Revista de filosofía

En busca de la experiencia perdida

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GIORGIO AGAMBEN

GIORGIO AGAMBEN

 

Resumen  

El presente artículo propone establecer un diálogo entre Michel de Montaigne y Giorgio Agamben a partir de la revisión de “Infancia e historia” y del proyecto agambeniano sobre la destrucción de la experiencia del que habla dicha obra.

Palabras clave: experiencia, imaginación, extrañamiento, literatura, filosofía, infancia.

 

Abstract

This essay aims to set down a dialogue between Michel de Montaigne and Giorgio Agamben based on the review of “Childhood and History” and the Agambenian project on the destruction of the experience of which he speaks in said work.

Keywords: experience, imagination, estrangement, literature, philosophy, childhood.

 

La primera cosa que me vino a la cabeza al sentarme a leer el primer capitulo de “Infancia e historia”, de Giorgio Agamben fue precisamente aquella propia incapacidad para escribir algo verdaderamente digno de pasar al papel. Suelo llevar desde pequeña un diario donde anoto cada acontecimiento importante que sucede en mi vida. Sin embargo, justo cuando me mudé a la ciudad de México me topé con la dificultad de ya no poder escribir nada digno en ese diario. Cada noche me aturdía una especie de eco mental que me susurraba al oído: “es hora de sentarte a escribir lo que te sucedió hoy”, sin embargo, no era capaz de responder ese llamado. Esa necesidad que ya no sabría bien si llamar hábito o vicio, fue mermando cada día que vivía aquí. Saliendo de la carrera me vine aquí a buscar algún trabajo para sobrevivir. Fueron un par de meses de buscar día y noche un trabajo que me acomodara, sin embargo, el que acabé encontrando quedaba bastante lejos de mis expectativas: eran ocho horas de trabajo y cuatro en el transporte público, medio día se escurría entre mis dedos sin poder rescatar algo de él. Mi trabajo era uno de esos de cubículo, donde las compañías más cercanas son la computadora y el teléfono, y donde el contacto humano más cercano se da a la hora del almuerzo o frente a una máquina de café para charlar de las mismas cosas, con las mismas opiniones y hacer las mismas bromas de siempre. Todo esto para llegar a casa ya caída la noche a no querer hacer otra cosa más que tirarme sobre la cama y tratar de olvidar. Pasaban muchísimas cosas pero ninguna que me hiciese experiencia, pasaban muchas cosas pero al mismo tiempo no me pasaba realmente ninguna. Agamben describe mi situación y la de otros tantos del siguiente modo:

[…] hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. […] El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.[1]

Y es precisamente sobre aquella dificultad para adquirir experiencia y sobre la tarea de la filosofía y del arte frente a ésta, el móvil del siguiente ensayo. Ahora bien, cuando hablo de experiencia aquí me refiero a aquella experiencia que nos atrapa y obliga a volvernos sobre nosotros mismos, a pensarnos a detalle. Para Agamben, precisamente ésta es la experiencia de la que se nos ha expropiado, ahora únicamente podemos hablar de lo que sucede fuera de nosotros, pero eso de fuera no toca las fibras más intimas de nuestro ser.

MICHEL DE MONTAIGNE

MICHEL DE MONTAIGNE

Agamben va a ubicar el germen de esta expropiación de la experiencia del hombre moderno, en la separación entre la experiencia tradicional de la que trata Michel de Montaigne (a partir de la cual realiza toda su obra y sobre la cual versa el último ensayo escrito por él) y la experiencia convertida en axioma. El momento en que se comienza a dotar de autoridad al axioma por encima de la sabiduría propia del sentido común, es allí donde la experiencia tradicional queda al margen de la científica y pierde su legitimidad. Ante esta situación, el propio Montaigne ridiculiza y rechaza la preeminencia de la regla por encima del caso, ya que sostiene que no es posible prever cómo ocurrirá un caso por más que se generen reglas a partir de casos ya vistos, y para efectuar esta ridiculización se sirve del caso del sistema judicial, el cuál, según él, se dedica a elaborar reglas a partir de casos pero constantemente ocurre que los nuevos casos que llegan a darse superan las expectativas de las reglas, a las cuales termina ajustándose el caso de una manera incómoda e insatisfactoria, como una pieza de rompecabezas que trata de ajustarse a otro rompecabezas al que no corresponde. “Poca relación hay entre nuestros actos que están en continua mutación y las leyes fijas e inamovibles”.[2]

Una de las grandes obras de teatro de Bertolt Brecht, “La excepción y la regla” trata precisamente de denunciar esta incapacidad de las leyes de adecuarse justamente a los casos que se le presentan. Brecht cierra su obra de la siguiente manera:

“Así termina la historia de un viaje.

Lo han oído y presenciado.

Han visto lo habitual,

Lo que constantemente se repite.

Y sin embargo les rogamos:

Consideren extraño lo que no lo es.

Tomen por inexplicable lo habitual.

Siéntase perplejos ante lo cotidiano.

