Revista de filosofía

Fragmentos de una “vida infame”: Justa Méndez y la Inquisición en la Nueva España (1595-1649)

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Fragmentos de una “vida infame”:  Justa Méndez y la Inquisición en la Nueva España (1595-1649)

Resumen:

Mediante el uso del concepto de “vidas de hombres infames” de Michel Foucault se analiza la trayectoria vital de Justa Méndez, una judaizante residente en la Nueva España, teniendo en cuenta cómo su vida fue controlada por la persecución inquisitorial y cómo su imagen e identidad también fueron plasmadas por el léxico y el imaginario de la Inquisición.

Palabras-clave: Inquisición, Nueva España, judaizantes, “vidas infames”.

 

Abstract:

Using Michel Foucault’s concept of “lives of infamous men”, we will analyze the life trajectory of Justa Mendez, a Judaizing woman living in New Spain, taking into account how her life was controlled by the Inquisitorial persecution and how her image and identity were also shaped by the lexicon and imaginary of the Inquisition.

Keywords: Inquisition, New Spain, Judaizers, “Infamous lives”

 

Los procesos inquisitoriales nos ofrecen ventanas a la vida diaria de las sociedades en las que se han establecido los tribunales del Santo Oficio. Por un lado, nos proporcionan experiencias en tiempos de relativa normalidad. En las denuncias y confesiones, presentadas delante de los inquisidores, el historiador encuentra el pulso de los días, de los barrios y de los individuos. Pero son notas, vidas breves –como diría Michel Foucault– y fragmentadas, cuya normalidad fue quebrantada por la prisión, los interrogatorios, el orden y el procedimiento del Tribunal. En algún momento, desde el exterior, una luz brilló sobre estos personajes, trayéndonos fragmentos de esta existencia que de otra manera estarían totalmente oscurecidos en la sombra. En general, esta luz les fue dada por la confrontación con la institución del poder: “vidas que sobreviven gracias a la colisión con el poder que no ha querido aniquilarlas o al menos borrarlas de un plumazo”.[1]

 

El Santo Oficio exigía una normalización de la vida cotidiana e imponía su modelo de ortodoxia a los individuos que perseguía y juzgaba, disciplinando sus cuerpos y sometiendo sus conciencias. Como Michel Foucault afirma también en su texto programático sobre las vidas transgresoras y marginales de “hombres infames”:

 

La incardinación del poder en la vida cotidiana había sido organizada en gran medida por el cristianismo en torno de la confesión: obligación de traducir al hilo del lenguaje el mundo minúsculo de todos los días, las faltas banales, las debilidades incluso imperceptibles e incluso las turbaciones de pensamientos, intenciones y deseos; ritual de confesión en el que aquel que habla es al mismo tiempo aquel del que se habla.[2]

 

Pero más allá de este primer nivel de impacto y choque entre la institución represiva y el supuesto transgresor, es decir, el nivel disciplinario de la acción de la institución judicial, encontramos otro nivel: el del castigo público, el de la infamia sobre el cuerpo y la memoria del condenado, el de la tortura que llevó, en algunos casos, a una ejecución violenta, destinada a ser ejemplar. Si Foucault se detuvo ante el impacto de este proceso en los cuerpos individuales de los condenados, como Robert-François Damiens,[3] si bien en este texto también seguimos una historia individual, no debemos olvidar que el castigo sobre el individuo a menudo tiene como objetivo afectar a todo un colectivo. Esto es lo que proponemos aquí analizar: la represión del Santo Oficio a los supuestos herejes –en este caso concreto, los judaizantes– en que la punición a un individuo pretendía afectar, directa o simbólicamente, a todo un grupo.

 

 

En los entornos religiosos clandestinos, como en los universos judaizantes, se mantenían ciertas prácticas y rituales en las esferas domésticas, a menudo protagonizados por mujeres. Dentro del hogar, las mujeres ganaron un papel prominente en el mantenimiento de las tradiciones y, aún más importante, en la enseñanza de creencias y preceptos religiosos a las nuevas generaciones. Por esta razón, la acción represiva de la Inquisición ha actuado con severidad sobre estos universos femeninos. En los territorios americanos, estas mujeres fueron a menudo abandonadas en las ciudades por sus maridos e hijos ausentes en las regiones mineras y de conquista, su vida cotidiana se regía por cierta solidaridad femenina que, en muchos casos, despertaba la sospecha de los confesores, directores espirituales y otros funcionarios del tribunal de la fe. Las “hijas de Eva”, portadoras por excelencia del pecado, fueron sometidas a la acción punitiva y represiva de un tribunal que, como no podía ser de otra manera, estaba formado exclusivamente por elementos masculinos, desde los temidos inquisidores hasta los guardias que controlaban y vigilaban –a veces en secreto– las prisiones del tribunal.[4] La tensión y el control ejercido sobre estas mujeres es evidente, reflejando la represión de una institución concebida y diseñada en el universo masculino:

 

Si en este marco centramos nuestra atención en aquellas mujeres que fueron procesadas por el Santo Oficio la tensión aumenta, ya que se trata de una entidad controlada eminentemente por hombres, jerarquizada y gobernada por unas leyes a las que ellas se ven sometidas, desde el aislamiento, la desprotección, la vulnerabilidad, la irracionalidad… en un entorno que las cosifica y las desnuda, arrancándoles hasta su condición femenina.[5]

 

Si nos atenemos al contexto de la Nueva España en la Edad Moderna, el control sobre el sexo femenino ejercido por la Inquisición fue severo, y uno de los ejemplos más significativos es sin duda la represión ejercida contra los cristianos-nuevos –muchos de ellos de origen portugués– que se establecieron en territorio americano durante los siglos XVI y XVII. En las dos grandes olas de represión del tribunal mexicano contra los supuestos judaizantes, las mujeres fueron víctimas destacadas, tal vez por el rol preponderante que parecen haber desempeñado en el mantenimiento y transmisión de las prácticas judías clandestinas dentro de la comunidad. Por otra parte, también surgen personajes con liderazgo, reconocidas y respetadas por su función fundamental en la observancia de los rituales criptojudíos.

 

Por ejemplo, en el seno de la familia Carvajal, muchas mujeres fueron confinadas en prisiones inquisitoriales porque pertenecían al círculo más cercano de Luis de Carvajal, el mozo. De la misma manera, en la época de la brutal persecución de la llamada Complicidad Grande, de 1642 a 1649, muchas fueron condenadas por la Inquisición y consideradas esenciales en el mantenimiento e incluso en la reafirmación de las prácticas judías en territorio mexicano. Blanca de Rivera y sus hijas, junto con su núcleo de sociabilidad más cercano, son un buen ejemplo de esto.[6]

 

Las imágenes transmitidas por los procesos inquisitoriales nos dan una visión muy distorsionada de estas mujeres. Por un lado, los elementos de sus vidas que han llegado a nosotros están profundamente condicionados por el léxico creado por la propia Inquisición, en el que la disidencia religiosa está perfectamente identificada. Estos conceptos se basaban en una larga tradición teológica en la que se fundamentaban los principales manuales y reglamentos de la institución y que, esencialmente, definían de manera manifiestamente dicotómica lo que constituía la norma y lo que suponía una transgresión. Así, estas mujeres eran definidas como “dogmatistas”, “apartadas de la fe”, “supersticiosas”, entre otras denominaciones. Los interrogatorios, las denuncias y las confesiones también se plasmaban, por supuesto, en este “léxico inquisitorial”. Los que denunciaban y los que confesaban, en muchos casos, trataban de responder a la realidad delictiva que conformaba la mentalidad de los inquisidores. Por último, en la transición de la oralidad a la escritura registrada por los secretarios judiciales, es seguro pensar que muchos de los elementos disonantes se han simplificado para corresponder a las normas conocidas en los pasillos de los tribunales inquisitoriales.

 

Todo este cuadro narrativo que emana de la institución inquisitorial encierra la vida de estas mujeres en una zona marginal, lejos del centro de decisión y poder, pero también insertada en una realidad considerada transgresora y por lo tanto peligrosa. Por otro lado, estas vidas de “mujeres en los márgenes”, para invocar una expresión de la historiadora Natalie Zemon Davis, también conforman la dicotomía entre una jerarquía que las aplasta y condiciona y una espiritualidad interior que, aunque en breves momentos, les ofrece la perspectiva de una vida mejor.[7] Para las tres mujeres que protagonizan el hermoso libro de Zemon Davis (Women on the Margins. Three Seventeenth-Century Lives), esta superación de la marginalidad a la que fueron votadas se hizo a través de la escritura y del estudio. En el caso que nos ocupa, la lectura parece haber desempeñado un papel importante, pero fue sobre todo la configuración de una comunidad basada en una religiosidad clandestina lo que le permitió cruzar los márgenes.

