En un célebre pasaje de Las partículas elementales, Michel Houellebecq habla de las “mutaciones metafísicas” como “transiciones radicales y globales de la visión del mundo adoptada por la mayoría”.[1] Singulares, implacables, las mutaciones metafísicas significan un cambio radical en la captación de lo real, la imposición de un nuevo horizonte de significatividad; socavan los juicios estéticos, las jerarquías sociales, los sistemas políticos y las estructuras económicas. “No hay fuerza humana que pueda interrumpir su curso –dice Houellebecq- salvo la aparición de una nueva mutación metafísica.”[2]
Hoy diríamos que la gran mutación metafísica de nuestro tiempo ha sido la Revolución Digital. La frase es exagerada. Sin embargo, no carece del todo de cierto fundamento: hoy, más que nunca, parece necesario pensar en la aparición del internet con una singularidad radical; tan extrema ha sido su influencia en nuestra subjetividad, nuestra sensibilidad, nuestra forma de participación y organización y, en suma, en nuestra forma de vivir, que toda categorización a su respecto reclama para sí un trabajo conceptual y analítico tan específico como delicado. En efecto, quizás nunca antes en la historia de nuestra conciencia se habían operado alteraciones tan profundas en un lapso tan breve de tiempo. Esto ha generado en nosotros un cúmulo de fascinaciones, miedos, incógnitas y elucubraciones que es aún incalculable. Por esto mismo, la filosofía se ha tornado en una disciplina de particular vigencia. Es este el marco donde se sitúa Filosofía, arte y subjetividad: reflexiones en la nube, coordinado por Alberto Constante y Ramón Chaverry.
En el primer artículo que compone el libro, Tecnofilias y Tecnofobias del mundo actual, Leticia Flores Farfán aborda el tema de las distintas expresiones cinematográficas en torno al tema de la tecnología, la máquina y el futuro. A través del cine, explica Farfán, se despliega como tema recurrente nuestra relación con lo tecnológico. La tendencia particularmente acentuada a escenificar este tema en los últimos años no debe generar en nosotros la idea de que se trata de una preocupación exclusiva del nuevo siglo; baste recordar que Viaje a la luna de Melies, una de las primeras cintas en la industria, versa justamente sobre un evento que pone en el centro de la discusión el lugar que ocupa la tecnología en el universo humano. Farfán considera estas cintas, junto a innumerables otras, la expresión de una ambivalencia profunda y expresiva en torno a la tecnología, y más concretamente, el internet: una admiración que se conjuga con un secreto horror, una fascinación devota que tiene el potencial de convertirse en tragedia. Tecnofilia y tecnofobia.
Lo que nos evoca esta ambivalencia es una contradicción mucho más arcaica, cuyo objeto es el ser humano mismo, y que fue tratada con maestría en el Frankenstein de Shelley. El terror de la máquina es el terror al hombre mismo, erigido en su artificialidad sobre la prístina e inviolable pátina del mundo natural. La conciencia tomada como artificialidad en contraposición a lo natural es el mayor prodigio, y simultáneamente, el mayor y primer crimen que carga la humanidad. En efecto, la máquina es terrorífica en un nivel demasiado básico para ser confesado; terrible, si, por su fría circunspección, por su absurda y sorda inmutabilidad. Pero terrible, también, porque nos recuerda nuestro propio absurdo, nuestra propia repetición, programada e inútil, frente a la perfección de lo natural. La fobia y la filia que introduce Farfán marcan el tono de todo el libro: fobia a la reproducción misma de lo vivo, a su representación exterior y virtual donde todo es engaño y no hay brillo tras los ojos ni resplandor sordo que emerge desde dentro; filia, no obstante, de la inconmensurable posibilidad que nos abre la extraña resistencia a ser tragados por la cruel ecuanimidad de lo natural, a la capacidad de mostrar y abrir lo por siempre prohibido.
