PORTADA: GIOTTO DI BONDONE, “ESCENAS DE LA VIDA DE CRISTO: LAS BODAS DE CANÁ” (1304)
Comportémonos con decencia –dice el Apóstol–, como se hace de día: nada de banquetes (comilonas) y borracheras, nada de prostitución y vicios, nada de pleitos y envidias. Más bien revístanse del Señor Jesucristo, y no se dejen arrastrar por la carne para satisfacer sus deseos.
Pablo de Tarso
Resumen
Dice Agustín que se peca por intemperancia cuando se irrumpe sin moderación y cebándose en los manjares de la mesa de donde vienen los empachos no menos funestos a la salud que la misma hambre. La golosina, como sucede con los postres que se comen al final, han sido preparados y aderezados con miel: los convidados al oír esto ponen su atención como si se les hablase de un nuevo manjar. Si bien se apunta a los convites espirituales, en los que se desarrollan temas prolijos, lo expuesto, en el texto De beata vita, es claramente una descripción de los banquetes reales y con ello, a un tiempo, se dan una ética y una dietética. Esto es lo que se explora en este escrito.
Palabras clave: dieta, ética, banquete, felicidad, moderación, Dios.
Abstract
Agustín says that he sins by intemperance when he bursts in without moderation and overpowering himself in the delicacies of the table from which the no less fatal embarrassments to the health come than the same hunger. The candy, as it happens with the desserts that are eaten at the end, have been prepared and seasoned with honey: the guests upon hearing this put their attention as if they were talking of a new delicacy. Although it is aimed at spiritual treats, in which long-range themes are developed, the above, in the text De beata vita, is clearly a description of the royal banquets and with it, at the same time, they are given an ethics and a dietetics. This is what is explored in this writing.
Keywords: diet, ethics, banquet, happiness, moderation, God.
De un tiempo a acá, el interés por la alimentación ha crecido. Secciones de revistas, programas de televisión, aplicaciones celulares, revistas especializadas, películas temáticas, libros de diferente talante lo hacen evidente. Nos preocupa, humanamente desde nuestros orígenes, lo que comemos y el modo como lo hacemos, diría el antropólogo francés Claude Fichler. En esta preocupación ya se vislumbran entrecruces dietéticos y éticos. Otras épocas no han pasado por alto el lugar tan importante que tiene la alimentación en la vida del ser humano. A finales de la Antigüedad, después de su conversión, Agustín de Hipona, reflexionará en un diálogo sobre la intemperancia, la moderación y la alimentación. Creo que puede decir algo a la gente de hoy. En este escrito, pues, se propone una exploración de la relación entre la ética y la dieta en el De beata vita o Acerca de la vida feliz de san Agustín.
Se entiende diaita en dos sentidos: por un lado refiere, en su sentido amplio, al “modo” (manera, forma) de vida de un hombre; y, por otro, en un sentido más o menos concreto, indica el “régimen alimenticio” de ese mismo hombre. Ambos sentidos guardan una relación de mutua co-pertenencia. Mientras que ethos significa, en primer lugar, “estancia” (habitación, mundo, vidas morales); en segundo costumbre y, en tercero, carácter. Los dos últimos significados de ethos se influyen mutuamente. La relación que guardan la diaita y el ethos, con sus múltiples sentidos, parece clara: se habita un mundo con otros; las reglas que regulan las relaciones (costumbre, cultura) forman el carácter de todos y cada uno (modo de vida) tanto como el carácter (régimen alimenticio) interfiere en la vida de los otros (costumbre). La mejor expresión de todo esto se encuentra en su texto, De beata vita, Acerca de la vida feliz, en el que, incluso, las normas de buen gusto que se siguen en un simposio se vuelven criterio de vida.
Se ha dividido la exposición en varias secciones. Primero se trata el contexto alimentario del África romana, después, en segundo lugar, se recuerdan los antecedentes biográficos e intelectuales que contextualizan las ideas de su obra juvenil; en seguida, en un tercer momento, se exponen dichas ideas, expresadas en su De beata vita. Se termina con un balance de lo referido.