 

La verdad detrás de los testimonios registrados en los archivos de los tribunales inquisitoriales es algo –en última instancia– inalcanzable al investigador. Sin embargo, a través de estos fragmentos de realidad se puede llegar a una imagen, una de las muchas posibles, de lo que fue una vida atravesada por el brazo punitivo del Santo Oficio. Como ejemplo de estas vidas, nos centraremos en el estudio del caso de una mujer descendente de una familia de cristianos-nuevos portugueses, cuya existencia estuvo bajo la acción represiva del Santo Oficio de México durante más de cincuenta años, incluso superando el período de su propia vida.

 

Justa Méndez, conocida como “la hermosa”,[8] llegó a Nueva España en los años 80 del siglo XVI. Fue cercana al núcleo judaizante de Luis de Carvajal, y por ello sufrió un primer proceso inquisitorial en 1595, saliendo en el famoso auto de fe de 1596. Después de su reconciliación, sufrió denuncias episódicas ante los inquisidores durante las décadas siguientes, motivadas por la manera poco modesta en que se presentó en la sociedad, comportamiento que muchos censuraron como inadecuado para una mujer que había sido reconciliada por la Inquisición, por no respetar las normas impuestas por el tribunal. A partir de la década de 1630, período que coincidió con su muerte, su familia comenzó a ser perseguida por el tribunal y la amenaza del Santo Oficio se materializó una vez más sobre su círculo familiar. En el momento de la gran oleada de represión contra los cristianos-nuevos de los años 1642 y 1649, ya después de su muerte, fue denunciada como elemento fundamental en la educación judía de la familia Rivera. Así, sus restos mortales y su efigie fueron devorados por las llamas sacrificiales del Auto Grande de abril de 1649, momento que constituyó el golpe de muerte a la comunidad judeoportuguesa en la Nueva España.

 

La vida de Justa Méndez dejó muchas huellas en los archivos de la Inquisición de México. Algunas fragmentadas, otras un poco más consistentes. Desde el momento en que cruzó el Atlántico, aún muy joven, hasta la fecha de su muerte, los escribanos del Santo Oficio registraron estas huellas de una vida. ¿Cómo podemos, hoy en día, mirar este conjunto de documentos y reflexionar sobre el modo en que el control inquisitorial y la represión han podido condicionar una existencia? ¿Se puede encontrar la evolución y el crecimiento de esta mujer a través de sus palabras, pero sobre todo a través de los ojos de sus contemporáneos? ¿Qué tiene en común una joven mujer que se enfrenta a los inquisidores con el recuerdo de una líder de la comunidad que es condenada póstumamente al fuego en 1649?

 

Una joven lee un libro mientras cruza el Atlántico

 

Como en la mayoría de los casos que se rescatan de los procesos inquisitoriales, la información biográfica es escasa y fraccionada, proporcionada en gran medida en las sesiones de genealogía que componen dichos procesos. La movilidad geográfica de estas personas también condiciona una investigación exhaustiva de sus genealogías, y el investigador suele quedar atrapado como rehén de lo que el acusado ha decidido contar u omitir a los inquisidores en sus declaraciones sobre el discurso de su vida. El caso de Justa Méndez no se desvía de este modelo. En su sesión de genealogía afirma tener unos veinte años, ser soltera y vivir con su madre, Clara Enríquez, viuda. Justa nació en Sevilla, pero sus padres eran portugueses, nacidos en Crato y Fundão, dos pueblos del centro de Portugal, cerca de la frontera con España.[9] Los orígenes de su familia coincidieron geográficamente con otros casos de migrantes de origen portugués a la Nueva España que también procedían de este eje fronterizo, la llamada “raya de Portugal”. Además, la trayectoria migratoria de estos grupos familiares se realizó con la ciudad de Sevilla como punto intermedio y, más concretamente, la famosa calle Sierpe, verdadero corazón comercial de la ciudad andaluza.[10]

 

A los cinco años, todavía en Sevilla, aprendió a coser y hacer otras labores. El viaje a Nueva España parece haber tenido lugar alrededor de 1588, en un momento en el que Justa tendría unos 13 años. Es durante este viaje que se da un nuevo nacimiento de Justa Méndez, en este caso, el despertar de su observancia de la ley de Moisés. Según sus palabras registradas por los inquisidores de México, en el navío en el que viajaba tuvo contacto con un portugués llamado Luis Pinto, que la motivó a creer y respetar la fe judía. La narración que hace en la Mesa del Santo Oficio presenta algunos rasgos que definen una personalidad. En este caso, el gusto por la lectura que la diferenciaba de muchas de las cristianas-nuevas que vivían en el mundo colonial de su tiempo y que puede haber contribuido a acercarla a la esfera más íntima de Luis de Carvajal. Veamos cómo se construye la narración de este nacimiento para la fe:

 

Dijo que cuando venía de España en su navío que era de Alonso López de Escamilla venia asimismo en él un mancebo portugués que se decía Luis Pinto y vivía junto a Santa María la blanca en Sevilla y era mozo soltero y no sabe si tenía padre vivos, pero que decían era natural de Lisboa, y estando leyendo esta un día en un libro que llaman la Monarchia Ecclesiastica, la Vida del patriarca Abrahán (a lo que se quiere acordar, llegó a ella el dicho Luis Pinto y le dijo que leía en el dicho libro y enseñándoselo esta le dijo, buen tiempo era aquel, en que hablaba Dios con los hombres, y esta le respondió, bueno, y de allí vinieron a tratar de la ley de Moisés, y el dicho Luis Pinto le dijo a esta que guardase la ley de Moisés y se apartase de la de nuestro redentor Jesu Christo, y esta le respondió, pues como es eso, pues la ley de Jesu Christo la siguen todos, y el dicho Luis Pinto le tornó a decir, que guardase la ley de Moisés porque en ella se salvaría y mediante su guarda tendría muchas riquezas y bienes temporales”.[11]

 

Según su relato, al llegar a la Ciudad de México comenzó a guardar algunos preceptos de la “ley vieja”, en este caso, el ayuno del Día Grande que sucedía en el mes de septiembre. No pasaría mucho tiempo antes de que Justa Méndez y su madre fueran introducidas en el círculo y en la casa de la familia Carvajal. A través de Manuel de Lucena, Justa Méndez y su madre fueron llevadas a la casa de los Carvajal durante la Pascua de 1591. En la noche del 14 de marzo compartieron una comida de pescado y tortillas.[12]

 

Siendo una joven soltera, Justa vivía con su madre y sobrevivía haciendo pequeños trabajos de costura y cuidaba de niños, como la hermana menor de Luis de Carvajal, Anica, que se quedaba en casa de Clara Enríquez por largos períodos.[13] Según varios testimonios, la relación entre Justa Méndez y Luis de Carvajal se había fortalecido. La joven era una asidua presencia en las reuniones donde Carvajal explicaba los preceptos y ceremonias de las fiestas judías.[14] Por otra parte, la lectura también parece haber sido un elemento de cercanía y al parecer Luis le ofreció un libro de oraciones que ella guardaba celosamente, permitiendo sólo a algunos parientes copiarlo.[15]

 

De los muchos folios reunidos en los procesos inquisitoriales contra el núcleo de la familia Carvajal, la cercanía y el carácter de Justa Méndez aparecen con frecuencia, destacando su proximidad a Luis y sus hermanas. Sin embargo, su presencia en el texto autobiográfico de Luis, su Vida, es muy poco significativa. Los investigadores que han estudiado la figura de Carvajal ya habían detectado esta aparente contradicción. Recientemente, Ronnie Perelis, por ejemplo, planteó la hipótesis de que este silencio estaba relacionado con una cuestión de género, considerando que Luis de Carvajal podía sentirse intimidado en el enfrentamiento con mujeres de fuerte personalidad y capacidad de liderazgo, como sería el caso de su hermana Isabel y de Justa.[16] ¿Sería esa la razón de tal silencio? Sin embargo, debemos tener en cuenta el propio contexto formativo de Luis en la religión judía, la experiencia mística y la tradición religiosa en la que se mueve, factores que pueden tener un peso relevante a la hora de explicar su visión del papel de las mujeres o del matrimonio en el mundo judío.[17]

 

La influencia de Luis de Carvajal parece haber sido decisiva en la vida de Justa Méndez, tanto por su papel de guía en las prácticas judías y en el conocimiento de los preceptos del judaísmo –con las respectivas adaptaciones a la religiosidad novohispana– como por su gusto compartido por la lectura. Justa mostró al principio de su viaje a tierras americanas su afán por los libros y Luis era también un lector ávido y crítico, como se puede deducir de su experiencia en el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco.[18]

 

Durante su detención por el Santo Oficio, los inquisidores inventariaron algunos libros que estaban en la casa de Justa Méndez y su madre, Clara Enríquez, incluyendo una copia de una obra de fray Luis de Granada y el “Arte de servir a Dios” de fray Alonso de Madrid.[19] No parece una hipótesis sin sentido pensar que estas lecturas y la elección de estos autores en particular hayan sido una sugerencia de Luis de Carvajal.

