Resumen
El ojo y la mirada son, en la obra de Georges Bataille, participes de una operación intelectual encaminada a eliminar la diferencia entre sujeto y objeto, el fin de ello es impugnar la condición que reduce el Ser a lo útil y al hombre a lo servil. El presente artículo resume tres posibilidades para la visión en dicha operación: en primer lugar, un ojo condicionado por los objetos a ver el mundo desde lo conocido, a continuación, la idea de un ojo que observa a la mirada como un objeto determinado por lo útil, y que, en tanto tal, es propicio para el sacrificio; y, por último, la radical propuesta acerca del surgimiento de un ojo vertical despojado de toda función.
Palabras clave: Bataille, ojo, mirada, sujeto, subordinación, soberanía.
Abstract
The eye and the look are, in the work of Georges Bataille, participating in an intellectual operation aimed at eliminating the difference between subject and object, the purpose of which is to impugn the condition that reduces the Being to the useful and the man to the servile. This article summarizes three possibilities for vision in this operation: first, an eye conditioned by objects to see the world from the known, then the idea of an eye that observes the gaze as an object determined by useful, and that, as such, is conducive to sacrifice; and, finally, the radical proposal of, the emergence of a vertical eye stripped of all function.
Keywords: Bataille, eye, gaze, subject, subordination, sovereignty.
El ojo subordinado: La mirada dentro del “marco óptico”
Los ojos humanos no soportan ni el sol,
ni el coito, ni el cadáver, ni la oscuridad.
Georges Bataille
Imaginemos un objeto que nos haga desviar la mirada, un objeto, como por ejemplo, el ojo al filo de la navaja con que inicia “El perro Andaluz”, la escena parece suspender por un instante al pensamiento; el corte del ojo representa la transgresión de un límite para el sujeto, que, de lo visto no obtiene una imagen de la que pueda distinguirse, o poner fuera, como algo distinto a él, aquello que se observa: en el estremecimiento de la náusea, el goce o la repulsión, el ojo de quien observa es por un instante el mismo que el que filmaron Dalí y Buñuel.
Para que el ojo se distinga y, con él, el sujeto, es necesario que la mirada se despliegue dentro de un marco de imágenes fijas, en el que todo -desde el sujeto hasta Dios, pasando por todos los objetos- pueda conocerse de forma “clara y distinta”. La condición para conocer es ver, y ver es hacer de todo lo real un universo de objetos fijos sobre los que la mirada pueda detenerse y regresar al sujeto con la forma de lo conocido.
La mirada no puede detenerse en el ojo que está siendo rebanado, le rehúye en tanto que al verlo siente angustia, la cual surge en el instante en que no hay diferencia entre él y el ojo que observa. En ese rehuir el “yo” no puede detenerse en un aspecto fijo y, por tanto, la mirada no devuelve una imagen de la que pueda distinguirse; apartar la mirada es el gesto con que el ojo se protege de la indiferenciación, condición esencial para el surgimiento y permanencia del “yo”.
La relación entre la mirada y el problema de la diferenciación entre sujeto y objeto es expuesta por Bataille recurriendo a la imagen de un “marco óptico”. Según los términos de dicho marco, en la experiencia inmanente del ojo anterior a la conciencia, lo que existe efectivamente es ipseidad: “No hay ser sin “ipseidad”. A falta de “ipseidad” un elemento simple (…) no encierra nada,[1] lo que la ipseidad encierra es “el carácter compuesto y contingente de los seres, la particularidad azarosa al interior de la convulsión generalizada del cosmos”[2] frente a lo improbable presente en el carácter contingente del universo, la ipseidad es el paso del no ser al ser: en ese orden siempre cambiante, cada particularidad no es sino el resultado de eventualidades que bien pudieron no haber acontecido.
