Estaremos más cerca de aquello que es si pensamos todo a la inversa, a condición, claro está, de que estemos preparados previamente para ver cómo se vuelve todo hacia nosotros de otra manera.
Martin Heidegger
Resumen
Esta meditación trata de dar cuenta de qué manera la eternidad es un asunto humano, de este mundo; de qué manera la vivencia de lo que es para siempre, de lo que es permanente y eterno, es asunto del tiempo de la vida humana, y cómo y dónde acontecen entre nosotros los episodios de eternidad.
Palabras clave: meditación, eternidad, tiempo, vida humana, habitación, simultaneidad.
Abstract
This meditation tries to account for how eternity is a human matter of this world, in what way the experience of what is forever, of what is permanent and eternal, is a matter of the time of human life, and how and where the episodes of eternity happen among us.
Keywords: meditation, eternity, time, human life, living, simultaneity.
Hic et nunc
El tiempo y la eternidad son dos experiencias humanas, por lo tanto, dos experiencias presentes, es decir, dos vivencias que los seres humanos tenemos hic et nunc, entendiendo este aquí y ahora de manera puntual, pero, sobre todo, comprehendiendo en su sentido amplio la vida tal como nos ha sido dada en esta tierra, según la feliz expresión de Hanna Arendt.[1] Con y por la vida en esta tierra nos ha sido dada también la vivencia de la simultaneidad de tiempo y eternidad. Con el concepto de tiempo nos referimos a la experiencia, accesible a todos, de que las cosas tienen una dimensión dinámica según la cual están siempre cambiando, son siempre otras; con la eternidad nombramos la experiencia contraria, también vivida por todos, de que las cosas tienen otra dimensión según la cual son estables, permanecen siendo lo que son en sus cambios, duran más allá del individuo, vienen de más lejos que de él y lo sobrepasan por mucho. El ser siempre otro del ser siempre el mismo refiere al núcleo de toda la experiencia humana. Tenemos la experiencia, en definitiva, de que las cosas siempre son iguales y siempre son diferentes simultáneamente. El “siempre” adverbial tiene aglutinados de manera compacta y simultánea el tiempo y la eternidad en la experiencia: siempre tenemos experiencia del tiempo y la eternidad; no siempre del tiempo, y sólo a veces de la eternidad. Primera tesis de esta meditación.
Segunda: la expresión en plural del título de esta meditación no es sólo retórica. Es la afirmación de una ontología de la inversión del sentido en la que tiempo y eternidad no son ni categorías de la sustancia (Aristóteles), ni condiciones a priori de una facultad humana (Kant),[2] ni tampoco existenciarios del Dasein (Heidegger),[3] pendiendo de un centro de equilibrio antropológico que habla en primera persona, ego, y reconduce todas las cosas para hacerlas brotar del interior del sujeto como si fuera su fuente. A la altura de nuestros tiempos esta fuente, sin embargo, está ya agotada, ese sujeto se ha vaciado, mostrando que no es él la fuente de donde brotan manantiales como el de la simultaneidad de tiempo y eternidad, sino que es precisamente al revés: el tiempo y la eternidad son la fuente de donde siguen brotando seres humanos que en algún momento llegan a ser individuos y sujetos, pero sólo mientras llega el momento de regresar ese carácter cobrado al dador que nos lo otorgó en consignación, y lo reclama para que la simultaneidad de tiempo y eternidad siga su curso. El vaciamiento del sujeto no es un defecto, sino el reconocimiento honesto de quien no puede hacerse cargo en forma individual de un don que le rebasa por todos sus frentes, aunque en sus años de juventud haya soñado que tal cosa era posible.
El “nosotros” no nombra tampoco el mero carácter colectivo del ego, no individual pero igualmente sujeto. La potencia le viene al “nosotros” de la inversión que va de su carácter de iniciativa al de pasividad: somos habitados –nosotros– por la simultaneidad de tiempo y eternidad; somos nosotros el lugar donde el tiempo y la eternidad, cuya simultaneidad es anterior y posterior a nosotros, han puesto su morada. No habitamos la eternidad por un acto que nace de la iniciativa de nuestra voluntad, en sus esfuerzos por colocarse sobre la futilidad del tiempo, sino que somos habitados por la simultaneidad de tiempo y eternidad, mucho antes de que podamos decidir sobre ello.
Tercera tesis: para evitar equívocos, es necesario tener presente la siguiente distinción. La experiencia humana del tiempo y la eternidad tiene varios niveles. Al menos dos: uno exterior, mucho más visible, en el que tiempo y eternidad hasta llegan a parecer dos cosas distintas y separadas, no solo dos dimensiones de las cosas. Al hacer del tiempo una cosa y de la eternidad una cosa distinta al tiempo, aquella queda adscrita a este mundo, y la eternidad es enviada a un mundo que está más allá de éste[4] o, en definitiva, extirpada de todo mundo por la mentalidad positivista de la ciencia moderna. La experiencia del tiempo y la eternidad tiene, sin embargo, un nivel profundo, superior al de la pura exterioridad, porque en ese nivel no se deja pensar uno sin la otra, y se muestran como dimensiones de las cosas, no como cosas;[5] se muestran no como algo que los seres humanos tenemos, algo en lo cual vivimos, sino como dimensiones que nos habitan, que son anteriores y posteriores a nosotros, pero en nosotros.
Estas tres tesis marcan el rumbo que va a tomar nuestra meditación, sobre ellas es sobre lo que esta meditación pretende abrir ámbitos fundamentales. Meditaremos sobre la simultaneidad de tiempo-eternidad en nosotros; por lo tanto, la meditación debe moverse libre y cuidadosamente entre los diversos niveles de dicha simultaneidad, y mantener la atención para evitar el error metodológico, de consecuencias ontológicas, que consiste en creer viable la posibilidad de movernos con exclusividad en uno de sus niveles.
Somos habitados…
No, no habitamos la eternidad; es ella la que nos habita a nosotros. Y nos habita con la misma densidad ontológica con la que nos habita lo efímero, lo transitorio, lo tempóreo, sin que haya en ello contradicción.
Que nos habitan de manera natural tiempo y eternidad en el mismo acto de habitación lo prueba el hecho de que, al menos por este motivo, no vivimos nuestras acciones cotidianas permanentemente crucificados entre la angustiante disyuntiva de si lo que hacemos encontrará cauces para permanecer eternamente, o si será barrido por el viento helado de la nada. ¿Acaso alguien ha muerto sólo por el hecho cotidiano, accesible a cualquier ser humano, de que todo lo que está pasando lo hace de manera irrefrenable, y se nos va de las manos como algo que no nos pertenece, como agua que se nos escurre entre los dedos, al tiempo que eso mismo está también permaneciendo, quedándose ya para siempre con nosotros, haciéndose cada vez nuestro presente y constituyéndonos como lo que somos? Hacemos lo que hacemos ya sabedores de que la acción y su obra tienen la gravedad de lo efímero y de lo permanente, de lo tempóreo y lo eterno. Ahora bien, como permanecer o ir a parar a la nada no dependen de nosotros sino de los otros y sus circunstancias, y todos lo tenemos previamente sabido, nos ocupamos epocalmente —y no sólo puntualmente— de lo que nos ocupamos, es decir, sabemos, más o menos bien, que la genealogía de muchas de nuestras acciones se encuentra más allá de nosotros mismos y que su finalidad rebasará con mucho la intención que podamos tener a nivel individual.
