Revista de filosofía

¿No se ha dado cuenta que somos escoria?

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Lo encuentro en un rincón de la sala de rehabilitación, tendrá unos veinticuatro años, un rostro muy agradable se oculta en las huellas de las drogas: piedra, coca, marihuana, thiner, ahora sólo los neurolépticos lo acompañan, sin embargo, su expresión y la sonrisa amarga que se dibuja en él hablan de no dejar ir a la vida que oculta ¿por qué está aquí?, le pregunto, mi familia me ha desechado y eso duele.

El joven llegó hace más de mes y medio. Su malestar comenzó cuando sintió que una compañera en la escuela lo miraba con odio y se defendió aventándole una pluma, no se atrevió a hablar con los padres y como lo expulsaron se pasaba los días en la calle con los amigos y las drogas. “Es para mi difícil demostrarles que si puedo” me dice.

¿Y por qué, tiene que demostrarles que puede?- le pregunto, yo creo que no tiene que demostrarles nada. El joven se sorprende, sonríe y continua diciéndome que una vez la familia llamó a la policía acusándolo de robo, y sí, él se había robado algunas cosas de su casa, pero nunca creyó que su familia lo acusara con la policía, “le mentí a la policía para que mi familia me respaldara y en lugar de eso me llevaron tres días a la cárcel…”

Yo no tengo mujer ni hijos, tengo padres y hermanos, pero ellos me desechan. Mi padre es duro, me dice que yo cambie como si él fuera el que quisiera cambiarme por otro, a veces pienso en mi madre, pero para desecharla también.

Yo empecé con las drogas queriendo encontrar en la vida algo diferente, es difícil para mí encontrar trabajo, es difícil para mí vivir.

Su rostro despertó en mí una especie de ternura, de solidaridad con su rebeldía, el joven está completamente solo. ¿Confía usted en alguien? le digo yo, y un silencio ocupa todos los espacios. Su frase, pienso en mi madre, pero para desecharla me dice que su soledad es grande y ocupa cada resquicio de su cuerpo, por eso las drogas penetran en él sin freno y no hay fronteras en el cuerpo del hombre que yace en el rincón de la sala de rehabilitación, ausente de palabras.

El viernes después de la sesión clínica fui a buscarlo y vi cuando lo llevaban en una silla de ruedas, iba al TEC. ¡Tiene veinticuatro años! Me dijo el psiquiatra, que ya no se podía controlar, que se tiraba de las gradas y se golpeaba. Pero ¡no! le digo yo, he estado hablando con él, ¿qué pasaría?, me sentí culpable de no haber venido el viernes ni el martes pasado; culpable de haberlo olvidado, culpable de encontrarle con el pelo muy corto; culpable de su mirada que no me reclamaba nada, culpable de no poder hacer nada ante la violencia del electroshock; culpable de tener una casa y unos hijos formidables. Culpable de que este muchacho exista y de que no exista, culpable de mi impotencia y de mi arrogancia; culpable de haberlo saludado y de habernos reído; culpable de haberlo imaginado con los rizos, que enmarcaban ese rostro con que lo conocí; culpable de escuchar sus ganas de vivir al llenarse de drogas; al rato vuelvo le dije, cargando mi impotencia ahí en la reja mientras el me sonreía, sentado en la silla de rueda que lo llevaba al tormento que llaman estudio, a la electrificación de su cuerpo, y de su alma, al olvido.