González Cabañas, Francisco Tomás, La democracia africanizada, Ediciones Camelot América, México, 2018.
Vanos son los intentos de pretender algo a cambio de anoticiar a los que administran poder, que la traducibilidad instituida, que el cumplimiento del pacto social instaurado, se cumplimenta a expensas de que mayor cantidad de personas, ven subsumida su posibilidad de ser tales, que se las reduzca en archipiélagos de excepción, en donde se decostruyen en escombros, cuando no en escorias, en el mejor de los casos, tomadas como contraejemplo de gigantes mediáticos que lavan sus culpas con notas de color, haciendo el foco en el padecimiento de alguno, o como especímenes sujetos a investigaciones académicas, soporíferas, destinadas al sueño inconcluso de alguna rata de biblioteca. Utilizar el continente Africano, como significante de una realidad pauperizada, puede ser incomodo, como provocador, sin embargo la única intención que nos moviliza a vincular ambos conceptos, es la nítida, clara y contundente, combinación entre una institucionalidad occidental que funciona en términos puros, ascéticos, normativamente inobjetables y que a contrario sensu, demuestra su cabal incumplimiento, cuando pasa al campo de la acción, cuando la traducción se desmorona en la fatalidad comprobable de la mayoría de los países africanos que se dicen, declaran y manifiestan como democráticos, y que de tal solo poseen la pretensión semántica de la autodefinición.
Desde hace un tiempo a esta parte, África dejo de ser un continente a observar, y sólo se ha convertido en el patio trasero de las aspiraciones truncas de la humanidad. A nivel internacional, los organismos que regulan las reuniones altisonantes, de esa pretensión Kantiana de un gobierno mundial, es cómo si hubiesen instituido una regla no escrita, (son las normativas más complejas a las que acuden los regímenes absolutistas dado que de esta manera sólo los que las instituyen las conocen y por ende el poder de controlar y penalizar le es también absoluto y discrecional) para determinar que de África sólo se pueda hacer mención de sus exotismos diletantes, de sus exageraciones risibles, de niños que mueren comidos por mamíferos acuáticos al caer de embarcaciones que no son tales para ingresar a Europa, o de asaltos precarios a embarcaciones lujosas que recodan sus ostentaciones por la pobreza costera que no pueden evitar. África se ha convertido en esa costa, pero en donde derrapó la pretensión democrática de reinar impoluta e indemne de sus encantamientos, promesas fictas, engañosas y falsas que sostiene para garantizar la vida privilegiada de quiénes la han instituido y son sus más celosos custodios. Han dejado en tal continente un ejército de pretorianos que están a cargo de la administración del poder, como de sus usinas académicas (en defensa de Hegel, a pesar de Hegel, por ejemplo) que en supuestos términos democráticos, trabajan para la democratización de un lugar en donde la función que tienen es que los niños sigan extrayendo el cacao, en condiciones de esclavos, para costear las ganancias de las chocolateras europeas que las venden a precio de manjar. Todos los recursos naturales extraíbles, pasaron a ser, dependientes, como décadas atrás lo eran de los diferentes estados colonizadores, de socios locales instalados en el poder que comercian, o trafican, con los representantes del poder real, y que para ello, es decir para no recibir las reprimendas ni de la prensa ni de los organismos internacionales, se envisten, se travisten, se engalanan de atuendos democráticos, que no deberían ser creíbles ni sostenibles para quienes tengan meses de escolarizados, sí es que la escolaridad fomentara o pretendiera la razonabilidad de sus escolares.
Hasta aquí una realidad nada fuera de lo habitual para los que no se contentan con relatos de superhéroes, series de ficción que alientan a la reflexión de todo aquello que no nos ocurre o que se divierten al observar a veintidós millonarios que corren detrás de una pelota (A decir de Borges). Lo paradójico, el leitmotiv del presente artículo es que, esta pretensión de engaño contumaz, se ha vuelto tras sus creadores, tal como si fuese un boomerang, retorna, risueñamente en un paso de comedia, en lo que se denomina como crisis de legitimidad, como afectación democrática en Occidente, o lo que nosotros denominados, al observar este fenómeno como la Africanización democrática.
