Autores: Ricardo Ivan Vázquez López y Nicole Ontiveros Ramírez
Hay que volver a inventar el amor, se sabe.
Arthur Rimbaud
Resumen
El amor está por reinventarse, como vaticinó Rimbaud. También, como en la interpretación de Badiou, el amor siempre está en movimiento. El presente artículo parte de un estudio sobre la institucionalización y la mercantilización del amor para comprender la forma en que la liquidez del mundo actual, al tratar de permanecer solo en estados placenteros, ha olvidado que la melancolía es la condición necesaria para el amor; por lo tanto, la propuesta final consiste en afirmar que incluso en el amor rebelde la melancolía es necesaria como condición fundamental del proyecto amoroso.
Palabras clave: melancolía, rebeldía, amor líquido, mercantilización, psicoanálisis, Bauman.
Abstract
Love is about to reinvent itself, as Rimbaud predicted. Also, as in Badiou’s interpretation, love is always in motion. This article is based on a study on the institutionalization and commercialization of love to understand how the current world’s liquidity, in trying to remain alone in pleasant states, has forgotten that melancholy is the necessary condition for love; therefore, the final proposal consists of affirming that even in rebellious love, melancholy is necessary as a fundamental condition of the love project.
Keywords: melancholy, rebellion, liquid love, commercialization, psychoanalysis, Bauman.
El amor rebelde y la melancolía
El amor no ha muerto. Se le ha querido idealizar en voz de su paroxismo. Ha sido tanto el esfuerzo por canonizarlo que se le ha inventado una desventura, para así, tal como valor sacro, utilizarlo como ariete de rebeldía. La necesidad por sustentar al amor como el máximo ejercicio de la vida y la pasión encuentra su lugar en el combate en contra de las tecnologías de control social y, al mismo tiempo, contra la desventura personal generada por el malestar en la cultura. El amor es considerado la víctima del capitalismo rapaz, el imperialismo sosegado y el neoliberalismo. Pero es la víctima que regresó de los muertos para salvar a sus creyentes. Resurge de su sepultura, transmutado. No es el amor lo que murió, sino el amor que no se acomoda a la lógica hegemónica, un amor rebelde, que exige la destrucción de la mercantilización de la vida; un amor que solo puede ser rebelde en tanto retornado de la muerte, pues la condición del devenir sacro es esa; un amor que es rebelde, primeramente, en contra de su antigua forma, en contra de la ortodoxia institucional: el amor instituido.
El amor instituido, ortodoxo, tenue, simple, monógamo, el amor que se muestra como la ilusión de aquello imposible es el amor que muere por su causa. El capitalismo surge con una determinada construcción de relación entre sujetos. Una relación sostenida en instituciones que generan malestar a los aludidos. El matrimonio, por ejemplo, resulta ser un factor de malestar más que la realización del amor. Se configura como una forma de esclavitud que deviene en la pérdida de la libertad. La familia se vuelve el único destino del matrimonio, una familia que no accede más que a la heterosexualidad, que funciona como un lazo de derecho, olvidando la relación amorosa, una relación que cosifica a los sujetos, reduciéndolos a sujetos legales, misma que deviene en una dialéctica del amo y esclavo al normalizar roles de género. El matrimonio institucionalizado es un factor de desasosiego. Se mira con desconfianza esta forma de amar. Los amantes no creen que ese amor les haga justicia, así que lo enferman, lo intoxican, lo asesinan.
El enfrentamiento contra el amor conservador ha sido visto como un asesinato. Para algunos, el amor ha cesado al abandonar sus preceptos sociales. Para los conservadores, el matrimonio no es solo la vinculación jurídica de cesión de derechos y obligaciones, también es el compromiso por la solidez del amor. El abandonar el compromiso de la institución deviene en fragilidad del vínculo amoroso. El matrimonio no solo trata sobre convergencia de derechos ni sobre la certeza jurídica frente a un litigio, el matrimonio se trata sobre la fidelidad, el compromiso, la constancia en la conquista del cariño. Trata sobre el abandono de la vil seducción, la bajeza de la voluptuosidad. Igualmente, es el sustento de la sociedad. La familia es la institución básica del Estado; los poderes estatales decaerían sin ella. Es la forma de asegurar la reproducción de la raza, la manutención del Estado y la certeza. Cuando el matrimonio es abolido, el libertinaje aparece. El amor se pone en función al hedonismo, al vilipendio. Se trata de la saciedad inmediata de la libido. Una levedad de los vínculos que mercantilizan a los sujetos al mirarlos como desechables. Una pareja tras otra, un encuentro desfondado que pone en evidencia la individualidad de los humanos. La denuncia por el amor liviano muestra que el abandono por las instituciones no mejora la situación del amor, sino que lo mercantiliza.
