Revista de filosofía

El fin del nihilismo contemporáneo y el retorno de la historia

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FOTOGRAFIA TOMADA POR DIDIER A. MENDEZ

 

Il nous faudrait d’abord une théorie du concept ou de la signification

qui prenne l’idée philosophique comme elle est:

jamais delestée des imports historiques.

Merleau-Ponty

 

Resumen

Esta serie de breves notas se divide en tres secciones: en la primera planteo el problema y explico mi enfoque. En la segunda analizo la complejidad del nihilismo. En la tercera hago lo propio respecto a cómo la ecovi19 (o covid19) obligará a reformular gran parte del discurso filosófico. Por las razones que doy al final de la primera sección, prescindiré por completo de cualquier referencia especializada y me esforzaré, en cambio, por fundamentar todo lo que diga, consciente como estoy que estas líneas sólo son anotaciones para una reflexión de mayor calado. Por lo mismo, aclaro que me moveré de principio a fin en una comprensión media de lo contemporáneo y no en la que otro pensador haya desarrollado por cuenta propia.

Palabras clave: covid-19, individualidad, deseo, inmediatez, dialéctica, crítica.

 

Abstract

This series of remarks are divided in three sections: firstly, I set out the problem and I explain how I deal with it. Secondly, I analyse the complexity of nihilism. Thirdly, I do the same regarding how covid19 will make necessary to reformulate most of the philosophical discourse. Due to the reasons that I mention an the end of the first section, I shall completely do without any specialized reference and I shall strive, instead, for clarifying everything that I say, since I am conscious that these lines are just the basis of a lengthier reflection. By the same reason, I shall move throughout in a medium comprehension of contemporaneity and not in the one that other thinker had developed by himself.

Keywords: covid-19, individuality, desire, immediacy, dialectics, criticism.

 

I. Al hablar del “nihilismo contemporáneo” me referiré en estas líneas a una dinámica sociocultural que hace a un lado olímpicamente cualquier determinación que esté por encima del deseo de cada cual o que imponga un límite forzoso a la acción de alguien en concreto o de todo un grupo de individuos dentro de la sociedad. Esta dinámica, hasta donde se me alcanza, se ha afirmado al menos como idealización más o menos difusa a nivel global a lo largo de los últimos 60 años y su expresión más depurada puede verse en la unidad sistemática de tres ámbitos: en el estatal, la afirmación de la democracia como la única forma aceptable de gobierno; en el social, la del derecho ilimitado de cada cual a manifestarse en contra de lo que considere que lesiona sus intereses o que de plano no le plazca; en el personal, la exigencia de una satisfacción inmediata de cualesquiera necesidades que uno considere tener. Democracia, derecho y satisfacción conforman según esto los vértices de un triángulo en el que se inscribe lo que llamo “nihilismo”, que a pesar de la aparente positividad de los tres elementos que congloba corresponde a una visión en esencia abstracta o metafísica de la existencia conforme con la cual el individuo atómico es un valor absoluto tanto en un plano ontológico como en uno empírico o sociopolítico. Esto pasa por encima de la más elemental constatación, a saber, que desde un punto de vista empírico la individualidad tiene por fuerza que comprenderse desde la dinámica sociopolítica y no al revés; pues si ontológicamente cada uno tiene que habérselas con su propia existencia, empíricamente tiene que resolverla a través de una serie de instituciones que median entre cada uno y el resto de la sociedad. Y esa mediación requiere una temporalidad sui generis que es la historia, a la que entiendo como el proceso de conversión de cualquier mediación natural en mediación consciente o racional. Lo histórico se da en la medida en que el hombre integra su entorno a sus necesidades (plano empírico) y, viceversa, da a estas un sentido de acuerdo con los límites que el propio entorno impone (plano trascendental). Lo cual, a su vez, exige el desarrollo del conocimiento y la aceptación de las limitaciones que el entorno hace ver como necesarias aunque contradigan el deseo de bienestar individual. De ahí que como nos lo han enseñado Hegel y Marx mejor que nadie, la historia sea incomprensible sin tomar en cuenta su negatividad constitutiva respecto a la inmediatez en la que cada uno experimenta su deseo. La historia, según esto, es dialéctica por naturaleza, o sea, contradice lo que cada cual desea y/o postula como sus necesidades. Por ello, el nihilismo, en la medida en que reivindica lo individual desde el deseo es incapaz de comprender lo histórico y sólo afirma esa forma de temporalidad abstracta que se llama “actualidad” que, como mostraré adelante, no es más que una mistificación de la atemporalidad metafísica en la que el deseo se satisfará por siempre. Más aún, puesto que la actualidad no agota la dialéctica temporal, habrá que introducir una serie de mediaciones existenciales muy extrañas que girarán en torno a dos nociones básicas que habrá que elucidar: la “alteridad” y la “diferencia” que serán salidas de banco del propio nihilismo frente a la historia.