¿Cuáles son las configuraciones en que se cifran esta fobia y esta filia? ¿En qué ámbitos puede el internet mostrarnos su terrible potencial destructivo o su deslumbrante capacidad para abrir horizontes y nuevas posibilidades? Sin duda es el arte uno de los terrenos donde este debate ha adquirido las proporciones más monumentales y las categorías más elásticas. ¿Qué nuevas formas de producir, exhibir y experimentar el arte ofrece el internet? ¿En qué sentido se modifican nuestras categorías tradicionales y hasta qué punto vale la pena conservarlas? Es este el tema de El fantasma en la máquina: arte producido por software de Elisa Schmelkes.
Para problematizar la discusión en torno a cuestiones como el autor, el público, el proceso de creación y la subjetividad en el arte digital, Schmelkes toma el arte hecho por Bots, aplicaciones que ejecutan comandos automáticamente, en el más pleno sentido mecánico. La activación del comando del Bot puede ser azarosa o en respuesta a un estímulo previamente programado. Dentro de la amplia gama de posibilidades que ofrece un Bot–entre las que se encuentran entablar conversaciones con usuarios hasta editar páginas de Wikipedia- se halla, pues, la no menos sorpresiva posibilidad de hacer arte.
Uno de los fascinantes ejemplos tratados por Schmlekes es Pentametron, Bot que se dedica a buscar tweets en pentámetro yámbico para reordenarlos posteriormente de manera aleatoria en la composición de un poema. El resultado es generalmente un absurdo, que revela metafóricamente “la esquizofrénica personalidad del sitio en su totalidad”. Lo extraordinario en este punto es la sofisticación que los procesos de creación que han desarrollado, y hasta dónde pueden comprometer la subjetividad: en un proceso de modificación artística de imágenes, por ejemplo, puede suceder que un Bot seleccione una imagen, la mande a otro Bot, cuyo trabajo es generar en ella un glitch[3] y devolverla, tras lo cual el primer Bot repite el proceso del anterior. De estas “conversaciones” o diálogos” entre máquinas, el usuario humano es mero espectador y juez.
La nueva poética del glitch aquí establecida cambia diametralmente el valor artístico de la imagen; se trata de una alteración más o menos azarosa de la información genética de la imagen, que posteriormente será expresada, diríamos, fenotípicamente. El resultado es irrisorio, inverosímil o esperpéntico. En todo caso, se trata de un nuevo horizonte estético, donde la obra –en una especie de triunfante regreso del futurismo y el surrealismo- es más una celebración del error y lo efímero que una producción intelectualmente elucubrada. El glitch de una imagen es el anverso de la información ordenada y plenamente programada; es, por decirlo dramáticamente, el lado inconsciente e incalculado de la información, el sueño de la máquina. La pregunta aquí, en todo caso, no es cómo ni qué sueña, sino quién sueña.
En el mismo tenor se halla Del Net.Art al Locative Media Art de Paola Uribe y Alejandra Mosig. Tomando como partida el poderoso impulso por desmaterializar la obra de arte en el siglo XX, las autoras explican el surgimiento del Media Art, como medio e instrumento de nuevas estrategias de distribución de la producción artística. El Media Art se caracteriza llanamente como la exhibición artística fuera del museo o la galería. Este movimiento se sitúa en una nueva era reproducción de la obra, donde reina “la reproducción telemática, una distancia cero entre la obra y su copia”,[4] algo ya preconizado por Walter Benjamin. Se trata de un viraje hacia la esfera pública en la exhibición, distribución, y producción del arte.
Lo que permite esta nueva forma de producción y exhibición no es solo una conectividad cada vez más cercana y eficiente ente artista y usuario, sino la virtual desaparición de esta distinción. Las relaciones de producción de arte se transmutan: ya no hay autor, sino comunidad; ya no contemplación, sino participación. Tan solo un concierto de manifestaciones plurales, singulares y descentralizadas. El internet, en este sentido, sería rizomático.