El amor desfallece tanto por sus detractores como por sus constructores, pero ambos consideran un fallo en el amor, en cualquiera de las dos modalidades mencionada. El fallo es la falta de vinculación auténtica por medio de la fidelidad y la entrega hasta el final de los días, como en la relación ausente de mecanismos de coacción. El amor fracasa cuando el vínculo es falso, obligado, incierto. Pero también fracasa cuando no asegura su autenticidad, su constancia. Cuando el amor se considera finito, ha fracasado, porque el amor es un proyecto. No es la relación en sí misma, sino la relación dirigida a un proyecto de reformulación del mundo, de aprendizaje, de comunión. Es por ello que un amor, cuyo único sustento radica en la compañía, en compartir vivencia, en pasarla juntos, es una falsedad. Una ilusión que encubre la dependencia, la incapacidad de estar solo, de auto crearse. Por lo tanto, lo que se pone en juego es la modalidad específica de los medios necesarios para cumplir el proyecto amoroso.
En las generaciones actuales, parece triunfar la forma de amor considerada rebelde. Ese amor que tiene como proyecto la vinculación auténtica eterna que se deslinda de formalismos y que acepta que el amor no requiere fidelidad. Un amor que reconcilia la necesidad del cariño con la insistente aparición de la necesidad sexual; que opta por una lealtad ante los sentimientos del otro, más que por una esclavitud enmascarada en manos de un compromiso irrefrenable. Uno no se compromete con el otro, sino con uno mismo. Pues, la promesa del amor rebelde es la felicidad de los enlazados, felicidad que puede extenderse sobre el tiempo, las circunstancias y las contingencias; en eso se diferencia del amor liviano. Se conectan en la necesidad de mostrarse en la versión auténtica de quien se es, buscando un desarrollo íntegro. Es la unión desde la verdad del sujeto hacia la verdad diferente de otro sujeto.
Sin embargo, pese a la idealización del amor rebelde como forma de evasión de los controles patriarcales, mercantilizantes y neurotizantes, no se puede sortear la experiencia subjetiva que le acompaña: la melancolía. La insuperable vivencia de la tragedia acompaña al amor, pese a los innumerables intentos por separarlos. En cualquier modalidad del amor, la melancolía aparece como un terror virtual posible que puede devenir constantemente realidad efectiva. La frecuente aparición de modalidades de amor responde al temor que ocasiona la llegada de la melancolía, pues su presencia es el resultado del fin del amor. La finitud del amor ocasionada por la neurosis, la cosificación o el patriarcado es el destino a desaparecer, para ello las diversas deconstrucciones del amor. Es por eso que esta generación habla de la poligamia, del amor que respeta al otro en su unicidad, de la inutilidad de las instituciones sociales para el fortalecimiento del lazo como una forma de perpetuar la magnificencia del amor.
La melancolía es el fundamento del abandono del amor ortodoxo. Pero, sin saberlo, se ha colado hacia el amor rebelde. Pero no se da la melancolía por perder ese otro que aún no soy, sino por perder a ese otro que es y no será. La melancolía obliga a la sustitución inmediata del objeto de deseo, pero aparece ahí donde aparece el amor. Son vivencias inseparables que muestran dos polos de una experiencia amorosa. La necesidad de huida de la melancolía es el motor constante de los cambios en la dinámica de relación. Sin embargo, la tragedia de la finitud del amor resulta ser un elemento constituyente del mismo, una condición de existencia. La muerte de la experiencia es el mismo fundamento de su relevancia. Por eso mismo, pese a modificar los mecanismos y actos dentro de la experiencia, su constitución es inevitable. Es posible decirse que la melancolía es el motor esencial de la dinámica de la experiencia amorosa.
El amor no ha muerto, ni ha resurgido de los muertos. Se le ha usado como pretexto para movilizar discursos inconsistentes de rebeldía en contra de la tragedia. La experiencia humana de la tragedia es insuperable. Pero, ¿es posible un amor que, atento a la melancolía, pueda vivir su finitud y su relación primordial con la diferencia sin experimentar la tragedia? ¿Es posible un amor que pueda perfeccionarse sin la vacuidad o la desgracia? Es necesario aclarar que las preguntas se plantean exclusivamente en el amor que resulta de la relación de pareja bidireccional, pues, tal parece, que el amor hacia objetos o el amor no correspondido atienden configuraciones particulares distintas. Si bien es posible encontrar puntos de contacto, las líneas de divergencia se multiplican. La multiplicidad en el amor es explicable en el entendimiento a su experiencia base, pero irreductible a ésta.