Cualquier país, incluso sus declaradas capitales simbólicas, centrales o neurálgicas para el sistema instituido, posee una masa crítica, que representa casi un quinto de la población promedio que vota a políticos que se declaran xenófobos o neonazis, escudándose en pseudo-propuetas, en donde siempre, el otro diferente, estigmatizado, es el responsable de los males que le aquejan a la población conceptualizada como decente o pasible de ser gobernada por estos señores provenientes de un olimpo atestado de seres superiores. Esta situación que bien podría ser una muestra más, del craso fracaso, rotundo, de esa educación disciplinaria, tendría que blanquease, bien vale el término, y en clave Maltusiana proponer, que demográficamente el mundo no es posible en sus actuales dimensiones y proporciones. Sí este fuese el problema, es decir casi estadístico, o matemático en verdad, se debería proponer tal como ocurre en culturales ancestrales, que el hombre a una determinada edad, concluya voluntariamente su estadía en la tierra, pero no en los actuales términos en donde en todo un continente la expectativa de vida no llega a los 50 años y en otros roza los 100 (básicamente porque en el medio se origina el sufrimiento y el padecimiento que es mucho más lacerante y cruel que la muerte en sí misma, que sólo es eso) sin embargo esto no tendría consenso entre los estamentos internacionales y los dueños del entretenimiento hecho noticia. Es muy difícil, o cruel vender la realidad contundente de nuestra limitación. Somos Kantianos en cuanto a lo general para imponer un imperativo categórico (la trampa están en que los que imponen no cumplen o pueden transgredir) pero no para aceptar la incomprensión del noúmeno o que algún día la vida nos dice basta para siempre.
Esta es la razón del porque el sistema democrático, es tal como la religión, una cuestión de fe. Un dogma, mero y huero, que cada vez, generará mayores índices Africanos, entendido este significante como el breviario de números raquíticos en cuanto a igualdad de oportunidades, de cumplimiento de expectativas y de la garantía del goce de la posibilidad de libertad.
Es notorio como el supuesto avance en términos democráticos de dictaduras africanas travestidas, (porcentajes en los parlamentos de participación femenina, referéndums que dan participación a la población en temas de estado) se corresponde con la Africanización de las democracias occidentales más tradicionalmente instituidas (líderes que se presentan a reelecciones que van por las dos décadas, autoritarismos electorales, políticas públicas que en vez de integrar, proponen el desintegrar el excluir, el desgranar) que tienen como objeto la de pauperización de lo que no estaba depauperado.
Hablar de cualquier gobierno estadual, provincial o incluso municipal del sitio que se escoja en Occidente, es narrar las desventuras de facciones Africanizadas instituidas en el poder, que sojuzgan a las mayorías, bajo excusas democráticas. Lo único que varía es el color, el olor, la historia y la prensa de sus protagonistas. En esto no hemos cambiado, seguimos siendo tan manipulables como antaño. A un dictador negro que se precie de democrático no le creemos, lo tratamos con indiferencia o en el mejor de los casos nos produce risa. Sí el hombre es blanco, sin embargo, no creemos que sea dictador, trabajamos para él o en el mejor de los casos nos da tanto pavor que ni lo pensamos. La humanidad vuelve a reducirse a criterios estéticos, manejados políticamente, claro está, como siempre, como nunca.
González Cabañas, encuentra más luego del desgarrador diagnóstico, una paráfrasis conceptual, un punto de fuga con lo africano, que puede sintetizarse a partir de lo siguiente:
El principio Ubuntu y la resignificación democrática.