 

Para Justa Méndez el espacio de las lecturas –ya sea de los manuscritos oracionales preparados por Carvajal, o de los volúmenes impresos que conformaban su pequeña biblioteca– constituía un importante campo de formación personal, pero también un lugar de subversión. Por un lado, la subversión de las normas impuestas por una ortodoxia católica militante reforzada con los cánones emanados del Concilio de Trento, pero, no menos importante, una subversión performativa,[20] que en cierta medida sustituye el papel del hombre y rompe los límites impuestos por el género que no concebía un espacio para una mujer de lectura activa como Justa Méndez. Estas lecturas formaron su propio espacio de resistencia que anticipó el duro golpe que sufriría con el arresto inminente.[21]

 

Clausura y punición: el primer proceso inquisitorial (1595-1596)

 

El encarcelamiento de Justa Méndez y su madre ocurrió en un momento en que ambas se encontraban en una situación de fragilidad. El hermano de Justa, Gabriel Enríquez, había sufrido un accidente y estaba en peligro de muerte e incapaz de moverse. En los archivos se conserva una carta emotiva que escribió a su madre, Clara, en la que describía el deterioro de su estado de salud y su preocupación por la forma en que ambas mujeres podrían sobrevivir en la Ciudad de México. La caída de un caballo había dejado –para usar sus propias palabras– su “cuerpo todo descoyuntado y abierto como una granada”.[22] En esa ocasión envió a su madre y a su hermana algunas monedas de plata.[23] La muerte de Gabriel, en paralelo con el arresto de las dos mujeres por la Inquisición en febrero de 1595, debilitó mucho la posición social de las dos.

 

El testimonio de una india que sirvió en el hogar de las dos mujeres da cuenta de su fragilidad en el momento en que se enteran del encarcelamiento de algunos más de sus vecinos, en este caso Sebastián Rodríguez y Constanza Rodríguez: “y que logo que volvió a casa que seria las nueve o las diez del día, contó a sus amas lo que la había dicho el dicho Domingo Rodríguez y se entristecieron mucho y dijeron una a la otra que quizá las prenderían a ellas también”.[24]

 

El relato de la prisión y la llegada de los oficiales a la casa de Clara Enríquez para proceder al inventario de los bienes es un claro ejemplo del relativo abandono en que se encontraban, agravado por el hecho de que se estaba produciendo la oleada de prisiones que destruiría el círculo familiar de los Carvajal y, por contagio, el entorno social en el que se movían Justa Méndez y su madre.[25]

 

Muchos de los testimonios contra ella mostraban un profundo conocimiento del judaísmo. Un relato de Manuel de Lucena tenía los contornos de la complicidad y el compartir ciertos códigos por aquellos que seguían las mismas creencias. El registro del secretario del Santo Oficio lo demuestra. Los testimonios de Lucena y Justa Méndez se corresponden en tanto ambos seguían la ley de Moisés: “[…] y comunicó entre este y la dicha Justa Mendez como cosa cierta y sabida y contaba a la dicha Justa Mendez algunas cosas del testamento viejo y Prophetas y como había de venir el Mesías y que no había más de un solo Dios excluyendo y negando las dos personas del hijo y spirito sancto”.[26]

 

En el Santo Oficio, los interrogatorios fueron duros y las preguntas y amonestaciones se sucedieron despiadadamente. Los inquisidores querían saber detalles del comportamiento “erróneo” del acusado antes de ser arrestado, pero también vigilaban muy de cerca el comportamiento de los prisioneros entre sí en las cárceles. El aislamiento destinado a los prisioneros no siempre se cumplía, éstos compartían celdas y tenían sirvientes, muchos de ellos esclavos, que circulaban por las prisiones, a veces llevando billetes y advertencias de unos presos a otros.[27]

 

Una vez en la sede del tribunal, Justa Méndez fue sometida a esta rutina que caracterizaba la cotidianidad de los prisioneros: largos períodos de espera en sus celdas, hasta ser llamados para los interrogatorios. Estos tiempos de espera e incertidumbre en la prisión eran parte del sistema carcelario de la Inquisición y constituían una forma de “volver a los individuos dóciles y útiles, por un trabajo preciso sobre su cuerpo”.[28] Es decir, sirvieron para crear las condiciones físicas y psicológicas que llevarían a los detenidos a confesar o denunciar. En ocasiones, el recluso podía romper este círculo vicioso pidiendo voluntariamente una audiencia para confesar alguna de sus culpas ante los inquisidores.

 

El secretario anotaba de manera distante y monótona las preguntas de los inquisidores y las respuestas de la detenida. A veces, en medio de este frío lenguaje tenemos algunos vislumbres de cómo la estructura coercitiva del Tribunal logró doblegar la voluntad y el espíritu de Justa Méndez. En la audiencia del jueves 30 de marzo de 1595, fue cuestionada por el inquisidor Lobo Guerrero sobre la denuncia que “el Alcaide ha hecho de los billetes que ella ha enviado a Manuel de Lucena con Domingo, negro esclavo del dicho Alcaide”, la respuesta a la pregunta se anota con la frase “Dijo con lágrimas”, lo que muestra la desesperada situación en la que se encontraba Justa.[29]

 

Justa Méndez confesó a los inquisidores muchas prácticas judaizantes llevadas a cabo con un número considerable de individuos. Con la presión de las admoniciones de los inquisidores y ante las prisiones de los miembros de su círculo de sociabilidad, Justa Méndez comenzó a temer por su propio destino. Denunció a su madre y a su hermano, Gabriel Enríquez, así como al núcleo familiar de Carvajal y a varios cristianos nuevos que frecuentaban su casa, asistiendo a las ceremonias dirigidas por Luis. También proporcionó detalles concretos de los cantos y oraciones que se ofrecían durante las diversas festividades, como el sábado o la Pascua, y el tipo de comida que consumían. En sus largas confesiones, denunció las prácticas clandestinas que correspondían a la religiosidad de los judaizantes en la Ciudad de México. En las descripciones surgieron prácticas colectivas y mecanismos performativos de afirmación de la pertenencia al grupo. En la casa de Luis de Carvajal estas prácticas a menudo ocurrían alrededor de la lectura de un libro de oraciones.[30] Estos libros, según varios testimonios presentados a la Inquisición, fueron ofrecidos por Luis a algunas personas, incluyendo a Justa Méndez:

[…] dijo que el dicho Luis de Carvajal dijo a esta [Justa Méndez] que avía dado al dicho Nicolás Pereira un librito como el que dio a esta en que iban escritos los mandamientos y oraciones de la ley de Moisés y esta vio el dicho libro al dicho Nicolás Pereira porque el dicho Nicolás Pereira se lo enseño a esta diciéndole como se lo avía dado el dicho Luis de Carvajal y esta le respondió que tenía otro como el que también le avía dado Luis de Carvajal”.[31]

 

La resolución final de los inquisidores resumía las diversas culpas constatadas contra la acusada, comenzando por destacar que era una cristiana bautizada y que, en la primera sesión, pudo recitar las principales oraciones católicas como el pater noster y el salve regina. Esto la puso en el punto de mira de la acción represiva del Tribunal para castigar los errores de fe cometidos por los cristianos. Cuando los inquisidores examinaron el expediente, concluyeron que la acusada era culpable. En su texto, presentan un retrato de Justa Méndez, despojado de los principales rasgos de su identidad y reducido a los conceptos clave que el lenguaje inquisitorial aplicaba a los culpables de herejía: “hereje, judaizante, apostata, fautora y encubridora de herejes y haberse pasado y convertido a La ley muerta de Moisés”.[32]

 

A pesar de la gravedad de sus crímenes –según el entendimiento de los inquisidores– que implicaban una práctica colectiva y clandestina del judaísmo, una evidente apostasía con su conversión a la “ley muerta”, en la que realizaba ceremonias y rituales específicos, pero también el apoyo y el ocultamiento de otros herejes (“encubridora de herejes”), los inquisidores la absolvieron de la pena de excomunión mayor, probablemente porque consideraban que las denuncias y confesiones que presentaba representaban marcas de un cierto arrepentimiento por sus errores de fe.[33]