Ahora bien, esta nueva configuración, como resulta claro, no se restringe a la esfera estética, y tiene alcances políticos de notable profundidad. Con esta preocupación es que las autoras introducen el tema del hacktivismo y la Ética del hacker, refiriéndose a la insurgencia emancipatoria de ciertos agentes en la red, cuya consiga principal es la lucha contra la vigilancia planetaria; la información debe producirse y compartirse libremente, a través de un desarrollo democrático y colectivo. Quizá el ejemplo más ilustrativo de esta nueva lógica política es el caso de la Transborder Inmigrant Tool, que en 2007 hackeó el sistema de posicionamiento global de Motrola 455, con la intención de utilizar la información geográfica para otórgasela a migrantes, incluyendo señalizaciones de border patrols, cuerpos de agua, y localización de centros de atención. Fue desmantelado en 2012, por ser considerado ilegal.
En El arte entre los espacios virtuales y las comunidades imaginarias Rafael Gómez Choreño defiende, por su parte, la idea de pensar al internet no sólo como instancia virtual, sino también plenamente material. Cuestión para nada insostenible si consideramos el efecto afectivo que sobre nosotros ejerce. Lo virtual del internet, dice Choreño, estriba únicamente en la reducción de una distancia y en el establecimiento de un disenso (en el sentido en que o utiliza Rancière, es decir, como una nueva organización de la sensibilidad en la que no se postula ni significado oculto bajo el fenómeno, ni una univocidad en la interpretación de lo dado). Con respecto a la discusión artística, Choreño distingue dos posibilidades: las imágenes artísticas pueden ser secuestradas por el consumo publicitario –desde el fetichismo hasta la réplica y la imitación, o pueden, también, abrir paso la intervención poética, a la creatividad y a la intervención emancipadora. Dado que el internet libera a la obra de arte de su soporte material (lo que la hace plenamente reproducible), la discusión de la imagen artística en internet no es ya exclusiva de los cánones estéticos, pues la posibilidad de la reproductibilidad implica a su vez las relaciones entre subjetividad, exhibición y discurso. Aún más –siguiendo a Benjamin- la discusión sobre la reproductibilidad es también la discusión sobre las condiciones ético políticas de esta reproductibilidad, así como de las condiciones subjetivas y sensibles que implican el modo de su exhibición.
Choreño realiza un esbozo de los cambios determinantes en la producción, exhibición y captación estética de las imágenes a lo largo de las innovaciones tecnológicas, desde la fotografía y el cine, pasando por la masificación y la reproducción masiva de las sociedades de control, espectáculo, consumo y teledirigidas, producidas por el radio y la televisión. Este proceso opera una transformación radical en la distinción de cuerpo e imagen. En efecto, en internet el cuerpo se torna imagen, a través de su tránsito virtual. Dicha metamorfosis, aparentemente positiva para la estética, conlleva también un anverso parecido al horror mismo: la posibilidad de la exhibición del cuerpo como pura imagen, como espectáculo o huella informática, capaz de ser expuesto hasta en la brutalidad de su miseria. Ulteriormente, esta ambivalencia en las categorías debe reducirse a la posibilidad de un carácter comunitario del internet o de su potencial masificador; de su posibilidad de repensar ética y estéticamente el valor de las imágenes; finalmente, su ambivalencia en el sentido del cumulo inagotable en el que se juega un uso totalitario y un uso libertario y emancipador.
En la misma línea de Benjamin, José Ezcurdia desarrolla las tesis de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, para posteriormente aplicarlas al análisis de la reproductibilidad en el internet. En un artículo titulado La web: imagen y producción e subjetividades, Ezcurdia comienza con el desplazamiento de las formas tradicionales del arte con la aparición del cine. Tomando la noción de aura de Benjamin (la develación del fondo metafísico y sobrenatural que envuelve a la obra), y su consecuente análisis de la obra de arte instrumentada por la política; Ezcurdia analiza el cambio de valor de las imágenes en la red, sobre todo a partir de su exhibición masiva.
