Trad. María Konta
TITINA MASELLI, “GALLERIA SULL’AUTOSTRADA” (1961)
Ella, la noche, siempre está entrando en la ciudad o con lo que se necesita de la noche para abrir la ciudad, el túnel, el metro subterráneo, las sombras caídas desde arriba en los pozos abiertos entre los rascacielos, los interiores de los bares, las persianas bajadas, los espesores amontonados de las paredes, unas barras o unas varillas ordenadas y remachadas y unos cuerpos arrojados allí a toda velocidad y a pleno puñado.1
Siempre está entrando en la ciudad, ya siempre entrando y siempre por entrar, no como una que vendría del afuera, sino como la que viene del interior de la ciudad misma, de sus calles y de sus edificios, y la que quiere penetrar aún más adentro, en el núcleo nocturno y radiante de la noche de la urbanización recogida, apilada, colmada, presionada. Pero ella siempre ha penetrado de la misma manera en una máquina de escribir, en un cuerpo desnudo, sentado detrás de los barrotes de una silla, en una botella con vidrio oscuro o en un filete, en una rodaja de carne gruesa, recién desempaquetada de su papel, sopesando su peso sangrante de carne, su pesadez de materia nutritiva pero planteada, tal vez perdida, sobre el asfalto de la calle, la naturaleza muerta que presiona el suelo, que no dispone los objetos sino que los empuja hacia la sombra. Ella siempre penetra en esta compresión de las cosas: está ahí donde tiene su expresión.
O, de nuevo, una sandía que muestra en su carne roja semillas negras muy grandes, como un retorno del alquitrán o como los frutos del mercado, que son bolas oscuras que se ven solo entre entrelazadas vigas oscuras de acero. O bien las ruedas muy talladas de un camión.
Y aún así, siempre, y siempre de la misma manera, ha entrado en los estadios, enormes edificios entre las enormes construcciones de la ciudad, lugares amplios, altos, poderosos y cerrados en espacios de evoluciones violentas, dentro de los cuales late el pulso feroz de la fuerza entrenada, y el murmullo amortiguado o los gritos de la multitud, y ella ha entrado en estos impetus, en estos saltos, en estas tomas de los futbolistas, de los jugadores de baloncesto o de los boxeadores, en estos muslos, estas espaldas, estos hombros y estos brazos robustos, donde no se trata de músculos o nervios, o de cortar o de dibujar cuerpos, sino esencialmente de masas y de velocidades, y de espacios que se curvan, tuercen o que se suavizan poderosamente como telas pesadas y brillantes.
Muy a menudo en plena acción, a veces caídos o heridos, liderados por camaradas, ellos, estos deportistas, son el movimiento de la ciudad, su curso, su tráfico, su emoción, su ritmo abrumador. He ahí que brotan en las paredes de vidrio de los grandes edificios, proyectados desde un lugar que uno no sabe si está afuera o adentro, y que son solo ellos mismos, sus bloques densos e intensos proyectados, reflejados y difractados horizontalmente sobre superficies anchas y altas. El estadio toma todo el palmo de la ciudad. Muros inmensos y deportistas colosales se saturan entre sí, surcados de innumerables ventanas (ojos de buey, bahías, alvéolos, agujeros) donde nadie mira, donde nadie arroja sus ojos: solo se entrega a ver, saltando a los ojos, la silueta monstruosa y reluciente del esfuerzo de la ciudad.
Nuestros ojos, a nosotros los espectadores que esta pintura pone ante ella, nuestros ojos reciben estas masas proyectadas sobre ellos con grandes áreas sólidas y con fuertes rayas y manchas de charcos de colores. Se precipita a nuestros ojos en largas corrientes de pigmentos que brotan a la vez sobre nuestras retinas en grandes láminas estables, mientras que la fibrilación luminosa con la que parpadean nuestros párpados se logra a una velocidad prodigiosa.
TITINA MASELLI, “AUTOSTRADA” (1961)
La pintura de Titina Maselli toca el ojo: expresa una pasta fluida que deposita en una película de plástico en el cuerpo vidrioso, en el iris, en el cristalino. Nuestro ojo no está llamado a mirar, sino a mancharse de pintura, a pegarse, a barnizarse, brillante de tintas largas y llenas, bañado, lavado en su brillante fundición.
La fuerza que hace las ciudades, los camiones y los estadios, los puños y las rodillas de los jugadores, la sangre del bistec, esta fuerza llegua a la pintura sin mediación, lo más grueso de su pasta, de su mortero, de su aceite o de su plasma. Es la fuerza de lo que quiere manifestar de las vidas y de los mundos, de universos enteros amontonados y sus profundidades arruinadas en el colmo de la noche. La fuerza de lo que amasa y lo que petrifica, de lo que pisa y modela, de lo que asegura y emperna, de lo que endurece el acero en las vigas y los separadores, de lo que enfría el vidrio grueso y glauco en las paredes alveoladas. La fuerza que arroja los automóviles en filas compactas en relucientes profundidades del cielo, y miles de personas en estadios, empapados de luz blanca.
Es la misma técnica poderosa que organiza las barras y los tubos de la cubierta trasera de un camión, agarrados desde abajo, pintados en rosa-beige o verde, y los profundos relieves de sus neumáticos. O nuevamente, el tejido en espiga fuerte de un enorme jersey visto desde atrás en un bar. O bien, las cerraduras apretadas que se unen entre sí los cables eléctricos se estiraron de color azul o negro sobre un fondo de cielo carmín o cabeza de negro.