Ahora bien, ¿por qué hablo de un fin del nihilismo y de un retorno de lo histórico? Porque ha aparecido un fenómeno que en menos de cuatro meses ha trastornado por completo la dinámica que acabo de esbozar: en efecto, la ecovi19 o covid19 (por sus siglas en inglés) impone de un modo perentorio la subordinación de lo individual a lo sociopolítico, es decir, al acatamiento de disposiciones que stricto sensu debe controlar el Estado pues ninguna institución particular tiene la potestad para hacerlo, ya que el objetivo que persiguen las mismas implica una temporalidad ajena a lo actual, es decir, histórica. En principio, esto supone que el Estado asuma un papel restrictivo o hasta francamente coercitivo respecto al deseo de cada cual, lo que parecerá absolutamente insoportable para cualquiera si se parte de que lo que se pone en juego es un valor absoluto; pero si se reorganiza lo individual conforme con una óptica histórica como el propio fenómeno lo exige, entonces la dialéctica tendrá plano sentido, y no porque responda a la acción estatal sino porque se revelará como la única opción a la mano para garantizar, si no la satisfacción del deseo, sí una forma de vida consciente de sus limitaciones. Con independencia de sus alcances médicos o pandémicos, la ecovi19 exige reintroducir una temporalidad trascendental en la dinámica sociocultural, es decir, aceptar la forzosa mediación entre lo individual y lo desiderativo o hasta su limitación no ya en aras de algún criterio trascendente de virtud, quizá ni siquiera con la aspiración a una realización total del hombre como aquella con la que Cartesio ha echado a andar la Modernidad en cuanto proyecto histórico, sino como medida indispensable para asegurar, insisto, la lucidez respecto a los límites de la acción y de la satisfacción propias. Lo cual, aunque suene quizá hasta absurdo a los oídos de muchos, no es en el fondo más que la originaria aspiración socrática de “conócete a ti mismo” y la no menos originaria nietzscheana de convertir la filosofía en un auténtico arte de la transvaloración.

Con esto último a la vista, no citaré ningún texto en específico pues no quiero desarrollar una teoría acerca de la determinación del individuo por el Estado sino, por el contrario, reflexionar en el sentido más propio del término acerca de lo que cada uno de nosotros tiene que vivir en un mundo histórico como el que la enfermedad nos impone de una manera inequívoca. Por supuesto, las deudas con los autores que reconozca las haré explícitas a lo largo del texto.

II. He dicho que el nihilismo tiene tres elementos que interactúan de modo sistemático, es decir, que no pueden entenderse uno sin el otro. Ahora quiero analizar esa interacción como forma vivencial, no como desarrollo teórico. Comienzo con la democracia, cuya universal preconización siempre me ha parecido sospechosa, pues deja de lado cómo se la vive en sociedades que se rigen no por una idea de buen gobierno tal como la proyectó Spinoza en El tratado político al hablar de grupos muy pequeños de ciudadanos que deberían reunirse para analizar quién debería representarlos ante el Estado sino como se da en la realidad en una dinámica nihilista donde equivale a la posibilidad de que cada cual dé su voto a quien desee dárselo. En esencia, esto plantea la tensión dialéctica entre la democracia como resultado de una reflexión consciente con miras a un bien común y la democracia como ejercicio indiscriminado de un derecho que cada cual posee sin que interese si tiene la consciencia indispensable para ejercerlo o no. Sin tomar en cuenta esta tensión, la democracia se defiende como si fuese un valor absoluto pues corresponde punto por punto con el individualismo atómico y porque, de hecho, lleva a la esfera estatal la lógica natural de aquél que no es otra que la lucha por el poder que como Foucault ha mostrado deja de tener un sesgo negativo y se convierte, al contrario, en un valor positivo. Y lo peligroso de esto es que convierte la democracia en una idealización en vez de realmente poner a prueba sus capacidades de realización en una sociedad específica, que al menos según el modelo espinociano serán nulas si no van de la mano con una consciencia social y un conocimiento más o menos objetivo de la situación política del caso. Por ello, para que la democracia tenga realmente un sentido vivencial uno tiene que situarse en una perspectiva de entrada crítica e histórica que el nihilismo no tiene manera de integrar en la dinámica sociocultural.

