia. En los tiempos antiguos la acedia es el sello de quien ha perdido la voluntad de cuidar tanto de los otros como de sí mismo, los acidiosos se ven acosados por la negligencia, la indiferencia y serán abandonados a una muerte sin sepultura. El pensamiento medieval esculpió de hecho un mapa claro y especializado sobre el problema: se exponen a convertirse en acidiosos los cenobitas y aún más los anacoretas, quienes se ven entregados a un “martirio blanco” en el desierto.[5]

Se vincula con una imagen tenebrosa el demonio meridiano, que es acusado como culpable de los pensamientos que acechan a todos aquellos cuyos espíritus caen bajo el hechizo de su voz: Evagrio Póntico da en el siglo IV una descripción de cómo afecta todas las facultades del alma. De inicio, hace que el sol se mueva lento, que se torne inmóvil; un día parecerá de cincuenta horas. La acedia fija los ojos de quienes la padecen en los horizontes y la lontananza que se asoman por las ventanas, les produce aversión por sí mismos, por sus hermanos, por el mundo y por la totalidad de la creación divina, incluida la Divinidad.[6]

CASPAR DAVID FRIEDRICH, “VISTA SOBRE ARCONA AL EMERGER LA LUNA” (1805-1806)

CASPAR DAVID FRIEDRICH, “VISTA SOBRE ARCONA AL EMERGER LA LUNA” (1805-1806)

Los acidiosos descuidan su ser, atentan contra la Naturaleza en múltiples maneras y lo peor es que niegan constantemente a un Dios que se les oculta, que les ofrece el silencio como respuesta a su condición suplicante. La vida monástica se torna entonces en una prueba que no ha sido pedida ni definida por ninguna autoridad, sino por la mera circunstancia de vivir bajo el acecho: la persecución por parte del demonio meridiano es un estado de sitio tanto como un estado del alma. Los días en la celda se vuelven una imagen del encierro en un universo que transita lentamente hacia el vacío. Para el acidioso, no hay posibilidad de encontrar alguna actividad que valga la pena. La interioridad del pensamiento, que en otros momentos podría ser ese diálogo quieto y callado con el Logos, se vuelve más bien una tortura constante donde el llamado del suicido se vuelve una cantinela contra la que se lucha debido también a la indiferencia que no demarca ya ningún límite significativo entre vivir o morir.

Los remedios para la acedia estaban vinculados con el esfuerzo manual en conjunto con otros hombres: crear comunidad y ser productivos bajo una continua vigilancia. En un segundo plano –el más importante–, es fundamental reactivar la oración como un acto de fe. El primer remedio está orientado a renovar vínculos sociales, a despertar en el acidioso la voluntad de verse religado con una comunidad de la que se siente o se quiere excluido. La idea es que pueda reencontrarse en los días y los trabajos, con el apremio de ver el fruto de su esfuerzo como el reencuentro con el sentido de la vida cotidiana. El segundo remedio es quizá el más crucial, pues la oración está impulsada por renovar un diálogo íntimo y secreto con Dios, una transparencia de la mente que se dará en la confesión y en la escritura.[7] Al recobrar esta acción original, el acidioso encuentra un nuevo pacto con el habla; la palabra de Dios se invoca para acallar las voces del demonio, para no escuchar ya la seducción de su canto.

Fue a partir del siglo V que la acedia gana terreno en Europa. La melancolía se había latinizado hacía tiempo ya, pero quizá nunca con tanta fuerza como aquí. La melancolía acidiosa se convierte en esa palabra que le es vecina: accidente. Atropellos melancólicos por todas partes, una serie de suicidios ocurren con mayor frecuencia en las celdas monásticas que en otros sitios. Allí donde más se estudian los misterios de la palabra original, allí es donde el silencio sepulcral del vacío hace más eco.[8]

CASPAR DAVID FRIEDRICH, “MONJE A LA ORILLA DEL MAR” (1808-1810)

CASPAR DAVID FRIEDRICH, “MONJE A LA ORILLA DEL MAR” (1808-1810)

El temor que cae sobre el demonio meridiano reside en la creencia de los padres de la Iglesia de que se trata de un notorio indicio de la caída del Alma en el terreno de la Muerte: la tristeza, el tedio, la desidia, la malicia y la desconfianza que se presentan en los hermanos no solo hacen ver que se da cobijo a este daimón en lo profundo del corazón, sino que la disminución del ánimo (pusillanimitas: el ánimo pequeño) también parece estar asociada a un evidente estupor, mezcla de misantropía, desesperación y lujuria.