En-amor-a-dos: libertad, deseo y temporalidad
Pese a las innumerables taxonomías del amor, es necesario encontrar un sitio en común que ligue sus posibilidades. Una constancia que pueda encontrarse dentro de la densa multiplicidad de formas en que el amor puede encontrarse en el mundo. Sin embargo, el amor parte de la condición mínima de la unión de dos sujetos. Dos sujetos que son irreductibles entre sí; se encuentran, reconociéndose como diferentes y tiene un gancho inefable que los impulsa a estar juntos. Un golpe intempestivo toma a los sujetos. No es casualidad que en el inglés la forma de referirse al enamoramiento es fall in love o, en el caso del francés, tomber amoureux. Ambos términos refieren a la caída que comúnmente se asocia con el accidente y lo contingente; hacia lo accidental, en tanto no planeado. Un enamoramiento que es planeado no hace aparecer padecimientos profundos. Contingente, pues, no hay un destino que guiará a los sujetos hacia el encuentro, sino a una eventualidad que pudo no suceder. Este evento etéreo que comúnmente es el enamoramiento se muestra como un acontecimiento en la duración de la vida de los sujetos. “El amor inicia siempre con un encuentro. Y a este encuentro yo le doy el estatuto -de alguna manera metafísico- de acontecimiento, es decir, de algo que no ingresa en la ley inmediata de las cosas”.[1] Es una experiencia que en su inicio se presenta como una pausa brusca, acompañada por un sentimiento indescifrable, ocasionada por un encuentro. Un encuentro correspondido, en el cual los dos sujetos intrincados caen enamorados. El término en español puede hacer una analogía a la condición de complementación al captar el momento de ambos en tanto en-amor-a-dos.
El enamoramiento marca el inicio del amor, pero no es reductible a ello. El enamoramiento es la experiencia de la caída en una situación accidental y contingente que le incumbe también otra persona. Una situación que da apertura a una experiencia duradera que no es la eterna reproducción de la caída, sino la formación de un mundo. “El amor no es solamente el encuentro y las relaciones que se tejen entre dos individuos, sino una construcción, una vida que se hace, ya no desde el punto de vista del Uno, sino desde el punto de vista del Dos”.[2] Pero esa duración debe evocar un desarrollo, una acción constante de los amantes. En cierto sentido, lo que hace verdadero al amor, es su condición de potencia-acción. Es decir, la duración del amor es la potencia creadora que no puede permanecer exclusivamente como pasividad potente ni como realización actualizante, sino, cada actualización genera posibilidades sin detenerse. “Un amor verdadero es aquel que triunfa en el tiempo dura(ble)mente, a pesar de los obstáculos que el espacio, el mundo y el tiempo le oponen”.[3]
En el juego de la constante creación, la duración del amor en sí misma es una construcción distinta a la duración de la vida de los sujetos, es una construcción constituida/constituyente. Esa es su condición de verdad, pues los obstáculos a los que se enfrentan dependen de lo extrínseco a la misma. Obstáculos que son sorteados a partir de la recreación constante. Por lo tanto, requiere el compromiso de los sujetos inmersos. Un compromiso que se manifiesta como la promesa del amor duradero, la declaración del amor. Esta declaración/promesa es el lazo contractual con la diferencia. “Todo amor que acepte la duración, que acepte justamente esta experiencia del mundo desde el punto de vista de la diferencia produce a su manera una verdad nueva de la diferencia”.[4] El efecto de la experiencia del amor es la reconfiguración del mundo en su duración y verdad. Pero este es solo el efecto subjetivo sobre la configuración epistémica de los sujetos. Su subjetividad se ve afectada por la relación con la diferencia, modificando su estructura y forma de relaciones con la misma diferencia.
Sin embargo, la experiencia del amor no puede reducirse a su dimensión productiva. Como ya se dijo antes, el amor es “[…] una empresa, es decir, un conjunto orgánico de proyectos hacia posibilidades propias. Pero es el ideal del amor, su motivo y fin, su valor propio. El amor como relación primaria con el prójimo es el conjunto de los proyectos por los cuales a punto a realizar ese valor”.[5] El amor es un proyecto compartido e individual, a través del cual cada sujeto quiere al amor. Pero la experiencia de la diferencia revela otro aspecto: un conflicto en el encuentro con una libertad distinta. Esa otra libertad que es necesaria como fundamento de mi reconfiguración. Por lo tanto, es necesario que el otro sujeto, en libertad, me ame, que acepte la experiencia del amor. Es la exigencia de la correspondencia. El conflicto existe ahí donde la empresa del amor parte de particularidades propias que se comparten en la relación, misma que desemboca en una dialéctica entre sujetos. Esta dialéctica revela a los sujetos en su situación de amantes y amados. Situaciones que modifican su comportamiento y su anhelo.