Contexto alimentario
TACUINUM SANITATIS, “MERCADO DE QUESO”
Brevemente se dará cuenta de la alimentación en el África de la Antigüedad que conoció san Agustín. La comida tenía un lugar importante en la vida diaria. Conservaba aspectos de su origen religioso en las numerosas cenas de las cofradías y en los banquetes de fiestas religiosas (paganas o cristianas), como el aniversario de un fundador o la dedicación de un edificio nuevo. Con la comida se honraba a huéspedes y amistades, especialmente durante la cena, que fue la comida principal y, en África, se realizaba al caer la tarde. El desayuno (romper el ayuno) era la primera colación. En el África romana se comía pescado, huevos, pan, legumbres (alcachofa), frutas (higos, manzanas, peras, uvas y nueces), trigo, aceite, olivos. El pescado era la carne del pobre, quien mejoraba su alimentación recogiendo caracoles, saltamontes y langostas, sacando raíces y cardos. Los mercados de Cartago e Hipona vendían esturiones, escaros y mújoles. Agustín menciona el pescado como alimento diario. La harina de trigo o cebada servía para caldos, pastas, pasteles y pan. La carne (de buey, cerdo, cabra, cordero, conejo, liebre, lirón, pavo real, flamenco o loro) era signo de riqueza y se servía en las casas de las familias acomodadas. Para los pobres era signo de fiesta. Ningún alimento se prohibió entre cristianos. Los maniqueos prohibieron el consumo de carne y vino. En Cartago el Obispo acudía a comidas abundantes. La cena era preparada por el ama de casa, la sirvienta en casa de los ricos o la señora en casa de los pobres. Se usaba fogón o fuego encendido en medio de piedras. Las villas ricas de África tienen un comedor llamado oecus o triclinium, que da normalmente al fondo del patio interior. Los comensales usaban una cuchara. En Hipona se encontraban tabernas. Servían a la política y permitían que los candidatos expusieran su programa. Eran bares y con espacios de alojamiento. Se comía y bebía en ellas.[1] Esto fue lo que conoció Agustín y lo que lo motivó a tomas ciertas medidas éticas y dietéticas ya como Obispo de Hipona.
En la Vida de san Agustín de santo Posidio, haciendo de san Agustín un modelo de vida cristiana, su biógrafo y amigo relata lo siguiente:
La mesa era parca y frugal, donde abundaban verduras y legumbres, y algunas veces carne, por miramiento a los huéspedes y a personas delicadas. No faltaba el vino en ella, porque sabía y enseñaba, como el Apóstol, que toda criatura es buena, y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado. Igualmente escribió el mismo San Agustín en las Confesiones: No temo la inmundicia del manjar, sino la impureza de mi apetito. Sé que fue permitido a Noé comer de todo género de carne comestible y que Elías cobró vigor comiendo carne. Sé que Juan en su prodigioso ascetismo no se mancilló por comer insectos volátiles, flacas langostas del desierto. Y, en cambio, también sé que Esaú se dejó seducir por el violento apetito de una escudilla de lentejas. Y sé que David se reprendió a sí mismo por árido y agudo deseo de agua. Y sé, por fin, que nuestro Rey fue tentado no de carne, sino de pan. Y por eso mismo mereció improbaciones el pueblo israelita en el desierto, no porque deseó carnes, sino porque por el apetito de la comida murmuró contra el Señor. Sobre el uso del vino tenemos también la doctrina del Apóstol, que dice a Timoteo: No bebas ya agua sola, sino toma un poco de vino, por el mal de estómago y tus frecuentes enfermedades (1Tim. 5, 23). Usaba sólo cucharas de plata, pero todo el resto de la vajilla era de arcilla, de madera o de mármol, y esto no por forzada indigencia, sino por voluntaria pobreza. Se mostraba también siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber. Contra la pestilencia de la murmuración tenía este aviso escrito en verso: “El que es amigo de roer vidas ajenas, no es digno de sentarse en esta mesa”. Y amonestaba a los invitados a no salpicar la conversación con chismes y detracciones; en cierta ocasión, en que unos obispos muy familiares suyos daban rienda suelta a sus lenguas, contraviniendo a lo prescrito, los amonestó muy severamente, diciendo con pena que o habían de borrarse aquellos versos o él se levantaría de la mesa para retirarse a su habitación. De esta escena fuimos testigos yo y otros comensales.[2]
La mesa, en Hipona, era, pues, frugal. La carne era cosa rara. El menú se componía de legumbres y frutas. El vino era parte de todas las comidas, fuera de las temporadas de ayuno. A San Agustín le gustaba, pero lo bebía con moderación. Sobre esto último se hace importante mencionar que el Obispo de Hipona combatió la borrachera o el consumo desmedido del vino:
Al leer las numerosas filípicas de Agustín en contra de la borrachera -uno de sus temas acostumbrados-, se puede concluir que muchos feligreses pasaban el domingo en las viñas del Señor. Las llamadas de atención de Agustín provocan más hilaridad que reprobación. El abuso del vino hace también estragos entre clérigos, dice el pastor de Hipona, e incluso entre los obispos. Otro día, el predicador hace referencia a los compadres de taberna, aquellos asiduos invertebrados. Agustín se queja porque sus advertencias, lejos de ser escuchadas, alimentan más bien la sonrisa. Un día de bautismo, las recomendaciones se hacen más apremiantes para que los fieles no vuelvan por la tarde en estado ebrio. Con ocasión de la comunión solemne, la familia animaba al adolescente: Bebe, ya eres hombre. Y Agustín observa: “Lejos de censurarles, celebran su hazaña”. Al tribuno Bonifacio, Comandante de África del Norte, que interroga al obispo sobre la manera de vivir como buen soldado, éste le responde: “Beban un poco menos”.[3]
Tanto en la descripción de la mesa de Agustín que hace Posidio, como en la recreación del combate contra la borrachera, de la cual se tiene noticia, que emprende san Agustín, puede notarse la relación entre la ética y la dieta que este pensador africano hace. Antes de exponer lo que sugiere en su De beata vita, ha de darse el contexto intelectual que lo lleva a ello, cómo fue que se propuso.
Antecedentes biográfico-intelectuales
PHILIPPE DE CHAMPAIGNE, “SAN AGUSTÍN” (1650)
“Dios, la naturaleza, la necesidad, nuestra voluntad o el conjunto de estas causas o bien todas ellas –dice san Agustín–, simultáneamente, nos han arrojado, osada y frecuentemente, a este mundo, como a un borrascoso mar”.[4] La situación del hombre en el mundo moral (en la vida), si seguimos con el símil, es la misma que la del navegante en la tormenta: o hace todo lo posible para seguir a flote y lleva la nave a aguas más tranquilas o a la “tierra prometida”, o desespera y perece.
Habiendo sobrevivido y escapado a la doctrina de esos “hombres tan carnales”, los maniqueos –tan hábiles en la “crítica” de otras posturas y tan ineptos en la defensa de la propia–, después de haber direccionado su vida hacia la verdad por influencia de Cicerón (Hortensio), “[…] –me persuadí –dice– que se ha de creer más a los que enseñan que a los que mandan–“,[5] Agustín de Hipona sintió que no alcanzaría la “tierra”, su Ítaca, de la tranquilidad y la vida feliz. Ardua tarea había sido negarle “valor” a la fortuna, a la fama y a los placeres, cosas a las que todos aspiran, pues confunden los medios con los fines. Los “académicos” aparecerán, en cierto momento, como los más “sensatos” de los hombres: su vida práctica y probabilista (verosímil), frente a la falta de una verdad incólume ante los ataques de la duda, seducirá a quien había dedicado muchos años de su vida a la búsqueda de la Verdad. Pero seguir a quien niega poder encontrarla es tanto como dirigir la nave a ningún lugar, dejándose perder en la inmensidad del mar, incluso naufragar: ¡cosa inaceptable! No será hasta que la desesperación alcance los límites de nuestro autor (se arrancará los cabellos a la vez que preguntará a Alipio la razón por la cual los simples podían ser felices y ellos, instruidos o con una profesión, no[6]), que la respuesta vino:
Tales eran mis exclamaciones y las lágrimas más dolorosas y amargas de mi corazón. De repente oigo una voz procedente de la casa vecina, una voz no sé si de un niño o de una niña, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo «¡Toma y lee! ¡Toma y lee!»[…] me incorporé, interpretando que el mandato que me venía de Dios no era otro que abrir el códice y leer el primer capítulo con que topase. […] Así pues me apresuré a acudir al sitio donde se encontraba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del Apóstol cuando de allí me levanté. Lo cogí, lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos: “Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos, más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm. 13, 13s). No quise leer más ni era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda.[7]
El apóstol de los gentiles, cuya llegada fue allanada por La vida de Antonio de san Atanasio, se mostró con toda su fuerza. Se había ganado, en adelante, el “criterio” (el norte) (“Revestíos, más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias”) y la seguridad (“sentí –dice– como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón”) que hacían falta para navegar en tan embravecido mar que es el mundo moral, sin perder el “sentido”.