Un padre viajero, el Padre Casiano, es autor en los años 420 de Instituciones cenobíticas y de Conferencias, donde se representa la vida monástica, y se refleja igualmente la enseñanza de los Padres de Egipto:

Reinterpreta como a los vicios descritos por Evagrio, se añaden el “disgusto del corazón”, lo que para él significa la acedia, taedium cordis; una funesta serie de fracasos morales, que van desde la gula al orgullo, pasando por la lujuria y la codicia, la ira, la tristeza y la vanagloria; en este esquema, donde cada vicio promueve el siguiente, la acedia resulta de un tristitia superlativa. Ella ocupará en lo siguiente, en la concatenación de pecados capitales, una posición variable, pero a menudo eminente. Su papel generador es testimonio de la variedad de faltas que serán descritas como sus hijas: Malitia (…); pusillanimitas (…); desperatio (…); sopor (…); evagatio mentis (Curiositas, verbositas).[9]

Este breve mapa de las hijas de la acedia, además de mostrar principalmente vicios de orden intelectual, propios ya no del cuerpo sino del espíritu, podríamos decir que es también un muestrario de demonios de corte infernal, una suerte de bestiario que compone la corte del demonio meridiano. Dicho mapa genealógico se encuentra aclarado en el Speculum religiosorum de Guillaume Peyraut.

Durante la Edad Media, la melancolía estuvo asociada igualmente a la falta de impulso para actuar, aunque no es el mismo marco de ideas ni de políticas, ni los mismos regímenes del saber los que la hacen pensable. Nos dice el literato Toni Montesinos:

[…] en el año 380 o 381, el monje Stagirius, cada vez que ingresaba en un monasterio, «padecía pesadillas terroríficas, trastornos del habla, ataques y desmayos; desesperaba de su salvación, y le atormentaba un impulso irresistible de suicidarse». Földényi repite esos datos y añade que esa tendencia suicida que se apoderó del monje fue interpretada por sus compañeros como una prueba: «Él sólo debía vencer las tentaciones del diablo para superarla». Y en relación con ello, el autor menciona a Constantino el Africano, que «consideró más tarde la melancolía, el morbus melancholicus que a menudo afectaba a los monjes, un pecado mortal, no sin razón desde su punto de vista: el monje melancólico se queda solo no únicamente en lo físico, sino también en el alma, se aparta de la casa de Dios y se convierte en presa del diablo». Satanás, siempre atento para acoger a toda alma que ve yacer perdida entre los límites de su yo y la omnipotencia de Dios, […] El diablo acecha al solitario que fantasea excesivamente, que se hace demasiadas preguntas hasta enfermar.[10]

Por otra parte, el filósofo italiano Giorgio Agamben nos recuerda que la acedia fue conocida como el demonio meridiano precisamente porque escoge a sus víctimas entre los hombres religiosos, y que en esas épocas azotó los castillos, las villas, las ciudades del mundo y, aún más, las celdas de los monasterios y las tebaidas de los eremitas, que se convierten en el lugar del sombrío festín. Según Erwin Rohde, el demonio meridiano no es sino la reencarnación de Empusa, figura espectral en el séquito de Hécate; no es casual que una familia de mantis lleve este título en su nombre científico.[11]

El historiador francés Yves Hersant nos dice que la acedia ha tenido un largo eclipse en Occidente entre el periodo que va del Renacimiento al Romanticismo. Solo le prestan atención algunos teólogos y eruditos que suelen reducirla a una forma empobrecida de la pereza. Y tendríamos que esperar a que los escritores y filósofos del siglo XIX se remontaran a la antigua noción para rescatar de ahí una forma de la melancolía que había permanecido en los márgenes por varios siglos.

ARNOLD BÖCKLIN, “ISLA DE LOS MUERTOS” (1883) 

ARNOLD BÖCKLIN, “ISLA DE LOS MUERTOS” (1883)

Hersant cita una breve nota de Sainte-Beuve, en Port-Royal, para recordarnos su reinserción en los motivos de la tradición francesa que está por salir a la superficie: «La acedia es el aburrimiento propio del claustro, sobre todo en el desierto cuando el religioso vive solo; una tristeza vaga, oscura, suave adviene en el aburrimiento de las tardes. La necesidad de infinito nos arrastra; nos perdemos en deseos indefinibles».[12] Enseguida cita a Kierkegaard: «Eso que desde hace poco conocemos por spleen, es lo que los místicos conocían como el tiempo de la quietud, y la Edad Media como acedia».[13] El spleen decimonónico también tiene su vínculo con esta otra versión del oráculo délfico; la acedia posibilita desde su aparente pasividad un hundimiento en los abismos. Nos volvemos a conocer, pero en el descenso a los infiernos.[14] Hersant menciona que Baudelaire la llamaba «enfermedad de los monjes»,[15] a lo que el historiador añadirá que precisamente la acedia tiene su origen en el Diablo, que a mediodía atormenta a los solitarios y los inspira a despreciar las cosas de Dios.

