Revista de filosofía

La nulidad del coronavirus: nada nuevo bajo el sol

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FOTOGRAFIA TOMADA POR DIDIER A. MENDEZ

 

Resumen

En el presente artículo se resalta la actitud de muchos pensadores que consideran el coronavirus como filosóficamente irrelevante. Tomamos como hilo conductor la frase de Badiou respecto a la pandemia: nada nuevo bajo el sol. Esta irrelevancia se deriva de la nulidad filosófica de la naturaleza en la filosofía contemporánea. El virus nos coloca en una situación en la cual estamos obligados a pensar de nuevo la frontera entre lo natural y lo cultural. Para recomenzar la tarea de abrir un pensamiento de la naturaleza se citan algunos ejemplos clásicos como Caillois y Artaud, así como importantes consideraciones de pensadores latinoamericanos para hacer una lectura real-naturalista de la pandemia.

Palabras clave: COVID-19, coronavirus, pandemia, filosofía de la naturaleza, Alain Badiou, realismo.

 

Abstract

This article highlights the approach of several thinkers towards the current covid-19 pandemics as philosophically irrelevant. We follow Badiou’s statement regarding the pandemics: “nothing new under the sun”. The ground lies in the absence of a philosophy of nature in current philosophy. The current virus sets a new framework in which we are called to call into question the old separation between nature and culture. To open up such a space we refer to Caillois and Artaud as key figures who approached nature in a novel manner. We also cite ideas of some Latin-American thinkers to consider the current pandemics from a real-naturalistic perspective.

Key words: COVID-19, coronavirus, pandemics, philosophy of nature, Alain Badiou, realism.

 

I. El frijol saltarín

Hablaremos de la nulidad filosófica del coronavirus. Por qué éste no suscita nuevas preguntas, ni cambios en la mirada. Ni siquiera dudas. Por el contrario, parece la carnada perfecta para afirmar lo que ya sabíamos. No tiene que ser así. La primera razón de este desdén hunde sus raíces en otro más familiar: el nulo interés que tiene la naturaleza para el pensamiento filosófico contemporáneo. No me refiero a la fiebre ambientalista que nos “obliga” a pensarnos como seres vivos, ni a la urgencia naturalista, es decir, de los científicos, que nos instan a reducir ya las emisiones de CO2. Me refiero a pensar especulativamente. Apenas en fechas recientes comenzamos a regresarle a la naturaleza un poco de su dignidad perdida, sin por ello ceder a los intoxicantes aromas de su mistificación. Pero antes de entrar en materia, contemos una bella historia.

Esta comienza con un grupo de franceses en México, fascinados por el frijol saltarín. Esta curiosa semilla se puede encontrar en las calles y los mercados. Sobre un mantel se pueden ver decenas de estos frijoles dando pequeños brincos nerviosos. El grupo de franceses era la pandilla surrealista, lidereada por André Bretón. Y entre los miembros de la comitiva se encontraba un personaje bastante poco conocido, de nombre Roger Callois. Tras algún tiempo, este último queda desencantado del grupo y, en una carta, le expresa a Bretón sus deseos de separarse de los surrealistas. El motivo: una disputa respecto al frijol saltarín donde se jugaba todo. Caillois y Bretón, fascinados por el inquieto frijol, tuvieron la curiosidad por abrirlo con el fin de saber lo que ocurría ahí adentro. Pero antes de ello, Breton se detiene y probablemente le detiene la mano a Caillois quien, imaginamos, blandía ya un escalpelo improvisado. La razón: mantener la magia. ¿Por qué arruinar la magia, por qué permitir que se evaporara ese claro evento surreal? ¿No deberíamos dejar al frijol en paz, en nombre de lo magnífico? Caillois no podía estar en más desacuerdo pues para él la pregunta era ¿por qué sostener las ilusiones humanas sobre la base de un deseo de ignorancia? Abrió el frijol y descubrió al gusano causante de todo el alboroto. Tiempo después, escribe una carta a Bretón declarando lo insalvable de sus diferencias, a partir de la cual abandona el grupo de los surrealistas. [1]

¿No sabía muy bien Bretón que dentro no habría ningún secreto? ¿No sabía de sobra que su “magia” era tan frágil que debía ser protegida con una prohibición? Sobra decir que las vanguardias no tenían particular afección por la naturaleza, sino todo lo contrario: amaban las fuerzas inconscientes de la subjetividad creativa, el poder de lo imaginario y la arrasadora fuerza del poema, capaz de derrumbar toda necesidad en el mundo, hasta llevarnos al sopor de la mente de un fauno. El estructuralismo actúo de manera análoga, aunque con signo contrario. En vez de temer que la naturaleza arrasara con su falta de misterio en el mundo humano, simplemente la desconoció, la volvió el soporte neutral y nulo (tabula rasa, materia prima) sobre el cual se inscribiría el lenguaje, lo verdaderamente humano. Hardware vs software. O el radio mecánico frente al mensaje inteligible que éste transmite. A Caillois, en cambio, le parecía fascinante que un bicho fuese a enterrarse en esa dicotiledónea y que se agitara de tal manera. Qué fascinante puede ser todo lo natural: las piedras, las costas, los virus o el líquido cefaloraquídeo. Esto no significa dar la misma dignidad a la piedra que al prójimo, confundir los estratos y tratar humanos como plantas y a gatos como presidentes. Es tan sólo esto: qué encontramos fascinante, qué encontramos atemorizante.