Esto nos lleva directamente a otro de los pilares del nihilismo, el derecho, que de un modo muy coherente se ha convertido en el bastión más poderoso del individualismo pues ahora todo mundo tiene un derecho ilimitado a todo lo habido y por haber: a la educación, a la salud, al libre ejercicio de la sexualidad, etc. Más aún, el derecho no sólo lo tiene el ser humano, también el resto de los seres, sobre todo los animales domésticos a quienes se les reconoce como individuos con la misma lógica (o falta de ella) que a los miembros de nuestra especie (falta por ver si un derecho que uno no puede reclamar conscientemente es algo más que un sofisma). Por extraño que parezca, esta noción substancial o trascendente de derecho pasa en silencio frente a la contraparte obligada de la noción: la obligación. Hay derechos sin fin mas las obligaciones brillan por su ausencia en el discurso sociopolítico. Lo cual corrobora, según yo, que hemos pasado de una concepción jurídica del derecho a una concepción metafísica del mismo en la que en lugar de que las instituciones medien entre los diversos individuos para garantizar el respectivo ejercicio de su derecho junto con el cumplimiento de sus obligaciones ahora sólo se atiende a lo primero y no respecto al Estado en cuanto mediación de lo social sino respecto a los otros individuos, que por fuerza tienen que chocar con uno en virtud de que lo ilimitado de mi derecho contradice con lo ilimitado del suyo. Y aquí volvemos a la cuestión de los “derechos” de los animales, que suplantan lo que considero la única mediación lógica: las “obligaciones” del hombre para con ellos. Lo que muestra que la concepción nihilista del derecho abstrae tanto la obligación como el tercer término ineludible en una relación jurídica: el respeto o reconocimiento de los demás a negarse a satisfacer nuestras necesidades o inclusive a obstaculizarlas cuando van contra las suyas. Más no hay modo de exigir respeto a nada (ni siquiera a uno mismo) cuando el único modo de reconocimiento es el gusto que nos da la presencia de alguien cuando satisface nuestras exigencias. Así, en lugar de que el derecho cohesione la consciencia social y las interacciones interindividuales sirve para que ambas se fragmenten. De ahí que la forma suprema de esta distorsión de lo jurídico sea la de tener el derecho a ser como o lo que cada uno quiera, fórmula cuya abstracción salta a la vista como la consumación del nihilismo. ¿Por qué? Porque reduce el ser a una proyección subjetiva o desiderativa, si no es que a una forma de “propiedad” que cada uno tiene por naturaleza y con independencia de cómo lo ejerza. De ahí que existan organismos que se encargan de velar por los “derechos humanos” sin contextualizar su ejercicio, cosa que sólo es posible cuando los mismos se ven a la luz de la insalvable dialéctica histórica y política que tiene que intervenir para regular los alcances de la acción de cada cual respecto a sus congéneres y a la sociedad como la unidad dialéctica de ellos.