 

De esta manera, Justa Méndez pasaría a formar parte de la categoría de reconciliados y penitentes del Santo Oficio. Su sentencia explicaba claramente el camino a seguir. El día del auto de fe, debía salir en procesión con los demás penitentes y su “cuerpo con un habito penitencial de paño amarillo con dos aspas coloradas del señor San Andrés y una vela de cera en las manos”.[34] Una vez más, la mecánica inquisitorial y su espectáculo barroco de terror –representado por el auto de fe– redujo el individuo a una categoría, en este caso, la del penitente/reconciliado, cuya condición se evidenció por el uso del hábito penitencial.[35] El hábito expresaba mensajes de gran complejidad, incluyendo códigos que eran entendidos por los propios penitentes, pero, sobre todo, por el público que asistía a estas ceremonias. El uso del color amarillo hacía referencia a la traición de los apóstatas y la cruz de San Andrés –en este caso con dos aspas, como forma de simbolizar un crimen más grave– correspondía a los reconciliados, a diferencia de los demonios y las llamas que se pintaban con el hábito de los condenados a muerte. Por otra parte, la vela encendida en la mano estaba relacionada con la luz divina que iluminaba el espíritu de aquel que, por esta intervención, había salido de las tinieblas del error de fe en el que se encontraba.[36]

 

Todo este simbolismo era profundamente disciplinante para el cuerpo y el espíritu del penitente: por un lado, identificándolo claramente como tal ante la sociedad y, por otro lado, imponiéndole esta misma auto-identificación. Volviendo a los conceptos utilizados por Michel Foucault, la lectura pública de la sentencia durante la ceremonia del auto de fe representó una cierta forma de borrar los rasgos particulares que caracterizaban a los individuos, reduciéndolos a las categorías –siempre negativas y segregadoras– con que fueron caracterizados por los inquisidores.[37] El impacto estético de la ceremonia y el uso de elementos visuales y palabras que ayudaban a identificar a los condenados y sus supuestos crímenes también tenía por objetivo hacer que la marca de la infamia persistiera en la memoria colectiva.[38] En todo este aparato coercitivo y punitivo, los condenados eran entonces los hombres y mujeres “infames” descritos por “concisas y terribles palabras que estaban destinadas a convertirlos para siempre en seres indignos de la memoria de los hombres”[39].

 

El segundo paso en este proceso de disciplinar el cuerpo y las conciencias era la lectura pública de la sentencia y la subsiguiente abjuración de todos los errores que había confesado, marcando así su completa separación de la herejía. A partir de este momento, Justa Méndez fue (re)admitida en la comunidad de fieles cristianos, pudiendo acceder a los Santos Sacramentos. Como complemento a su sentencia, también se le dieron algunas penitencias espirituales: “[…] ayune los viernes del año […] los domingos y fiestas rece la tercia parte del rosario de nuestra señora y confiese y comulgue las tres pascuas del año y por su devoción los demás días del mes que quisiere”.[40]

 

En febrero de 1597 todavía estaba en la cárcel perpetua de donde fue llevada para una evaluación por los frailes dominicos fray Pedro de Carranza y fray Pedro de Mendieta que le hicieron algunas preguntas sobre su comunicación con otros presos.[41] Finalmente, en diciembre de 1599, se le permitió quitarse el hábito penitencial y se le impusieron algunas penitencias espirituales más que estarían vigentes durante medio año. En total, su encarcelamiento había durado aproximadamente cuatro años.[42]

 

¿Tiempos de libertad? Viviendo bajo una sociedad vigilante

 

La salida en la ceremonia de auto de fe era sólo un paso en el proceso de disciplinar a los reconciliados. Deberían seguir ciertos procedimientos, mantener una actitud de buenos católicos y asistir a las principales fiestas religiosas, al igual que confesarse y comulgar con frecuencia. Tal vez el aspecto más significativo de la vida de los reconciliados, el que tuvo mayor impacto en su reinserción en la sociedad, después del período de encarcelamiento, fue el uso obligatorio del hábito penitencial. El hábito debería colocarse siempre encima de la ropa, de manera muy visible, para mostrar explícitamente que ese individuo había sido procesado por el Santo Oficio lo que, en cierto modo, despertaba sospechas sobre su comportamiento.

 

Así, volviendo al caso de Justa Méndez, después de la terrible ceremonia de auto de fe, su vida continuó bajo la mirada de los inquisidores y del escrutinio de la sociedad que la rodeaba. El clima de miedo y desconfianza inculcado por la Inquisición se extendió fácilmente por toda la sociedad, que terminó por vigilar activamente todos los comportamientos, especialmente los de quienes ya habían tenido problemas con el Santo Oficio. El vecindario se convirtió en un elemento fundamental del control ejercido por la institución y, si bien la vigilancia se haya estructurado de manera jerárquica, a través de un mecanismo de casi “delegación de poderes” logrando ser a la vez discreto e indiscreto, como explica Foucault:

 

Y si es cierto que su organización piramidal le da un “jefe”, es el aparato entero el que produce “poder” y distribuye los individuos en ese campo permanente y continuo. Lo cual permite al poder disciplinario ser a la vez absolutamente indiscreto, ya que está doquier y siempre alerta, no deja en principio ninguna zona de sombra y controla sin cesar a aquellos mismos que están encargados de controlarlo; y absolutamente “discreto”, ya que funciona permanentemente y en buena parte en silencio.[43]

 

En la vida de Justa Méndez la vigilancia y la hostilidad de sus vecinos tendrán una influencia importante en la forma en que reconstruyó su vida después de salir de las prisiones inquisitoriales. Justa se casó con un joven de origen portugués, Francisco Rodríguez o Núñez, que también había salido en el mismo auto de fe por delitos de judaísmo. Aunque condenado por leves indicios de prácticas judaizantes, Francisco tuvo una severa condena con profundo impacto y daño en su imagen en el interior de la sociedad virreinal: fue colocado en un caballo, desnudado de la cintura para arriba, recibió cien latigazos y circuló por las calles públicas habituales de la ciudad donde con “voz de pregonero” se recitó públicamente sus delitos. Además de este castigo, que significó una poderosa marca de infamia a los ojos de sus compatriotas, Francisco Rodríguez también fue condenado –en el plazo de seis días– a ser desterrado de la Ciudad de México por dos años.[44]

 

Alrededor del matrimonio de Justa encontramos algunas observaciones interesantes que contribuyen a la imagen que se estaba construyendo de esta figura. Tras la persecución del grupo de Luis de Carvajal, algunos testimonios recogidos por los inquisidores novohispanos se refieren a la figura de Justa Méndez como una doncella, muy devota del judaísmo y que, habiendo tenido varias propuestas de matrimonio de cristianos viejos, siempre se negó y terminó casándose con un cristiano nuevo reconciliado: “una Justa Méndez que había sido penitenciada en este Sancto Oficio, no se había querido casar con ningún christiano viejo sino con otro penitenciado y que las judías eran muy castas y recatadas”.[45] Basado en esta realidad, el rumor que circulaba era que Justa seguía siendo una fiel devota del judaísmo.

 

¿Esta opción de elegir a su futuro esposo dentro del grupo de judaizantes sería algo real o un mero rumor alimentado por la desconfianza de la sociedad hacia aquellos que habían sido objeto de procesos inquisitoriales? Si tenemos un fundamento de verdad, podemos considerarlo como otro espacio de subversión y resistencia femenina en un contexto en el que, normalmente, las reglas fueron impuestas por los hombres. Hay que tener en cuenta que, en el caso de Justa Méndez, con la muerte de su padre, y más tarde con la de su hermano, estaba en sus manos y en las de su madre la conducción de su destino. Además, hay que tomar en consideración la importancia de los lazos familiares que permitieron mantener la confianza y los vínculos originarios de la Península Ibérica y, en el caso de los grupos de judaizantes, mantener un espacio familiar en el que se pudiesen practicar los preceptos judíos lejos de la sociedad vigilante.[46]

 

Incluso después de su matrimonio, Justa sigue siendo el foco de atención de la sociedad que la rodea, así como de los propios inquisidores, siempre atentos a la “caída” en el error de fe de un reconciliado. Aunque no estaba obligada a usar el hábito penitencial, se le prohibió –como a cualquier reconciliado– utilizar tejidos lujosos como sedas. El incumplimiento de estas normas dio lugar a denuncias que la describían en su tienda vestida de seda y con joyas de oro, denuncias contra ella que tuvieron lugar en los primeros años del siglo XVII.[47]

 

La estructura represiva del Santo Oficio doblegaba a los individuos y regulaba su comportamiento. Una persona reconciliada debería tener una posición ante la sociedad que reflejara su arrepentimiento por los errores de fe que supuestamente había cometido. Así, una de las denuncias que la sociedad vigilante presentó a los inquisidores, en 1604, fue que, Justa Méndez, aunque reconciliada, “trae seda y sirve con plata y anda en una silla”.[48] El uso de la silla podría reflejar un intento de obtener algún ascenso social, probablemente como resultado de un cierto éxito en los negocios de su marido.