No hay duda de que para Benjamin la reproductibilidad técnica mata la esencia de la obra. Al responder a la lógica de la reproducción del capital al servicio de la política, la obra “encuentra una nueva orientación: satisface las exigencias estéticas que supone la emergencia de una sociedad de masas”.[5] De este modo, la obra misma se inocula del canon que la osifica. Esto significa al par la masificación de la sociedad, pues la reproductibilidad que responde al capital no solo no le permite una experiencia auténtica de la obra, sino que reproduce a su vez, parasitariamente, la lógica de la enajenación; enajenación, de hecho, cuyo objetivo, es la guerra. Concretamente, el funcionamiento de la web, y las categorías con las que se ejecuta, sirven solo como instrumento de la economía capitalista de producción de subjetividades, que reproducen la estructura económica. A la pregunta ¿puede provocar la epifanía de lo singular? Ezcurdia responde con Bolívar Echeverría: la web incapacita para la experiencia mística estética irrepetible. “El capitalismo en su fase neofascista encontraría en la web un dominio de renovación”.[6]
En El comercio de los afectos, Francisco de León analiza los efectos que comprenden las nuevas formas de relación virtual en la intimidad, la privacidad, y las relaciones afectivas.
Como señala al inicio del artículo, parece ser que con el internet lo más intimo y personal ha quedado subsumido en la lógica de la oferta y la demanda. No se enriquecen las experiencias vitales, sino que se engorda la lógica del mercado, del trafico y el aumento del capital simbólico. Ante la intimidad genuina, en este sentido, queda el puro aparecer, el llano fenómeno de lo expuesto deliberadamente como imagen virtual; la identidad como historia compartida, como detalle, queda reducida a la huella informática del usuario, incapaz de respaldar la imagen.
El tema de la virtualidad en los medios –y la conflagración en la que sumerge a la identidad- puede ser rastreado desde Platón hasta Kafka y su definición de la relación epistolar como “comercio de fantasmas”. Con él, lo que se introduce de manera subrepticia es la relación que con la identidad y el afecto guarda la distancia, y la oscura paradoja que guarda: la fijación incontrolable por acortar la distancia que caracteriza a la modernidad, se ha tornado, a la par, en una profunda lejanía (Roland Barthes denunciaba que el teléfono, el acortador de distancia por excelencia, causaba inmovilidad, pues vuelve al usuario esclavo de la angustia ante su insistencia desencadenable en cualquier momento).
Como corolario, Francisco de León analiza la problemática de la transparencia y la exposición individual en la red. La obsesión con la biografía, así como la difusa línea divisoria entre la intimidad y el derecho a la privacidad, son sólo dos de los problemas que pueden pronto tornarse en tragedia (dos temas bien representados por Heinrich Böll en El honor perdido de Kathalina Blum). Hoy, más que nunca, la información individual se haya registrada y a disposición del mejor postor. El espacio de emancipación por excelencia ha resultado ser el espacio de mayor vigilancia en la historia de la humanidad. En internet, todo deja una huella, como decía Deleuze.
En Habitar el mundo digital, Ramón Chaverry rescata la idea heideggeriana del habitar como producción del mundo; a diferencia del animal, que se adapta al mundo, el humano lo habita, es decir, lo hace habitable en el pleno sentido del hacer, de llevar a cabo como producción. En un sentido más amplio, crea el mundo. Si esto es cierto, el mundo digital no puede ser pensado únicamente como una plataforma en la que opinamos, contemplamos, participamos y ocasionalmente participamos; en el mundo digital, primero y ante todo, habitamos.