FOTOGRAFIA TOMADA POR DIDIER A. MENDEZ

Llegamos, pues, al filón más aberrante y al unísono más interesante del nihilismo: la satisfacción ilimitada del deseo como sentido fundamental más que último de la existencia. Hago hincapié en que hablo de satisfacción del deseo, no de placer, pues este último implica siempre una trascendencia simbólica o histórica como lo muestra Nietzsche al insistir a lo largo de su obra en su condición verdaderamente iluminadora que, en cambio, desaparece en la satisfacción si se le entiende en un plano inmediato y psicofísico como lo exige el nihilismo. De hecho, el placer, como se nos dice en un célebre fragmento, exige una temporalidad total o “eternidad” que es inimaginable como pura determinación psicológica o estado de ánimo: se trata, por el contrario, de darle forma a la relación que uno tenga con alguien a la luz de un mundo social complejo: el pensador no se desarrolla en tierra de nadie, se nutre del contacto con el entorno y eso le da la fuerza para desarrollar su deseo conforme con la condición absolutamente cíclica de la temporalidad. En cambio, tal como el nihilismo entiende la cosa no se trata de que uno se abra a la diversidad inmarcesible de la vida sino de que uno se sienta bien o a gusto en su circunstancia, expresiones estas que delatan sin más la vena negativa del proceso pues uno puede sentirse bien apergollando a alguien o simplemente matando el tiempo con lo rutinario de la vida, que es lo contrario de la tremenda carga existencial que detona el placer cuando entra en relación con el eterno retorno de lo mismo. Como era de esperar, la miseria de la satisfacción individualista que se limita a adecuar el medio para evitar cualquier motivo de incomodidad se disimula tras la apelación a una positividad psicológica en la que cualquier momento puede ser el “más bello de la vida” y cualquier compañía puede encarnar la complejidad anímica de lo humano aunque cuando uno la tiene lo único que experimente sea la desilusión ante los insalvables límites imaginativos y emocionales que aun los individuos mejor logrados hacen palpables tras un tiempo. Por supuesto, esos límites no son barreras ni mucho menos, son determinaciones concretas de cualquier relación que la mantienen si uno se toma el tiempo para aceptarlas e integrarlas, lo cual exige necesariamente limitar el propio deseo y a ajustarlo a la condición falible de lo humano. Mas como la satisfacción no conoce otro horizonte temporal que la inmediatez, no tiene manera de realizarse y por ello termina de modo indefectible en la frustración, que a su vez nutre toda una industria de análisis exhaustivo de la individualidad que bien a bien sólo sirve para que cada cual literalmente pase el rato en una infinita hermenéutica de sí o para mantenerse en las lindes del psicodrama de la consciencia desdichada que Hegel ha denunciado el primero como una fase en un proceso que por necesidad debería conducirnos a una consciencia por encima del atomismo de la individualidad.

La triple condición del nihilismo que acabamos de desarrollar de un modo ciertamente esquemático nos muestra, no obstante, de manera inequívoca que se trata de una comprensión sistemática de la existencia, no de una confluencia casual de ciertos factores empíricos. El fundamento de esa comprensión es la condición substancial o metafísica del individuo, que se plantea como el agente social por antonomasia y cuya satisfacción es el criterio indiscutible para juzgar el grado de avance de cada uno de los tres ámbitos que hemos delineado. Lo más curioso de todo esto es que en el fondo lo que persigue el nihilismo es liberarse de cualquier presunción metafísica, abolir la idea de trascendencia a como dé lugar para ir “a las cosas mismas”, en este caso a la vivencia de una plenitud ontológica que haga innecesario cualesquiera mediaciones. Lo único que queda aquí en el aire es que el individuo en cuanto tal tiene una complejidad psicofísica insalvable que es la verdadera razón por la que le es imposible absorber la multiplicidad incidental de la existencia en cuanto materia de la satisfacción inmediata: el deseo es, en efecto, la primera mediación y no porque evidencie una “carencia de ser” o porque pugne por reintegrar alguna identidad original perdida sino porque sólo se realiza en el tiempo y a través de otro ser.