Traten de hallar un remedio frente al abuso

Pero no olviden que la regla es el abuso”.[3]

Con esto lo que trata Brecht de lograr es generar una experiencia a través de la literatura. Colocarnos frente al señalamiento del lugar donde nos encontramos para que nazca en nosotros la pregunta de si el camino que estamos tomando, al enaltecer las reglas y los axiomas desdeñando la experiencia tradicional, es sobre el que deberíamos seguir.

BERTOLT BRECHT 

BERTOLT BRECHT

Para los literatos esto pareciera ser más claro que para el hombre moderno; sin embargo, precisamente uno de los grandes problemas de la modernidad es que ha cerrado la escucha a la literatura, y la ha relegado al campo del mero entretenimiento. Las novelas, las poesías, las obras de teatro se han convertido en una materia inerte que ornamenta cual cabeza de venado en una pared, los estantes en los que se encuentran sus libros. De esta manera, la literatura hace las veces de aquel adorno que podemos presumir para hacernos los cultos mas no por eso más sabios.

Ahora bien, para Agamben, otro de los factores que propiciaron esta expropiación de la experiencia, fue la expulsión de la fantasía del ámbito de la ciencia, por considerársela irrealizable, mientras en la antigüedad y en la edad media aún se le tenía como una posibilidad para el conocimiento. No hemos de olvidar que las primeras explicaciones del mundo fueron literarias. En tanto que deseo, la fantasía tomaba el papel de unos lentes en los cuales mundo y sujeto se hallaban irremediablemente unidos, siendo uno condición del otro respectivamente. Así, la fantasía era tan real como el sujeto que la imaginaba y esta imagen que el sujeto se creaba, al mismo tiempo lo moldeaba y lo orientaba en alguna dirección. Imaginación y realización estaban íntimamente ligadas y no era una la negación de la otra. El propio Montaigne alude a la imaginación como generadora de experiencia: “Y además, ¿cuán importante no es el contentar la imaginación? En mi opinión, esta parte influye en todo, más al menos que cualquier otra”.[4]

MICHEL DE MONTAIGNE

MICHEL DE MONTAIGNE

Pero, ¿qué fue lo que llevó a otros pensadores modernos a considerar a la fantasía algo impropio de la experiencia? La búsqueda por una experiencia pura, un conocimiento objetivo y alejado de los prejuicios. Aquella necesidad kantiana y cartesiana de llegar a una certeza pura, a una verdad absolutista a la cual atener al mundo, fue el factor que pintó la línea divisoria entre imaginación y conocimiento puro, enviando a la primera al terreno de lo imposible y restándole así autoridad alguna para proporcionarnos conocimiento. Pero precisamente es Montaigne quien irá en contra del método y colocará los pies en la tierra: “Jamás dos hombres pensaron igual de una misma cosa, y es imposible que se den dos opiniones exactamente semejantes, no sólo en hombres distintos sino en un mismo hombre a distintas horas”.[5] Y agrega:

¿Vemos sin embargo, un final a la necesidad de interpretar? ¿Siéntese algún progreso o avance hacia la tranquilidad? […] Al contrario, oscurecemos y sepultamos su comprensión; no la descubrimos más que merced a tantos cercados y barreras. Los hombres desconocen la enfermedad natural de su mente: no hace sino husmear y rebuscar y va dando tumbos sin cesar, forjando su obra y enredándose en ella, como los gusanos de seda, y al fin se ahoga.[6]

TUMBA DE MONTAIGNE

TUMBA DE MONTAIGNE

El problema del que se ocupa aquí Montaigne es de esa dificultad para el hombre de llegar a cualquier verdad absoluta debido a sus limitantes. No hay tal cosa como el hombre, hay multiplicidad de hombres y de interpretaciones, por lo que resulta en cierto modo absurdo el intento por axiomatizar el actuar humano. Lo cual no quiere decir que habremos de buscar vivir sin reglas, y que cada quien se las arregle como pueda. Más bien, de lo que se trata es de efectuar un movimiento contrario al que comúnmente se realiza, esto es, no adecuar la experiencia a la regla sino al revés, lo cual pone de manifiesto el carácter de la experiencia como formadora de agentes y no de pacientes, lo que quiero decir con esto es que cuando la experiencia se vuelve la condición, el sujeto por el cual pasa esa experiencia se ve obligado a pensarse y así su actuar no se vuelve un actuar inconsciente que sigue los mismos pasos que todos porque la regla lo dicta, sino que es un actuar consciente que exige una postura propia frente a esa experiencia, y que así se vuelve una experiencia de lo que somos. Toda la obra de Montaigne es un ejercicio automodelador que se sirve de la experiencia como condición primordial de conocimiento. “Preferiría entenderme bien a mí mismo que entender a Cicerón. Con mi propia experiencia tendría bastante para hacerme sabio, si fuera buen estudiante. Quien conserva en su memoria los excesos de su pasada cólera y hasta dónde le llevó esa fiebre, ve la fealdad de ésta pasión mejor que leyendo a Aristóteles, y alimenta odio más justo contra ella”.[7]

Mas, ¿qué posibilidades hay de lograr esto para los herederos de la modernidad que han sido expropiados de la experiencia? Agamben abogará por una vuelta a la infancia, es decir, que si antes lo que generaba la experiencia era la aproximación a la muerte y gracias a ésta la consciencia de un yo, hemos de invertir el sentido; esto no significa otra cosa que ir hacia la infancia, hacia aquello que nos hace ser lo que somos en última instancia, aquello de lo que no somos conscientes que se encuentra en el terreno del Ello freudiano.