La fuerza con la que el arte produce y organiza estos bloques complejos, estas redes apretadas, estas pastas de materiales dúctiles o resistentes, estas carnes, estos cementos, estos tungstenos, estos pavimentos de neón o de sodio, lo que hace que todo esto se apresure a nula, siempre en peligro de regresar, esta creación o expresión de un mundo de fuerzas estiradas, vendadas, vestidas y siempre al final, sin otra razón que la fuerza misma, gloriosa y aterradora, de su llegada gratis —esta fuerza no es otra sino de la noche misma, que se recibe como un estallido de su propio abismo, que hace así o que deja salir de sí la luz que la alza y la devora, la hincha y la aplasta. Escena de la noche de la creación, diseñada en el corazón de la ciudad.
Pero la luz que viene aquí al ser no proviene de otra procedencia u de otra sustancia sino de la noche misma, de su identidad soberana y salvaje, perdida en su vacío sin medida. Está en el empuje y la difracción, la multiplicación, la población. Desorden de rieles o radios de una motocicleta, ángulos entorpecidos de hojas en matorral verde claro, y siempre las celdas en pasta de vidrio de los edificios aplastantes. La ciudad se puebla y hace que todos los ojos sean ciudadanos de su luz plomiza, violenta, desgarradora, inmovilizada.
Esta no es una iluminación que baña un paisaje desde las alturas, porque aquí el cielo no es una bóveda que sobresale. Nada en las alturas, solo la abrumadora altura de los torres de vidrio y de aluminio cepillado. El cielo en sí es el fondo nocturno de la noche desde donde brilla la luz y hacia donde regresa. Esta luz opaca proveniente de la extensión del alquitrán que asfalta las calles, y brota exactamente de la extensión de la capa de la pintura que cubre el lienzo.
Titina Maselli busca el momento —el instante o la eternidad— de la noche creando la luz ex nihilo, de su propio vacío nocturno. El instante o la eternidad de un clac y de un charco de luz balanceada a gotear sobre las inmensas y cuadriculadas paredes de la monstruosa ciudad: la ciudad que muestra el poder formidable, el poder perturbador y notable del hombre que eleva de tales paredes de ojos de buey, que trenza de tales cables estirados de electricidad, que elabora y da forma a estos ladrillos de gas, de hierro, de hierro fundido, de hormigón armado.
Aquí se eleva una urbanidad más enterrada que cualquier civilización, y como la extremidad roja y negra de toda civilización, donde la noche y la ciudad comparten un poder insólito: la creación de un mundo donde los signos son barridos, barrados, revueltos. Es en este punto o por esta avenida, por este túnel o por estos rieles, directamente del asfalto o del acero, que la pintura ha entrado en esta creación. Con un pincel ancho, que reproduce el esmalte o la corteza de pinturas industriales que cubren las vigas, las placas, los remaches, los guantes de boxeo o las láminas de la persiana, ella raya las señales. Tacha, raya, corta, arruga, deconstruye en piezas angulares todas las posibilidades de la significación.
TITINA MASELLI
Las letras las que un periódico, envolviendo el bistec, podría dar para leer, un letrero sobre el estadio o bien el reclamo de una camiseta deportiva están a la vez realzadas, pegadas y picadas por la pintura, que las hace ilegibles, pero para pintar enseguida, a grandes trazos apoyados, una diferente, una posibilidad de lectura completamente diferente: ya no es de un sentido, sino de una fuerza.
Los trazos, las manchas y las masas, con los colores anchos que ningún efecto de día o de fuente llega a bordear, sombrear ni tamizar, estas pinturas sin matices ni nubes, con pigmentos robustos, astillas, depósitos y estratos, densidades y tensiones, definan un otro sistema: insignias sin signos, léxico y sintaxis en códigos sumergidos en la misma masa, injertados en la piel de color o en el músculo o en el metal atornillado.
Esto no tiene nada que ver con un lenguaje, es una expresión en el sentido propio y literal de la palabra: es una presión exterior, como un tubo de pintura, en este gran afuera con la decoración de grandes lienzos extendidos, estirada, la presión de un empuje nocturno de la cabeza y del vientre, de la mano de Titina Maselli.
La presión de una masa enorme e imperiosa, sacudida como el paso de un metro expreso a través de la estación, tranquila como la imagen repentinamente fija, fotografiada, de este mismo metro. O bien, un camión pesado visto desde debajo de su cubierta de popa, o bien una portería que bloquea la pelota tomada en una inmersión vertical: siempre viene la expresión de golpear el lienzo y poner en su plano todas las capas, las manchas y las rayas que brotan del fondo nocturno. Es una saturación, un exceso, un resquicio de la noche, de la ciudad y de la multitud que expresan su poder amenazador y dichoso. La expresión de Titina Maselli: su rostro como pintora. Nuestra cara, por lo tanto, se volvió hacia esta pintura, expresada en ella, y la ciudad donde hemos entrado para ya no salir de ahí.
Notas
1 El original en francés titulado “Expression de Titina Maselli” fue publicado en la revista Vacarme 15, primavera 2001, pp. 66-67. Versión en línea: https://vacarme.org/article838.html