El hombre se diferencia del resto de las ipseidades por la presencia reiterativa de la angustia, que en la conciencia reconoce la posibilidad de volver a ese estado de no-ser. Evitar el no ser lleva al ipse a querer ser algo, es decir, afirmar su autonomía diferenciándose del resto de los objetos. “Este ser ipse, compuesto el mismo de partes, y, como tal, resultado, ocasión imprevisible, entra en el universo como voluntad de autonomía. Está compuesto, pero intenta dominar. Espoleado por la angustia, se entrega al deseo de someter al mundo a su autonomía.[3]
Así, a la par de la angustia, la voluntad constituye al hombre como ipse, la negación de la angustia que experimenta enfrentado a la ipseidad da lugar a la necesidad del conocimiento de otros objetos que le reflejen su propia autonomía, es decir su propia diferencia en tanto sujeto autónomo y distinto a lo demás; la singularidad del ipse debe ser domesticada en una imagen que mantenga idéntico a aquello que le ha permitido diferenciarse, en ese sentido la identidad requiere de lo idéntico en sí y lo no idéntico proyectado fuera, para poder distinguirse: en este encuentro entre lo particular del ipse y lo universal del resto de ipseidades, aparece el “yo” como imagen de lo idéntico propio de cada ser en tanto ipse: “El “yo” encarna en mí la docilidad perruna, no en la medida en que es ipse, absurdo, incognoscible, sino por constituir un equívoco entre la particularidad de ese ipse y la universalidad de la razón. El “yo” es de hecho la expresión de lo universal, pierde el salvajismo del ipse para dar a lo universal una imagen domesticada”.[4]
Frente a la radical heterogeneidad del ámbito de la ipseidad, el “yo” constituye mediante el lenguaje, un mundo que le resulte identificable, su posición en ese mundo es, primero, la de conocerlo a través de las palabras con que se denomina a los objetos, para, posteriormente, él mismo poder nombrarlos; conocer y nombrar le da la facultad al “yo” de establecer un límite con el mundo, en donde las cosas en tanto reductibles a un objeto -en este caso al nombre- son homogéneas.
El mismo proceso de homogenización constitutivo del “yo”, es, llevado a un plano trascendente, el origen de la idea de Dios; en él se manifiesta el deseo de anticipar lo heterogéneo en una imagen inmutable, que pueda redirigir la mirada al marco de lo conocido, así, los principios que permiten la diferenciación entre sujeto y objeto son colocados en un plano ajeno a la contingencia: “Sea cual sea la fiebre que le impulse, el amor de Dios anuncia: 1) Una aspiración al estado de objeto (a la trascendencia, a la inmutabilidad definitiva); 2) la idea de la superioridad de un tal estado”.[5]
Para Georges Bataille, la necesidad de un mundo homogéneo, como antídoto para la angustia ante la nada, genera en el sujeto el “querer serlo todo”. En “La Experiencia Interior”, expone la negación del sufrimiento, implícito en la desaparición de lo conocido en lo desconocido, bajo la forma de un mundo definido en su totalidad por un sujeto que lo juzga todo igual a sí: “Cualquiera que, disimuladamente, desee evitar ese sufrimiento con el todo del universo, juzga respecto de cada cosa como si él lo fuera, del mismo modo que en el fondo imagina jamás morir”.[6]
El “serlo todo” salva entonces del sufrimiento que implica “ser (la) nada”. En su constitución el sujeto juzga cada cosa desde el rasero de su experiencia y va privilegiando el interés hacia aquellas que más constantemente lo apartan de la angustia, llegando así a convertirlas en principios universales de un orden homogéneo. “Serlo todo” es el sujeto “con”, “en” y “como” todo, es decir, una negación de la singularidad enfrentada a la nada en favor de una afirmación de la identidad en un todo conocido y compartido que permanece a salvo de lo desconocido, flanqueado por las ideas de “yo” y “Dios”.
El pensamiento, en tanto que apuesta por el ejercicio de la soberanía, es afirmación de una existencia que no pospone nada. Esto supone abandonar el afán de “querer serlo todo” que es en esencia, la negación del tiempo presente a favor de un tiempo fijado de antemano en imágenes con las que se cree poder determinar el porvenir, los motivos para dicho abandono giran en torno a la renuncia a la condición subordinada, que supone mantener al hombre dentro de los límites del “marco óptico”, estos, al haber sido elaborados con un fin específico, lo definen en la misma esfera de los fines, convirtiéndolo en un objeto más.
La soberanía del instante se experimenta en la indiferenciación entre el sujeto y los objetos, estado “inmanente” en el que el hombre habita el mundo “como agua en el agua”, la diferenciación es la condición para que los objetos existan, y esto ocurre tras la aparición de la conciencia. La creación, por parte de los primeros hombres, de objetos útiles nos da testimonio de un pensamiento que advierte medios para un fin posterior y distinto a sí mismo, de ahí que Bataille sostenga que “el útil elaborado es la forma naciente del no – yo”:[7] en la elaboración de útiles la conciencia crea un mundo antes inexistente, esto es, el mundo del proyecto, y en este mundo se imponen cada vez más, como únicos fines, la conservación y la producción.