En este nuevo mundo, dice Chaverry, la subjetividad se reduce a su expresión matemática, al dato como expresión unívoca y al mismo tiempo fugaz del lenguaje binario. Esto significa un aparente viraje hacia la transparencia, donde el flujo informático deja siempre su huella, marca o hendidura capaz de ser registrada y contrastada. La condición de transparencia, señala Byun Chul Han, no es la transparencia misma, pues aunque pueda parecer que en la red se halla todo dispuesto del modo más inmediato y público, su expresión está ya cifrada en un lenguaje codificado y desconocido por el usuario: el lenguaje matemático. Esto quiere decir que el medio de transparencia se halla él mismo encriptado en el lenguaje binario; su prístina claridad alcanza hasta las coordenadas –ocultas y sin embargo definitorias- del lenguaje informático que la constituyen. En sentido estricto, este lenguaje nos permite navegar, pero no crear: con ello se cancela la posibilidad del crear como dimensión constitutiva del habitar.
Además, el código cifrado del lenguaje matemático –que funciona como una arquitectura invisible de la red- establece una nueva organización del poder a partir de la exclusividad del código, de la restricción que con respecto a las coordenadas de participación tiene el usuario. Dicha situación genera un totalitarismo sutil a través del exilio del lenguaje codificador de la nueva realidad virtual; las implicaciones son de alcance biopolítico, en sus más diversas y obscenas presentaciones.
En el artículo La Deep Web, futuro de la subjetividad de Alberto Constante comprende el análisis de la región mítica y opaca que guarda el internet en tanto que producción humana. A modo de un espejo especular, el internet funciona como un telón de fondo en el que se proyecta tanto un lado consciente, controlado y sistematizado, como un reverso oscuro e incontrolable, donde se reproduce una voluntad ciega y enrevesada. El espacio cibernético por excelencia en el que se proyecta el anverso inconsciente y obsceno del humano, es la Deep Web. Pantalla del deseo inconsciente, espacio donde desaparece la frágil capa de la transparencia social, en ella se manifiesta la represento intrínseca del humano, donde el reverso de la transparencia se traduce en “(…) la realización exacta de las más codiciadas fantasías del lado oscuro del alma humana”.[7]
La Deep Web aparece aquí como la metáfora del desfondamiento del sujeto donde, tras ser derrumbados los muros de la individuación, queda erguido tan solo el deseo secreto, la fuerza destructiva de lo anónimo. No se trata de pensar, en todo caso, que esta lógica nace con el internet: Constante nos recuerda que el contrapunto de necesario de la verdad es siempre un fondo obsceno, un secreto. Por ello, pensar la Deep Web solamente como una herramienta práctica -tanto de servicios ilegales, como de posibilidades emancipadoras en contextos adversos- no es incorrecto, pero si incompleto; en su misma configuración, contiene un carácter metafísico, envuelve en su lógica la libertad misma de lo incógnito, el universo inconmensurable e incuantificable del fondo sin fondo. Por ello, genera su imaginario, su aura mítica.
Quizá la forma más acertada de reunir las distintas reflexiones aquí tratadas sea recurriendo a Umberto Eco, quien aseveraba que el internet es, a un tiempo, un cosa y su contraria. Ante esta paradoja, parece, lo único capaz de evadir una eventual catástrofe es el movimiento, entendiendo que pensar, en toda instancia, revela también un movimiento (quizás el más sutil, el más secreto y el más exhaustivo de todos). La escritura de este libro ha sido un esfuerzo por continuar el vaivén del pensar. Que lo sea también su lectura.
Notas
[1] Houellebecq, Las partículas elementales, México, p.5
[2] Ídem.
[3] Un glitch es un error informático del software.
[4] Uribe y Mosig, Del Media.art al Locative media art en: Filosofía, arte y subjetividad: relfxiones en la nube, México, p.66
[5] Ezcurdia, La web: imagen y producción e subjetividades en: Filosofía, arte y subjetividad: reflexiones en la nube, México, p. 88
[6] Íbidem, p. 99
[7] Constante, La Deep Web, futuro de la subjetividad en: Filosofía, arte y subjetividad: reflexiones en la nube, México, p. 139