Lo que Caillois le muestra a Bretón, es su secreto más íntimo: el desprecio por la naturaleza se fundaba en un miedo. Y es que desde que la naturaleza es mero fenómeno, un conjunto de leyes a disposición humana (al menos en su comprensión y formulación), gobernada por la férrea necesidad, o incluso por el ciego azar, ella se convirtió en sinónimo de nihilismo. Era entonces tarea de la poesía y de la subjetividad creadora generar sentido ex-nihilo, producir un para qué en la nulidad del por qué natural.

La posición de Caillois resulta clara: el surrealista prefiere no perforar las cosas por miedo a que irrumpa lo real prosaico y se disipe la magia. Su objetivo consiste en emancipar al arte de la realidad científica en nombre de la libertad subjetiva (inconsciente). Pero, en el fondo, no hace sino encadenar la experiencia a la mera subjetividad, imponiendo a lo real las necesidades de esta última, y negándole al sujeto, en cambio, el distanciamiento (de sí y de lo otro) que le permite lo real. Caillois es palmario: la oposición (o también la jerarquía) entre lo poético y lo real se ha vuelto indefendible, de tal modo que la poesía no tiene derecho a la autonomía. Es aquí donde cita al poeta más antipoeta de todos, a Rimbaud: “Poète! Ce sont des raisons non moins risibles qu’arrogantes”. Caillois escribe justamente en el momento en que la filosofía está pasando su estafeta al artista. Por eso resulta tan acertado en sus palabras. El poeta es la última transfiguración del sujeto, su último profeta, quien promete el retorno del sentido en el desierto natural. Pero ¿cuál es el temor? ¿Cuál es la necedad que se ha instalado en nosotros para querer saberlo todo de la naturaleza como espacio de dominio, pero no querer saber nada de ella como espacio de inscripción nuestra? En el primer caso, la naturaleza la inscribimos nosotros, la hacemos fenómeno, lenguaje, ciencia. En el segundo, el sujeto debe inscribirse en la trama natural.

El cuerpo humano es el frijol, el virus, el gusano. Dentro de nuestros cuerpos se agita algo terrible, pero que solamente vemos en la esfera mágica de la subjetividad, nunca en la trama de la naturaleza. El miedo es éste: que el bruto comportamiento del virus refleje nuestro bruto comportamiento, apagando así en la noche absurda la débil vela de la subjetividad. Pero no es menos absurda la subjetividad que la naturaleza… ni menos fascinante. Lo que le concedemos al humano habrá que concedérselo, en su tipo y medida a la naturaleza; y a cambio, habrá que identificar a la naturaleza operando en la cultura. No se trata de restituir sin más la continuidad entre naturaleza y cultura, sea porque se le cuelgue a la primera el milagro del espíritu, ni porque se reduzca la segunda a un automatismo newtoniano. Ni se trata, tampoco, de hacer un corte milagroso que cercene al sujeto de su cuerpo natural, sea porque ungimos al sujeto al decir que con el lenguaje ha abandonado por completo el reino natural, sea porque, so pretexto de una teoría de la emergencia, reconocemos la creación espontánea de la inteligencia en el desierto infinito del cosmos.

En este sentido piensa Konrad Lorenz, el etólogo que se hizo famoso por convertirse en la impronta de unos patos pequeños que lo seguían como a su madre. Dedica así el pequeño texto La doctrina kantiana del a priori a la luz de la biología contemporánea,[2] a clarificar las bases biológicas de este concepto kantiano fundamental. De buenas a primeras, trascendental significa en Kant condición de posibilidad de la experiencia. Kant declara que somos nosotros quienes le imponemos a la naturaleza nuestras formas de pensar (las categorías del entendimiento), quienes la interrogamos de acuerdo con nuestros intereses. Sabemos que Kant divide su sistema en razón teórica y razón práctica, una dirigida a la naturaleza y sus leyes, la otra, a la libertad. La primera requiere de intuiciones. La segunda no, pues se verifica en la ley moral. En breve, la naturaleza no constituye una instancia autónoma, con consistencia propia. La subjetividad sí. Pero ella no puede ser conocida, en tanto que no nos otorga intuición sensible. Ella es nóumeno. Dice magistralmente Rosenzweig en El nuevo pensamiento: “Sólo la sincera confesión de que la libertad es el milagro en el mundo del fenómeno hace de Kant, personalmente, el más grande de todos los filósofos”.[3] En efecto, la subjetividad es lo milagroso, lo digno. Pero lo que simétricamente debe decirse como complemento, es que el fenómeno es la banalidad en el mundo de la subjetividad.