La conservación y la producción suponen para la experiencia la postergación de los deseos que antes podían experimentarse espontáneamente y sin restricción alguna. Un testimonio de y para la mirada del momento, en que, posterior a la aparición de la conciencia se reconoce un mundo abandonado para siempre, son las pinturas paleolíticas, en ellas el hombre observa con admiración y veneración[8] a aquellos seres que parecen no haber renunciado al despliegue soberano de sus deseos.
La subordinación de la experiencia a los fines de la conservación y la producción obliga a la mirada a permanecer principalmente en el plano de las cosas conocidas, lo que antes no tenía el límite de los objetos ahora se proyecta en ellos, pero, como señalamos a propósito de las pinturas parietales, existe en el hombre una presencia que lo hace desear volver a aquel estado indiferenciado, la mirada se aparta de los objetos útiles y en el gasto que supone la creación de tales pinturas manifiesta su necesidad de volver a aquella mirada anterior a la conciencia.
Los objetos son entonces los límites para lo conocido, fuera de ese marco permanecen posibilidades desconocidas para la mirada, y -en tanto el ver es constituyente de un “yo”- para el ser más allá de la diada sujeto – objeto. La superación de los límites que suponen la experiencia del éxtasis y la muerte de Dios exponen a la mirada al vacío del ojo que se ve a sí mismo como un objeto que puede ser cortado, extraído, arrojado al inodoro, insertado en la vagina o cegado por el sol, actos en los que se anula su condición utilitaria; para superar efectivamente dicha condición, es primero necesario advertir la determinación ontológica derivada de la utilidad, para, conocidos sus límites en tanto objeto, transgredirlos mediante el sacrificio.
El ojo que nada ve: la mirada sacrificada
Si el hombre no cerrase soberanamente los ojos,
acabaría por no ver lo que merece la pena de ser visto.
René Char
Los argumentos expuestos por Bataille acerca de la relación entre la mirada y los objetos, su función para la constitución del sujeto, y la consideración de la mirada como un objeto, encuentran eco en una explicación psicoanalítica: en su artículo “Fetichismo” (1927), Sigmund Freud expone una hipótesis acerca de la naturaleza del fetiche, en ella plantea que este funciona como un objeto que permite a la mirada detenerse en un “sustituto” de algo que se debe evitar ver, la mirada del fetichista permanece fija en un objeto que funciona como límite ante la percepción de una imagen amenazante para la propia integridad; desde esta explicación, el límite se hace sensible en la angustia producida por el complejo de castración[9] y la reacción a ello es la negación de la radical diferencia conocida en el encuentro con lo que no debía verse:
He aquí, pues, el proceso: el varoncito rehusó darse por enterado de un hecho de su percepción, a saber, que la mujer no posee pene. No, eso no puede ser cierto, pues si la mujer está castrada, su propia posesión de pene corre peligro, y en contra de ello se revuelve la porción de narcisismo con que la naturaleza, providente, ha dotado justamente a ese órgano.[10]
El fetiche impide ver aquella diferencia que se percibe como aniquiladora, manteniendo oculta para el sujeto la imagen de la “madre castrada”, y con ella, la exposición a un objeto heterogéneo, fuera de la homogeneidad primigenia de la experiencia del sujeto aun no diferenciado del mundo, (el sujeto en el estado de “narcisismo primario”, en donde todo lo percibe como una prolongación de sí mismo) la visión es negada deteniendo la mirada en el ultimo objeto observado, antes del encuentro que produce el trauma que supone ese encuentro,[11] el carácter compulsivo de la fijación del fetichista a su objeto es consecuencia de su efectividad para mantener al sujeto a salvo de la angustia amenazante de la castración: “Ahora se tiene una visión panorámica de lo que el fetiche rinde y de la vía por la cual se lo mantiene. Perdura como el signo del triunfo sobre la amenaza de castración y de la protección contra ella”.[12]
En el artículo mencionado se menciona un caso en el que el fetiche en cuestión era “cierto brillo en la nariz” (Glanz auf der Nase), la peculiaridad del fetiche revela su sentido a partir del significado en la lengua materna de las palabras que lo designan, dado que el sujeto del caso “había sido criado en Inglaterra” Freud deduce que: “Ese fetiche, que provenía de su primera infancia, no debía leerse en alemán, sino en inglés: el «brillo {Glanz} en la nariz» era en verdad una «mirada en la nariz» {«glance», «mirada»); en consecuencia, el fetiche era la nariz, a la que por lo demás él prestaba a voluntad esa particular luz brillante que otros no podían percibir”.[13]
La atracción ante el objeto (la nariz) sobre el que se puede “ver” (en la forma del brillo) a la mirada, supone la consideración de esta ultima como un “sólido” (un “fetiche” en el caso citado), es decir, un objeto externo al individuo que cumple una función (evitar ver), esta condición de objeto útil lo hace apto para el sacrificio; la transgresión de los límites implica un acto de impugnar el sentido otorgado a la mirada en tanto objeto, este puede ser violentado enfrentando al ojo a aquello que se opone a la reducción que significa la condición de sujeto, lo conocido es conducido por el gasto a “la noche” del “no saber”: el ojo que transgrede el límite “objetivo”, impuesto por la condición de utilidad, persiste en su despliegue en la mirada perdida del sujeto en éxtasis, dirigida a un espacio más extenso que el marco óptico habitual.