Esto nos lleva a la forma más generalizada de satisfacción, que debemos considerar como una condición básica del nihilismo contemporáneo: el consumo o, mejor dicho, el consumismo (en el que la desinencia señala una auténtica consciencia de sí que hay que estudiar en detalle). No es casual que ya en Marx hallemos un análisis de este fenómeno, pues con independencia de la condición económica (que inclusive puede ser positiva pues activa el mercado) muestra una manera de comprender nuestra necesidad de satisfacción sin tener que poner en juego la individualidad, sea a través del trabajo o sea a través de un desarrollo sensible que en principio debería hacernos mucho más dinámicos y no sólo tolerantes o incluyentes ante la diferencia de formas de ser que se quedan en lo exótico del viaje o en lo privado de la gente con la que convivimos un momento en algún lugar de encuentro impersonal como los que abundan en cualquier metrópolis contemporánea. El consumo es, de seguro, la espina dorsal del nihilismo porque reduce la relación con los demás a relaciones de apropiación o de segmentación que ya había hecho evidente la falta de respeto a los demás y que se oculta en este caso bajo el cuestionable marbete de la “inclusión”, que hasta donde la entiendo supone que aunque los demás y uno no tengan nada que ver justamente porque sus necesidades, sus intereses y, sobre todo, su forma de ser son muy distintas a las de uno, hay que “incluirlos” para que no sientan que les niego el derecho a ser como quieran ser o, más bien, como de hecho son. La inclusión, pues, implica no el respeto que debo poner en práctica para relacionarme con alguien, máxime cuando no coincidimos en puntos esenciales respecto a la empresa común; implica una actitud de demarcación eficiente en la que los demás seguirán en su circunstancia y uno en la suya sin interferir más que cuando sea indispensable. Mas así como se usa una mercancía y después se la desecha (si es que no se lo hace de entrada al ver que no sirve para lo que uno había menester de ella), se usa a los demás y se los desecha so capa de incluirlos sin jamás curarse de integrarlos.

Última observación: en todas y cada una de las condiciones que acabamos de esbozar se echa de ver la misma ausencia de una dimensión histórica o dialéctica que exija verdaderamente trascender la condición natural o psicofísica de la individualidad. Por ello, no importa que sea uno solo o una sociedad la que exija tal o cual derecho o clame por un Estado de satisfacción general: la condición formal es atómica en ambos casos, lo que conduce a plantear una radical “diferencia” en todos los planos de la dinámica socioindividual, sobre todo en el que he privilegiado en todo lo anterior: el deseo. Vivámoslo como lo vivamos, el deseo en cuanto dinamismo del ser individual en relación con la existencia de cualquier otro ser sólo se abre a la diferencia cuando lo ponemos en un plano simbólico en el que la forma de ser ajena se libera de cualquier valor que intentemos atribuirle y, por el contrario, nos demuestra la pobreza de nuestros intentos de reducirla. Desde este ángulo, volvemos una vez más a Nietzsche, quien opone punto por punto la vivencia del deseo en el plano simbólico del arte y en el de la satisfacción inmediata que no implica transvaloración alguna. Por supuesto, esa satisfacción no tiene por qué ser puramente libidinal o erótica; puede ser, por ejemplo, intelectual o social, pues aunque por definición parece imposible también en el plano del pensamiento y del sentimiento es factible introducir la lógica nihilista y hallar respectivamente eso que se llama ideología o sentimentalismo, que son formas de regular y generalizar la actividad intelectual y los alcances afectivos sin mucho esfuerzo aunque eso implique privarlos de esa carga vivencial y valorativa que la propia metafísica les ha reconocido.

III. En el mundo que acabamos de esbozar ha caído como un rayo en un cielo sereno la ecovi19, sin lugar a dudas el fenómeno social más devastador desde el fin de la Primera Guerra Mundial, cuya comprensión exige deshacerse de ideas preconcebidas y desarrollar otras nuevas a contracorriente del nihilismo que a su vez debemos considerar el resultado de la Guerra porque ha roto con la idea de un progreso general histórico y ha permitido que cualquier posibilidad de satisfacción inmediata se haya convertido en motor de la dinámica social entera. Sólo para ver a qué me refiero, señalo brevemente que el ascenso y triunfo del nazismo así como las tendencias genocidas que lo han caracterizado se explican conforme con los tres lineamientos que acabo de desarrollar, los cuales desfiguran la condición dialéctica de la historia al grado de verla como el triunfo predestinado de un pueblo sobre todos los demás. Lo cual, por supuesto, no quiere decir que el genocidio y la inclusión sean lo mismo sino que son los extremos de una tendencia social a utilizar o a limitar la presencia de los demás mas no a integrarla o a reconocerla verdaderamente en la dinámica histórica.