Konrad Lorenz se resiste a pensar así y decide incorporar lo trascendental en la historia natural. ¿Qué significa aprehender el mundo? Percibirlo de acuerdo con un aparato corporal-trascendental. Comenzamos percibiendo el mundo en un espacio-tiempo. Sin embargo, no todos los organismos ordenan el mundo en el mismo sistema temporal y espacial que nosotros. Tampoco realizan todos los seres vivos las mismas operaciones con los datos sensibles. Sumemos a esto la teoría de la evolución. Cada organismo posee su propio cuerpo y sistema de operaciones trascendentales, es decir, su propio modo trascendental de ordenar la experiencia del mundo. Y los seres humanos no son sino el resultado de ese camino previo en la percepción y cognición del mundo. Aquí el argumento escéptico: “¿no será que me engaño siempre?” pierde todo su poder. Un organismo que no percibe su mundo realmente, es decir, de acuerdo con las variables que le atañen, pero que él mismo no crea, no puede sobrevivir. Sin esa percepción-constitución del mundo no podría moverse en ninguna dirección, anticipar el movimiento de su presa o depredador, buscar agua, protegerse del sol, etc. La prueba de la efectividad de su sistema es su sobrevivencia misma, repetida durante generaciones. Surgen muchas preguntas ¿en qué medida es la especie humana capaz de comprender su mundo a partir de su sensibilidad y entendimiento? ¿Posee una capacidad adaptativa para comprenderse? ¿Se malentiende siempre a sí mismo? ¿Y tiene algo que ver la comprensión de sí con la comprensión de la naturaleza?

Pero dejemos estas preguntas abiertas. Concentrémonos tan sólo en esta hipótesis: el coronavirus solamente lo leemos en su dimensión subjetiva, política, social, cultural, pero nos resistimos a hacer el movimiento contrario, a preguntarnos por la naturaleza y nuestro juego en y con ella. Hay buenas razones para no hacerlo, claro. Especialmente porque las filosofías de la naturaleza son el lugar ideal para todo tipo de supercherías intelectuales. Hoy el new age se fabrica una naturaleza refugio para el espíritu descarriado de nuestros tiempos, otorgándole sabiduría, balance y verdad. Pero entre el más rampante naturalismo mecanicista de la mayoría de los científicos y la superstición del new age, la naturaleza permanece sin ser interrogada. Hoy, frente al coronavirus, no se discute nada sobre los virus en general, sobre el cuerpo (humano y no-humano), sobre la salud, sobre la enfermedad, sobre el dolor, sobre la vida y la muerte, sobre las otras especies. Lo más lejos que se llega es al sentimentalismo que reclama “tratar bien” a la naturaleza para que ella, en retribución, lo haga también. No hay, en ese sentido, nada relevante qué decir. Pero el virus sí convoca a pensar nuevamente lo que significa ser un viviente, tener-ser un cuerpo. No por terrorífico deja el virus de ser una figura fascinante, un punto intermedio entre la vida y la máquina, un trozo de información que se completa con otro trozo de información, que en adelante utiliza para vivir y reproducirse. Las similitudes que ello entraña con la reproducción técnica, con el inconsciente, con el lenguaje permanecerán en la oscuridad si la interpelación del momento se deja pasar.

 

II. La nulidad de la naturaleza en la filosofía contemporánea

En estadística existe un término para nombrar el fracaso de una explicación: la hipótesis nula. El término expresa que la hipótesis explicativa que hemos propuesto no da cuenta de la variabilidad de un fenómeno. Tradicionalmente se decía: no hay nada nuevo bajo el sol.[4]

Ésta ha sido la constante entre filósofos frente a la pandemia del coronavirus. Se trata del mismo y viejo poder biopolítico. Se trata de la vieja doctrina del shock. Se trata de la banalidad de un bicho que nos ha puesto al límite de nuestros recursos, pero que no podría llevar el digno nombre de un acontecimiento. Se trata del Estado reclamando su poder perdido a partir de estrategias de control de la población. El virus no cambiará nada, porque solamente nosotros, con razones y decisiones, podemos modificar el curso del mundo. Etcétera.

Todas estas interpretaciones de la pandemia coinciden en un punto: en que ésta no representa nada nuevo. Hipótesis nula. El virus no modifica en nada la filosofía, o mejor dicho, es filosóficamente irrelevante. En el mejor de los casos, la pandemia solamente confirma lo que ya sabíamos. Quien ha ido más lejos en esta interpretación es Alain Badiou. Es él quien ha utilizado la frase de nada nuevo bajo el sol. Para quien está familiarizado con su pensamiento esta respuesta no sorprende. Éste solamente considera como esencial los acontecimientos. Y los acontecimientos son invenciones humanas posibles únicamente en cuatro registros humanos: la ciencia, el amor, la política y el arte. Dichas invenciones son verdaderas solamente en tanto y en cuanto interpelan un sujeto, o mejor, lo producen, el cual decide serles fiel. La filosofía de Badiou es una filosofía de la militancia de las creaciones humanas que desafían el curso normal del mundo. Para él, entonces, las enfermedades y epidemias, incluso en gran dimensión, pertenecen a la normalidad.

Badiou constituye un lugar privilegiado para leer la filosofía contemporánea, porque nos muestra el subjetivismo radical que se esconde detrás de pretendido post y antihumanismo francés, inspirado por Heidegger. El antihumanismo de este último conduce nuestra mirada hacia el ser, pero éste, a su vez, la reconduce al lenguaje y a la vocación ontológico-pastoril de los humanos. Para Heidegger la naturaleza carece de toda consistencia propia, se trata, a lo sumo, de una región ontológica, accesible prioritariamente por el discurso científico. Es, así, una instancia derivada o fundada. ¿Diríamos que la experiencia del coronavirus no es más que un resultado más del olvido de la pregunta por el ser? En Badiou la naturaleza es también un ámbito irrelevante, menos que una x, es lo fundado por el lenguaje, que lo hace accesible por primera vez o bien. En el mejor de los casos no será más que un mero impulso, un Anstoss, como lo pensaba Fichte (a propósito del no-yo). Esto no sorprende tampoco si se repara en las dos fuentes de Badiou: Heidegger y Lacan. Para el primero la naturaleza es una región determinada y necesariamente fundada en la pregunta ontológica general. Para el segundo, la vida del sujeto solamente comienza con la introducción del lenguaje en el animal humano, que le hace perder irremediablemente toda relación con la naturaleza[5]. Es solamente por la palabra y en la palabra que el psicoanálisis cura.