“Querer ser amado es infectar al Otro con nuestra propia facticidad, es querer constreñirse a re-crearnos perpetuamente como la condición de una libertad que se somete y se compromete, es querer a la vez que la libertad funde el hecho y que el hecho tenga preeminencia sobre la libertad”.[6] Los sujetos amantes desean la experiencia del amor proveniente de otro sujeto libre. Pero, en la necesidad de la declaración/promesa, existe la negación de la libertad. Tras la promesa, el sujeto ya no es libre, se encadena a su enunciación. Pero el sujeto amado sigue requiriendo esa libertad. Una libertad atada a sí misma que no pierda su estatuto de libertad. Desea que libremente tome al sujeto como fundamento de su mundo y su fin. Esto es, que la libertad transmute todos sus proyectos a partir de la preeminencia del otro.
El mundo de dos se funda sobre la intención de la homogeneidad. El que desea ser amado piensa “[…] si he de ser amado, soy el objeto por intermedio del cual el mundo existirá para el otro; y, en otro sentido, soy el mundo”.[7] Es decir, el fundamento de la existencia del mundo de Dos en la experiencia particular de un sujeto es la apetencia de ser el principio de la experiencia del otro. Una búsqueda por reducir el mundo del otro al ser propio. Una intención individual concerniente a ambos humanos. Tal es la razón de la dinámica de la dialéctica, pues no se detiene en la intención individual, sino que pone en juego ambos propósitos. Si el deseo de un portador infesta a su análogo, la dialéctica se detiene. Una relación construida a partir de una dialéctica detenida no resulta en otro destino que la dependencia o la simbiosis. No sería más que una enajenación humana hacia el mundo del Uno. Sin embargo, el motor irrefrenable de la experiencia de Dos es el proyecto individual que se concreta como proyecto compartido sin reducirse ninguno de los dos.
Lo que no se ha dicho, es que el fundamento individual de la necesidad de la relación es el deseo. El proyecto es impulsado furtivamente por la sensación de una falta. “La significación del amor se produce en la medida en que la función del erastes, del amante, como sujeto de falta, se sustituye a la función del eromenos, el objeto amado”.[8] Una dimensión estética subyace como motivación plena de la relación amorosa. Subyace de manera disimulada, accionando los sentimientos. La razón de que el encuentro de los enamorados sea tan estrepitoso se encuentra en el fantasma inconsciente de los sujetos. Cada uno carga la sensación de carencia que los hace sufrir. Una falta primordial que se configura desde el escenario más primitivo de la vida humana. En los primeros años de vida, la experiencia edípica que sufren los sujetos los configura como seres deseantes, construyendo al mismo tiempo un objeto de deseo. Una imagen fetichizada que se oculta en el inconsciente, cargada con la ilusión de la pérdida. Imagen que obtiene un estatuto de valor, pero que se mantiene en los esquemas inconscientes, orientando desde las sombras los pasos del sujeto hacia el abismo de la caída; la imagen se hace presente al confundirse con el otro.
El deseo es semejante a una pintura impresionista, pues es construido a partir de pequeños trazos que, en conjunción, forman una totalidad. Es toda una escena a la que se aspira. No es solo el amado en tanto objeto de deseo, sino las situaciones en las que debe mostrarse para lograr saciar la falta. El amor es la puesta en escena del guión inconsciente del deseo que busca completar la existencia humana. Esta dramatización del encuentro trae consigo una serie de efectos potentes que extasía a los sujetos, cumpliendo la ilusión fantástica que trae consigo, anudando el placer de la integración. La caída en el amor, el triunfo de la pulsión que fragmenta, en primera instancia, al objeto amado, colocándolo como parche en una herida que no puede sanar. Es por eso que el amante busca ser amado, busca la entrega de la libertad del otro para terminar con un sufrimiento. El proyecto es el camino hacia la cura. El amor del otro es la cura del sufrimiento personal. No obstante, es una cura eficiente si y solo si viene acompañada de la puesta en escena del deseo. Tal es la razón de la necesidad de la entrega de libertad voluntaria a la que deben disponerse los enamorados. Durante el proyecto, el objeto va perdiendo su nudo ilusorio, dejando entrever la verdad del sujeto contrario. La dialéctica de la relación supone que los amados busquen hacerse reconocer como algo más allá de un simple objeto parcial de deseo; destituyen la imagen proyectada sobre ellos y revelan su identidad, buscando que el otro los ame.