Con esta aclaración por delante, precisemos en qué radica la importancia filosófica de la ecovi19: en que ha sacado a la luz la condición sistemática o global del nihilismo que hasta ahora se ha visto en este o en aquel plano (sobre todo en lo económico) mas no como un modo de ser y valorar la existencia con sentido propio. La imperiosa necesidad de evitar el contagio ha obligado, no obstante, a imponer una serie de restricciones a la actividad que sorprenden o más bien desquician no por su dureza sino porque implican romper con la satisfacción inmediata del deseo. Quiera uno o no quiera, es perentorio acatar la prohibición de salir de casa, lo cual implica de acuerdo al país en donde uno viva o a la situación propia afrontar el riesgo inminente de perder el trabajo. Antes de ocuparme de esto, hago hincapié en lo primero: la restricción del querer que obliga a postergar la satisfacción por un tiempo en principio breve aunque por principio abrumador ya que nos coloca a merced no de un deseo ajeno sino de algo muy distinto: de una voluntad superior o mejor dicho general que se institucionaliza en el Estado o en las diversas facetas de la vida social cuando aquél por las razones que sean no es capaz de cumplir con su cometido esencial, la organización de lo social. Esta organización, como ya he señalado, sólo puede llevarse a cabo a través de esa temporalidad dialéctica que es la historia en la que de acuerdo con la idealidad democrática los diversos grupos intervienen de acuerdo con un sistema de derecho que se encamina al bien común. Y si esto suena utópico hay que pensar que es la única forma en que tendría sentido la democracia fuera de la cuestionable reducción nihilista a la elección de un equis gobierno por un conjunto de individuos para que represente sus intereses. Mas esto implica un cambio de enfoque que no estoy seguro que corresponda realmente a la democracia sino a otra forma de concepción de lo sociopolítico con la que según yo se la confunde, es decir, la república. Gracias a Kant, sabemos que la diferencia entre la democracia y la república consiste en que la primera sólo tiene que ver con el modo de elección del gobernante mientras que la segunda tiene que ver con la manera en que se divide y organiza el poder ejecutivo del Estado para que no se concentre en un solo individuo. Según lo que hemos dicho, no es de extrañar que el nihilismo insista en la universalización de la democracia mientras pasa en silencio respecto a la república, ya que el fundamento de la primera es el deseo de cada cual mientras que en la segunda lo es la voluntad general que se expresa históricamente. Sin embargo, en la medida en que la ecovi19 ha puesto de relieve la necesidad de contravenir el deseo de la mayoría, ha puesto también la de comprender la dinámica del poder político que se desprende (al menos en teoría) de las obligaciones que el Estado tiene para con los individuos aun en contra de lo que estos últimos deseen, lo cual nos devuelve a la insuperable condición dialéctica de lo histórico.

Vayamos a la cuestión del derecho, en la que la amenaza que representa la ecovi19 se deja sentir a través de la obligación de cada cual de velar por la salud propia y por la de los demás. Dada la manera en que la enfermedad se contrae, la condición universal de la obligación en principio moral más también social de los individuos queda por encima de cualquier reivindicación de sus respectivos derechos o, por mejor decir, va de la mano con esta última. Y no hablo en este caso de la acción del Estado sino de la consciencia individual que tiene que sujetarse a una naturaleza de las cosas que ha vuelto por sus fueros no con la violencia de una conflagración final sino con la de una regulación total de las actividades no para el beneficio propio sino para el de todos y cada uno de los seres humanos entre los que uno mismo se cuenta: protegerse es proteger a todos y viceversa. Lo cual, huelga quizá decirlo, no tiene que ver con esa extraña idealización de la consciencia social que se llama altruismo, que ya en el nombre deja en claro la razón de su inamisible vacuidad: no es el interés por los demás lo que en verdad mueve a cada uno, es el interés por uno en la vida que comparte con todos los demás. La dialéctica de la historia se metamorfosea de este modo en la del deseo que en busca de una posibilidad de realizarse puede darle la vuelta a la satisfacción aunque sólo a condición de que se inscriba en un ciclo de participación mucho más amplio que el de la inmediatez de una crisis socioeconómica de proporciones inimaginables que se ha hecho indispensable sólo para conjurar uno aun peor.