El coronavirus retendrá interés filosófico para quienes se dejen interpelar por una pregunta en torno a la naturaleza. No porque ella tenga un “mensaje” para nosotros, o porque haya desatado una ciega “venganza” contra la humanidad. No hay que engañarnos: es irreductible la sórdida indiferencia de un virus frente a todo lo que nos importa como especie. Pero es incluso fastidioso leer una y otra vez que la naturaleza es una región estúpida, ciega y absurda, y que es gracias a la intervención humana que todo cobra sentido y valor. La tesis es de un insoportable narcisismo: al humano le importa lo humano, porque le incumbe su ser, como dice Heidegger en Ser y Tiempo. Y esto, se repite hasta el cansancio, representa la gloria de la especie, lo que lo aparta de todo animal. Más allá de Heidegger, pero en su linaje, se reconoce en tono grandilocuente la afirmación de que el sujeto representa la catástrofe en el seno de la naturaleza (Žižek), o como lo ponía Kojève, esa nada, que desgarra la pretendidamente tersa piel del ser.

 

III. El sinuoso borde entre naturaleza y cultura

En un bello artículo Juan Arana[6] escribe sobre los tres dominios naturales usuales: lo inerte, lo vivo y lo inteligente, para afirmar que nada hay menos seguro que sus fronteras. Para los griegos la diferencia fundamental (la discontinuidad) es la que separa lo vivo de lo no-vivo. Que el humano sea, además, racional, no lo coloca en un espacio aparte que el resto de los animales, que poseen su propia alma, su psiqué. En la modernidad, la materia inerte y la vida quedan reducidas a una mera maquinaria, por lo que la discontinuidad fundamental será aquella entre la máquina y la inteligencia. Hay una ofensiva anticartesiana, como la llama Arana, contra el cartesianismo representada por el romanticismo, en la cual se le restablece a la vida su dignidad frente a lo no-vivo (el mecanismo, diríamos), mientras que se cuestiona que la inteligencia sea una función muy diferente a cualquier otra del organismo. ¿Y nosotros? Somos cartesianos. El romanticismo perdió la batalla frente a la ciencia que, cobijada en el naturalismo, ha revivido el dualismo con viejos ropajes. Pero, y aquí viene la potente idea de Arana, el error de Descartes no consiste en haber separado mente y cuerpo, pues, de algún modo, se precisa hacer distinciones analíticas, sino en haber reducido el cuerpo a la transparencia de la mecánica. Desde entonces ¡qué poco concedemos a los cuerpos! No se trata de borrar torpemente las distinciones y de otorgarle vida a la materia o de equiparar el pensamiento y la digestión, sino de emprender una tarea precisa de interrogación sobre la topología de las fronteras. El pasaje clave del artículo reza así:

“nada de lo no-humano nos es ajeno”. ¿No arruina de antemano esta circunstancia cualquier pretensión de establecer hitos y jalones, de cartografiar lo antropológico como una provincia de lo vivo con pretensiones de autonomía y quién sabe si de independencia? Conviene responder que sí y que no. Hay que olvidarse del bisturí porque aquí no hay disección posible. Como en una curva fractal con infinitos cabos y golfos, las líneas fronterizas se complican hasta lo inconcebible: lo psíquico reaparece donde sólo parecía haber un juego bioquímico de canales iónicos y neurotransmisores; encontramos lo animal dentro de las funciones más crasamente vegetativas; lo físico renace en lo viviente; las virtudes humanas se hibridan una y otra vez con los instintos más bestiales. Es ilusorio no ya encontrar dos sustancias separables en el hombre; lo mismo se puede decir hasta de la última de sus cualidades. Dar un suelo exclusivo a la materia y otro al espíritu es tan ilusorio en el caso del hombre como definir los contornos geográficos de un estado de Israel que recibiera a todos y sólo a los judíos que hay en el mundo. Y es que lo más propio del hombre es precisamente el mestizaje.

El error comienza entonces desde que se pretende decidir la realidad última del virus. O bien, se trata de un hecho meramente natural que, como tal, carece de relevancia filosófica. O bien, se trata de un hecho natural cuya única dimensión filosóficamente relevante es la cultural. Žižek ha hecho predicciones sobre el fin del capitalismo. Byung-Chul Han ha hecho predicciones sobre el hecho de que todo quedará igual (=ninguna predicción). Agamben ha dicho que todo es una estrategia más del paradigma de la biopolítica. Pero no ha habido un interés por plantearse preguntas. Y una de las primeras debería de ser aquella que se dirige a la oposición trivial entre naturaleza y cultura, así como a sus supuestas disoluciones, sea en una dialéctica absoluta, donde la naturaleza queda absorbida por el movimiento del espíritu, sea en una teoría de la diferencia, donde naturaleza y cultura terminan siendo meros términos cuya diferencia es meramente lingüística, es decir, cultural.