Nos habitan la eternidad y el tiempo, no nosotros a ellos. Y lo hacen simultáneamente, en el mismo acto; no primero uno y después la otra. Meditemos en esta simultaneidad y dejémonos llevar por ella hacia la evidencia de que la iniciativa de la habitación no parte de nosotros.
No hay unas acciones y unas obras que son eternas, y otras diferentes que son temporales; no hay unas cosas que transcurren en el tiempo y otras que permanecen y se conservan impávidas ajenas al transcurrir. Estamos habitados de tiempo y eternidad. No ahora, en esta vida, por el tiempo; y luego, en la otra vida, por la eternidad. No; esta misma realidad y esta hora (hac hora) son las que tienen de suyo una realidad tempórea y eterna. No se trata de dos realidades sino de una y la misma en sus dos dimensiones: la tempórea y la eterna, la que transcurre y la que permanece. Porque lo eterno y lo tempóreo son los modos simultáneos mediante los cuales nos realizamos los seres humanos y mediante los cuales habitamos originariamente el mundo que laboriosamente vamos construyendo.
Ensayemos la expresión de la misma idea de un modo tal que la simultaneidad tiempo-eternidad cedan su carácter de medios: nos realizamos como seres humanos y habitamos el mundo temporalmente y eternamente. La realización humana y la habitación mundanal son tempóreas y eternas simultáneamente. De funcionar como medios, el tiempo y la eternidad pasaron gramaticalmente a ser modos adverbiales de realizar y habitar, de cuya acción los destinatarios somos ahora nosotros. Pero queremos decir más que eso, queremos decir que lo que de suyo y realmente sucede es que el tiempo y la eternidad estructuran el agente activo del habitar, del cual nosotros somos el complemento y no el sujeto de la iniciativa. Queremos decir lo siguiente: la simultaneidad eternidad-tiempo habítanos.
Alcanzada la expresión que muestra lo que las cosas son, podemos continuar con frases más usuales, y por tanto menos fuertes, diciendo, por ejemplo, que nos realizamos y habitamos el mundo, es decir, que llegamos a ser lo que ya somos —en esto consiste la realización— poniendo las cosas en una determinada línea y figura que de suyo no tenían —en esto consiste el mundo, el cosmos, el orden—, pero para lo cual estaban en disposición y en posibilidades de ofrecerse. Nuestra realización y la habitación mundanal de las cosas llevan aparejado el sino y la dinámica de lo que es cooriginario, es decir, de lo que se origina en común en ese movimiento donde lo tempóreo y lo eterno acontecen de manera simultánea. No hay realización humana sin habitación mundanal de las cosas; no hay habitación mundanal de las cosas si no es porque se trata de nuestra realización.
¿Pero no es esta tesis, que se ha venido haciendo cada vez más compleja, un mero invento teorético, un recurso retórico para hablar figuradamente y no realmente de algo tan misterioso como el tiempo y la eternidad? ¿no es una salida fácil ponerle al tiempo como reverso la eternidad y jugar a la relación armoniosa de los contrarios, como si estuviéramos en los tiempos originarios de la filosofía griega, pasando por alto lo que entre tanto ha ido aclarando la reflexión, y sepultando irrespetuosa e irresponsablemente, bajo el manto de la ingenuidad o la arrogancia, asuntos tan graves como la naturaleza y la constitución del tiempo y de lo eterno? No; ni es un invento teorético, ni tampoco es un mero recurso literario, y mucho menos da carpetazo esta tesis a lo que mantuvo en vilo la genialidad que se apoderó de los grandes pensadores en nuestra tradición: Platón, Aristóteles, San Agustín, Kant, Schelling, Hegel, Dilthey, Husserl, Bergson, Heidegger, Ricoeur, Zubiri.
¿De dónde brota la evidencia de que la simultaneidad tiempo-eternidad no es un mero invento teorético ni tampoco una ficción? Del hecho de que tanto el tiempo como la eternidad son de los vivos, y de los muertos de los vivos. Por tanto, cuando nos ocupamos del tiempo y de la eternidad hablamos de cosas nuestras, de modos de ser de nosotros, de maneras de realizarnos mundanalmente, de aquello en lo que ya siempre vivimos, nos movemos y somos, de aquello en lo que nos va la vida. El ser de la eternidad no le va a los muertos, a ellos no les alimenta la comprensión del tiempo, ni les hace entender mejor su muerte como a nosotros nos hace entender mejor la vida y la muerte; porque su muerte no les pertenece, sino que ella es de los que aún vivimos:[6] cuando ya no haya quién viva, los muertos dejarán de ser muertos, pues ya no lo serán para nadie, como tampoco lo serán su tiempo y su eternidad. Esta es la experiencia fundamental, no del individuo, sino de los seres humanos de nuestra época, y de toda otra época.
El tiempo y la eternidad en su simultaneidad están en relación con nosotros sólo mientras vivimos; no con los dioses, ni con otra vida más allá y ajena a la que tenemos. Aunque sea éste el punto donde empieza el nec otium de las religiones institucionalizadas de occidente, con su pretensión de darle respuesta definitiva a la experiencia fundamental de la relación entre finitud e infinitud que nos habita. No hay época más religiosa que aquella que ha perdido el interés por Dios;[7] no hay época más religiosa que aquella que ha perdido la dimensión de eternidad que tiene el estado de cosas de este mundo, y recurre a Dios como al ídolo que le garantiza una eternidad futura en otro mundo, es decir, en otro orden de cosas. Suponer que nos aguarda la eternidad pacientemente en otro mundo, sin tener la capacidad de respirar lo que de eternidad hay en éste, se corresponde con la inmadurez propia de un niño que reclama caprichosamente por la golosina que espera tener, sin percatarse de que, la que por lo pronto ahora sí tiene, le escurre de la cabeza hasta los pies. En la coyuntura de esa inmadurez encuentran su espacio de oportunidad las religiones —que no pocas veces se alimentan de confesiones de fe genuinas—, autoproclamadas como mediadoras verdaderas y absolutas entre los dioses y los hombres, manteniendo a estos en el estado que les abrió su oportunidad, y a aquellos en el lugar que les corresponde a los ídolos. Sin embargo, una experiencia religiosa no es jamás una experiencia de lo divino. La religión, que no es capaz de responder definitivamente, tampoco es capaz de ahogar la experiencia de la simultaneidad, es decir, la pertenencia a las dos dimensiones de la realidad que nos habitan, porque ni el tiempo ni la eternidad son asuntos religiosos ni divinos, sino esencial y radicalmente humanos, hechos de la pasta del humus de esta tierra.