A este momento de la vida de san Agustín se le conoce como “Conversión”, y se le entiende como “cambio de vida”. Con ella se fijó una dirección “tan antigua y tan nueva”. Pero, ¿cómo mantenerla? A las “disposiciones” que tomó nuestro autor, que enmarcan la relación entre ética y dieta, se las llamará “diet-ética agustiniana”. El guion que separa la palabra dietética, en diet- y ética, quiere dar cuenta a la vez de la diaita (dieta) y del ethos (ética) que propone el filósofo africano para cumplir y dar cabal continuidad al proceso de conversión, de cambio de vida.
Ética y dieta en el De beata vita
GIOTTO DI BONDONE, “VIDA DE SAN FRANCISCO. MUERTE DEL CABALLERO DE CELANO”
Al igual que el Contra Académicos, Acerca de la vida feliz es un diálogo escrito durante la estancia de san Agustín en Casiciaco y en el que participan Trigecio, Licencio, Lastidiano, Rústico, Navigio (estos, primos del santo), Adeodato y santa Mónica. El diálogo comenzó el 13 de noviembre (natalicio de san Agustín) y terminó el 15 de noviembre de 386. La obra está dirigida a Manlio Teodoro, gran amigo, prefecto y cónsul de la Galias y, como dirá nuestro autor, buscador incansable de la verdad y la felicidad. “Pero me desagrada allí –nos aclarará en sus Retractaciones– que «alabé más de lo justo a Manlio Teodoro», varón docto y cristiano, a quien se lo dediqué”.[8] Consta de un solo libro dividido en cuatro capítulos. El tema central tratado a lo largo del texto es la vida feliz o la posesión de la felicidad en la “vida terrena”, como posesión de la sabiduría y posesión de Dios (conocimiento de Él). No obstante, en obras posteriores, el santo reservará –cosa que ya se pre-anuncia en el texto– la vida feliz a una vida futura después de la muerte:
[…] me desagrada allí… haber dicho: «que durante esta vida la vida feliz está en el alma del sabio, cualquiera que sea el estado de su cuerpo», –precisará de nuevo en sus Retractaciones– cuando el Apóstol espera el conocimiento perfecto de Dios, es decir, el mayor que el hombre pueda tener, en la vida futura, la única que debe llamarse vida feliz, donde el cuerpo incorruptible e inmortal se somete a su espíritu sin molestia alguna ni contradicción.[9]
Acerca de la vida feliz (en palabras del santo: “una frugal comida que no impida [impidiera] la actividad del ingenio”[10]) dirigirá, como ya se dijo, la discusión a la felicidad, anhelo de todo hombre. Antes de entrar en la exposición del asunto que dará cause al diálogo, san Agustín abrirá el “apetito” de sus interlocutores y de sus lectores con tres anotaciones (Capítulo I) que repiten, por un lado, y reafirman, por otro, lo expuesto en el diálogo, Contra Académicos.