Arturo Aguirre nos hace recordar: “No entendimos, pues, que esto era una epidemia, y desde antiguo fue algo temible para los pueblos y civilizaciones. Los griegos se referían a eso como lo epidemiós porque es lo que afecta al pueblo, a la organización integral de la polis (de sus ciudadanos, de sus instituciones sociales, políticas y económicas) que de por sí es sumamente frágil, y basta un agente desestabilizador en acción para ponerlo en riesgo”.[7]

La epidemia es eso, un incidente que afecta a toda una región o pueblo, algo que le pertenece a todos, porque afecta a todos, sin ninguna distinción, algo de toda (pan) la gente (demos) y que, por tanto, puede jugar el papel de suspensión de las diferencias usuales. También las acentúa, o produce otras nuevas, pero las moviliza. Y eso es algo que le sucede a los cuerpos, a nuestros cuerpos, que viven en el espacio, que pueden estar cerca o lejos, en territorios, que se infectan, que comparten recursos.

Otro francés fascinado por México, especialmente el pueblo Tarahumara escribió en su texto El teatro y la peste, donde narra la historia de un virrey que tiene un sueño sobre la peste asolando su ciudad.

Despierta. Sabrá mostrarse capaz de alejar esos rumores acerca de la plaga y los miasmas de un virus de Oriente. […] El virrey imparte entonces la orden alocada, una orden que el pueblo y la corte consideran irresponsable, absurda, imbécil y despótica. Despacha en seguida hacia el navío que presume contaminado la barca del piloto y algunos hombres, con orden de que el Grand­Saint­Antoine vire inmediatamente y se aleje a toda vela de la ciudad, o será hundido a cañonazos. Guerra contra la peste. El autócrata no perderá el tiempo. […] El Grand­Saint­ Antoine no llevó la peste a Marsella. Ya estaba allí. […] La peste en 1502 en Provenza […] coincidió también en el orden político con esos profundos trastornos […] que preceden o siguen en el orden político o cósmico a los cataclismos y estragos provocados por gentes demasiado estúpidas para prever sus efectos, y no tan perversas como para desearlos realmente […] creo posible aceptar la idea de una enfermedad que fuese una especie de entidad psíquica y que no dependiera de un virus […] Como la peste, el teatro es una formidable invocación a los poderes que llevan al espíritu, por medio del ejemplo, a la fuente misma de sus conflictos. […] Hay en él, como en la peste, una especie de sol extraño, una luz de intensidad anormal, donde parece que lo difícil, y aun lo imposible, se transforman de pronto en nuestro elemento normal. […] Desata conflictos, libera fuerzas, desencadena posibilidades, y si esas posibilidades y esas fuerzas son oscuras no son la peste o el teatro los culpables, sino la vida. […] El teatro, como la peste, es una crisis que se resuelve en la muerte o la curación. Y la peste es un mal superior porque es una crisis total, que sólo termina con la muerte o una purificación extrema. […] Invita al espíritu a un delirio que exalta sus energías; puede advertirse en fin que desde un punto de vista humano la acción del teatro, como la de la peste, es beneficiosa, pues al impulsar a los hombres a que se vean tal como son, hace caer la máscara, descubre la mentira, la debilidad, la bajeza, la hipocresía del mundo, sacude la inercia asfixiante de la materia que invade hasta los testimonios más claros de los sentidos; y revelando a las comunidades su oscuro poder, su fuerza oculta, las invita a tomar, frente al destino, una actitud heroica y superior, que nunca hubieran alcanzado de otra manera.

RETRATO DE ANTONIN ARTAUD

Se trata de Antonin Artaud, quien quisiera leer en las pestes una suerte de somatización colectiva, para usar el término psicoanalítico que parece inspirarlo. No hay que suscribir la hipótesis para aceptar, sin embargo, que la enfermedad se mueve en la complicada frontera de lo psíquico y lo biológico. Artaud señala que las pestes suelen infectar cerebro y pulmones, ambos órganos de la “voluntad”. En efecto, la respiración es fascinante porque puede operar por sí sola, sin intervención de nuestro querer, o bien, obedecer a su mando. No es por nada que disciplinas orientales como el Yoga tengan por centro la respiración. La respiración es la vía regia para la mente y no el intelecto, el cual, en varias tradiciones meditativas, debe dejarse fluir para alcanzar la serenidad. Lo mismo la mente: ella opera lo mismo a partir de automatismos y esquemas ya hechos, que a partir de la atención y la conciencia. Sirva esto para indicar que, en la complicada frontera entre biología y cultura, debemos a la rebelión de los románticos y de su pariente inmediata, la filosofía de la naturaleza, el concepto mismo de inconsciente, esa región a medio camino entre naturaleza (mecanicismo, ceguera, repetición) y cultura (saber, conciencia, lenguaje).

El concepto de lo inconsciente nos muestra un pensamiento autonomizado, pero también productivo. Se trata de una suerte de mecanismo (próximo a la naturaleza), pero creativo (próximo a la conciencia). Podemos llamarlo subjetividad inconsciente, como lo hace Lacan, pero solamente si reconocemos que se trata de una nueva potencia de la naturaleza. El primer antecedente de esta idea la encontramos, evidentemente, en la filosofía de la naturaleza de Goethe, Schelling o Novalis. Sin embargo, ellos no pudieron reflexionar sobre ese mundo extraño del virus, a medio camino entre la vida y lo inerte, que solamente nos muestra cómo la naturaleza juega todo el tiempo entre bordes, como hemos visto. Por ahora, llamemos la atención sobre lo decisivo de esta filosofía para nuestra conciencia actual. Las descripciones sobre la naturaleza que encontramos en Goethe y en Schelling puede ser reconocidas, casi íntegramente, en los discursos sobre dos estructuras inconscientes, productivas y que solemos reconocer como propiamente humanas: el lenguaje y el mercado. Si leemos lo que Goehte opina sobre la naturaleza y la descripción que hace Derrida sobre el significante, encontraremos algo más que una sorprendente cercanía. No es gratuito que Marx haya insistido en el carácter no-consciente de las estructuras económicas, ni tampoco que Nietzsche haya jugado entre las potencias creativas del lenguaje y un extravagante pensamiento sobre el cosmos.