¿Cómo ha sido esa relación entre nosotros y la simultaneidad tiempo-eternidad, cuáles son los correlatos sobre los que se constituye, es decir, qué se relaciona con qué y en qué consiste la naturaleza de dicha relación? Las preguntas están elaboradas a propósito en esos términos para evidenciar que, dado que no hay pregunta inocente, preguntar de esa manera es ya echar a andar el pensamiento sobre la simultaneidad tiempo-eternidad por un rumbo equivocado, pues dicho modo de preguntar desconoce que no se trata de unos correlatos —el yo y la simultaneidad— que ya constituidos en su ser se relacionan, ni siquiera de una respectividad ontológica en la cual el ser de uno de suyo está volcado hacia el ser del otro, sino que se trata de un modo de ser mejor descrito como habitación que como relación. No hay entre nosotros y la simultaneidad en primer lugar relación de una cosa con otra, ni respectividad metafísica de lo real en tanto real; lo que hay, lo que se está dando y aconteciendo, es que la simultaneidad tiempo-eternidad ha puesto su morada sobre nosotros, una morada que nos desborda y nos sobrepasa por todos los puntos cardinales, anclando sus bases en la región de su lejanía y su profundidad, resguardándose de nuestras irredentas ansias de dominio y de nuestro antropocentrismo.
Por eso es que la finitud de la primera persona del singular, que es más bien pobreza e indigencia, reducida a su mínima expresión en el individuo y en el sujeto, no alcanza para darle carácter de posesión al ser humano sobre el tiempo o sobre la eternidad —y muchos menos sobre su simultaneidad— como algo que fuera de su propiedad, como algo sobre lo cual pudiera tomar posesión y saberse dueño de modo que pudiera decir “Yo habito la eternidad”; por eso, decir que el yo habita la eternidad, con ser verdadero, es decir muy poco. Ganamos un poco más, pero no mucho, si recurrimos al plural y decimos que no es el ego el que habita la eternidad sino nosotros. Ganamos poco porque la habitación de la eternidad queda supeditada a nuestra iniciativa y esta iniciativa, con ser nuestra, no rebasa los límites de nuestro tiempo presente. Si invertimos el orden, sin embargo, entonces las cosas quedan dichas como son: nos habitan el tiempo y la eternidad simultáneamente a nosotros, a nuestros padres, a los padres de sus padres, ab initio; a nosotros, a nuestros hijos y a los hijos de sus hijos, ad finem. No aspiramos en nuestro tiempo a algo en lo que no estemos ya, como la eternidad; y no estamos ya en la eternidad más que bajo el infinito manto de una variedad de estrellas que nos cubre como tiempo.
Simultáneamente
En cada época la simultaneidad de lo tempóreo y lo eterno busca —y encuentra: sin descubrirla del todo y sin que se le oculte plenamente— la figura en la que lo efímero y lo permanente se muestran en su profunda unidad ontológica. No pocas veces parece como si no se tocaran, como si el tiempo fuera algo distinto y opuesto a la eternidad, e incluso como si mutuamente se excluyeran; no pocas veces puede parecerle a un espíritu acostumbrado a su manera tradicional de ver las cosas que algunas épocas sólo estuvieron atentas a la eternidad en un mundo más allá de éste, y que épocas como la nuestra están deshabitadas de eternidad, como recién nacidas, y abandonadas en su suerte a la fugacidad de unos accidentes que suceden a otros cada vez con mayor velocidad, sin sustancia que los soporte. ¿Es nuestra época —enmascarada bajo su ateísmo y tras su paradójica indiferencia y fe religiosa— una época que ha logrado extirpar de su seno definitivamente la experiencia de eternidad mediante la razón científica y tecnológica, llevada a todos los rincones de la vida humana? O, en el mejor de los casos, ¿es nuestra época una época en la que la simultaneidad tiempo-eternidad está desfigurada porque se siente habitada sólo por la fugacidad del tiempo y las cosas efímeras, por la contingencia, la avidez de novedades, por el carácter líquido de la cultura y la sociedad, por la propaganda? La respuesta a las dos preguntas es negativa. La razón no puede extirpar lo que ella no ha puesto, a más de que respecto al tiempo y la eternidad ella no conserva sino unas posibilidades pasivas y no activas.
Respecto de la segunda cuestión hay que decir que una simultaneidad desfigurada lo es sólo para una mirada ordinaria, desacostumbrada a lo profundo. Nuestra época —atea, indiferente y religiosa a la vez— tiene vida eterna tanto como la tuvo cualquier otra. Porque la eternidad, por principio, no es una gracia de los dioses ni de las religiones. Y, por tanto, tampoco tiene importancia si la gente —así, en el anonimato del Uno— cree en la vida eterna o no, es decir, en la vida después de la muerte, porque no es esta creencia el reverso del tiempo, como tampoco la existencia en sí de esa vida. Puede ser que nuestra época esté desentendida de la vida eterna; pero lo hace en la misma proporción en que se desentiende del tiempo, dejando que ambos caigan sobre sus espaldas como lo que se da por obvio.
Este desinterés, sin embargo, tiene mucho de apariencia. Esta época, en efecto, no se pregunta qué es el tiempo porque lo da por hecho en las teorías físico-matemáticas y, bajo esa ingenuidad, se lo encarga al reloj y al calendario; y menos se pregunta qué es la eternidad precisamente porque la tiene por inexplicable, con igual carga de ingenuidad, desde esas mismas teorías y desde las religiones, dejándole sin embargo, quizá inadvertidamente, la última palabra a sus tradiciones culturales, en las que se dejan igualar con idéntica docilidad el científico experto y el hombre de la calle. Pero esos acercamientos unilaterales y parciales al binomio tiempo-eternidad, con ser verdaderos y correctos, son insuficientes. Porque precisamente lo que se pasa por alto es su simultaneidad, al dar por explicado el tiempo y al dar por inexplicable la eternidad.
¿Qué es lo que más propiamente queremos decir con la expresión de que tiempo y eternidad son simultáneos, que cuando acontece en este mundo una dimensión, de suyo también lo hace la otra; y no como añadida posteriormente? Lo que hay que afirmar con toda energía y sin complejos es que somos del tiempo y de la eternidad hic et nunc. No aquí, en esta vida, del tiempo; y después, en la otra vida, de la eternidad. Pero no se crea que es ésta una afirmación meramente retórica, que se cura en salud echando mano de la alegoría y del lenguaje figurado para hablar poéticamente de las cosas, con las licencias que pueden aportar expresiones paradójicas cuando nos encontramos en callejones sin salida, en situaciones que rebasan la razón. Realmente, es decir, aquí y ahora, en este mismo mundo, en este mismo orden de cosas (cosmos), somos habitados por el tiempo y la eternidad a la vez.