Justo apuntando hacia una perspectiva más próxima, la semióloga francesa Julia Kristeva, en su espléndido estudio Sol negro. Depresión y melancolía, cita a Dante para darnos otro panorama del conflicto “interno” de los corazones melancólicos y acidiosos:

[…] «muchedumbres doloridas que han perdido el don del entendimiento» en la «ciudad doliente» (el “Infierno”, canto III). Tener un «corazón mustio» significa haber perdido a Dios, y los melancólicos forman «una secta de mezquinos enfadados con Dios y con sus enemigos», su castigo consiste en no tener «esperanza de muerte» (…) Con todo, los monjes de la Edad Media cultivaban la tristeza, ascetismo místico (acedia) que se impondrá como fuente de conocimiento paradójica de la verdad divina y constituirá la mayor prueba de fe.[16]

THÉODORE GÉRICAULT, “LA TEMPESTAD O EL NAUFRAGIO” (1820)

THÉODORE GÉRICAULT, “LA TEMPESTAD O EL NAUFRAGIO” (1820)

Hacia el final de la Edad Media, la melancolía –ya al margen de la acedia– había pasado de un uso principalmente especializado en el saber (un saber del orden de lo fisiológico como en los naturalistas grecolatinos) hacia un ámbito popular conducido principalmente por la literatura y la poesía. La melancolía como partícipe del orden global de la teoría de los cuatro elementos (y los cuatro humores en el sentido naturalista) se tornó eventualmente en una condición más propia de lo anímico. Es decir, no estrictamente como manifestación de la presencia de un exceso de bilis negra sino como un estado psicológico. La literatura postmedieval descubrió a la melancolía dibujando su matiz sentimental:

[…] (la) Melancolía se siguió usando constantemente como sinónimo de locura, y en retratos la calificación de ‘melancólico’ se empleó en el pleno sentido de una disposición permanente. Pero, salvo en los textos científicos, el uso tradicional tendió cada vez más hacia el sentido subjetivo y transitorio, quedando al cabo tan eclipsado por la nueva concepción ‘poética’, que vino a ser el significado normal en el pensamiento y el habla modernos.[17]

La aparición constante de la melancolía como contenido temático dio cabida en la literatura medieval a la emergencia de la personificación simbólica: la conversión de la melancolía en alegoría fue producida en parte por los escritos y en parte por las ilustraciones y miniaturas que acompañaban los libros y los poemarios de la Baja Edad Media. La poética postmedieval es, en más de un sentido, una cosmovisión y un tratado sobre la vida del espíritu humano y divino.

El Medievo contempló el paulatino desarrollo de la melancolía como mero estado del pensamiento; las pasiones se independizaron de sus agentes: se volvieron imágenes y personificaciones abstractas. Las connotaciones y descripciones que se dieron lugar en la literatura medieval alrededor de la melancolía como “personificación” o como alegoría son en buena medida el marco en el que la iconografía asentó su propio abecedario para establecer su taxonomía de gestos melancólicos. El tema descubrió sus propias variaciones en las descripciones narrativas o iconográficas, de las cuales el legado de Durero es el más claro ejemplo con su Melancolía I.

ALBERTO DURERO, “MELANCOLÍA I” (1514)

ALBERTO DURERO, “MELANCOLÍA I” (1514)

Esta mutación hacia una “alegorización” –por llamar al fenómeno de alguna manera– no solo dio cabida a la proliferación de apariciones de la melancolía personificada en los textos literarios, sino también, más tarde, en la concepción de magia y erotismo en el Renacimiento,[18] donde hallo su reincorporación en una teoría cósmica, pero donde el eje conductor se define ahora por las cualidades intelectuales de lo melancólico, en contraste de la cosmovisión griega que veía a la melancolía en sus condiciones elementales, naturales, ya sean internas (al cuerpo) o externas, pero afianzadas en una naturaleza de la materia y no en la naturaleza del espíritu.