Goethe escribe en el fragmento La naturaleza:

¡Naturaleza! Estamos rodeados y abrazados por ella- Incapaces, de salir, e incapaces, de penetrarla. Sin aviso o prevención se arroja hacia adelante al ciclo de su danza y nos arrastra con ella […] Siempre crea nuevas formas; lo que es, nunca había sido, y lo que es, no retornará […] Vivimos en ella y le somos extraños. Habla incesantemente con nosotros y no nos revela su secreto […] Siempre construye y siempre destruye, y sus talleres son inaccesibles […] En ella hay eternidad de vida, devenir y movimiento, y sin embargo ella no se desplaza. Siempre se transforma, y en ella ningún momento es quietud […] Ella ha pensado y medita persistentemente, pero no como hombre sino como naturaleza. […] Incluso lo más antinatural es la naturaleza. […] Ella se deleita con la ilusión. […] Desde la nada hace brotar a sus criaturas sin decirles de dónde vienen y a dónde van. Deben sólo transcurrir. […] La vida es su más bella invención y la muerte su artimaña, para más vida poseer. […] Uno obedece sus leyes; incluso cuando las resiste; uno opera con ella, aunque quiera actuar en su contra. […] Ella genera abismos entre todos los seres, y todo quiere entrelazarse. Ella ha aislado todo, para atraerlo en conjunto. […] Ella lo es todo. […] Ella es ruda y gentil, amorosa y espantosa, débil y omnipotente. Todo está siempre en ella. […] Ella es siempre plena y aún siempre inacabada. […] A cada uno se le aparece en una figura particular. Ella se oculta bajo mil nombres y términos y es siempre la misma. […] Todo es su culpa y todo es su mérito. [8]

¡Qué próximas se encuentran estas palabras al “ser” Heideggeriano, a la “différance” derridiana y al lenguaje de los estructuralistas! El siglo XX transpuso esta descripción de la naturaleza al lenguaje y el mercado, pero sin reconocer este transvase, sin reconocer que lo humano aparecía como algo inseparable de los procesos naturales más humildes. Pero al mismo tiempo, conforme avanzaba la biología, empírica y teórica, resultaba más y más claro la injusticia filosófica contra la idea misma naturaleza, reducida o bien a mero fenómeno constituido por la inteligencia, o bien a una x irrelevante para la cultura, o bien a un sistema de reglas mecánicas. Lo que había que hacer era hacer descender al sujeto hasta sus procesos más inconscientes, mientras se le otorga a la naturaleza mayor independencia y complejidad. Si esto se acepta, entonces podemos comprender la historia humana como respuesta a esas singularidades que son las enfermedades, la emergencia de propiedades, los saltos de orden según nivel de organización. En breve: los acontecimientos, que reconocemos como exclusivos de la humanidad, fueron largamente anticipados en la naturaleza en sistemas dinámicos y caóticos. Las singularidades, las rupturas, las bifurcaciones, las catástrofes (en el sentido de René Thom) son revoluciones y rupturas naturales, interrupciones en el comportamiento de las “funciones” normales de las especies. Se trata de las variaciones violentas a las que todo ser vivo tiene que reaccionar, siendo algunas propiciadas por ellos mismos.

IMAGEN TOMADA DE LA PELICULA “HOMBRE MIRANDO AL SUDESTE”

 

IV. Preguntas

La mayoría de los filósofos -así, hombres- han hablado sobre la dimensión “cultural” del virus. Sin saberlo han hablado de más, y de menos, claro. Pero, así como se ha escuchado más fuerte la voz cultura, también se ha escuchado la voz masculina. ¿Es gratuito que la naturaleza sea una madre y la nación un padre? ¿Es gratuito que en casi todos los mitos, en el inicio, haya siempre una Diosa madre, que luego se pierde en las sombras, cuando su hijo varón llega al mundo para gobernarlo y darle su ley? Ley del padre, deseo de la madre. Corte de la cultura, tránsito de la femineidad oscura y natural, a la luminosidad del hombre racional.

La pandemia es también un asunto feminista. En una entrevista[9] declara Naomi Klein, en el borde de la cultura y el cuerpo, que el capitalismo se nutre de vida. El costo es una vida dispuesta a mutilar a otras vidas con miras a la captura de plusvalor. Esto produce “condiciones preexistentes”, palabra favorita de las compañías para nombrar todas las enfermedades que se han manifestado ya en nuestro cuerpo cuando contratamos un seguro de gasto médicos, pero, sobre todo, un debilitamiento de nuestros sistemas inmunes en todos los sentidos, de tal manera que se ha abierto vía al virus. La forma de tratar los cuerpos: de hacinarlos, de malnutrirlos, de estresarlos, de explotarlos, de someterlos a trabajos forzados, todo ello es una catástrofe humana, pero es también la condición material para que el virus pueda cobrar tantas muertes. En la misma entrevista, Angela Davis recuerda que, si hemos de proteger a ancianos y ancianas, el último lugar en el que pensamos son las cárceles, que, además, producen un envejecimiento prematuro. ¿Quién piensa en ello en este momento? ¿Y todos aquellos detenidos que no han sido juzgados: migrantes, jóvenes, mujeres que son expuestos a condiciones de contagio seguro? Y remata: el capitalismo es biológicamente insustentable.