No precisamos otro mundo que el del tiempo para ser eternos; de hecho, nuestra experiencia y esperanza de la eternidad se las debemos al tiempo, aunque por un movimiento venido sabe de dónde las extrapolemos a un orden diferente al del tiempo, a un futuro que convertimos en un lugar que está más allá de éste. Y aún en el caso de que así fuera, aunque sea un tópico, afirmemos lo siguiente: si no sabemos estar entre las cosas que germinan y florecen como si nunca fueran a fenecer, pero se marchitan en su ser y en su belleza con la velocidad de un día, ¿cómo sabríamos permanecer en el mundo de las cosas que no tienen principio ni fin, noche ni día, que llevan en su ser la estabilidad del siempre? Si no sabemos dejarnos habitar por el tiempo que vivimos y conocemos, ¿cómo sabríamos dejarnos habitar por la eternidad que ni vivimos ni conocemos? Si aspiramos a una eternidad que viviremos para siempre es sólo porque de esa vida ya recibimos algunos adelantos. Y no habría nada que reclamar a nadie —ni a Dios, en su caso— si la gracia de la eternidad estuviera condensada y reducida sólo a esos adelantos, que constituyen la experiencia interna que tenemos del tiempo, en la comunidad objetiva en la que nos ha sido dada gratuitamente la vida en esta tierra.
Sin embargo, de hecho permanecemos en este mundo tempóreamente, en lo que todos los días muere y que, haciendo mucho más que simplemente revivir, resucita; y a la vez permanecemos en la eternidad, en lo que todos los días, muriendo y resucitando, es lo nuevo, es eterno. La experiencia del tiempo la extraemos de las cosas temporales —aunque la obviedad de esta afirmación sea también muy problemática—, ¿y la de la eternidad? Ciertamente no la extraemos de una eternidad en la que no estemos ya, que no nos habite mucho antes de nuestra iniciativa por estar en ella, que no nos haya dado momentos de la inmensidad profunda de este mundo en los que la continuidad física de los cuerpos deviene por su cuenta contigüidad de pura interioridad, tal como nos acontece en la experiencia estética, mística, religiosa, erótica, artística, etc., en definitiva en toda experiencia vital de profundidad, en la que los elementos que estructuran el universo quedan suspendidos individualmente en dirección a un todo que muestra como recogidas sobre sí las cosas, un todo que se delata omniabarcante, superior y anterior a los elementos que quedan abarcados, diferente e independiente de ellos, inmanente a ellos y trascendente, no a ellos, sino en ellos.
Habitados por esa inmensidad del todo, en el corazón mismo del arrobamiento al que es llevado nuestro cuerpo, devenido suspiro en esas experiencias de eternidad, el deseo de que aquella epifanía durara para siempre se apodera de nosotros porque, aunque el todo nos haya hecho suyos, tenemos sabido que la experiencia de eternidad no es para siempre, que su precio es la vuelta a la disgregación empírica, a la sensación ordinaria de que las cosas tienen que ver poco, o solo de manera externa, unas con otras; que lo que es para siempre es la simultaneidad de muerte y resurrección, de tiempo y eternidad. La experiencia de eternidad no nos viene, en definitiva, del mundo de las esencias de Platón, de lo fijo y de lo estático, de un más allá respecto de lo que muere y resucita todos los días.
La experiencia de lo eterno nos viene de la resurrección acontecida en el tiempo de este mundo, en el que lo que muere no regresa simplemente a la vida que antes de morir tenía, sino que regresa a una vida nueva, superior, porque ha ido más allá de la mera repetición. La simultaneidad de tiempo y eternidad no es ni el eterno retorno de lo mismo, ni de lo diferente; sino el eterno retorno del todo que es nuevo. El retornar de la realidad, del todo, es la eternidad de lo nuevo que lleva el glorioso nombre de la resurrección. Lo resucitado no vuelve a la vida que tenía, sino a una nueva; de lo contrario sólo revive, acción en la que simplemente estaría regresando a lo que ya era, con el desencanto que lleva para sí mismo y para los demás lo que no es otra cosa que la repetición de lo mismo: el revivido tendrá que morir de nuevo a la vida a la que ya murió una vez; el resucitado no, él ya no puede morir a la misma vida porque su experiencia epifánica del todo inunda con eternidad lo que estaba ya habitado por la simultaneidad. Al volver de la epifanía del todo a la disgregación de lo empírico, al descender de las alturas de la totalidad que transfigura los objetos quitándoles su individualidad, al resucitar, lo empírico mismo se transfigura y pierde las formas burdas y toscas de lo que no ha sido tallado con la luz de lo sublime. No se muere, pues, en este mundo y se resucita en otro; sino que se muere y se resucita en éste.
¿Cómo acontece esta simultaneidad en la vida de nuestra época? ¿con qué ropajes se engalana la simultaneidad tiempo-eternidad en este nuestro agitado mundo contemporáneo? ¿tendremos el arrojo, la decisión, de remontar perspectivas parciales, unilaterales, que hacen el vestido de este mundo con retazos de la fugacidad de Heráclito, y lo colorean con los cristales que Protágoras le ha asignado a cada uno; o que, en una perspectiva igual de parcial, consagran lo estático, lo eterno, y reducen la movilidad a mera apariencia. El reto no es menor en una época como la nuestra que en la práctica social, política, científica y tecnológica parece decantada decididamente por la primera alternativa: la dinámica, el movimiento y la fugacidad acelerada de los cambios, en los distintos órdenes de la vida, son asumidos como la definición de nuestro siglo. ¿Pero es realmente así? ¿o hay aquí mucho de apariencia? Este es precisamente el tema de nuestra meditación.
Lo que es el reverso del tiempo no es la vida del más allá, sino nuestra actual eternidad como voluntad de afirmarnos en el devenir; nuestra voluntad de que lo efímero sea firme, sea afirmativo de nosotros en el sentido de que nos dé firmeza, de que, aunque nos sabemos claramente de paso, este paso tiene el carácter y la fuerza no sólo de lo imborrable sino de lo que, aunque pudiera ser borrado, no puede evitarse ya que haya acontecido. La voluntad de firmeza dibuja con fuerza y claridad el rostro de lo eterno en una época que ha encontrado maneras creativas y novedosas de acelerar y evidenciar las cosas en su carácter fugaz y tempóreo: realizamos más acciones porque la ciencia y la tecnología han sido puestas a nuestro servicio para tal efecto, hacemos más cosas, vamos más lejos, creamos mundos, abrimos nuevos horizontes, y por doquier nos invade la posibilidad de multiplicar los efectos de nuestras acciones literalmente hasta el infinito. El límite ya no es el mundo, porque el mundo lo abrimos nosotros. El límite somos nosotros mismos y nuestras posibilidades: nuestra capacidad de realizar, de ir, de crear, de abrir, etc. Y aunque podamos exhalar un profundo suspiro autocomplaciente desde las profundidades de un yo poderoso que románticamente siente que todo lo puede, hay un quejido que sale de esta carne y estos huesos, que son del mismo yo, y que susurra que no tiene fuerza para todo, que no lo puede todo, que es finito, y que hará sólo aquello en lo que se afirma su voluntad de permanecer, su voluntad de afirmarse en la realidad, más acá del infinito mundo de las posibilidades.