Como puede verse, el amor es una experiencia subjetiva personal que es impulsada por poderes inconscientes, con miras a un proyecto que reconfigure la situación anterior del sujeto, acercándose a su análogo en el camino. Es la experiencia de la diferencia que conduce a una nueva verdad. Una experiencia que es finita, duradera gracias al lapso que crea una distancia entre el enamoramiento y la ruptura. Ninguna experiencia de amor es eterna. El padecimiento por antonomasia que surge al momento de la ruptura es la melancolía. Es el anuncio de la pérdida. Es el mensajero de la reconstitución del mundo. En el abandono del mundo de Dos, el retorno al mundo de Uno se muestra diferente al que se conoció antes de la experiencia amorosa. “La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amor, la inhibición de todas las funciones y disminución del amor propio”.[9] La experiencia personal de la melancolía se presenta como la negación de la experiencia del amor, en su finitud, no solo niega la experiencia compartida, sino también los padecimientos personales, invirtiéndolos. El psicoanálisis demuestra que tal padecimiento se solidifica en una eternización del delirio. La melancolía es acompañada por una perturbación en el amor propio, siendo el elemento diferenciador con el duelo natural que dota al padecimiento de duración. Una duración caracterizada por el constante auto reproche, orientado por una identificación del yo con el objeto perdido. Es decir, el dolor prolongado es causado por la atribución a sí mismo de rasgos reprochados en el objeto amado. Componentes que al reunirse forjan una experiencia sumamente dolorosa. Es el caso de Werther. El suicido de este personaje es la regresión del verdadero deseo: asesinar al amado perdido. Los afectos placenteros del amor transmutan en padecimientos dolorosos que generan odio; que, en la vergüenza por aceptarlos, retornan al yo, ahora odiante.
Es el amor una duración con dos puntos bien marcados. El enamoramiento como explosión de afectos placenteros, una construcción constante de subjetividad y una finitud melancólica que atrae sufrimiento. Su estructura elemental se muestra como un elemento constitutivo de la melancolía es la falta de interés por un nuevo objeto amoroso. La pérdida se resiste a la repetición, prefiriendo alejarse del mundo y negarlo. Prefiriendo buscar la dimensión estética del amor por su presencia constante en tanto padecimiento, dejando de lado la finalidad de subjetivación.
Amor líquido: evadir la melancolía
El nuevo sistema moral pone al amor como esa prueba innegable del sistema. El efecto es que las generaciones actuales se vuelven esclavas de las pasiones y no pueden pretender más que servir y obedecer a ese deseo, satisfacer los placeres y evitar el displacer que genera la melancolía. La razón humana queda en segundo plano y se cambian los valores por el de libertad y placer. Y es aquí donde encontramos una dificultad, se cree que libertad hace referencia a no comprometerse con nada más que con uno mismo y sus deseos. Pero hay una gran diferencia entre ser libre, la individualidad y el amor. La libertad e individualidad van de la mano, por un lado, es aquello que se antepone a cada acción y es de carácter individual, porque nacemos y morimos dentro de una soledad. En consecuencia, cada uno puede decidir sobre sus propios actos; ni siquiera la moral y la ética son factores decisivos en nuestras elecciones. Sin embargo, erróneamente, se toma la libertad como hacer lo que yo desee. Ahora, el pilar de la sociedad ya no es la búsqueda del amor, sino el deseo propio, y pareciera que la sociedad simpatiza con esta idea del no compromiso. Y este gozo que produce tal “libertad” hace que pensemos más en la comodidad que nos puede traer; la generación actual se centra en reproducir cabalmente este modo de vivir y sus placeres inmediatos. Este ideal de vida se configura de forma que se vuelve la meta de toda su vida.
El resultado es una subjetividad que considera “que las ‘parejas abiertas’ son loables por ser ‘relaciones revolucionarias que han logrado hacer estallar la asfixiante burbuja de la pareja’. O de que las relaciones, como los autos, deben ser sometidas regularmente a una revisión para determinar si pueden continuar funcionando. En suma, se enteran que el compromiso, y en particular el compromiso a largo plazo, es una trampa que el empeño de ‘relacionarse’ debe evitar a toda costa”.[10] La experiencia del amor contemporáneo niega el compromiso. Negación orientada por la búsqueda de evitar los padecimientos dolorosos, principalmente, la melancolía. Para actuar el amor evitando la melancolía se permanece en el estadio del encuentro, en el momento de los afectos placenteros inmediatos que sacian las pulsiones inconscientes. Hay una negación al proyecto en comunión. Esto se puede apreciar en los casos en que se tienen parejas y rupturas constantes sin concretar una relación amorosa, permaneciendo en la estética del placer. Así, los mecanismos de búsqueda de pareja terminan basándose en el precepto “seguro-contra-todo-riesgo”.[11] Tales mecanismos pueden encontrarse en el couching o en las apps como Tinder o Grinder. Como si fuera una tienda, se elige el mejor producto o, en su defecto, el que traerá una mejoría de la condición propia. Y este impedimento está presente en la misma moral de la época.