Cabe señalar que estos padecimientos (melancolía y acedia) no corresponden por entero a una sola imagen estática ni siquiera en términos de iconografía, mucho menos con relación a su acontecimiento como padecimiento. Una y otra conforman entre sí relaciones que a su vez componen planos y paisajes, eso que aquí queremos llamar precisamente pasajes: un sitio que es a su vez una dimensión de tránsito, aunque apunte hacia sí misma.

La melancolía es el sitio y el agente de movimiento, supera falsas y esquemáticas dicotomías, es activa y pasiva en un mismo acaecer, una imagen donde no se distinguen sentido y referencia de maneras separadas, y lo mismo ocurre con relación a las nociones típicas de forma y contenido:[19] el pensamiento crea sus ruinas para circular ahí, hundido en un perverso gozo, en medio de la desolación como en los paisajes del alma expuestos de las pinturas románticas y simbolistas de Claude Joseph Vernet, Tempestad, pintura marina; Théodore Géricault, La tempestad o El naufragio; Pierre Henri de Valenciennes, La erupción del Vesubio; o las más que conocidas obras de Caspar David Friedrich, Vista sobre Arcona al emerger la Luna, Monje a la orilla del mar; y de manera aún más dramática en Arnold Böcklin, Isla de los muertos.

CLAUDE JOSEPH VERNET, “TEMPESTAD, PINTURA MARINA” (1789)

CLAUDE JOSEPH VERNET, “TEMPESTAD, PINTURA MARINA” (1789)

Traigo esto a colación solo para mostrar que el pensamiento melancólico no es exclusivamente el estado depresivo de lo inoperante, ni siquiera solo la obsesión por lo que ha desaparecido y de lo que incluso se han perdido las palabras claves; el pensamiento melancólico es también paisaje, construcción de un ambiente desde el cual es posible pensar este tipo de intensidades, del mismo modo que señalan Deleuze y Guattari en ¿Qué es la filosofía?[20] Los planos del alma melancólica son ritornelos, en ellos el alma cruza tres veces vencedora el Aqueronte.[21]

Volvamos ahora al asunto melancólico de este apartado. Más allá de los bloques históricos que separan al spleen romántico de los siglos de la patrística, cabe insistir en que todo lo que se relaciona con la acedia, la tristeza y la melancolía involucra de suyo un profundo terror al vacío universal tal y como se juega hacia los tiempos del Renacimiento. Una nube negra cubre la luz del cuerpo divino: el cuerpo cósmico universal yace como el Cristo muerto, de Holbein; la muerte como destino y la melancolía se cruzan de nuevo.

El alma corroída por la bilis negra está amenazada por una condena que parece irreversible, ante la cual el enfermo actúa muchas veces con indiferencia y burla irónica. No es únicamente la esperanza del suicidio, sino el desprecio a la obra magna y vana de Dios. Kristeva nos dice que para el ser hablante la vida tiene sentido, y que el habla –sigue a Heidegger– es la apoteosis del sentido; «a sentido perdido, vida en peligro».[22] Quizá cabe decir que el melancólico no siempre odia vivir, pero desprecia la cotidiana vulgaridad de estar en el mundo. En «El Cristo muerto de Holbein» Julia Kristeva nos hace reparar en tan singular pieza. Después de la descripción que ella misma elabora –tras haber citado en extenso un pasaje de El idiota de Dostoievski–, concentra ideas para pensar la imagen del dios muerto en las siguientes palabras: «La representación sin disimulo de la muerte humana, el desnudamiento casi anatómico del cadáver transmite a los espectadores una angustia insoportable frente a la muerte de Dios, confundida aquí con nuestra propia muerte, tan ausente está el más mínimo aliento de trascendencia».[23] Kristeva nos dice que, en pleno siglo XVI, Hans Holbein renuncia a la composición y al lenguaje críptico o al mensaje de la simetría o la disposición de símbolos y signos que, en concordancia con la costumbre de la época –de la cual Los Embajadores[24] del mismo Holbein será una de las joyas cumbres–, anunciarían algún dejo de esperanza incluso en un tema tan mórbido. En cambio, Holbein se niega a decir simbólicamente lo que usualmente se señalaba con las pinturas sobre Cristo después de la crucifixión: “hay vida después de la muerte, la Eternidad está a la espera”, ya sea que esto se insinúe por medios alegóricos o se haga explícito en la representación de la Ascensión en las pinturas de la época, pero Holbein lleva el signo a otro anuncio.