Sin embargo, aunque las cosas de hecho son así, hoy menos que nunca nos detiene en nuestra afirmación la conciencia de que esos mundos y esos horizontes, que abrimos con todas las acciones que estoicamente soportamos, son fútiles y no son para siempre. Por el contrario, nuestra conciencia del estado de provisionalidad del mundo es un acicate al ímpetu de autoafirmación, a la voluntad de que lo provisional y lo efímero sea firme, tan firme como para encontrar nuestra afirmación en su firmeza y conservarnos más allá de ella; tan provisional como para que en su relatividad se afirme el carácter absoluto de nuestro ser. Esa voluntad de afirmación meramente empírica es la cara más exterior de la simultaneidad porque lleva incrustado en su corazón el “todo fluye” y el “todo permanece”: se trata del mismo todo, fluyendo y permaneciendo. Se trata de una voluntad que se afirma porque se sabe habitada por la simultaneidad, y de ninguna manera de una afirmación que tuviera por objetivo lograr dicha simultaneidad. Ésta nos está dada, sólo la recibimos, es anterior a nosotros; cuando llegamos a este mundo fuimos acogidos por ella, es la condición de posibilidad de una voluntad que en su afirmación da cuenta del ser en su devenir y en su permanecer.
La voluntad de afirmación, de eternidad, se ofrece en la paradoja de ese espíritu —un espíritu que es del nosotros, no del yo; ¡sólo la modernidad soberbia e ingenua, bajo los efectos de la embriaguez egocéntrica y egolátrica, se ha creído ese cuento de que el espíritu es principalmente del sujeto individual!— que se sabe limitado, finito y mortal, pero que vive, y en consecuencia actúa, como si lo fuera a poder hacer siempre, como si fuera a sobrevivirle a las obras salidas de las acciones de sus manos. El “como si”, pero “sabiendo que no”, es el punto desde el que brota en el tiempo la voluntad de eternidad, la voluntad de afirmación que habita el espíritu de los hombres; es el punto donde la resistencia a que todo sea efímero, fatuo y vano, sin argumento demostrativo de por medio que imperativamente mande hacer esto o lo otro, es llevada de forma natural y espontánea por el espíritu transgeneracional que nos habita más allá de cualquiera de sus momentos puntuales, en una solución de contigüidad entre tiempo y eternidad que reclama de la razón una conciencia capaz de remontar el carácter inmediato de toda realidad, por lo tanto también el carácter compacto e inmediato de la simultaneidad tiempo-eternidad.
Naturalmente, espontáneamente, sin la gravidez de patéticos estados de ánimo existencialistas —de Sartre a Camus—, que se sienten nostálgicamente expulsados del paraíso de la libertad absoluta, y reaccionan caprichosamente reclamando por lo perdido, en el “como si” pero “sabiendo que no” el ser humano que somos cada uno de nosotros, el espíritu absolutamente relativo[8] que nos habita y vive la simultaneidad de lo que es para siempre en lo que es mientras. No hay paraísos perdidos que añorar en el que las cosas sí fueran reales y verdaderas, no mera apariencia, falsedad y mentira; no hay a quien reclamarle por la pérdida de una libertad absoluta, puesto que dicha libertad es una quimera abstracta y esquizofrénica del cogito; no hay a donde ir en busca de mejores tierras y mundo para vivir que los que tenemos. Estas tierras y este mundo son los que tenemos para siempre y mientras: en ellos es donde ontológicamente nos va la simultaneidad de vivir como si fuera a ser para siempre, pero sabiendo que no, que sólo es mientras tanto…
Esta paradoja evidente y elemental, que define el espíritu del nosotros, se multiplica en contradicciones y conflictos, no pocas veces irresolubles, en la profundidad de la sociedad y de la historia de nuestro tiempo, tanto como en la interioridad del ser humano como sujeto individual. En nuestra época vivimos a nivel individual como si nunca fuéramos a morir; y vivir en esta condición de despreocupación y desentendimiento respecto de la finitud propia y ajena es afirmar el horizonte de cada día con sus acciones y (pre)ocupaciones como el único ámbito sobre el cual tenemos poder. Pero vivir como si nunca fuéramos a morir es afirmar con vehemencia la precariedad de una existencia que nos puede ser arrebatada inmediatamente, en el siguiente instante, y, por lo tanto, consagrarle al presente, a ese instante del que por lo pronto somos dueños, y al que aún no le llega el final, la densidad de lo único que es firme, a sabiendas de que el final llegará; aunque por lo pronto todavía no.
Cada nuevo día es un respiro que lleva en su exhalación el triunfo de que el final ha sido provisionalmente pospuesto un poco más, ¡aunque no para siempre! Y con ello se hace presente, se actualiza, la realidad que desborda de eternidad este día, este momento que, ahora sí, puede ser el último. ¡Que puede ser el último día, pero todavía no lo es!: es lo que el individuo moderno encuentra escrito entre líneas en todos los frontispicios reales y virtuales de los umbrales por los que diariamente debe transitar. En la monotonía de lo que está pasando se anuncia lo que siendo diferente siempre ha sido igual, se anuncia la simultaneidad de lo que está de paso, de lo tempóreo, con lo permanente, con lo eterno. Vivir en la monotonía que condensa la carga agobiante del ser y todo su sentido es vivir por lo pronto; es comprimir la totalidad del mundo, abierto en el pasado y en el futuro del nosotros, al presente puntual y cronológico del yo, reduciendo las líneas del horizonte del nosotros a la cortedad de miras de un sujeto individual anónimo y ordinario, tan concreto como igualmente abstracto, es decir, vaciado de cualquier modo de toda perspectiva amplia sobre la simultaneidad de tiempo y eternidad.
El individuo vive por lo pronto. En los dos sentidos que tiene la expresión: vive así mientras haya otra posibilidad —primer sentido—; y lo hace a prisa, rápido vuelve a pasar por donde antes ya lo hizo. Y así sucede que, en el individuo de nuestros días, la simultaneidad queda reducida a la expresión mínima del “mientras” y a prisa”, expresiones ambas que condensan tiempo-eternidad en el “por lo pronto”. El “mientras” que espera por la posibilidad para vivir de otro modo puede tener la duración de una larga y desconsolada vida, y la eternidad se cubre entonces con la sombría experiencia de lo que siempre fue de la misma manera. El círculo vicioso del “mientras” con el “a prisa” se cierra sobre nosotros cuando la costra de la costumbre nos ha hecho insensibles al reconocimiento de que el “mientras” óntico de las cosas finalmente ha cedido su lugar al sentido profundo de la realidad que era, que es y que será eternamente. Entonces el individuo no vive más que por lo pronto.