Los mecanismos de seguridad que amortiguan la caída ante el amor se muestran como los esquemas que liquidan el amor. “Se piensa que hoy el amor perece por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el amor”.[12] Existe una relación entre la amplitud de opciones y la pérdida de la experiencia amorosa. Cuando el sujeto busca la libertad de otro, puede encontrarse con una negación inmediata. Esta situación aparece en las primeras síntesis de la dialéctica. Sin embargo, en la necesidad de encontrar el máximo placer del encuentro, se prefiere optar por buscar una nueva pareja. Ese acto se repite constantemente, pues la dialéctica no puede iniciar en un punto distinto al encuentro. La banalización del amor en tanto proyecto lo desvaloriza, deja de causar los efectos de subjetivación que reconfiguran al sujeto. “Cuando la calidad no nos da sostén, tendemos a buscar remedio en la cantidad”.[13]
Lo que revela la lógica de la cantidad en las relaciones de pareja es que el otro se vuelve un objeto consumible. Ya no hay interés en la dialéctica; se opta por una inmovilidad que se perpetúe. La falta de movimiento en la subjetividad posiciona al sujeto mismo como el centro de la experiencia, alejándose del otro. “No solo el exceso de oferta de otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del otro (…) y va unida a un exceso de narcisismo de la propia mismidad”.[14] La experiencia del amor se cierra sobre el amante, optando por cosificar al amado. Deja de ofrecer el amor y la condición de amante se transmuta en consumidor. El otro, el amado, se convierte en la mercancía que puede saciar una necesidad de placer. El amor se presenta como un proceso de alimentación unidireccional. Esto es lo comúnmente llamado amor líquido. Un amor que surge como contestación a la infelicidad que se encuentra en el amor ortodoxo.
Una tercera vía busca la experiencia del amor desligada de las instituciones, pero alejada de la banalización de los vínculos. Es una forma de rebeldía ante el sistema moral que mercantiliza a los sujetos. El amor rebelde opera en los términos de la rebeldía. Es una negación a ambos polos.
“Este ‘no’ afirma la existencia de una frontera. Se halla la misma idea límite en ese sentimiento del hombre en rebeldía del que el otro ‘exagera’, de que extiende su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro derecho de plantar cara y lo limita. Así, el movimiento de rebeldía se apoya al mismo tiempo, en la negación categórica de una intrusión juzgada intolerable y en la certeza confusa de un derecho justo […] El esclavo en rebeldía dice aún tiempo sí y no”.[15]
El amor rebelde busca afirmar la experiencia del amor como procedimiento de verdad del otro, al mismo tiempo que niega la necesidad ortodoxa del dolor, el cautiverio de la institucionalidad.
Este amor se caracteriza por la búsqueda de relaciones abiertas. Tal es el caso del amor de Sartre y Beauvoir. Un amor promocionado enteramente en los círculos intelectuales de, al parecer, todo el mundo. Ambos optan por una concepción filosófica del amor que se sustraiga de los poder socializantes de la ortodoxia, buscando no caer en la vacuidad. Un amor revolucionario que los impulse al cumplimiento de sus metas. Una unión entre ambos que no excluya sus posibles fugacidades, pues entienden la naturaleza humana en su condición polígama. Eligen dos categorías lógicas que escapan de la dicotomía entre verdadero y falso: amor necesario y amor contingente. Ambos tipos de amor son verdaderos, auténticos. La diferencia estriba en la modalidad específica. Mientras que el amor necesario, el profesado entre Sartre y Beauvoir, implica una existencia universal afirmativa de modo “siempre es”; el amor contingente, dirigido hacia los amantes eventuales, se sustenta en la enunciación lógica de “puede que no sea”. La primera es una construcción dada en la existencia de los inmiscuidos, mientras que la segunda es una posibilidad que podría nunca realizarse. La apreciación de este tipo de amor causa un revuelo en la subjetividad de su tiempo, consolidando una nueva forma de amor que se hereda durante las generaciones. Pese al dolor que pueda inquirir la memoria de Sartre, la rebeldía de Camus se afianza en el amor S-B.
Sin embargo, en las confesiones encontradas en las cartas de Sartre y Simone, la experiencia no parece ajustarse al texto. Pese a que su amor solo terminó a causa de la muerte de uno de ellos, pareciera que el idilio terminó durante el desarrollo del proyecto. Reconocen ambos que la forma de funcionamiento del amor contingente no consideraba la experiencia ni los sentimientos de los amantes eventuales. El amor contingente no se mostraba como una experiencia de amor, al no crear dialéctica ni movimiento subjetivo, sino se muestra como un amor líquido, en que el otro se fulmina, se usa a beneficio propio. Ese es también el testimonio de los diferentes amantes. Son considerados como intercambiables, sus relaciones están determinadas por horarios. Incluso, dentro del amor rebelde se encuentran incongruencias. Tal es el caso de Sartre, quien le propuso matrimonio a tres mujeres durante su vida, violando el pacto fundamental de eludir el matrimonio. Pero no solo encontramos esta incongruencia, sino que este vínculo se ve afectado por la existencia de las voluntades individuales. No se resuelve el problema de la libertad y el compromiso. Necesariamente, dentro de la libertad sartreana, por un lado, se manifiesta el deseo de existir en tanto ser que es el propio ser construido a partir de su posibilidad en el mundo, por tanto, se afirma que la libertad es la existencia de una voluntad. No hay una voluntad compartida más que la propia. Fuera de ella se opone o se niega un compromiso conjunto, porque no puede existir mi libertad con compromiso o la del otro sin negar o limitar la propia. Además de caer en esa dialéctica hegeliana que bien se impone en las autoconciencias individuales, hay un amo que supera el temor de morir ante la lucha del otro y el esclavo se somete al mandato del otro. Es el problema que no termina de resolverse: ¿cómo amar al otro sin someterlo? Por ello el dúo S-B no llega más que a percibirse bajo las características del amor líquido.