HANS HOLBEIN, “CRISTO YACIENTE” (1521)

HANS HOLBEIN, “CRISTO YACIENTE” (1521)

La imagen que Kristeva misma elabora puede ayudarnos aquí. Me refiero a aquella que la pensadora trae a cuenta por mediación del personaje de Dostoievski, Hipólito, el que clama: «¡Ese cuadro…! ¡Ese cuadro puede hacer perder la fe a más de una persona».[25] Se trata de la imagen de un cuerpo que habla el lenguaje de la muerte y nada más, la de la caída en picada de la Naturaleza comprendida como un orden traspasado por la acción milagrosa de la Resurrección.[26]  La tensión de la única figura en el cuadro, Cristo, solo se tiende hacia lo que no aparece: la ausencia de otra cosa que no sea su cadáver o la muerte misma, incluso esa que hoy día podemos encontrar en la morgue; si bien no se trata de cualquier muerte sino de la muerte del dios: «el Cristo de Holbein es un muerto inaccesible, lejano pero sin más allá […] En esta pintura hay otra moral, una moral nueva».[27] Lo que Kristeva quiere decir es que emerge un espíritu de sospecha, que sin negar el cristianismo ni su significado, su significación cultural, tampoco ha de encontrar ni en el paganismo ni en otras formas de pensamiento un terreno en el cual asentarse para levantar una esperanza de redención transmundana.

La moral que aparece aquí, novísima, es la que vendrá a proliferar después con toda su fuerza; la aceptación resignada de esa muerte del sentido que viene a confirmar la propia finitud:[28] «¿[…] es posible que al aceptar ese código Holbein se haya incluido a sí mismo en el drama del Muerto? ¿Signo de humildad: el artista arrojado a los pies de Dios? ¿O signo de igualdad?».[29] El marco puesto en retrospectiva, afirma la autora, no lo convierte en un simbolismo ni gótico ni renacentista, propiamente, pues el puente simbólico está añadido presumiblemente. En cierto modo podemos decir que Holbein está aislando dos formas de lo que vendrá a flote más tarde, ambas advienen con el tema de «la muerte de Dios», cuestión que no había sido para este tiempo un asunto característico.

Ahora bien, si hacemos este aparente desvío, toda esta vuelta alrededor del Cristo yaciente solo es para pensar si tiene cabida vincular el Cristo muerto de Holbein con el de Nerval y su melancolía en Las Quimeras, que no es abordado por Kristeva con mucho detenimiento, pero que parece replicar lo que ella misma afirma de Holbein. En palabras de la filósofa Adriana Yáñez Vilalta:

En Le Christ aux oliviers, Nerval desarrolla uno de los temas “clásicos” del romanticismo alemán y posteriormente del romanticismo francés: “La muerte de Dios”. El tema se convierte en una verdadera obsesión. En la literatura romántica anterior, lo desarrollan Hölderlin, Novalis y Jean Paul. Más tarde, en Francia, Alfred de Vigny, Víctor Hugo y Gérard de Nerval, entre otros.[30]

Más adelante Yáñez señala que hay una importante variación a partir de Nerval en relación con la imagen del Cristo muerto:

Comparado con el “sueño” de Jean-Paul, el texto de Nerval ofrece cambios definitivos en cuanto a la interpretación de fondo. No es Cristo muerto el que anuncia a los muertos la ausencia de Dios. La acción se desplaza del mundo de los muertos al de los vivos. Cristo se dirige a sus discípulos dormidos. No son ya dentro de un sueño, sino hombres vivos, pero dormidos. Cristo les anuncia la muerte de Dios, no la ausencia de Dios. La fuerza de las imágenes, su profundidad, su carácter lúcido, su tono profético, hacen que Le Christ aux oliviers se encuentre más cerca de Nietzsche que de Jean-Paul. El “sueño” de Richter era una pesadilla, una manera de afirmar nuestra fe, un argumento para fortalecer nuestro corazón en momentos de duda. El poema de Nerval no es un sueño, es el monólogo de Cristo y el silencio del Padre. Expresa el destino del hombre en la tierra: el sacrificio inútil, el dolor callado, la soledad absoluta. Expresa el sinsentido de la vida y de la obra del hombre: Dieu manque à l’aute où je suis la victime…., “Dios está ausente en el altar donde soy la víctima…” El sentido de la vida humana es un sacrificio en el altar de un Dios ausente, de un Dios que calla, de un Dios que no existe.[31]