La primera anotación será una reconsideración acerca de la filosofía y el sabio. La filosofía es el puerto desde el cual se avanza a la tierra firme de la vida feliz, sobre un camino construido por la razón y la voluntad, adelanta nuestro autor, apenas comenzamos a leer. Pocos hombres son los que alcanzan la vida feliz, pocos son los sabios. El mundo es un mar borrascoso; el hombre se encuentra arrojado osada y frecuentemente por Dios, la naturaleza, la necesidad, la voluntad o todas las anteriores en él. ¿Cuántos saben a dónde ir o por dónde regresar?, ¿cuántos siguen el camino del sabio? Hay tres clases de hombres (de navegantes) que se ayudan con la filosofía: los primeros son los que estando en la edad de la razón, con un pequeño impulso alcanzan la tranquilidad; los segundos son los que engañados por el rostro mentiroso del mar se internan y peregrinan a veces olvidando la patria (ora se pierdan en la falaz serenidad que proporcionan los placeres y honores, ora se ven reconducidos por una tempestad horrenda a gozar de lo eterno y duradero a costa de llorar y gemir); los terceros llegan a ver señales, pero siguen perdidos hasta perder su vida. Muchos se engañan al creer que han alcanzado la sabiduría: “¿Qué otro peñón deberá temer la razón, para los que aspiran a ingresar en la filosofía, sino el orgulloso afán de la vana gloria, dado que es interiormente tan poco sólido que a los marchan envanecidos los sumerge y traga el frágil resquebradizo [sic] suelo, sumergiéndolos en las tinieblas, después de quitarles la espléndida casa que habían atisbado?”.[11]
La lectura del Hortensio de Cicerón, permítaseme recordar algunos datos ya señalados, como segunda anotación a la que el autor llama la atención del lector, hizo, nos relata san Agustín, que su alma se viera abrazada por el amor a la sabiduría, a la filosofía, al estudio, si bien no faltaron brumas en su búsqueda. Asimismo, apunta que para crecer es menester creer más a los que enseñan que a los que mandan (los maniqueos mandaban honrar la luz física o los académicos, no aceptar nada como cierto). Una estrella guía, un sacerdote de Milán, dio al que será obispo de Hipona los libros de “los platónicos” y los textos sagrados en los que descubrió que ni Dios ni el alma son corporales. Esto permitió allanar el suelo escabroso de la interpretación “carnal” que nuestro autor hacía de ciertos pasajes de la Sagrada Escritura. Además, un dolor de pecho (su “maltrecha y averiada nave”[12]) lo obligó a cambiar de rumbo, para así lanzarse a alcanzar la vida feliz, don de Dios. El 13 de noviembre de 386, el día de su cumpleaños, prepara a sus amigos y acompañantes de Casiciaco un banquete frugal para el cuerpo y para el alma.
Dicho lo anterior, san Agustín pregunta (Capítulo II) a sus compañeros comensales si es evidente que el hombre está compuesto de alma y cuerpo (tercera anotación), a lo que Navigio responde que no sabe. Agustín insistirá hasta que se concluye que se sabe que se vive. Se sabe que se tiene vida y que nadie puede vivir sin vida. Se sabe, además, que se tiene cuerpo, por tanto, el hombre consta de cuerpo y vida (se deja para otra discusión la cuestión de si hay algo más que complemente al hombre). ¿Para cuál de estos dos componentes, pregunta el santo, se busca alimento? Para el cuerpo y la vida que se tienen: ¿cómo puede ser que se busque alimento en razón del cuerpo únicamente cuando el alimento se apetece en razón de la vida para conservarla? El alimento que se busca para el cuerpo se relaciona con el crecimiento. Si bien el apetito desmedido pudiese hacer pensar que se puede crecer más de lo debido, no debemos olvidar que la naturaleza ha impuesto al cuerpo un límite que no puede sobrepasarse. Lo que sí sucede es que la medida sea menor (menos corpulencia) cuando el alimento es escaso. El alimento le es necesario al cuerpo, pues si se le quita adelgaza y muere (relación con la vida y su mantenimiento-manutención). Asimismo, sin alimento deviene la enfermedad, la sarna, y con ella el desprecio de la comida. El alma, continúa nuestro autor, tiene un alimento propio: el conocimiento y la ciencia, a lo que se manifiesta dudoso Trigecio. Santa Mónica le dice:
–¿Acaso, hoy, no nos has enseñado tú mismo, dónde y de qué se alimenta el alma? Porque, a poco de haber comenzado el almuerzo, dijiste que no te dabas cuenta, qué vaso usábamos, por estar pensando en no sé qué cosas; y, sin embargo, utilizabas las manos y los dientes en la comida. ¿Dónde estaba tu ánimo que no prestabas atención a lo que comías? Por tanto, créeme que el alma se nutre con propios alimentos, es decir, con teorías y pensamientos, deseosa de saber algo–.[13]
JAUME HUGUET, “SAN AGUSTÍN Y SANTA MÓNICA EN UN SERMÓN DE SAN AMBROSIO” (1463)
Para el hombre es posible comer y pensar, de tal forma que se alimenta doblemente, aunque no se dé cuenta del “comer”, puede decirse en resumen. Ante esto se sigue que el alma sabia es más rica, plena y mejor que la ignorante; la falta de disciplina en el alma es indicio de famelismo o de que anda en ayunas. Un alma con hambre es un alma estéril, padece el vicio y la iniquidad (malicia): así como sucede con el cuerpo cuando se suprime alimento, es atacado muchas veces por la enfermedad y la sarna, así también las almas de los que se saben vacíos, están llenas de enfermedad (carecen de salud). “Los antiguos afirmaron que la malicia (nequitia) es la madre de todos los vicios, puesto que ni siquiera es algo, es decir, es nada”,[14] porque deriva de la esterilidad y la nada. “La nada es todo lo que fluye, lo que se disuelve, lo que se ablanda y siempre perece”.[15] Algo es cuando permanece, cuando es siempre idéntico a sí mismo, como lo es la virtud. Todo lo contrario a la malicia o iniquidad es la frugalidad (de la raíz, fruto), virtud que indica fecundidad espiritual: virtud-belleza y permanencia (templanza). Los alimentos del alma se dividen en dos: los saludables y útiles, por un lado, y los malsanos y pestíferos, por otro, porque no se puede negar que incluso los incultos tienen sus almas “llenas”. Llegados a esto dice san Agustín que ha querido, en el día de su natalicio, presentar una comida espléndida para el cuerpo y para el alma. Pero no se trata de alimentar contra la voluntad (no se manda, se enseña), porque frente al hastío la tarea es vana, como sucede con los enfermos que desprecian y rechazan los alimentos.
¿Quién es feliz?, preguntará enseguida. Lo puede ser el que tiene lo que quiere, pero no necesariamente, pues en manera alguna es feliz quien desea lo malo. Este apunte, que será la primera definición del hombre feliz, lo hace Mónica y es apoyado con una cita del Hortensio de Cicerón que Agustín hace de memoria. Entonces, ¿qué debe adquirir el hombre para ser feliz? La respuesta: lo permanente y seguro, lo no oscilante con la fortuna y las variaciones de la vida. Cosa muy diferente es lo mortal y caduco (indigencia): su posesión no dura lo que se quiere y desea. El temor de perderlo es claro indicio de infelicidad. Aunque, como vuelve a apuntar Mónica, la moderación en el uso y en el disfrute de esos bienes (como medio) bien puede ser considerado como felicidad, o algo muy cercano, pues la atención (la mirada, la apuesta, el fin) no está puesta en los bienes mismos. Pero de acuerdo a lo apuntado, en primer lugar, sobre lo que debe adquirirse para ser feliz, no se puede sino encontrar las características señaladas (lo permanente y seguro) más que en Dios, lo cual nos obliga a concluir que sólo es feliz quien tiene a Dios, quien lo conoce. Pero, y esta sería la labor de los “comensales”, es necesario investigar qué hombres tienen a Dios. Licencio dice que el que vive bien; Lastidiano apunta que el hombre que posee a Dios es aquél que cumple su voluntad; por su parte, Adeodato afirma que es el que no tiene espíritu inmundo. Antes de dar solución o decidirse por alguna de las opciones dadas, Agustín desvía, en este punto, la conversación a los académicos: “quiero ofreceros –dirá el Obispo de Hipona– una golosina (“con miel, trigo y almendras está preparada)… y tal como sucede con los postres que se comen al final, está preparada y aderezada con la miel de la retórica”.[16] Los convidados al oír esto ponen su atención como si se les hablase de un nuevo manjar. No es feliz el que no tiene lo que quiere, como la razón lo demostró, y nadie busca lo que no quiere encontrar, comienza. Los académicos buscan la verdad y asegurar su encuentro, no obstante, ellos no dan con ella, por lo que puede concluirse que no son felices, cosa que confirma el rechazo que sobre ellos debe tenerse.