Pero esa costra se gasta y cede no pocas veces; la costumbre se agujera por el medio y el misterio que se presenta consiste en que el horizonte que antes era el correlato de nuestra visión se invierte en sus relaciones con ella, convirtiendo esa visión en correlato del horizonte: no es ya la visión la que abre el horizonte del mundo, sino que es el horizonte del mundo el que abre la visión en la dirección que él solicita. El círculo se vuelve virtuoso sólo mientras nos ayuda a ir profundizando en la realidad de las cosas y mostrándolas como de suyo son. Luego la fuerza de la costumbre regresa. Y así eternamente.
El hecho de que uno haga proyectos personales, familiares o de trabajo, a mediano o largo plazo, no cambia en lo sustancial esta perspectiva y tampoco es un contra argumento, pues en lo inmediato la forma de afrontar esos proyectos sigue transida de lo que hay que hacer por lo pronto. Ya debiera ser sugerente, sin embargo, como crítica a la perspectiva limitada del yo, que esos proyectos individuales nunca han sido iniciados desde la nada por el sujeto, sino que los ha podido realizar a partir de las posibilidades en las que nos han instalado los demás; o dicho de otra manera, que el sujeto no está en condiciones de ser el inicio absoluto de la más mínima de sus acciones y, por tanto, que la obra de sus manos es siempre también la obra de las nuestras, que su tiempo-eternidad reducido es un préstamo del nosotros que regresa cada vez para nutrirse de su fuente.
Por contraste, la paradoja del siempre-mientras —modo adverbial para referirnos al acontecimiento de que nos habitan el tiempo y la eternidad simultáneamente—, tiene a nivel social matices diferentes a los que tiene a nivel individual. Vivimos a nivel social y político con la amenaza de que lo que hacemos como sociedad, bajo la presión de parámetros económicos que parecen superiores a nuestras fuerzas, está trayendo sobre nosotros de manera irremediable el apocalipsis de los últimos días. Entonces pensamos en el pasado del que somos herederos, y nos sentimos responsables del presente y sobre todo del futuro que habremos de dejar para nuestros descendientes. Y redoblamos los esfuerzos para hacer cosas como si nunca fuéramos a desaparecer, como si la vida nos hubiera sido dada para siempre en esta tierra. Detrás de estos hechos meramente empíricos, que muestran que al mismo tiempo que nos ocupamos a nivel individual de lo inmediato y lo fugaz lo hacemos a nivel político y social de lo que habremos de dejar tras nuestra marcha, se anuncia esa voluntad ontológica de eternidad que se sabe mayor al mero instante del ahora, sin ser diferente de él, sin que esta mayoría signifique superioridad.
Quizá tengamos que reconocer que nuestra época acusa una contracción cualitativa en su comprensión media de la simultaneidad tiempo-eternidad (sin demérito de los trabajos sesudos y esforzados de reflexión del siglo pasado, de Dilthey hasta Ricoeur); que hoy nuestra experiencia de su figura es más escurridiza, que esa figura se esconde detrás de una comprensión doblemente limitada: en primer lugar, porque hace del tiempo sólo cronología, es decir, número del movimiento (Aristóteles)[9] y, por lo tanto, lo ata a una comprensión espacial que nivela el ahora con el aquí, el pasado con el atrás y el futuro con el después; y, en segundo lugar, porque esa misma comprensión del tiempo como cronología lleva en su seno un imperativo que no puede más que des-terrar la eternidad hacia el topos uranos, y arrastra la eternidad hacia el reino de los cielos, un reino en el que la misma eternidad moriría de aburrimiento. Bajo la limitación de estas comprensiones se vuelve ilógico, irracional y falto de todo sentido común sostener que aquí y ahora lo que se nos da es la figura histórica y en época de la simultaneidad tiempo-eternidad, que nos habitan el tiempo y la eternidad con la misma intensidad, y que no es prerrogativa del sujeto la iniciativa que hace de la eternidad otro de sus trofeos.
Nos ayuda para invertir el orden de las cosas, y dejar que se muestren en su ser tal como son, la siguiente pregunta: ¿y si el tiempo no fuera sólo el número del movimiento de las cosas físicas, sino sobre todo la distensión del ánimo, distentio animi, como dice San Agustín?[10] ¿y si pudiéramos mostrar que la distensión del ánimo se corresponde con la simultaneidad tiempo-eternidad, y que esta simultaneidad es la base metafísica de la afirmación tanto de la cronología como de la vida eterna? En ese caso lo que se vuelve ilógico en su propio fundamento es la dicotomía radical entre tiempo y eternidad, y los intentos por reconciliar cronología y vida eterna acaban irremediablemente en callejones sin salida. Para mostrar que tiempo y eternidad son simultáneos, y que como tales nos habitan, podemos girar la mirada hacia la densidad de nuestro propio presente, cuya solución de contigüidad con el pasado como memoria y con el futuro como esperanza, muestra que el presente no es un ahora puntual sino el ahora recubierto tanto por lo que del pasado sigue haciendo sentido como por lo que esperamos que siga sucediendo.
El “allá atrás”, lejos de aquí, del pasado como lugar, queda sustituido por la distensión del alma como memoria presente del pasado; es decir: que no hay pasado en tanto que pasado sino pasado en tanto que presente, pues el pasado en tanto algo “lejos de aquí” no podría abrirse en su carácter de pasado desde sí mismo, sino que el pasado se abre en toda su densidad como pasado para la distensión actual y presente del alma. El “después de aquí”, “lo que está más adelante”, en tanto categoría local referida al tiempo, deja su paso a la distensión del presente del alma como esperanza, como lo que ha de venir y de suceder, abierto por las condiciones actuales.
El futuro, por su parte, tampoco es algo que suceda en el futuro, sino que toda la densidad de la esperanza recae sobre el presente, que está encontrando su solución de contigüidad en el esperar. Hay una especie de circularidad en la que el pasado como memoria y el futuro como esperanza no tienen menos realidad que la que tiene el presente como presencia. Las modalizaciones del ser del tiempo como presente de lo presente, presente del pasado como memoria y presente del futuro como esperanza[11] dejan al descubierto de suyo que esta distensión del alma puede verse también y simultáneamente desde la perspectiva de lo que es permanente, de lo que no cambia, de lo eterno. Así que ni el tiempo es una cosa que cambia, ni la eternidad es una cosa que no cambia, que permanece estática; sino que el tiempo y la eternidad son simultáneamente de la distensión del alma. Nuestra voluntad de afirmación, de permanencia, de que lo fútil y efímero no lo sean definitivamente, no es un hecho sólo empírico, que cualquiera puede constatar, sino que es una estructura ontológica que viene dada por la distensión del alma, tenga o no conciencia de ello el “sujeto”. La simultaneidad con la que afirmamos en la vida lo efímero y lo permanente, lo permanente en lo efímero, lo efímero como lo permanente, etc., es otra manera de hablar sobre la simultaneidad de tiempo y eternidad en el alma.