A modo de mera provocación, puede compararse el Cristo muerto de Holbein con el de Vittore Carpaccio, de 1505, donde no sólo el espacio en el cuadro está colmado por otros personajes, referencias a pasajes bíblicos y otros elementos temáticos, narrativos, míticos y alegóricos: la Virgen llorando; Magdalena y Juan a la derecha; mientras que, a la izquierda, hombres vestidos a la usanza oriental que se apresuran a lavar el Santo Cuerpo, representado con serenidad y armonía aun cuando se encuentra rodeado de cráneos y otros signos mórbidos. Hacia el centro del cuadro se encuentra un Job melancólico (gesto típico de mentón apoyado mano izquierda); arriba, en el fondo, alcanzan a verse las siluetas de un par de músicos, trovadores, posiblemente. En Carpaccio lo que encontramos es una plétora amplia y esperanzadora de significaciones, en Holbein solo aparece la imagen-cadáver.

VITORE CARPACCIO, “CRISTO MUERTO” (1505)

VITORE CARPACCIO, “CRISTO MUERTO” (1505)

Más allá de una interpretación detenida de esta otra versión, la de Carpaccio, lo que nos gustaría mostrar aquí es que quizá Kristeva tiene razón al suponer que en el caso de Holbein se trata de un discurso que se debate entre el aislamiento, la soledad y la falta de sentido (no hay más elementos simbólicos a interpelar), y que quizá no hay más compañía para el Cristo de Holbein que la muerte.

A modo de líneas finales cabe decir lo siguiente: en la acedia y en la melancolía reside (y resiste) una singular forma de lidiar con el silencio de los dioses y el asedio de los demonios, particularmente cuando en dicho silencio se asoma una profusa sensación de que se trata de una forma agotada o incompleta de la divinidad. El demonio meridiano susurra ahí donde Dios no dice más. Acedia y melancolía se nos aparecen como una cabal invitación a renegar de esa imagen edulcorada y menor de Dios para hacernos atravesar precisamente su senda sombría, los pasajes donde la potencia de lo divino se entremezcla con lo demoníaco, y el páramo del ser no se muestra sino como un abismo de luz en su paradójica imagen, como lo quisieran precisamente muchos hombres religiosos también triunfadores frente al Aqueronte, y que igualmente se negaron a encontrar en la teología y en el cuerpo institucional de la Iglesia una verdad sobre la naturaleza de estos afectos que son igualmente parámetros de revelación de lo que somos en el fondo, de ese desfondamiento que con precisión también somos. A mi parecer, se trataría, cuando hablamos de estos pasajes del alma melancólica y acidiosa, de un territorio singular: un imperfecto estado de muerte para situarlo en las palabras de uno de los místicos más importantes de la tradición occidental, Angelus Silesius:

Imperfecto estado de muerte

Si eso o aquello todavía te angustian y agitan,

Aún no has sido colocado en la tumba con Dios.

 

Bibliografía

  1. Agamben, Giorgio, La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Traducción de Tomás Segovia, Pre-Textos, Valencia, 2006.
  2. De Barros de, Manuela, Magie et technologie, Éditions Supernova, París, 2015.
  3. Bartra, Roger, El siglo de oro de la melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedadoes del alma, Universidad Iberoamericana, México, 1998.
  4. Bloomfield, Morton W., The Seven Deadly Sins, East Lansig, Michigan State College Press, 1952.
  5. Clair, Jean, (coord.), Mélancolie. Génie et folie en Occident. Gallimard/Réunión des Musées Nationaux/Staatliche Museen du Berlin, París, 2005.
  6. Dandrey, Patrick, (coord.), Anthologie de l’humeur noire. Écrits sur la mélancolie d’Hippocrate à l’Encyclopédie, Éditions Le promeneur, París, 2005.
  7. Deleuze, Gilles, Conversaciones, traducción de José Luis Pardo, Pre-Textos, Valencia, 1996.
  8. Deleuze, Crítica y clínica, Thomas Kauf, Anagrama, Barcelona, 2009.
  9. Deleuze, Gilles, y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, traducción de Thomas Kauf, Anagrama, Barcelona, 2007.
  10. Forthomme, Bernard, De l’acédie monastique à l’anxio-dépression, Synthelabo, París, 2000.
  11. Klibanski, Raymond, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, Saturno y la melancolía. Estudios de la naturaleza, la religión y el arte, versión española de María Luisa Balseiro, Alianza Editorial, Madrid, 1991.
  12. Kristeva, Julia, Sol negro. Depresión y melancolía, traducción de Mariela Sánchez Urdaneta, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1997.
  13. Montesinos, Toni, Melancolía y suicidios literarios, Fórcola Ediciones, Madrid, 2014.
  14. Moreno Romero, Cuitláhuac, «Confesión y escritura de sí. Por una estética de la existencia desde María Zambrano y Michel Foucault», en: Lomelí, Rivera, Robles Luján (coords.), La palabra compartida. María Zambrano en el debate contemporáneo, Porrua-Universidad Veracruzana-SECUM, México, 2014.
  15. Yáñez, Adriana, Nerval y el romanticismo, UNAM/CRIM/Porrua, México, 1998.