 

Pero, ¿sería posible comenzar una nueva vida después de sufrir un proceso inquisitorial? Una denuncia presentada a los inquisidores por Francisco Rodríguez, esposo de Justa, en los primeros años del siglo XVII parece exponer la dificultad de integración en la sociedad colonial por parte de aquellos que habían sido reconciliados por el Santo Oficio. Denunció contra Gaspar Jerónimo que vivía en la calle de Santo Domingo y contra otros eventuales culpables. Según sus declaraciones, unos quince días antes, el mencionado Gaspar Jerónimo, sin razón aparente “me llamó que era judío y la dicha mi mujer era ensambenitada y que no merecíamos nos tratase como a hombres sino como a indios porque no son españoles”.[49] Para empeorar las cosas, cada mañana en la puerta de su casa encontraba sambenitos dibujados con tierra. Según el demandante, esta práctica tenía por objeto molestarlos y, al mismo tiempo, disminuir su condición social: nótese la mención de que deberían ser tratados como indios, puesto que ellos no eran españoles. Afirmaba que tanto él como su esposa “nosotros cumplimos nuestra penitencia y nadie nos puede llamar las palabras referidas ni menos pintarnos sambenitos en lo cual prometió grave delito contra los preceptos y mandatos de este santo oficio de que debe de ser castigado ejemplarmente”.[50] Francisco pidió a los inquisidores que intervinieran para castigar a los responsables de estos actos.

 

No hemos logrado encontrar ninguna información documental que indique el resultado de esta petición. Sin embargo, leyendo el proceso inquisitorial contra uno de los hijos de Justa y Francisco, Diego López Roldán –el matrimonio tuvo tres hijos: el mencionado Roldán, Isabel Núñez y Francisca Núñez– nos enteramos de que toda la familia se trasladó a Sevilla durante un cierto período. No sabemos exactamente cuánto tiempo se quedaron en la ciudad andaluza donde nació Justa Méndez, ni qué motivó el viaje. Una hipótesis que no debemos pasar por alto es la necesidad de huir de una vecindad vigilante[51] con un recuerdo muy presente de lo que fueron las sentencias inquisitoriales de finales del siglo XVI. Por otro lado, en una familia con una profunda relación con el mundo comercial, Sevilla seguía siendo uno de los centros clave para sus actividades.

 

El regreso a la Nueva España marca una nueva etapa en la vida de Justa Méndez y, en el fondo, el capítulo final de su vida. La documentación que hemos podido consultar hasta ahora no deja claro si la familia de Justa Méndez encontró nuevos problemas en Sevilla, o si su regreso a territorio americano fue por razones comerciales. ¿Podía la familia confiar en que el paso del tiempo había disminuido la hostilidad sentida poco después del auto de fe de 1596? Eran tiempos de relativa calma en la persecución a los judeoconversos portugueses en la Nueva España, en parte como resultado de la concesión, en 1605, de un perdón general para los cristianos nuevos portugueses que también benefició a los que estaban en los espacios imperiales americanos. Sin embargo, este panorama cambió rápidamente y la década de 1630 dio paso al comienzo de una verdadera oleada de persecución que, desde la Península Ibérica, llegó sucesivamente a todos los tribunales americanos. En México el pico de esta represión llegará entre los años 1642 y 1649.[52] Muchos factores contribuyeron a la exuberante represión de la “Complicidad Grande” en México. No es menos importante entender que la persecución de los supuestos judaizantes portugueses estaba, en este caso, en una coyuntura política diferente de la que había ocurrido en Lima y Cartagena de Indias, porque sucedió después de la sublevación portuguesa de 1640. Por otra parte, el particular y celoso compromiso del inquisidor Juan Sáenz de Mañozca parece haber tenido un peso importante en el resultado de todo este doloroso proceso.

 

Justa Méndez falleció antes de que llegara el momento de la dura represión. Sin embargo, esto no impidió que su nombre se mencionara varias veces, en las voluminosas páginas de los juicios contra los cristianos nuevos de origen portugués, como un pilar importante para mantener la enseñanza y la difusión del judaísmo entre los judeoconversos de México.

 

El arresto de las mujeres de la familia Rivera en 1642 precipitó las acusaciones contra Justa Méndez que, cabe señalar, había muerto de tifus (tabardillo) unos siete u ocho años antes. La relación entre las mujeres era estrecha, con lazos que parecen remontarse al periodo de su estancia en la Península Ibérica, pero con tensiones propias de las pequeñas comunidades, más aún cuando son objeto de un profundo escrutinio por parte del resto de la sociedad y, al mismo tiempo, deben mantener cierto secreto y prácticas semi o totalmente clandestinas. [53]

 

Otro aspecto que parece de gran relevancia es la cuestión de los lazos familiares dentro de este grupo de cristianos nuevos. Justa Méndez, por ejemplo, era pariente de las Rivera y este hecho habrá influido en la cercanía entre las mujeres que, siendo ya una realidad en la Península Ibérica, se ha profundizado en el territorio americano. Las principales familias de judeoportugueses que fueron condenados por la Inquisición en los años 1642 a 1649 estaban relacionadas en algún grado.[54] Esta unión familiar se basaba en un origen geográfico común, la “raya de Portugal”. Algunos de ellos ya habían sobrevivido a la primera confrontación con la Inquisición a finales de los 90 del siglo XVI. Así pues, parece claro que el grupo familiar era el terreno fértil para el mantenimiento y la difusión de las prácticas criptojudías. En este grupo, las figuras de mujeres como Justa Méndez, Leonor Núñez, Blanca Enríquez, Juana Enríquez, con gran capacidad de liderazgo, emergen y se destacan tanto en las prácticas del día a día que confiesan a los Inquisidores, como en las cárceles del Santo Oficio para guiar y asistir a sus correligionarios en tiempos de encierro y represión.

 

En varios de los testimonios presentados a los inquisidores, Justa Méndez surge como la figura que enseña a mantener las prácticas clandestinas que deben realizarse en el espacio doméstico o en lugares discretos de la ciudad. Uno de los episodios también narrados por su hija, Isabel Núñez, se relaciona con un ayuno que se practicó después de la llegada de la familia Rivera desde San Luis de Potosí, en la época de las grandes inundaciones de 1629 en la Ciudad de México. La casa de Justa Méndez fue el centro de muchas de las prácticas, como informa su hija:

 

Y la noche de la víspera cenaron esta confesante y todas las referidas en casa de la dicha su madre Justa Méndez, pescado legumbres y no carne y después se volvieron esta confesante y la dicha su hermana Francisca Núñez con sus maridos y no se bañaron porque no lo echasen de ver y no sabe si las demás se bañaron en su casa de la dicha su madre donde todas se concertaron la dicha víspera de hacer el dicho ayuno del día grande y que para entretener y pasar el dicho día sin comer ni beber se fuesen en unas canoas al patio y arboleda de la Iglesia de Santiago como en efecto lo hicieron, y se fueron esta confesante y todas las personas referidas y pasaron el dicho día sin comer entreteniéndose en el dicho patio y arboleda y entrando en la dicha Iglesia con que pasaron hasta la tarde que se volvieron en las dichas canoas a casa de la dicha su madre Justa Méndez donde cenaron aquella noche los dichos manjares y no carne habiéndose declarado todas unas con otras de como habían echo el dicho ayuno en guarda y observancia de la dicha ley.[55]

 

Los conocimientos de Justa fueron evidentes en el momento de la muerte de su propia hija, Francisca Núñez. La mortaja, un prominente símbolo de identidad, se hizo en conjunto entre varias mujeres. En ese momento, Justa Méndez dictó a Isabel Tristán cómo proceder. Era costumbre en la Nueva España que los parientes más cercanos no amortajaran a sus propios muertos:

[…] la dicha Justa Méndez le fue dando a la dicha doña Isabel Tristán lo que había de llevar la dicha su hija y fue: una camisa nueva y que a lo que entiende era labrada de acijado y un tocador nuevo de lienzo y una toca de seda nueva con una orilla azul y un hábito nuevo de las [mercedes] que tenían hecho y el faldellín dicho y una balona y bueltas nuevas de clarín bordado de oro y seda y unos zapatos de polvillo con unos listones negros, nuevo todo, lo cual juntó la dicha doña Isabel Tristán en un chicuibite [sic] y se fue a la noche la dicha doña Isabel Tristán a su casa y esta confesante a la suya.[56]

 

Justa Méndez se ha convertido, según los relatos que nos han llegado, en una importante referencia sobre la ejecución de los principales rituales y prácticas correspondientes al ciclo de vida de los criptojudíos en la Nueva España. Leyendo los testimonios inquisitoriales de las Rivera, permanece la imagen de una mujer profundamente devota de su fe y con un espíritu de enseñanza cercano a una cierta actitud proselitista.[57]

 

Epílogo: las dos muertes de Justa Méndez

 

El caso de Justa Méndez resulta particularmente interesante para el historiador porque las fuentes documentales que han llegado hasta nosotros, aunque fragmentadas, nos permiten acompañar a una mujer en su crecimiento personal, en su trayectoria ante el tribunal y sus jueces –sospechosa, acusada, procesada, reconciliada, penitente, relajada– pero también en la creación de su capital simbólico dentro de la comunidad. Del primer al segundo proceso asistimos a la afirmación de una nueva imagen, al paso de una joven mujer que gravitaba alrededor de la carismática figura de Luis de Carvajal, a una mujer adulta, líder de la comunidad, que parecía garantizar un cierto conocimiento del judaísmo tal como se practicaba en los territorios americanos.

 

El epílogo de esta “vida breve” se hace a través de las dos muertes de Justa Méndez que ocurren con un intervalo de más de diez años. La primera, la muerte física, víctima de una enfermedad contagiosa. La segunda, la muerte simbólica, en las llamas del Auto Grande de 1649.

 

Para ambas muertes, las fuentes inquisitoriales nos dejaron relatos detallados. En el primer caso, a través del testimonio de Margarita de Rivera que, en una continuación del amplio testimonio que ofreció a los inquisidores, el 4 de noviembre de 1643 describió en pormenor la muerte física de Justa Méndez.[58] Ella y su marido, Francisco Rodríguez, habían contraído la enfermedad del tabardillo y estaban en una situación muy delicada. Francisco murió primero, tres días antes que su esposa, y, según el relato presentado a los inquisidores, “Como buen christiano en la ley de nuestro señor Jesu christo”.[59] Desde que cayó enferma, Justa se negó a hablar, a pesar de los intentos de varias mujeres cercanas a ella, como su hija Isabel Núñez, o su nuera del mismo nombre. Según Margarita, estas mujeres se acercaron a la moribunda animándola a morir en la ley del “Dios de Israel y se acordase de él que había Criado los Cielos y la Tierra”.[60] También le preguntaron si tenía alguna culpa para redimirse, o algo por lo que quisiera pedir perdón. A todo esto, Justa no respondía ni daba ninguna señal de conmoción, como en una muestra de que la luz de la vida se estaba extinguiendo lentamente de su cuerpo.

 

El domingo por la noche, cuando murió, continuó en este letargo hasta que ocurrió un suceso que se relató con un intenso pathos a los inquisidores: “un chino esclavo de la dicha Isabel, mujer de Roldan se llegó a la dicha Justa Méndez con un Christo en la mano y le dijo muchas cosas buenas y que se encomendase a Christo, nuestro señor”.[61] Ante esta escena, se produjo una situación que habrá tenido un profundo impacto en todos los que asistieron: “la dicha Justa Méndez oyendo las voces de el dicho chino abrió unos ojos espantables y sacando la lengua, desvió con la mano el Christo y sacando la lengua se la mordió de suerte que chorreo sangre y espiró”.[62] Terminó así, con esta “horrenda figura”, la vida de Justa Méndez.

 

Cuando se recuperaron de esta terrible escena, los presentes comenzaron los preparativos de tratar el cuerpo para el entierro. Enviaron al esclavo chino a buscar un paño nuevo de Ruan que estaba en la casa de Juan de Rojas –el yerno de Justa Méndez– que una parte había sido tomada para cubrir a Francisca Núñez, hija de Justa, ya fallecida. Cuando la tela llegó “dicho Simón Montero el cual cortó de el dicho lienzo unos escarpines y la mortaja que esta confesante y el dicho montero cocieron”, el mismo Montero lavó la cara y las manos de Justa Méndez y la amortajaron esta confesante y la dicha Isabel la de Roldan y doña Catarina Enríquez y el dicho Simón Montero y no acudieron amortajarla su hija, ni su hijo por ser prohibido en la ley de Moisés que los hijos pongan las manos en los difuntos sus padres como asimismo es ceremonia que si ay extraños los deudos no amortajen a los parientes difuntos y la pusieron camisa limpia y el dicho Luis Pérez le metió en la boca un poco de oro habiendo para ello fuerza porque estaba frio el cuerpo.[63]

 

Aunque estaban en casa, fueron cuidadosos y discretos en esta ceremonia. Como el esclavo estaba cerca, para disfrazar, pusieron encima del paño nuevo, un manto del Carmen, considerado menos impuro que los de otras órdenes religiosas, por los judaizantes de la Nueva España.[64] Sin embargo, después de la operación, según Margarita de Rivera, se quedaron con una sensación desagradable: “aún tuvieron por mal agüero que ambas mortajas no cubrían bien a la dicha Justa Méndez”. Le pusieron un tocado de viuda y finalmente la enterraron en la catedral, donde también habían enterrado a su marido unos días antes.[65]

 

Tras la muerte de Justa Méndez, varios de los presentes (incluyendo su hijo, Pérez Roldán y Margarita de Rivera) ayunaron durante siete días. En la víspera del ayuno, comieron chocolate y huevos fritos, y durante los días de ayuno se reunían al final del día para comer lechuga guisada, chocolate, algo de pescado, pero nunca carne.[66]

 

Así, esta fue la primera muerte de Justa Méndez, descrita en detalle por Margarita de Rivera. Con las denuncias levantadas contra ella, especialmente los testimonios de las Rivera, se forma la imagen de una mujer que enseñó a otros los preceptos de la ley de Moisés, a menudo incluso contra su propia voluntad. Justa emerge con la imagen compuesta de una mujer fuerte, fiel al judaísmo y que enseñó a otros a seguir los rituales necesarios. De este modo, se describe como una “dogmatista”, para usar la terminología ampliamente acuñada por la Inquisición. Su retrato se asocia con otras mujeres que parecen haber tenido un destino similar y que fueron vistas de la misma manera por los inquisidores, véase el ejemplo de Leonor Núñez, suegra del famoso Tomás Treviño de Sobremonte.[67]

 

La segunda muerte de Justa Méndez tuvo lugar durante el auto de fe de 1649. Este parece haber sido el auto más grande realizado en tierras novohispanas. El número de acusados era tan elevado que supuso una ceremonia muy larga y compleja a la que asistieron varios elementos de la sociedad virreinal, desde las principales élites gubernamentales hasta la población en general. Además de los condenados a muerte “relajados en persona”, también se eligieron varias figuras que, ya sea porque estaban ausentes o porque ya habían fallecido, se quemarían en estatua. Así, Justa Méndez, ya después de su muerte física participaría, una vez más, en la ceremonia del auto de fe.