Parece que la biopolítica es el discurso “natural” para pensar el vínculo entre naturaleza y cultura, pero no parece haber sido cuestionado suficientemente en él qué debe entenderse por vida, por nuda vida, por cuerpo, por naturaleza. No parece haber investigación en materia de medicina, biología, bioquímica. Y más aún, no parece haber demasiado en torno al hecho de que no es el Estado hoy, sino primariamente el mercado, el que hace de las funciones biológicas una mercancía. Y esto cambia todo el discurso sobre la “soberanía”, pues al mercado entramos por la fuerza de la necesidad corporal, pero también por la fuerza de los deseos. Y el deseo se siente en los cuerpos y con los cuerpos. Que se patenten hoy genes, sea para semillas transgénicas, para órganos o incluso para nanotecnología nos indica que la reflexión sobre un supuesto Estado todopoderoso que controla a su población es, cuando menos, muy pobre. Muy rápidamente acusamos al Estado de controlar los cuerpos por medio de medidas poblacionales. Rápidamente acusamos al paradigma médico de tratar nuestros cuerpos como máquinas. Pero son el ciudadano y el paciente los primeros en reducir su cuerpo a mero instrumento, a herramienta de su productividad y de su disfrute evanescente. El cuerpo hoy hay que hacerlo trabajar y gozar hasta el extremo. No tiene otra función. Nosotros mismos hacemos del cuerpo un objeto de administración porque no le reservamos otro espacio que el de alojar nuestra subjetividad. Y somos también nosotros los que vemos al riñón como un martillo. Nuestro modo de vivir el cuerpo implica nuestro modo de vivir la salud, la enfermedad, el dolor, lo crónico; implica el modo de moverse, de tratar las articulaciones, de enderezar o torcer la espalda, sentados o parados. Quien haya pasado por la música sabe que el peor enemigo de la interpretación es el cuerpo tenso y que la naturalidad debe aprenderse, en lo que se incluyen la posición y el respirar. Innumerables músicos deben interrumpir sus carreras por lesiones de espalda, de muñecas, de dedos, todo ello derivado de la presión puesta sobre el cuerpo, que no solamente hace enfermarlo, sino que arruina la música misma. El culto a la velocidad por encima de la sutileza de la interpretación nos muestra cómo también en la música el cuerpo se vuelve mero instrumento mecánico.

Escribe Bily López:

[…] la mayoría de estos pensadores, que piensan desde el paradigma biopolítico o sus derivaciones, parecen regodearse al encontrar en la pandemia un ejemplo perfecto para mostrar que siempre han tenido la razón, que sus teorías son correctas […] [pero] el paradigma biopolítico es sólo un posible punto de partida para hacer análisis, y que va mucho más allá del catastrofismo desde el que se le suele posicionar […] [por lo que habría que dirigir nuestra atención a temas distintos, como] al cuidado, al cultivo de sí mismo, a la empatía y a la habitación de los espacios.[10]

Eso: el cuidado de sí a través del cuidado de un cuerpo, pero también el cuidado de otros, la forma de compartir los espacios, ¿no son temas que ha tocado el feminismo, ante todo? Cuando se dice, el ser humano es más que un “mero cuerpo biológico” se ha cometido un error del mismo tipo que señalaba Arana: creer que por “bios” se implica algo constituido, automático, cerrado, una máquina, pues y que, por “zoé”, se mienta la verdadera excelencia humana, con lo que no sólo se hace gala de narcicismo, sino que también se recusa esa región “intermedia” que constituyen las pulsiones, el pensamiento inconsciente, las somatizaciones, etc.

Quisiera aquí hacer referencia a una idea del psicoanalista Francisco Landa Reyes, puntual, precisa y aguda, a propósito del cuerpo y del cuidad. A todo o largo de la pandemia, hemos puesto nuestro empeño en defender al cuerpo por medio de la distancia y el aislamiento. Es evidente, el modo de contagio de lo coronavirus lo demanda. Pero tan extendida conducta contrasta con lo que debería ser su complemento, a saber, el cuidado y la preparación. En primera instancia sí: la cuarentena no es solamente para no contagiarme, sino para no contagiar a otros. No hay aquí manera de trazar una frontera clara entre mi cuerpo y los otros, por un principio básico de conexidad. Pero, en segunda instancia, la gravedad del coronavirus no se sigue de su mortalidad (se ha señalado ya hasta el cansancio cuántas enfermedades y condiciones resultan mucho más letales), sino de un colapso en la atención de la enfermedad, es decir, del cuidado de los otros. Por ello es absolutamente correcto que se exija esto del Estado, sin que por ello se siga la cesión de ningún derecho, ni la acción autoritaria de nadie. Por el contrario, este es el tipo argumento prototipo de la derecha: que el Estado no intervenga en salud, ni educación, para evitar sus “naturales tentaciones totalitarias”.