Vayamos a lo tercero: creo que es erróneo pensar que en el momento de la crisis será posible paliar el encierro con el descubrimiento de no sé qué armonía familiar o intimidad perdida, pues el núcleo individualista del nihilismo ha hecho estragos en una esfera privada cuyo nombre, de nuevo, es más que significativo: la privacidad no es lo que uno vive en lo doméstico, es cómo lo vive uno, a saber, como la coincidencia de un “proyecto” con el de otro ser. Lo cual nos lleva a un punto que hemos mencionado de pasada y que ahora conviene analizar con cierto detenimiento pues se vincula de modo directo con la condición privada de la existencia: la alteridad. A reserva de cómo se le entienda, este término se ha convertido en las últimas décadas en uno de los puntales del discurso tanto filosófico como social para referirse a los demás, a los que, sin embargo, se ve como entidades atómicas o encarnaciones de un deseo irreducible al nuestro. Esto implica, pues, que “el otro” es un ser distinto a cada uno y que de un modo que sólo es comprensible por medio de una teoría ontológica ad hoc entra en relación con uno sin que, empero, haya compenetración entre ambos. De ahí que “el otro” se despliegue en “lo otro”, en una forma de realidad que fundamenta la humana pero con la que no es posible tender puentes como en la metafísica prekantiana ni racionales ni siquiera históricos porque está siempre allende cualquier forma de representación. Lo más paradójico de todo esto es que semejante alteridad radicalísima se percibe en la inmediatez, en la mirada de todos los que nos rodean a pesar de que cuanto percibo en ellos sea no una alteridad absoluta como la que describe Sartre sino lo contrario: la identidad de mi forma de ser que se reproduce ad infinitum. Lo cual, más que socavar las bases psico-ontológicas del existencialismo, vuelve a hacer evidente la necesidad que el nihilismo siempre soslaya con su positivismo dogmático: la de realmente comprender la presencia de los demás en el contexto situacional de la existencia. Mas entonces no hablaríamos de una alteridad insondable sino de una relación difícil como la es siempre que la consciencia tiene que ponerse a tono con lo real por encima del deseo, máxime cuando ese deseo no es nada más el de uno sino el de alguien con quien tenemos que convivir por las razones que sean. Y esto nos muestra que el verdadero problema no es la alteridad, al revés, es la mismidad absoluta de lo humano que es lo que la ecovi19 obliga a poner en el tapete.

Sí, por vez primera en toda la historia (y no hablo de lo historiográfico, hablo de lo dialéctico) la mismidad se hace sentir como la determinación ontológica esencial: todo mundo tiene que regular su comportamiento del mismo modo y buscar medios para sobrellevar la condición contradictoria de la individualidad que puede volverse insoportable si no se le contextualiza. Y al decir esto no me refiero a la idea de que en cuanto pase la crisis de la pandemia todo volverá a ser como antes, es decir, a regirse por el nihilismo ahistórico o más bien metafísico, individualista y desiderativo que centra todas las necesidades en las de satisfacción y consumo. A reserva de que las consecuencias socioeconómicas y sociopolíticas que se avizoran hacen eso muy poco probable para el grueso de la población, la ecovi19 ha destruido la idea de que no hay límite alguno natural para el deseo o de que es indiscutible el derecho de cada cual a ser lo que quiera aun cuando tenga los medios materiales para ello. El atomismo de la individualidad es absurdo en un mundo en el que todos estamos en riesgo de contraer una enfermedad y contagiar a los demás, de perder el trabajo o de no encontrar uno. Lo cual, en vez de implicar el “fin de la historia” o el de las “grandes narrativas” apunta a lo contrario, a una vivencia de la regulación y la restricción que nos llevará mucho tiempo comprender y desarrollar como eso que la más augusta de las tradiciones éticas ha llamado una “segunda naturaleza”. Si la mismidad que ahora nos obliga a reconocerla como enfermedad y profilaxis es el fundamento de una mayor consciencia al respecto, al menos en la configuración del entramado sociopolítico, será no nada más un momento de crisis sino eso que Heidegger llama de un modo tan enigmático un “acontecimiento” o inflexión en el modo de determinar históricamente lo humano. Vale.