No obstante, el psicoanálisis nos revela justamente que las experiencias más importantes son aquellas que no le pertenecen al sujeto, sino al “ello” (Es). El “ello” no es sin embargo la muerte, como en la caída de Montaigne, puesto que ahora el límite de la experiencia se ha invertido; ya no está en dirección a la muerte, sino que retrocede hacia la infancia. En esa inversión del límite, así como en el pasaje de la primera a la tercera persona, debemos descifrar los rasgos de una nueva experiencia.[8]

Partir de la infancia significa para Agamben, buscar el estado de extrañamiento o de shock que provoca el estar ante algo desconocido. No buscar obtener experiencia o conocimiento de él sino buscar el estado de extrañamiento por él mismo (este es el sendero que, según Agamben, toma Baudelaire) para ser apertura, para convertirnos en posibilidad abierta. Tal y como los niños que están prestos a ser cualquier cosa sin decantarse completamente por ninguna. Al contrario del adulto que ya muy seguro de cómo se debe ser suele regirse por la norma de su creencia y hemos así las consecuencias de esta osadía en los abusos que constantemente se dan de la norma tal y como son las guerras. El adulto se rige por la norma, no por sus deseos íntimos como lo hace el niño. El niño juega bajo las reglas del juego, pero las modifica a su antojo. El adulto sigue la regla aunque esta sea una negación de sí mismo. La distinción niño-adulto pone de manifiesto también la importancia de la infancia para la libertad pues mientras el adulto puede nombrar y determinar así el ser de las cosas, el niño enmudece.

ENSAYOS DE MONTAIGNE

ENSAYOS DE MONTAIGNE

Pero, ¿cómo hemos de interpretar este silencio del niño? ¿El silencio como condición implica un saber mudo ante el cual cedemos o una cosa tan extraña que somos incapaces de pasar al lenguaje? Y más aún, ¿el hombre moderno, al cual se le ha expropiado su experiencia, ha de quedarse enmudecido y aferrarse a la negación de la experiencia? La respuesta que Agamben aportará a estas cuestiones es que el enmudecer no significa aceptar sino todo lo contrario: extrañarse. Sin embargo, este extrañamiento como negación de toda posible experiencia representa una especie de estadio, el estadio necesario para el momento en el que se encuentra el hombre moderno; como si tomásemos una ruta distinta para ver cuál es la que finalmente hemos de seguir. Pues, frente a la experiencia que nos es impuesta y que reafirma la expropiación de la experiencia, no podemos sino extrañarnos y reclamar nuestra libertad.

Curiosamente este modo de proceder que propone Agamben, de volver a la infancia, es paradójicamente lo que trata de hacer Montaigne al poner en tela de juicio lo que es él mismo, situándose en el centro de su investigación como su propio objeto. Montaigne escribe a partir de este extrañamiento frente a sí mismo, tomando el yo como algo extraño y me parece, que es este el acto de rebeldía y libertad más grande que puede haber frente a la imposición de la experiencia. Sin embargo, este proceder resulta a su vez aporístico pues no se logra un extrañamiento completo ya que parte de la experiencia. Agamben, nos instará a ir más allá aún que Montaigne, puesto que su actuación ya no se adecua a esta época del todo, hace falta hacerle ciertas modificaciones. Hace falta ir en contra de la experiencia por completo, volver a la mirada del niño, ya no la del hombre que habla desde lo que sabe, sino a la del niño que no sabe nada. Buscar esa infancia es ahora la tarea de la filosofía y del arte, ante la expropiación de la experiencia, hacernos ir y venir de la adultez a la niñez y viceversa. Señalarnos quiénes parecemos ser, hacernos ver lo extraños que somos para nosotros mismos hasta volvernos más conocidos, pero al mismo tiempo señalar la imposibilidad de apresar eso más allá del momento en el que estamos.

 

Bibliografía 

  1. Agamben, Giorgio, Infancia e historia, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2007.
  1. Brecht, Bertolt, Teatro completo (Vol. 2), La excepción y la regla, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1981.
  1. De Montaigne, Michel, Ensayos (Vol. 3), De la experiencia, Ediciones Altaya, Barcelona, 1994.

 

Notas

[1] Giorgio Agamben, Infancia e historia, ed. cit., p. 8.
[2] Michel de Montaigne, Ensayos, ed. cit., pp. 338-339.
[3] Bertolt Brecht, Teatro completo, ed. cit., p. 137.
[4] Michel de Montaigne, Ensayos, ed. cit., p. 365.
[5] Ibidem, p. 340.
[6] Ibidem, p. 341.
[7] Ibidem, p. 348.
[8] Giorgio Agamben, Infancia e historia, ed. cit., p. 54.