Sabemos que el virus es más letal cuando existen condiciones de comorbilidad, como la diabetes o la hipertensión; sabemos que cualquier infección es más fácil de contraer y más violenta en sistemas inmunológicos comprometidos; y sabemos también que el modo de vida actual, por sus patrones de sueño, alimentación, ejercicio y condición mental, trabajan en contra del sistema inmunológico. Paralelo a la distancia y el uso de guantes y cubrebocas, que nos defienden de lo externo, debería haber un trabajo de preparación interno, en caso de llegar la infección. Esta es la pregunta de Francisco Landa: ¿qué hacemos con nuestros cuerpos para estar preparados? ¿Es que la cuarentena, además de alejarnos de los demás, se ha convertido en el cultivo y entrenamiento de la tranquilidad, la claridad de pensamiento, la alimentación correcta, el desarrollo de la condición física? ¿Nos estamos preparando intelectualmente con argumentos para cuando regresemos al mundo que irremediablemente cambiará? ¿Estamos pensando ya en modelos de organización para incidir cuando los gobiernos sientan las tentaciones autocráticas o cuando exista la posibilidad de cambiar las prioridades de los gobiernos? Y de forma más inmediata: ¿saldremos con un cuerpo fuerte y sano de la casa para enfrentar un virus con el que tendremos que vivir (junto a muchos otros y los venideros)? ¿No ha hecho pensar el virus sobre qué hacemos con nuestros cuerpos en el capitalismo y no solamente lo que él hace con ellos? ¿Cómo habitaremos las calles? ¿Qué haremos con todas las formas de hacinamiento que hemos propiciado en los slums, en las cárceles, en los campamentos de migrantes y desplazados? ¿Cuál será la distancia que consideraremos deseable? ¿Cómo nos tocaremos? ¿Nos daremos asco de hoy en adelante? ¿Nos convertiremos en compulsivos lavadores de nuestras manos? ¿Cómo cuidaremos de nuestros enfermos y enfermas? ¿Cómo escucharemos la enfermedad a partir de ahora? ¿Y qué deberíamos entender por salud?

Pero el confinamiento ha sido todo lo contrario: trabajo desmedido desde la casa (fundiendo trabajo y oficina en favor de la última), falta de movimiento (anulado el poco movimiento de nuestras ya sedentarias vidas), dietas peores y todo tipo de demonios psíquicos como depresión, paranoia y ansiedad. La filosofía ha visto con desprecio todo esto, considerándolo aspectos de la mera vida biológica. Que todo esto constituya el nicho del new age solamente muestra que ningún otro discurso serio le disputa ni sus temas, ni sus objetos. La idea misma de “ejercicio” es ya la visión más pobre de la salud corporal, una caricatura que solamente nos impone un nuevo deber: el de estar sano para poder así cumplir el mandato de gozar la vida y ser feliz, claro, porque un humano feliz es siempre más productivo. Eso se pide gozar, pero en la productividad. Si el goce implicara, por una vez, no un plusvalor, sino minusvalor y decrecimiento, perdería su carácter de imperativo.

Las preguntas se multiplican y crecen como enredaderas en torno de la(s) sinuosa(s) frontera(s) entre naturaleza y cultura. Volvemos ahora a la pregunta inicial, ¿representa el coronavirus la trivialidad de lo biológico, el mundo siempre idéntico, frente a la constante innovación del “espíritu”. Concluyamos con esto: todo es siempre nuevo bajo el sol. Incluido él mimo. También brilló hace mucho por primera vez.

 

Notas

[1] La historia, la carta de Caillois a Bretón, así como sus reflexiones posteriores sobre el surrealismo se pueden encontrar en: Caillois, R. (1974) Approches de l’imaginaire. París: Gallimard.
[2] Lorenz, K. (1941). Kant’s Lehre vom Apriorischen im Lichte gegenwärtiger Biologie. Blätter für Deutsche Philosophie 15: 94-125. Versión inglesa en:
https://archive.org/stream/KantsDoctrineOfTheAPrioriInTheLightOfContemporaryBiologyKonradLorenz/Kant%27s+doctrine+of+the+A+priori+in+the+light+of+contemporary+biology_Konrad+lorenz_djvu.txt
[3] Rosenzweig, F., El nuevo pensamiento, Reguera, I. (trad.), Madrid: Visor, 1989, p. 28.
[4] https://noticieros.televisa.com/especiales/alain-badiou-opinion-cambios-politicos-coronavirus/
[5] Lacan tendría mucho más que decir a propósito del as pulsiones, del deseo de la madre, del cuerpo, pero es él quien, una y otra vez retorna a la idea del corte, del destierro del paraíso natural por la introducción del significante.
[6] Arana, J. (2015). Continuidad y discontinuidad en el desarrollo de las estructuras naturales. Scripta Philosophiæ Naturalis, 7: 97-119 (2015). Pp. 116-117.
[7] https://pensarlapandemia.com/2020/04/17/pandemia-replegarse-o-morir/
[8] Goethe, J.W. (1977) “Die Natur” Schriften zur Naturwissenschaft, Ditzingen: Reclam. Pp. 28-31.
[9] https://www.facebook.com/TheRisingMajority/videos/1001191156942525/
[10] https://pensarlapandemia.com/2020/04/17/covid-19-lxs-filosofxs-y-la-filosofia/