En la aproximación a lo vedado para la mirada allende los objetos, el “yo” se atrinchera en un objeto último,[14] que lo mantiene en los marcos de lo conocido. Frente a la potencia aniquiladora de la muerte, se imagina a un objeto superior, que mantenga inmutable a la mirada en los marcos de lo que puede ver, esta necesidad lleva al sujeto a imaginar la figura de Dios a partir de los atributos de lo conocido: “Sea cual fuere la fiebre que le impulse, el amor de Dios anuncia: 1) una aspiración al estado de objeto (a la trascendencia, a la inmutabilidad definitiva); 2) la idea de la superioridad de un tal estado”.[15]
Dios, en tanto imagen sensible (imagen de un “sólido”) cumple con la función de mantener a la mirada dentro del marco óptico; es, en ese sentido, un objeto más para contener dentro de sus límites a la mirada; al igual que el resto de los objetos su existencia está definida por la utilidad.
“Se dice del contenido de la palabra Dios que excede los límites del pensamiento – ¡pero no!, admite en un punto una definición, límites”.[16]
Afirmar una mirada que en el sacrificio de lo útil encara “La muerte de Dios”, hace posible pensar en una mirada libre de la subordinación a los objetos que la preservan, en esa afirmación el ojo que ve a la mirada como un objeto liberado, aproxima al sujeto a la experiencia en donde la separación sujeto objeto tiene su límite. En “Thomas el Oscuro” Maurice Blanchot describe una experiencia de esa índole: “No solamente ese ojo que nada veía aprehendía la causa de su visión. Veía como un objeto lo que hacía que no viese. En él, su propia mirada entraba bajo la forma de una imagen en el momento trágico en que esa mirada era considerada como la muerte de toda imagen”.[17]
Transgredir el límite haciendo del objeto algo distinto a los fines a los que lo adscribe su utilidad nos hace ver como un objeto tanto la causa de nuestra visión (la utilidad) como aquello que nos impide ver más allá de los objetos (El “yo” y “Dios”); en un movimiento, que podríamos considerar transgresor, la mirada vuelve sobre si para sacrificar el sentido y afirmarse como mirada soberana. El ojo que llega a observar tanto su causa como lo que le impide ver supone como señala Blanchot la muerte de toda imagen¸ en tanto la mirada se vacía de cualquier sentido, viéndose desde fuera del marco óptico de lo conocido.
En “La Experiencia Interior”, Bataille transcribe la experiencia extática de la santa del siglo XIII, Angela de Foligno. En ella la imagen sensible y esperada de Dios es anulada por la indiferenciación:
Cierta vez, mi alma fue elevada y vi a Dios con una claridad y una plenitud que nunca había conocido hasta tal punto, de una forma tan plena. Y no vi allí ningún amor. Perdí entonces ese amor que llevaba en mí; fui hecha el no amor. Y en seguida, después de esto, le vi entre tinieblas, pues un bien tan grande no puede ser pensado ni comprendido. Y nada de lo que puede ser pensado ni comprendido le alcanza ni se le acerca.[18]
Pese a haber sido privada en ese instante del pensamiento y de la comprensión, la santa “ve” a Dios, con una “claridad y una plenitud” tal que, a pesar del carácter incognoscible que le otorga su inmensidad, afirma que fue esa una experiencia de conocimiento no reductible al pensamiento o a la comprensión, esta experiencia, que no refiere las imágenes a lo conocido, posibilita un conocimiento que Bataille denomina “neutro”: Este conocimiento que se podría llamar liberado (pero que prefiero llamar neutro) es “el uso de una función desprendida (liberada) de la servidumbre que es su servicio: la función refería lo desconocido a lo conocido (a lo sólido) el desprendimiento refiere lo conocido (el objeto) a lo desconocido”.[19]
Sacrificada la utilidad de la conservación en la experiencia del éxtasis, la diferenciación desaparece, sin objetos que reflejen a un sujeto, la mirada revierte el eje de la horizontalidad y se dirige al vacío del espacio infinito que se yergue por encima del universo de las cosas. En su esfuerzo por pensar a un ser humano fuera de los límites impuestos, Bataille imagina la aparición de un ojo vertical, ubicado en la cima del cráneo y liberado de toda función.