 

Notas

[1] Este escrito es una variante del tercer apartado de la Segunda Parte de mi tesis de doctorado: Cuitláhuac Moreno Romero, Residencia infinita en la muerte. Enfermedad, melancolía y espectros en el pensamiento, Programa de Doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, 2017. Directora de tesis: Dra. María Antonia González Valerio.
[2] Heráclito y Demócrito constituyen una combinatoria en la tradición pictórica a modo de tema iconográfico, además de su aparición en la famosa obra de Rafael Sanzio en La escuela de Atenas, hay otras muchas piezas en las que destacan las de Rubens, Donato Bramante o Salvatore Rosa. Usualmente se presentan a modo de dípticos o simplemente en complementación para señalar los contrastes de la vida, la idea de fondo es que Heráclito representa la dimensión melancólica de la filosofía, mientras que Demócrito suele ser alegoría de la risa y la jovialidad del pensamiento, si bien hay obras donde también aparece melancólico. Cf. Jean Clair (ed.) Mélancolie. Génie et folie en Occident, p. 149-150.
[3] Aristóteles, Problemata (30, I)
[4] Toni Montesinos, Melancolía y suicidios literarios, pp. 36-37. La cita entrecomillada es de un texto de Földényi, en una revisón del clásico estudio de Klibansky, Panofsky y Saxl: Saturno y la melancolía.
[5] Cfr. Para un estudio profundo de la noción de acedia, ver: Bernard Forthomme, De l’acédie monastique à l’anxio-dépression, Paris, Synthelabo, 2000; Morton W. Bloomfield, The Seven Deadly Sins, East Lansig, Michigan State College Press, 1952; Siegfried Wenzel, The Sin of Sloth: Acedia in Medieval Thougth and Literature, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1967.
[6] Évagre le Pontique, Traité pratique, ou le Moine, citado por Hersant, Op. cit., p. 56. Hay una versión comentada por Rémi Brague, «L’acédie selon Évagre le Pontique: image, histoire et lieu», en Esthétique et mélancolie, Orleans, IAV, 1992.
[7] Cfr. Cuitláhuac Moreno, «Confesión y escritura de sí. Por una estética de la existencia desde María Zambrano y Michel Foucault», en Sebastián Lomelí, Leonarda Rivera, Cintia C. Robles Luján (coords.), La palabra compartida. María Zambrano en el debate contemporáneo, Porrua-Universidad Veracruzana-SECUM, México, 2014.
[8] Hersant, op. cit., p. 55.
[9] «Apenas este demonio empieza a obsesionar la mente de algún desventurado, le insinúa en su interior un horror del lugar en que se encuentra, un fastidio de la propia celda y un asco de los hermanos que viven con él, que le parecen ahora negligentes y groseros. Le hace volverse inerte a toda actividad que se desarrolle entre las paredes de su celda, le impide quedar en ella en paz y atender su lectura; y he aquí que el desdichado empieza a lamentarse de no sacar ningún goce de la vida conventual, y suspira y gime que su espíritu no producirá fruto alguno mientras siga donde se encuentra; quejumbrosamente se proclama inepto para hacer frente a cualquier tarea del espíritu y se aflige de pasársela vacío e inmóvil siempre en el mismo punto, él que hubiera podido ser útil a los demás y guiarlos, y en cambio no ha concluido nada ni ha sido de provecho a ser alguno.» Joannis Cassiani, De institutis coenobiorum, citado por Giorgio Agamben, Estancias, p. 25.
[10] Montesinos, Melancolía y suicidios literarios, p. 43.
[11] v. https://es.wikipedia.org/wiki/Empusidae
[12] Sainte-Beuve, citado por Hersant en «L’acédie et ses enfants», en J. Clair et al., Mélancholie. Génie et folie en Occident, p. 54. La traducción es mía.
[13] Kierkegaard, citado por Hersant, Op. cit., p. 54
[14] “Conócete a ti mismo en el descenso”, suele añadir el espíritu de la poesía romántica en Novalis, Alfred de Vigny y, particularmente, Nerval, no sólo el de Las Quimeras, sino igualmente el alma ahogada en alcohol y delirios místicos que escribió Aurelia y Las hijas del fuego.