 

De este auto de fe, debido a su importante condición y simbolismo, tenemos algunas descripciones e informes. Uno de ellos, escrito por el sacerdote jesuita Matías de Bocanegra, es rico en detalles y, en la entrada correspondiente a Justa Méndez, resume la imagen que construyó el tribunal sobre ella y que la configuró como una de las más importantes judaizantes de la Nueva España. Sus palabras son una reanudación de la sentencia inquisitorial, con expresiones llenas de adjetivos que reflejaban bien el desprecio del sacerdote por alguien que era visto como una judía convencida que había infectado a su comunidad con sus errores de fe. Bocanegra comienza enumerando las principales relaciones familiares de Justa, presentando su genealogía con sus antepasados en Portugal, y luego la lista de sus parientes que desde finales del siglo XVI se han visto procesados por la Inquisición en la Nueva España. Sobre los supuestos crímenes de Justa Méndez, escribe el jesuita:

Entregose toda à la guarda de la ley de Moysen, y después de su reconciliación, que fue el dicho año de mil i quiñientos e noventa i seis, con mas veras; llamando con nombre de perro, y de infame à otra persona que havia salido también reconciliada por entender se avia convertido de coraçon a la Santa Fee Catholica, y dexado los engaños y embustes de los judaizantes. Participó en las comunicaciones de cárceles, en el tiempo en que estuvieron presos Duarte de Leon Xaramillo su Yerno, Leonor Nuñez su Consuegra, y Ana Gomez su hija, creciendo casa dia los delictos de esta mujer, ò demonio en figura de tal, pues no se contentava con enseñar a sus hijos, sino que se estendia su depravado zelo a inficionar con la ley de Moysen, a muchos más, encargándoles el recato, y silencio; y que a los confessores los engañasen, encubriendoles el judaizar; y lo que más horror causa (para que mejor se disimulasen con los Catholicos) les mandava comulgar con otras maldades […] Veneravanla por santa esta miserable gente, por los muchos ayunos que hazia, y revelaciones que fingía; por la notable exacción con que hazia sus condenadas ceremonias, estimando tanto a los que a otros pervertían de la Religion Christiana, a los engaños del Judaísmo, que dezia, que exercitavan el oficio de Angeles los que enseñaban; y que tenía embidia a los que vivian en aquel as partes donde con libertad se professa la ley de Moysen, y non en estos Reynos con tantos miedo, y sobresaltos.[68]

 

Sin duda, de este retrato surge la figura de una mujer de gran liderazgo y con un capital simbólico muy significativo dentro de su comunidad. Para el religioso, las imágenes de una mujer comprometida activamente en enseñar a otros –incluso a aquellos que no tenían lazos de proximidad con ella– los preceptos de la fe judía parecen chocantes. Justa Méndez, en esta representación, se acerca a la figura de Luis de Carvajal que, en su época, como dicen los diversos testimonios, quiso convertir al judaísmo a todos los que se cruzaron con él. Por otro lado, su incentivo al disimulo a través de una clara ofensa a los sacramentos católicos es también de absoluta gravedad, promoviendo que los judaizantes se confiesen sin sinceridad y comulguen.

 

El retrato hecho por el jesuita de esta mujer “ò demonio en figura de tal” continúa y la compara con otras figuras notables, en un discurso adjetival en el que se tiende a subrayar la perversidad inherente al propio género femenino: “Para decir quien fue esta maldita hembra se puede solo satisfacer con ladearla con doña Blanca Enríquez, y su madre Iuana Rodriguez de los Angeles”.[69] A continuación, describe los detalles de su muerte según lo informado por Margarita de Rivera. Finalmente, la breve nota sobre su segunda muerte: “Sahiò su Estatua al Auto, con un Sambenito, y Coroza de condenada, con un letrero con su nombre y fue entregada con sus huesos, a la justicia, y brazo seglar, y condenada en confiscación de bienes, que no tuvo”.[70]

 

Así terminó, una vez más, la existencia de Justa Méndez. Con las llamas devorando una estatua vestida con los máximos símbolos de infamia de los que morían fuera del gremio de la Iglesia Católica. En toda la relación del jesuita Bocanegra, su nombre es mencionado varias veces, con algunos calificativos como “dogmatista” o “judía famosa”, lo que indica que era considerada como uno de los elementos peligrosos de este grupo que en 1649 se desmanteló.

 

Varios años han separado las dos imágenes que tenemos de Justa Méndez. La primera –la que ella misma ofreció a los inquisidores– la de una joven ávida de lectura y conocimiento del mundo que leía tranquilamente un libro sobre las historias de los patriarcas a bordo de un barco que cruzaba el Atlántico hacia una nueva vida. La segunda, la de sus dos terribles muertes: la muerte física en la que, con sus últimas fuerzas, había afirmado vehementemente su judaísmo, renunciando a los símbolos del catolicismo; la muerte simbólica en la que se quemaron sus huesos como prueba de la gravedad de su herejía. Una vida breve y marginal, para volver a la teorización de Michel Foucault, sólo vislumbrada a través de los papeles inquisitoriales y reportada y filtrada a través del lenguaje de las estructuras dominantes. Aun así, podemos observar la evolución de esta vida en la que los sueños de la juventud quedan claramente condicionados y destruidos por la represión inquisitorial y la constante denuncia y vigilancia de una sociedad de miedo que el Santo Oficio ha generado en todos los lugares en los que se ha establecido y actuado.

 

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  27. Zamora Calvo, María de Jesús (ed.), Mujeres quebradas. La Inquisición y su violencia hacia la heterodoxia en Nueva España, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2018.

 