El ojo solar: la mirada soberana
Y sobre todo no más objeto.
Georges Bataille
El hombre, en tanto ipse, es un complejo de fuerzas que rebasan el fin de la conservación, en su ensayo “La noción de gasto” Bataille expone la existencia de un exceso de energía, que al no poder ser contenido ni utilizado por las formas tradicionales de conservación, necesita ser dilapidado, a partir de esta idea propone la teoría de la “Economía General”, en la que se plantea un conocimiento del mundo a partir ya no de los principios de conservación y producción sino del gasto necesario a ese excedente.
La “Economía general” explica que ese exceso, manifestado corporalmente, determinó la erección del hombre de su condición cuadrúpeda original, el plano horizontal fue paulatinamente vencido por una fuerza primigenia, que, similar a la que anima el crecimiento de las plantas,[20] condujo al hombre a la verticalidad, diferenciándolo del resto de los animales:
Resulta fácil discernir dos direcciones en el hombre: una de abajo hacia arriba (incluyendo el regreso de arriba hacia abajo), cuyas etapas están señaladas por las reglas de la moral y de los vicios que de ella se derivan, con los extremos términos que son el deslumbramiento solar y la caída a grandes gritos; la otra de lo largo a lo ancho, análoga a la de los animales, es decir, paralela al sol terrestre, determinante de movimientos que nunca son ni más trágicos ni más ridículos que los de las bestias y que, hablando groseramente, tienen como único objeto la utilidad.[21]
La erección en el eje vertical mantuvo sin embargo a la mirada en el eje horizontal, al encontrarse ahí los objetos útiles, en tanto son estos: “las cosas comunes, en medio de las cuales la necesidad estableció su accionar”,[22] al permanecer en este eje, el hombre no abandona la subordinación que implica la existencia fundada en la necesidad:
Después de todo, nadie duda en el fondo que esta incapacidad de fijar la atención en otra cosa que no sean los muy cercanos y muy restrictivos objetos no sea el principio mismo de la abyecta pobreza de las vidas individuales.[23]
La “muerte de la mirada” en tanto anulación de los objetos, implica desaparecer esta vía de retorno para así cerrar definitivamente los ojos al plano horizontal, en el abandono de los “muy cercanos y restrictivos objetos” el exceso de energía dirigirá su cauce al plano vertical, ese impulso al llegar a la cima del cráneo animará la emergencia de un ojo dispuesto para la mirada requerida, la glándula pineal:
Cada hombre posee en la punta del cráneo una glándula conocida con el nombre de ojo pineal, que presenta, efectivamente las características de un ojo embrionario. (…) ciertas consideraciones respecto a la posible existencia de un ojo de eje vertical (…) hacen posible que el alcance decisivo de los diferentes itinerarios que incluso hemos llegado a negar, calificándolos de itinerarios normales o naturales, De tal manera, la oposición del ojo pineal a la visión real se presenta como el único medio para descubrir la precaria situación – acosada por así decir – del hombre en medio de los elementos universales.[24]
Enfrentado a la luz cegadora del sol, del nuevo ojo surgirán miradas “como expulsiones de energía en la cima del cráneo tan violentas y tan crudas a la vista como las que produce la horrible protuberancia anal de ciertos monos”.[25] El ojo, rebasado por la potencia de una fuerza excretora, y desprovisto de las funciones de conservación, rompe el marco óptico definido por los objetos, y con ello, la condición de sujeto que encierra al hombre, esta superación significa el enfrentamiento con la angustia hasta ahora negada, de lo que se espera que el sujeto desgarrado “pudiera experimentar vértigo y cayera al suelo mientras lanza estridentes gritos”,[26] pero también la revelación de experiencias aún inéditas.