[15] Hersant, Op. cit.
[16] Julia Kristeva, Sol negro. Depresión y melancolía, p. 13. Las cursivas son mías.
[17] Raymond Klibansky, Erwin Panofsky, Fritz Saxl. Saturno y la melancolía. Estudios de la naturaleza, la religión y el arte, p. 218.
[18] «En su magistral obra Eros y magia en el renacimiento 1484, Ioan Peter Couliano explora la cultura esotérica que constituye según él, el corazón y la imagen del humanismo renacentista, y los trazos que ésta deja en el mundo contemporáneo. Entendida como un conocimiento profundo del imaginario y los mecanismos del deseo, el eros, la magia tal y como es explorada por Pico de la Mirándola, Marsilio Ficino o Giordano Bruno, es un sistema complejo que se constituye como una técnica de manipulación mental destinada a influenciar a los individuos y a las multitudes.» Manuela de Barros, Magie et technologie, p. 18.
[19] Precisamente en este punto es en el que difiere la reciente historia del arte respecto del análisis formal de la primera mitad del siglo XX, así como del análisis iconológico de la escuela de Panofski.
[20] Véase: Deleuze-Guattari, «Geofilosofía», en ¿Qué es la filosofía?
Me permito citar una breve consideración mía sobre la relación entre espacio y psique en el pensamiento de Félix Guattari: «La construcción de espacios no se hace al margen de la edificación psíquica. […] Guattari insiste en que el campo planetario está formado por muchas otras figuras del pensamiento […] las tres ecologías hablan de una forma diferente de cuidar los espacios que somos y que podemos ser. La casa puede convertirse en algo que no es exclusivamente personal ni un mero lugar donde están los objetos que me pertenecen […] el espacio es algo vivo, y su ordenamiento no nos puede ser indiferente. Se desea que haya cierto ambiente, ciertos colores, que la habitación se impregne de un espíritu determinado.» Cuitláhuac Moreno Romero, «Guattari y Freud: revoluciones clínicas», en: Rosaura Martínez Ruiz (coord.), Filósofos después de Freud, pp. 201-203.
[21]«Y yo dos veces triunfador crucé el Aqueronte / Modulando y cantando en la lira de Orfeo
Los suspiros de la santa y los gritos del hada» Nerval, «El desdichado»; citado en J. Kristeva, Sol negro… p. 120-121.
En contraste hay que ver la resonancia de estas imágenes en la última obra de Deleuze-Guattari: «La filosofía, la ciencia y el arte quieren que desgarremos el firmamento y que nos sumerjamos en el caos. Sólo a este precio le venceremos. Y tres veces vencedor crucé el Aqueronte. El filósofo, el científico, el artista parecen regresar del país de los muertos.», ¿Qué es la filosofía?, p. 203.
[22] Kristeva, Op. Cit., p. 12.
[23] J. Kristeva, Sol negro. Depresión y melancolía, p. 94.
[24] Cfr. Pablo Baler: «en Los Embajadores de Holbein (1533) los enviados franceses de Enrique VIII custodian, altivos, los instrumentos que simbolizan las esferas del conocimiento (astronomía, aritmética, geometría y música), mientras irrumpe a sus pies, desde una perspectiva anamórfica, una calavera que amenaza, como infalible símbolo de muerte, los alcances de todo saber temporal y espiritual», en: Los sentidos de la distorsión. Fantasías epistemológicas del neobarroco latinoamericano, p. 44.
[25] F. Dostoievski, citado por Kristeva, op. cit. p. 91.
[26] «El rostro del mártir tiene la expresión de un dolor sin esperanza: la mirada vacía, la tez glauca y el perfil acerado son los de un hombre realmente muerto, de un Cristo abandonado por el Padre (“Padre ¿por qué me has abandonado?”) y sin promesa de Resurrección.» ibíd., p. 93.
[27] Ibíd., p. 98.
[28] Para un estudio más profundo de la finitud en términos ontológicos, Cfr. Greta Rivara Kamaji, El ser para la muerte, Ítaca-UNAM, México DF, 2003.
[29] Ibíd., p. 99.
[30] Adriana Yáñez Vilalta, Nerval y el romanticismo, p. 45.
[31] Ibíd., p. 47.