Quizá esta esta pareja tan emblemática podría llegar a explicarnos el inicio de un cambio de ideales en el que bien se percibe el alejamiento al compromiso como un acto revolucionario sin ver que realmente se trata de un atentado al amor. Y al instaurarse este pensamiento y al vanagloriar el amor líquido como un amor más intelectualizado y real, el efecto es la reproducción de la cosificación el otro, pero también de mí mismo. Ya no hay un autorreflexión de lo que el otro puede darme, hablando en sentido de experiencia, sino que los sentimientos se hacen a un lado y como cualquier mercancía al término de su funcionamiento se tira. Y es así como llegamos a Tinder o Grinder, como objetos dados al mercado, pensando que somos libres sin ver que somos una reproducción de lo que hacen de nosotros con sus ideales. El hombre se deshumaniza y se vuelve ese objeto que puede ser útil para una u otra persona.
Melancolía: condición necesaria del amor
El amor en tiempos de Tinder se muestra en las tres posibilidades mencionadas. Todas al servicio de la evasión de la melancolía. Revela entonces una verdad incómoda. La asíntota del amor eterno que ocasiona la aparición de la melancolía es el motor principal de la experiencia amorosa. El resultado amoroso es un efecto de la necesidad de evasión del sufrimiento. Es ella misma la causa suficiente de la experiencia amorosa. Ésta triunfa sobre cualquier intento de su negación. Aparece vencedora, coronándose como condición de existencia del amor. La melancolía es la modalidad necesaria para que el amor pueda acontecer, puesto que su constante amenaza impulsa el fortalecimiento del proyecto. Su ausencia anuncia la nihilización del proyecto amoroso, de su duración. La ausencia de la nihilización eterniza el amor, por lo tanto, logra cumplir la promesa/declaración. Sin embargo, arrebata el sentido a la misma. La construcción constante en dirección a la eternidad es imposible, pero mantiene la dialéctica del amor que configura la experiencia de construcción de la subjetividad. Si se alcanza el fin de la historia en la relación, la misma no puede ser distinta a la eternidad. Puesto que la melancolía evoca al reproche, muestra una imaginación de potencia ausente. Es decir, el reproche al otro surge de la tristeza de no poder completar el proyecto. El dolor no proviene exclusivamente de la pérdida sino de la conciencia de posibilidad negada. Si la ruptura se da en la perfección del amor, no existiría la melancolía. Es la causa adecuada del amor, pues éste es imposible si no es en tanto potencia-acto, constante construcción.
El amor es esencialmente melancólico. Incluye la vivencia del dolor dentro de su experiencia duradera. Los psicoanalistas lo denominan como ambivalencia. El sufrimiento y el placer son mutuamente exclusivos en la inmediatez, pero aparecen alternadamente en la duración. Al mismo tiempo, son condicionantes mutuos. La existencia de uno depende del otro. Son necesarios entre sí. Aparecen juntos en distintas vivencias: en el éxito laboral, el nacimiento de un hijo, el fallecimiento de un familiar enfermo que sufría. En el caso del amor, la experiencia de la otredad no desaparece la falta de los amantes. Produce una nueva forma de relacionarse con la falta a partir del reconocimiento de diferentes existencias, diferencias que afectan la subjetividad propia, pudiendo ser benéficas. Eso no significa que anulen el sopor de la carencia, ni que alivie el vacío de la vida. Simplemente configura la existencia. Sin embargo, la profundidad de la melancolía es proporcional a la experiencia de placer que traiga consigo el amor. Cuando el tormento se esfuma a causa del enamoramiento, éste se eleva a su máximo esplendor. La gratificación del amor esfuma el dolor, otorgándole al sujeto una vivencia cumbre. Vivencia que toma sentido en su finitud.