Ahora bien, como el alma debe decirse no sólo del principio racional del sujeto individual –ese que justificadamente, frente a cierta tradición escolástica, la modernidad rescató de la nebulosa de la especie y del género, y puso en el centro del mundo–, sino también y sobre todo del Nosotros, del que el Yo es sólo un momento, no podemos entregarnos tan fácilmente a simplificaciones egocéntricas y subjetivistas ni del tiempo ni de la eternidad, que terminan encorsetando en representaciones conceptuales, por más abstractas, correctas, verdaderas, físico-matemáticas o teológico-religiosas que sean. El Nosotros es más que el Yo, no sólo por su obviedad cuantitativa, sino sobre todo cualitativamente porque está constituido por una altura que le da mayor horizonte. En la textura del Nosotros y desde el Nosotros se divisan con claridad los empalmes en el presente de las generaciones: de las que venimos y hacia las que vamos, es decir, de las que somos el paso. En el Nosotros quedan recogidos todos los seres humanos que van llegando a este mundo, tanto como los que van saliendo; los que llegarán después de los recién llegados y los que precedieron a quienes acaban de retirarse: porque la llegada de los venidos a este mundo y la partida de los que se van sigue siendo asunto primordialmente de las generaciones maduras que cada vez permanecen como tales. Ni el nacimiento ni la muerte del yo son asunto suyo: ambas son de los demás, ambas son de nosotros. Nadie nace para sí mismo ni muere para sí mismo, sino que ambas acciones nos vienen primordialmente por los demás, de los demás: ningún ser humano nace siendo un yo, sino que nace siendo de los demás y eventualmente llegará a ser un yo; y nadie muere tampoco siendo un yo, pues la muerte es ese curso de retorno al seno del Nosotros que consiste en paulatinamente irnos encargando a los demás, regresando al Nosotros el yo que nos fue prestado. Ni los recién nacidos se ocupan de ellos mismos, sino que lo hacen los demás, los que deben y pueden; ni los moribundos, ya desde los pasos que nos llevan a la muerte, se ocupan de ellos, sino que lo hacen los otros, lo hacemos Nosotros.
Desde el principio de esta meditación hemos hablado deliberadamente en plural, no por un mero recurso estilístico sino por la exigencia de las cosas mismas, pues dado que el alma distendida en la simultaneidad tiempo-eternidad es del Nosotros, no debiera haber ningún sobresalto al escuchar que no somos Nosotros, ni mucho menos el yo, quienes habitamos la eternidad, sino que es ella la que nos habita, y lo hace con la misma densidad ontológica que lo hace lo tempóreo.
Han cambiado los contenidos respecto de otras épocas, las épocas mismas se han contraído bajo la presión de lo que deviene, las pisadas y las huellas son otras cada vez, y con ellas la figura se matiza, se transfigura; pero la figura de la simultaneidad se conserva, no más allá de esos contenidos, sino en ellos. El hombre de hoy vive la simultaneidad de lo eterno y lo tempóreo igual que la vivió cualquier hombre del pasado, y como la vivirá cualquiera en el futuro. Es una mera ilusión la separación y la independencia de lo que es tempóreo respecto de lo que es eterno. ¿Cuál es la figura que cobra en nuestros días la simultaneidad de tiempo y eternidad? –preguntamos de nuevo. Lo que le marca los límites a una época histórica no es la contabilidad cronológica de los años y de los siglos, ni tampoco las ideologías religiosas, políticas o filosóficas, que se suceden con la misma inexorabilidad que los años.
Lo que marca el final de una época y el inicio de otra es la inadvertida mudanza de la semántica que va penetrando discreta y sutilmente el estado del mundo hasta cambiar de dirección la comprensión común sobre la simultaneidad de tiempo y eternidad. Esta pasa de un estado de obviedad determinado en una época a otro estado igual, pero ya en otra época, en otra manera de abarcar lo efímero-permanente: hay un empalme tal que en el mismo movimiento en el que está dibujándose el paréntesis que cierra la larga oración gramatical que describe y define una época, soportada por una determinada comprensión de la simultaneidad, está trazándose el paréntesis que abre el inicio de otra gramática que resguardará el tesoro de la simultaneidad tiempo-eternidad, colocándola en el ámbito al mismo tiempo cercano y lejano de lo que se presupone, por lo tanto en el horizonte de la obviedad. Sólo a posteriori sabemos que unas fechas fueron de transición, que unas generaciones sufrieron el agotamiento de un mundo viejo y el lento fraguar de otro porque el sentido del tiempo y la eternidad se fueron configurando en una dirección distinta a la seguida hasta entonces.
Cuando el orden establecido cambia, sobre todo si lo hace vertiginosamente, en ese cambio devorador es más lo que se conserva que lo que se pierde y se anula. Todo fluye, es finito, contingente, frágil, perecedero; y esta situación que parece dejarnos abandonados al relativismo tiene la voluntad afirmativa de que todo es así: todo permanece eternamente fluyendo. En nuestras acciones queda traslapado lo que queremos que cambie con lo que queremos que permanezca igual para siempre, en ellas lo nuevo tiene este carácter de nuevo porque como tal se levanta frente a lo viejo en el que encuentra la posibilidad para presentarse precisamente como nuevo. La acción y la obra nueva, por más novedosas que sean, tienen su origen en algo que ya estaba, en algo que ya existía, en algo que se convierte en su condición de posibilidad.
La edad del tiempo y la edad de la eternidad
Nos acontecen dos edades: la edad del tiempo y la edad de la eternidad. Nos suceden al mismo tiempo, simultáneamente. No hacemos más que acciones que se agotan en cosas más o menos efímeras, pasajeras, frágiles, volátiles, es decir, en cosas que son igual que nosotros. Pero las acciones quedan hechas para siempre, se prolongan como tiempo, éste es su vehículo, y por eso son cada vez nuestro nuevo punto de partida para las acciones que han de venir; éstas encuentran en aquellas sus posibilidades. Actuamos y hacemos cosas para siempre; con la confianza de que nuestras acciones y las cosas que ellas producen permanecerán y permaneceremos. Nadie hace cosas para que se hundan en el agujero negro de lo que nunca fue hecho. Acumulamos años, nos vamos haciendo viejos, tenemos la experiencia innegable del transcurrir, de la mudanza de todas las cosas, de nosotros y del mundo; pero la experiencia que se ha esforzado en la madurez no deja lugar para la nostalgia por otras épocas de un falso extranjero de este mundo, y asume que el transcurrir es cualitativamente el mismo, y que la experiencia de esta mismidad es intercambiable con la experiencia de aquel transcurrir. Pero no se equivoca ni se nivela con salidas fáciles lo que no se puede en una ecuación reducir a cero.
Porque el transcurrir sigue siendo transcurrir; pero habitado de eternidad. Se puede seguir tranquilamente haciendo lo ordinario porque es el único campo donde comparece lo que pertenece a toda época. La experiencia fundamental de los seres humanos no es la experiencia de lo eterno, la experiencia de lo que es verdaderamente, de lo que permanece inmutable al paso del tiempo; ni tampoco es la de lo meramente temporal, de lo efímero. Polarizar las posturas y conducir al absoluto una o la otra empobrece la experiencia fundamental, la desfigura, en el sentido etimológico de la palabra. Y lo que es más grave aún: no dice lo que de hecho nos pasa a todos los seres humanos en el sentido de que la experiencia fundamental es la simultaneidad. Ella sí es la figura completa de la experiencia, por más que haya momentos de la historia en que parte de esa figura se oculta detrás de la parte que se exhibe.