Si hay algún otro asunto que pueda ser investigado debe quedar fuera de este banquete, puesto que no fue preparado. Ante la insistencia y la exigencia impertinentes de Licencio, Agustín dirá: “Invítame en el día de tu cumpleaños… y con todo gusto, aceptaré cuanto pongas delante; con la misma disposición te ruego que hoy participes de este convite y no reclames algo que quizás no está preparado”.[17] Y agrega: “Por tratarse de un tema tan prolijo… en estos convites espirituales, se peca por intemperancia cuando se irrumpe en ellos, sin moderación y cebándose en los manjares de la mesa de donde vienen los empachos, no menos funestos a la salud espiritual que la misma hambre”.[18]
Al día siguiente se continúa la discusión (Capítulo III), pero se llega tarde a la cita, ¿por qué? No por indigestión, sospecha san Agustín, pues la comida fue frugal y hasta restaron sobras (abundancia), quizás por saturación de ocupaciones (o por saturación y ocupaciones) se deja uno de alimentar. Aclarado esto, se sigue. Vivir bien y hacer lo que Dios quiere es lo mismo. ¿Cómo entender esta expresión: “espíritu inmundo”?, se preguntarán los comensales. Se predica en dos sentidos: en primer lugar, se dice que alguien tiene un espíritu inmundo cuando desde fuera un espíritu, al que se le tiene que expulsar, invade el cuerpo del poseso y lo perturba produciéndole estados de furor; en segundo lugar, se dice que se tiene “espíritu inmundo” cuando se quiere apuntar que alguien tiene un alma impura, corrompida por los vicios y los errores. Esto último es lo que nos interesa. A lo anterior se opone la vida casta. ¿Quién es casto? Aquél que nada peca y se abstiene de relaciones carnales ilícitas, vive para Dios y está solamente pendiente de él. Por tanto son el mismo el que vive bien, cumple la voluntad de Dios y no tiene espíritu inmundo.[19]
SAN AGUSTÍN POR BARTOLOMÉ BERMEJO
Al otro día el banquete se retoma (Capítulo IV). El que busca todavía no posee. No todo el que busca y vive bien posee a Dios (si se vive bien se tiene su favor). Una diferencia: una cosa es tener a Dios y otra no estar sin él; quien lo tiene lo tiene a su favor, quien vive mal, lo tiene en contra; quien lo busca y aún no lo ha encontrado, no lo tiene ni a su favor ni en contra. De lo que se desprende que la felicidad es tenerlo y buscarlo. La indigencia será entonces la desgracia o la infelicidad. El no desdichado es el feliz, el que no tiene necesidades, el no desgraciado, el no indigente. La desgracia y la indigencia (no-ser) se dan en la falta de Dios: nada más se necesita. La indigencia es lo opuesto a la plenitud (el ser). San Agustín hace uso de dos ejemplos. El primero es sobre la luz y la oscuridad. El alma que habita en la oscuridad es un alma necia, vive en necedad. El segundo se refiere al vestido: la desnudez es la carencia de vestido; mientras que, con él, la desnudez huye como si fuese algo móvil. Lo mismo sucede con la oscuridad cuando la luz aparece. Después de esto se hacen algunas aclaraciones terminológicas: malicia (iniquidad) en latín se dice nequitia; nada, de nedquidquam; y frugalidad, que significa sobriedad y parsimonia en la vida y en el alimentarse, viene de fruge y da lugar a la moderación y la templanza que viene de temperies. La frugalidad es la máxima virtud (como fin y como medio): nada sobra, nada falta. La opulencia no elimina la pobreza del alma. Tanto lo excesivo como lo defectuoso carecen de medida y por tanto son indicio de indigencia, por lo menos en lo que se refiere a los bienes. Y esto es lo mínimo que debe saber toda alma que aspire a la felicidad y a la sabiduría. San Agustín, no obstante, no señala que sucede con el que “sabe” demasiado. Únicamente dice que la sabiduría es lo opuesto a la insensatez. ¿Y qué es la sabiduría (tema a cuyo desarrollo se dedica la razón, en la medida que puede hacerlo)? “Es la moderación del alma, por medio de la cual, conserva un equilibrio sin explayarse demasiado ni limitarse más que de lo que requiere la plenitud”.[20] El hombre sabio sabrá, de acuerdo a la salud de su cuerpo, evitar ciertos padecimientos, es decir, el mal, la enfermedad, lo hará cuerdo, el temor a sufrir lo alejará de aquello que provoca dolor.[21] La vanidad es la mentira de las apariencias. Dios es la medida de la verdad y de la sabiduría. Ante esto los comensales pedirán que con mayor frecuencia se le alimente con tales manjares.