Notas

[1] Cfr. Michel Foucault, La vida de los hombres infames, ed. cit., pp. 121 y 127.
[2] Ibid. p. 129.
[3] Cfr. Michel Foucault, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, ed. cit., pp. 11-38.
[4] Para algunos usos de las fuentes inquisitoriales para estudiar el control sobre las mujeres y sus vicisitudes en los tribunales del Santo Oficio, véase, entre otros Mary E. Giles (ed.), Women in the Inquisition. Spain and the New World, ed. cit. Específicamente sobre la Nueva España, cfr. María de Jesús Zamora Calvo (ed.), Mujeres quebradas. La Inquisición y su violencia hacia la heterodoxia en Nueva España, ed. cit.
[5] María de Jesús Zamora Calvo (ed.), Mujeres quebradas. La Inquisición y su violencia hacia la heterodoxia en Nueva España, ed. cit., p. 11.
[6] Sobre este grupo familiar y analizando el discurso presente en sus procesos inquisitoriales, ver el trabajo de Silvia Hamui Sutton, El sentido oculto de las palabras en los testimonios inquisitoriales de las Rivera: judaizantes de la Nueva España, ed.cit.
[7] Utilizando tres ejemplos del siglo XVII de diferentes geografías y contextos sociales y religiosos, la autora menciona: “All three experienced the hierarchical structures that placed an added weight on women. All were summoned, if only for a time, by sudden spiritual openings that promised a better future”, cfr. Natalie Zemon Davis, Women on the Margins. Three-Seventeenth Century Lives, ed. cit., p. 201
[8] Martin A. Cohen la describirá como “the most alluring of all the secret Jewesses in the history of New Spain”, cfr. The Martyr. Luis de Carvajal, a secret Jew in sixteenth-century Mexico, ed. cit., p. 210.
[9] Archivo General de la Nación, México (AGN), Inquisición, vol. 154, exp. 1, fl. 87v-88.
[10] Estas pautas de migración fueron identificadas y analizadas por Ricardo Escobar Quevedo, Inquisición y Judaizantes en América Española (siglos XVI – XVII), ed. cit., pp. 45-73.
[11] AGN, Inquisición, vol. 154, exp. 1, fls. 89-89v.
[12] Martin A. Cohen, The Martyr. Luis de Carvajal, a secret Jew in sixteenth-century Mexico, ed. cit.p. 210.
[13] Estas formas de vida cotidiana para las mujeres solteras eran frecuentes en la Nueva España: “Young unmarried women were nannies, washed clothes for others, baked bread, made dresses or simply were the companion of an older woman”, Cf. Alicia Gojman de Backal, “Anusim women in Mexico”, Shofar, ed. cit., p. 12.
[14] Ver las diversas menciones de esta proximidad y la presencia de Justa Méndez en la casa de la familia Carvajal en Alfonso Toro, La familia Carvajal…, ed. cit., pp. 512, 513 y 516.
[15] Cfr. Martin A. Cohen, The Martyr. Luis de Carvajal, a secret Jew in sixteenth-century Mexico, ed. cit., p. 210.
[16] Cfr. Ronnie, Narratives from the Sephardic Atlantic. Blood and Faith, ed. cit., p.144 nota 56.
[17] La religiosidad de Luis de Carvajal es muy compleja y ha sido revisada por la historiografía en los últimos años. Además de la bibliografía ya citada, nos remitimos a algunas contribuciones recientes dedicadas a su experiencia mística o a sus lecturas e interpretaciones de textos bíblicos. Cfr. Silvia Hamui Sutton, “Discursos mesiánicos de los judaizantes novohispanos: desde la devoción de Luis de Carvajal hasta la influencia de la Ilustración en Rafael Gil Rodríguez”, ed. cit., pp. 49-75; Ignacio Chuecas Saldías, “Resistiendo con las Escrituras. Judeoportugueses y el Antiguo Testamento en procesos inquisitoriales americanos (1580-1640)”, ed. cit., pp. 133-150.
[18] Cfr. Alfonso Toro, La familia Carvajal…, ed. cit., pp. 377-399.
[19] Sobre la presencia de estos autores en las “bibliotecas” de los judaizantes, cfr. Blanca Vizán Rico, “Lecturas criptojudías y la Introducción al Símbolo de la Fe de fray Luis de Granada”, ed. cit., pp. 195-216.
[20] Usamos aquí el término acuñado por Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, ed. cit., pp. 253 y ss.
[21] Sobre la lectura de las Escrituras como una forma de resistencia y afirmación de la identidad de los judeoportugueses en los territorios americanos cfr. Ignacio Chuecas Saldías, “Resistiendo con las Escrituras. Judeoportugueses y el Antiguo Testamento en procesos inquisitoriales americanos (1580-1640)”, ed. cit., pp. 133-150. Sobre las lecturas de los cristianos-nuevos en la América colonial, siguiendo un ejemplo del Virreinato del Perú, véase el estudio del inventario de libros de la biblioteca de Manuel Bautista Pérez en: Pedro M. Guibovich Pérez, “La cultura libresca de un converso”, ed. cit., pp. 137-168.
[22] Carta de Tapulzagua, el 12 de febrero de 1595. AGN, Inquisición, vol. 153, exp. 7, fl. 5.
[23] Murió antes de la celebración del auto de fe de 1596, cfr. AGN, Real Fisco de la Inquisición, vol. 7, exp. 7, fl. 76.
[24] AGN, Inquisición, vol. 154, exp. 1, sin foliar.
[25] Susana Bastos Mateus, “Quotidianos femininos nos papéis da Inquisição: os bens das cristãs-novas portuguesas da Cidade do México (século XVI)”, ed. cit., pp. 260-267.
[26] AGN, Inquisición, vol 154, exp. 1, fl. 13.
[27] Solange Alberro estudió algunas de estas comunicaciones entre los presos de la Inquisición en México durante el siglo XVII. Solange Alberro, Inquisición y Sociedad en México. 1571-1700, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, pp. 229- 251.
[28] Michel Foucault, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, ed. cit., p. 233.
[29] AGN, Inquisición, vol. 154, exp. 1, fl. 116.
[30] “después de comer luego que alzaron los manteles sacó el dicho Luis de Carvajal un libro e trató en el cosas de la ley de Moisés”, AGN, Inquisición, vol. 154, exp. 1, fl. 195.
[31] AGN, Inquisición, vol. 154, exp. 1, fls. 195-196. En el proceso se refiere este libro como “Los mandamientos y artículos de la dicha ley sacados en Romance de la Biblia los cuales le avían tomado ciertas personas para sacarlos y trasladarlos”, Ibid., fl.214v.
[32] AGN, Inquisición, vol. 154, exp. 1, fl. 217v.
[33] Ibid., fl. 218.
[34] Ibid.
[35] Véanse las reflexiones sobre el auto de fe como parte de la fiesta barroca, así como algunas imágenes violentas de cómo el cuerpo de la víctima era reducido a cenizas em Manuel Peña Díaz, “Ceremonias y fiestas inquisitoriales”, ed. cit, pp. 83-101.
[36] Cfr. Francisco Bethencourt, The Inquisition. A Global History, 1478-1834, ed. cit., pp. 267-268.
[37] Michel Foucault, La vida de los hombres infames, ed. cit., p. 82.
[38] Sobre el peso de la “memoria de la infamia” en la vida de los condenados y el miedo inspirado por el tribunal véase el capítulo de Bartolomé Bennassar sobre el concepto de “pedagogía del miedo”: “Durant trois siècles, l’Inquisition a régné par la peur. L’ordre qu’elle a inspiré était la mesure de la peur. Les inquisiteurs les plus conscients ont souhaité obtenor ce résultat: la peur devait dresser le plus formidable des obstacles sur les routes de l’hérésie”, Bartolomé Bennassar, “L’Inquisition ou la pédagogie de la peur”, ed. cit., p. 101.
[39] Ibid., p. 83.
[40] AGN, Inquisición, vol. 154, exp. 1, fls. 220v-221.
[41] Ibid., fls. 221-221v.
[42] Ibid., fl. 225v.
[43] Michel Foucault, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, ed. cit., p. 182.
[44] AGN, Inquisición, vol. 156, exp. 3, fls. 81v y 84.
[45] Eva A. Uchmany publicó varios de estos testimonios. Aquí citamos a Juan Agustín Lucio, ofrecido al inquisidor Gutierre Bernardo de Quiros, el 5 de agosto de 1602, cfr. La vida entre el judaísmo y el cristianismo em la Nueva España. 1580-1606, ed. cit., pp. 334-335 y también pp. 352 y 381.
[46] Cfr. para el caso limeño, Ignacio Chuecas Saldías, “Hijas de la nación portuguesa. Endogamia e identidades femininas en las familias de condenados como judaizantes (Lima, 1639)”, ed. cit., pp. 1-36.
[47] Susana Bastos Mateus, “Quotidianos femininos nos papéis da Inquisição: os bens das cristãs-novas portuguesas da Cidade do México (século XVI)”, ed. cit., pp. 260-267.
[48] AGN, Inquisición, vol. 1495, s.f.
[49] AGN, Inquisición, vol. 373, exp. 28, fl. 277.
[50] Ibid.
[51] Aunque haga referencia a una cronología posterior y en vista de un contexto militar, son interesantes las reflexiones de Michel Foucault en el pequeño capítulo titulado “la vigilancia jerárquica” en Vigilar y Castigar, ed. cit., pp. 175-182.
[52] Cfr. José Toribio Medina, Historia del Tribunal de la Inquisición en México, ed. cit., 199-234. Solange Alberro tejió una cronología sobre la represión de 1642-1649, enumerando los principales momentos clave, pero también una lista de los principales momentos que la precedieron. Solange Alberro, Inquisición y Sociedad en México. 1571-1700, ed. cit., pp. 533-585.
[53] Silvia Hamui Sutton presenta esta aversión de las Rivera a Justa Méndez, analizando, entre otros elementos, un testimonio en el que se sostenía que Justa no había consentido el matrimonio de su hijo Luis Pérez Roldán con María de Rivera. La razón de esta negación fue el hecho de que Justa Méndez consideraba a las Rivera como “orcas” lo que equivalía a decir que eran cristianas. Cfr. El sentido oculto de las palabras en los testimonios inquisitoriales de las Rivera: judaizantes de la Nueva España, ed. cit., pp. 96-98.
[54] Cfr. Ricardo Escobar Quevedo, Inquisición y Judaizantes en América Española (siglos XVI – XVII), ed. cit., pp. 205-207.
[55] AGN, Inquisición, vol. 415, fls. 265v-266.
[56] AGN, Inquisición, vol. 408, exp. 1, fl. 264v. Publicado en Silvia Hamui Sutton, El sentido oculto de las palabras en los testimonios inquisitoriales de las Rivera: judaizantes de la Nueva España, ed. cit., p. 148 (utilizamos la transcripción de la autora).
[57] Cfr. Ibid., p. 117.
[58] AGN, Inquisición, vol. 487, exp. 14, fls.144-145v; AGN, Inquisición, vol. 406, exp. 1, fl. 163v-164. Este testimonio fue publicado y analizado por Silvia Hamui Sutton, El sentido oculto de las palabras en los testimonios inquisitoriales de las Rivera: judaizantes de la Nueva España, ed. cit., pp. 149-151.
[59] Ibid., fl. 144.
[60] Ibid.
[61] Ibid., fl. 144v.
[62] Ibid.
[63] Ibid., fls. 145-145v.
[64] Cfr. Silvia Hamui Sutton, El sentido oculto de las palabras en los testimonios inquisitoriales de las Rivera: judaizantes de la Nueva España, ed. cit., pp. 150-151.
[65] Ibid., 145v. Sobre las prácticas fúnebres de las mujeres conversas en la Península Ibérica, cfr. Renée Levine Melammed, Heretics or Daughters of Israel? The Crypto-Jewish Women of Castile, ed. cit., pp. 88-91. Para un alcance geográfico más amplio con comparaciones con el mundo portugués, cfr. David M. Gitlitz, Secreto y Engaño. La Religión de los Criptojudíos, ed. cit., pp. 253-284.
[66] AGN, Inquisición, vol. 487, exp. 14, fls. 138v-139. Acerca de esta práctica de shiva en los grupos de conversas castellanas, cfr. Renée Levine Melammed, Heretics or Daughters of Israel? The Crypto-Jewish Women of Castile, ed. cit., pp. 89-90.
[67] Sobre esta figura, ver Nathan Wachtel, La foi du souvenir. Labyrinthes marranes, ed. cit., pp. 103-160.
[68] Cfr. Mathias de Bocanegra, SJ, Auto General de la Fee…, ed. cit.
[69] Ibid.
[70] Ibid.