Bibliografía
- Bataille, Georges, La experiencia Interior, Taurus, Madrid, 1986.
- Bataille, Georges, Teoría de la Religión, Taurus, Madrid, 1991.
- Bataille, Georges, La noción de gasto¸ incluido en La conjuración sagrado, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003.
- Bataille, Georges, Para leer a Georges Bataille; de Ignacio Díaz de la Serna, Philippe Ollé-Laprune; present. de Ignacio Díaz de la Serna, Fondo de Cultura Económica, México, 2012.
- De la Fuente Lora, Gerardo, Flores Farfan Leticia, Georges Bataille. El erotismo y la constitución de agentes transformadores, Editorial Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2004.
- Freud, Sigmund, Fetichismo incluido en Obras Completas tomo XXI, Amorrortu, Buenos Aires, 1992.
Notas
[1] Georges Bataille, La Experiencia Interior, ed., cit., p. 92.
[2] Gerardo de la Fuente Lora, Leticia Flores Farfán, ed., cit., p. 26.
[3] Georges Bataille, La Experiencia Interior, ed., cit., p. 94.
[4] Ibídem, p.123.
[5] Ibídem, p. 187.
[6] Ibidem, p. 10.
[7] Georges Bataille, Teoría de la Religión, ed., cit., p. 31.
[8] Efectos que podemos deducir del carácter minucioso que presenta la factura de pinturas en las que se representan animales comparado con el carácter lineal y minimalista con que el hombre se representa al lado de ellos.
[9] Bataille advirtió no sólo advirtió la relación entre la prohibición entre el ver y el complejo de castración, sino que intento pensar en un sujeto que responde desde el gasto a él, en el apartado (4) del “Expediente del ojo pineal” señala: “En el transcurso de todo complejo de castración seria posible determinar un punto solar, un deslumbramiento luminoso casi enceguecedor que no tuviera otra salida que la sangre de a carne cortada y la repugnante vacilación, en el instante mismo en que el rostro se pone lívido…. Pues el aterrorizado niño que intenta provocar un desenlace sangriento ante la posibilidad de ser cercenado, en ningún momento da pruebas de ausencia de virilidad: un exceso de fuerza, por el contrario, y una crisis de horror lo proyectan ciegamente hacia todo lo que en el mundo hay de más cortante, es decir: el brillo solar” (Bataille, Para leer a Bataille, ed.., cit., p. 83). La extensa cita se justifica al resumir algunos principios que serán retomados a propósito del sacrificio, en este mismo apartado.
[10] Sigmund Freud, Fetichismo, ed., cit., p. 148.
[11] En dicho ensayo Freud propone que las características de los fetiches más comunes están determinadas por la imagen del objeto observado antes de la “catástrofe edípica”: “el pie o el zapato —o una parte de ellos— deben su preferencia como fetiches a la circunstancia de que la curiosidad del varoncito fisgoneó los genitales femeninos desde abajo, desde las piernas; pieles y terciopelo —esto ya había sido conjeturado desde mucho antes— fijan la visión del vello pubiano, a la que habría debido seguir la ansiada visión del miembro femenino; las prendas interiores, que tan a menudo se escogen como fetiche, detienen el momento del desvestido, el último en que todavía se pudo considerar fálica a la mujer (Freud, ed. cit. p. 150).
[12] Ibídem, p. 149.
[13] Ibídem, p. 147.
[14] “Es una tontería agotadora que ahí donde, visiblemente, todos los medios faltan se pretenda, sin embargo, saber, en lugar de conocer esa ignorancia, de reconocer lo desconocido, pero aún más triste es la mutilación de los que, si ya no saben, pero se atrincheran estúpidamente en lo que saben” (Georges Bataille, La experiencia Interior, ed., cit., p. 109).
[15] Ibídem, p. 187.
[16] Idem
[17] Ibídem, p. 110.
[18] Ibídem, p. 112.
[19] Ibídem, p. 194.
[20] Mas allá de las ventajas adaptativas que supone la erección de los homínidos Bataille quiere destacar el carácter “pasional” al que obedece el impulso vertical, apelando a los mitos de Ícaro y de Prometeo señala “hasta que punto las pasiones humanas mas impresionables son similares a las de las plantas” (Bataille, Para leer a Bataille, ed., cit., p. 82).
[21] Ibídem, p. 83.
[22] Ibídem, p. 61.
[23] Ibídem, p. 79.
[24] Ibídem, p. 73.
[25] Ibídem, p. 52.
[26] Ibídem, p. 81.