Balance
Llegados al final de esta exposición resta entresacar, en primer lugar, aquello que explica la dietética agustiniana –que, tal como se anunció, incluye las normas a seguir tanto en la mesa como en la vida, la virtud a cultivar y el fin a alcanzar.
Ética y dieta agustinianas:
1) cuando se emprende la búsqueda de la Verdad los honores (la vana gloria), los bienes y los placeres son un promontorio capaz de impedir alcanzarla; 2) no dudar que haya verdades inconmovibles epistemológica y moralmente: la existencia del cuerpo y de la vida, es una de ellas; 3) Así como el cuerpo necesita de un alimento propio, en función de la vida que representa, para crecer y evitar enfermedades y sarna, el alma requiere de su propio alimento (teorías, pensamientos, charlas, ideas, verdades); 4) El hombre quiere ser feliz; 5) la madre de todos los vicios es la iniquidad o la malicia (que viene de la nada, porque es carencia de lo estable y lo abundante); 6) la madre de las virtudes es la frugalidad (moderación, temperancia, templanza, parsimonia) y representa la abundancia espiritual y el ser (lo permanente): el objetivo es hacerse de ella; 7) No exigir más de lo que se ofrece en un convite es claro ejemplo de la moderación; 8) La moderación ayuda al sabio a entender qué sucede con su cuerpo y así evitar sufrimientos innecesarios; 9) Tanto los excesos como los defectos impiden ser felices a los hombres; 10) el fin último del hombre es Dios, cosa que lo obliga a ordenar sus intereses a los intereses divinos.
Bibliografía
- Hamman, Adalbert, La vida cotidiana en África del Norte en tiempos de san Agustín (Trad. Luis Castonguay), CETA, España, 1989.
- Posidio, Vida de san Agustín (Trad. Victorino Capánaga), BAC, Madrid, 1994.
- San Agustín, Confesiones en Obras de san Agustín II (Trad. Ángel Custodio Vega), BAC, Madrid, 1979.
- San Agustín, Acerca de la vida feliz (Trad. Jorge M. Machetta), LUMEN, Buenos Aires, 1990 (2ª ed.).
- San Agustín, De la vida feliz (Trad. Victorino Capánaga), BAC, Madrid, 1994.
Notas
[1] Hamman, Óp. cit., pp. 33-35.
[2] Posidio, Óp. cit., pp. 335-336.
[3] Hamman, Óp. cit., pp. 35-36.
[4] San Agustín, Acerca de la vida feliz, ed. cit., p. 125.
[5]Cfr. ibídem, p. 128.
[6] Cfr. San Agustín, Confesiones en Obras de san Agustín II, ed. cit., p. 267.
[7] Ibídem, pp. 267-268.
[8] Retrat. I, 2: 652.
[9] Ibídem, I, 2: 652-3.
[10] San Agustín, Acerca de la vida feliz, ed. cit., pp. 130.
[11] Ibídem, p. 128.
[12] Ibídem, p. 34.
[13] Ibídem, p. 135.
[14] Ibídem, p. 136.
[15] Idem.
[16] Ibídem, p. 141.
[17] Ibídem, p. 138.
[18] Ibídem, p. 141.
[19] Cfr. San Agustín, Acerca de la vida feliz, ed. cit., pp. 145-152.
[20] Ibídem, p. 162.
[21] Ibídem, pp. 162, 155.