Estamos a priori bajo el insuperable hecho de que venimos de unas acciones que rebasan con mucho los márgenes de nuestra acción individual porque somos el eslabón de una cadena que viene de muy lejos, que de ninguna manera empezó con nosotros y con nuestro tiempo, y que tampoco encontrará en nosotros y nuestras circunstancias la última parada que cancele la cadena en un círculo que vuelva eternamente sobre sí mismo. Si bien todo empezó y habrá de terminar, nada indica que estemos a las puertas de la clausura y que seamos nosotros la última parada. Al contrario, todo indica que las cosas marcharán como hasta ahora. Y aún a la fatalidad de la clausura nos entregamos con los brazos abiertos de la esperanza. No hay cadena sin eslabones y, aunque sean cosas diferentes, el ser de una es también el ser de los otros. Sobre nosotros cae todo el peso de la realidad histórica de la que venimos, aunque no conozcamos esa realidad explícitamente; y, a bote pronto, esa misma realidad se deshace de nosotros en el inexorable paso que lleva hacia lo que está por abrirse. El corazón de este a priori es la paradoja de que estamos de paso para siempre, de que nuestro tiempo es para la eternidad; de que la frágil huella de nuestros pies ha quedado fundida en la dureza de la frágil huella de todos los pies que han pisado con nosotros y antes de nosotros. No hay grandes héroes que hagan actos que partan la historia en dos, y dejen ya para siempre consagrado ese punto de ruptura como punto de eternidad, separado y distinto al transcurrir ordinario del tiempo. Estas consagraciones son siempre a posteriori, y ellas mismas se descubren transidas de ansia por darle a la caducidad de su propio tiempo algo de altura y orden, colgándose de alguna inmolación del pasado. Incapaces de reconciliarse con su propio transcurrir, con el carácter fluente de la realidad, renuncian a la eternidad de su tiempo y la encargan a otra época que las ideologías político-religiosas han consagrado como las formas canónicamente correctas, entiéndase degradantes, de la eternidad.
¿Cuál época se ha reconciliado con sus dos edades, con su dimensión tempórea y con su dimensión eterna? ¿cuál ha hecho de la paradoja y la contradicción compañeras para, al mismo tiempo, tanto echarse a dormir plácidamente en los brazos de la noche como quien duerme con su amante más dulce, como para levantarse a luchar como un recién resucitado desde que el sol brilla en el oriente hasta que muere, como si la noche no fuera ya a regresar? Nos habitan el tiempo y la eternidad, ellos son los que han tenido la iniciativa de poner su morada entre nosotros; nuestro final los hace temblar porque es también su final, aunque nuestra estatura media no se corresponda con la monumentalidad de su grandeza, en virtud de lo cual tenemos de inicio privado el acceso a una perspectiva de conjunto. Por eso vemos sólo partes y hacemos del tiempo trozos de presente, pasado y futuro y, cuando más, los modos interiores como discurre el alma de cada cual; o pasamos a la eternidad para un lugar que está más allá de esta vida, un lugar en el cual no hemos estado nunca, ni sabemos de alguien que lo haya hecho.
Trozar el transcurrir y expulsar la eternidad de este mundo se ha vuelto un recurso al uso, con sonadas excepciones, por más de veinticuatro siglos, recurso que se vuelve un obstáculo difícil de salvar para buscar y alcanzar la estatura que recorra la línea de lo que alcanzan a mirar nuestros ojos como algo obvio, para dejarnos traspasar por las dos caras de nuestra edad, por su bifrontismo: su temporeidad y su eternidad. Unas épocas más que otras, unas culturas y unas tradiciones más que otras, han alcanzado esta estatura. Pero no, definitivamente no lo ha hecho el grueso dominante del mundo occidental que hace del análisis, la división, la escisión, las dicotomías, las taxonomías, la deducción, la conclusión, la fórmula, el número, etc., sus cantos de victoria sobre el caos, es decir, sobre aquello que rebasa la media de nuestra estatura, tal como la simultaneidad del tiempo y la eternidad.
¡Claro que Occidente ha tenido presentes el tiempo y la eternidad! ¿O hay alguna cultura que tenga acumulados una cantidad igual o mayor de tratados sobre uno y otro directa o indirectamente? Pero tanto tratado pasó por alto, salvo casos ejemplares, el misterio y la evidencia de su simultaneidad. Y lo consignado en los tratados no tarda mucho en llegar a las plazas públicas para moldear el sentido común y moldear lo que se tiene por creencia natural, cobijando con prejuicios no pocas veces injustificados experiencias fundamentales, como esta de que el tiempo y la eternidad nos habitan simultáneamente.
Bibliografía
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- _______________, Ser y Tiempo, de Jorge Eduardo Rivera, Trotta, Madrid, 2003.
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- San Agustín, Las Confesiones, de Ángel Custodio Vega, BAC, Madrid, 1998.
- Zubiri, Xavier, Tiempo. Materia, FXZ-Alianza, Madrid, 1996.
- ___________, El problema teologal del hombre: Dios, Religión, Cristianismo, FXZ-Alianza, Madrid, 2015.
Notas
[1] Dice H. Arendt que la labor, el trabajo y la acción son tres actividades fundamentales “porque cada una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las cuales se ha dado al hombre la vida en la tierra”. Arendt, H., La condición humana, Paidós, Barcelona, 2003, p. 21.
[2] Cfr. Kant, Crítica de la Razón Pura, Alfaguara, México, 2002, pp. 74ss.
[3] Cfr. Heidegger, Ser y Tiempo, Trotta, Madrid, 2003, pp. 341ss.
[4] Cfr. Platón, República 514ª ss.
[5] Cfr. X. Zubiri, Espacio. Tiempo. Materia, FXZ-Alianza, Madrid, 1996, pp. 209ss.
[6] Cfr. P. Ricoeur, Sí mismo como otro, Siglo XXI, México, 2013, 173ss.
[7] Cfr. M. Heidegger, “La época de la imagen del mundo”, en Caminos de Bosque, Alianza, Madrid, 2000, pp. 63ss.
[8] Cfr. X. Zubiri, El problema teologal del hombre: Dios, Religión, Cristianismo, FXZ-Alianza, Madrid, 2015, 37ss.
[9] Cfr. Aristóteles, Física 219b ss.
[10] Cfr. San Agustín, Las Confesiones, XI, 14, 17.
[11] Sobre la estela de la reflexión sobre el tiempo de San Agustín se van a inscribir las reflexiones de Bergson (Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia), de Husserl (Fenomenología de la conciencia interna del tiempo), de Heidegger, de Zubiri (Espacio. Tiempo. Materia) y de Ricoeur (Tiempo y Narración).