“Amor como repetición y amor como invención”.[16] Tales son las posibilidades que encaran realmente la forma en que se presenta la modalidad del amor. Rebeldía, liquidez y ortodoxia no parecen cumplir su propósito. El amor más cercano a esta modalidad es el amor rebelde. Inventa, literalmente, una forma de amor no sujeta a condicionamientos sociales, en función de optimizar la experiencia transformadora del amor compartido. No obstante, el error es la evasión de la melancolía. Esta se presenta como el motor de la potencia-acto, la virtualidad motivadora del amor. El amor como repetición se encuentra en la neurosis de la evitación del sufrimiento. Se sufre más por el temor a la melancolía que por ella en sí misma. Ese sufrimiento se repite a cada movimiento, manteniendo la estructura base por la cual el amor no es posible, pero se intenta. Los amores que evitan la experiencia de la melancolía no son más que ficciones que intentan superar una experiencia básica sin tocarla. Es como intentar escribir música sin haberla escuchado antes.
La posibilidad de la creación aparece cuando se reconocen los elementos esenciales de la estructura y se busca recrear formas de relacionarse con la misma. No es un ansia de evasión, sino un contacto novedoso. La pregunta no debe formularse desde el horror. Teniendo la melancolía como la posibilidad dentro de todo el horizonte de posibilidades, debe encontrarse qué hacer con ella para desarrollar el proyecto amoroso. No se tomará como el sustento de cualquier victimización, sino como la materia prima de la creación. Es una creación que se crea a sí mismo, pues su esencia es la potencia-acto. Se renueva a cada instante. Empero, depende de la totalidad de sus elementos para no perder su esencia, para ser efectivamente lo que es. Los amores cobardes no llegar a historias ni amores, se quedan ahí. Hay que ser lo suficientemente capaces de sacar del atolladero en el que está el amor, esforzarse, crear vínculos que dejen experiencias pues el amor es eso. Creación, destrucción, reflexión, felicidad, egoísmo, subjetividad, locura, intimidad, encuentro, enfrentamientos con uno mismo, pero también con la sombra del otro, enojo, incertidumbre, aprendizaje… Es por eso que el amor no es para todos sino solo para quien se reconoce su limitación e incapacidad misma y procura hacer lo mejor para sí y para el otro. Pero la virtud más importante a considerar es que se trate de dos personas saben perdonar y que de alguna forma llegaron al encuentro mismo y al del otro. Dar lo mejor, hacer lo mejor y procurar el bien son las cualidades que deben llevar al amor a otro plano.
Tal es la razón de la exclamación de Rimbaud. Hay que volver a reinventar el amor, se sabe. Es bien conocido por todos que el amor no ha muerto, pero si se ha transformado. El cambio no es deseable, es inevitable. En su propia dinámica, el amor ha transmutado en los corazones de los sujetos. Se ha querido usar como mecanismo de rebeldía, pero ha corrido el destino de toda revolución. Y sin importar las vicisitudes, permanece como una experiencia primordial de la existencia, impulsándose a sí mismo hacia nuevas modalidades. El amor se recrea constantemente, se sabe. Pero no es en el espacio de conflicto contra sus elementos inmanentes, sino contra las fuerzas externas que tratan de demolerlo. El amor no debe oponerse a la melancolía, sino a la erosión del otro. La verdadera tragedia no es la ruptura, sino la imposibilidad de contacto; de caricia que no toca ninguna piel; el cariño que se desvanece ante el primer pleito; el beso que se promete y nunca llega. La tragedia verdadera es no amar.
Bibliografía
- Badiou, Alain, El elogio del amor, Paidós, Buenos Aires, 2012.
- Bauman, Zygmunt, Amor líquido, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005.
- Byung-Chul, Han, La agonía del Eros, Herder, Barcelona, 2014.
- Camus, Albert, El hombre rebelde, Alianza, Madrid, 2013.
- Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 2010.
- Lacan, Jacques, Seminario 8: La transferencia, Paidós, Buenos Aires, 2003.
- Miller, Jacques-Alain, Lógicas de la vida amorosa, Manantial, Buenos Aires, 2009.
- Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada, Losada, Buenos Aires, 2013.
Notas
[1] Badiou, Alain, El elogio del amor, ed. cit., p. 34.
[2] Ibídem, p. 35.
[3] Ibídem, p. 37.
[4] Ibídem, p. 44.
[5] Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada, ed. cit., p. 501.
[6] Ibídem, p. 504.
[7] Ibídem, p. 506.
[8] Lacan, Jacques, Seminario 8: La transferencia, ed. cit., p. 51.
[9] Freud, Sigmund, La aflicción y la melancolía en El malestar en la cultura, ed. cit., p. 305.
[10] Bauman, Zygmunt, Amor líquido, ed. cit., p. 10.
[11] Badiou, Op. cit., p. 16.
[12] Byung-Chul, Han, La agonía del Eros, ed. cit., p. 9.
[13] Ibídem, p. 13.
[14] Ibídem, p. 9.
[15] Camus, Albert, El hombre rebelde, ed. cit., pp. 27-28.
[16] Miller, Jacques-Alain, Lógicas de la vida amorosa, ed. cit., p. 20.