Así como no elegimos ni el cuerpo, ni el lugar, ni el tiempo en el que somos arrojados a la existencia, o nacemos, tampoco elegimos, cuando creemos hacerlo o cuando nos dicen que lo hacemos. La cuestión con la elección, como si fuese un tema sencillo en sí mismo, no es tanto eso mismo que creemos elegir, o que nos dicen que elegimos, sino todo lo otro que dejamos de hacer o que no hicimos al estar dedicando tiempo y esfuerzo a la supuesta elección. El ejemplo es contundente. En vez de estar leyendo estas líneas, usted podría estar haciendo una inimaginable lista de cosas que deja de hacer al creer que toma una decisión determinada en un momento dado.
La respuesta automática, estertórea como venal, puede ser el simplismo de creer que por tanto no deberíamos hacer nada. No está muy lejos de lo que proponían los cínicos y sus derivados actuales que podrían englobarse en los que propalan el adagio del “lo que sucede, conviene”. Sin embargo, el proceder, aquí propuesto, invita a un abordaje desde otra perspectiva. La pretensión a la posibilidad de elegir, es de alguna manera, irrenunciable. Independientemente de que podamos o no conseguir tal cometido, el de creer que podemos finalmente elegir, lo radicalmente imprescindible es que nos movamos hacia ello, es decir que nos conduzcamos hacia un sentido, sin hesitar. La cuestión pasa entonces, en definir, en qué momento nos conduciremos a tal lugar en busca de atrapar la posibilidad de elección, que es ni más ni menos que la traducción final a nuestra razón última de ser humano; vivir la experiencia plena de la libertad.
El entramado simbólico de este montaje escenográfico en donde creemos que elegimos, es precisamente en nuestra institucionalidad política, que sí de algo carece es de capacidad de elección. Por esta razón y en virtud de alardear, de vituperar la ausencia, para ponerla en términos verbales o semánticos, es que nos decimos, nos convencemos de habernos dado una suerte de elección democrática, en donde elegiríamos no sólo a nuestros gobernantes, sino que además, elegiríamos que tendrán ellos que hacer una vez dentro del gobierno.
Como sabemos, creemos saber o cualquier dato de la realidad lo ungirá como irrefutable, ninguno de cada uno de nosotros, ha elegido, ni elegirá, ni podremos hacerlo, a nuestros gobernantes, mucho menos, que tendrían que llegar a hacer una vez, que ciertos de ellos, lleguen (por vías, razones y motivos distintos pero que no están asociados directa o excluyentemente con la elección que nos hacen creer como determinante) al dominio del poder, de la administración de la cosa pública, en donde, como expresábamos, no han resuelto, en caso alguno la gravosa desigualdad, injusticia social y daño progresivo y posiblemente irremontable, del medio ambiente en el cuál deberíamos seguir viviendo bajo otras condiciones o en otro medio ambiente como para continuar con nuestra existencia.
A lo que vamos, es que por intermedio de esta interfaz, de este maquinación representativa, por esta cuestión de fe, en que hemos transformado el engaño para hacernos tolerable el vivir, vamos camino al acabose en todos sus términos, en su sentido lato. Ya no nos queda ni tiempo, ni posibilidad de que sigamos pensando en los términos en los que pensábamos, sin que abandonemos la perspectiva engañosa de seguir haciendo de cuenta que elegimos algo, cuando en verdad no lo podemos hacer. Reconocer el límite de lo político, es lo único que nos posibilitara que sigamos teniendo política, como dimensión o conceptualización de lo humano.
A esto llamamos “La africanización democrática”. En un primer momento o estadio, pues, como veremos no debemos salir de tal Africanización, sino simple y complejamente, resignificarla. El continente en donde más grotescamente (para un observador, para un habitante de allí sería espeluznantemente) la configuración de la farsa de la elección se constituye en un ardid, de mal ropaje, de calidad baja y en grado de miserabilidad, es en África. Sin embargo, todas las aldeas que aplican el manto ocultador de lo democrático, padecen de diferentes manifestaciones de este africanismo irredento. País, provincia, municipio, ciudad, alcaldía, pueblo u organización que se precie de elegir a sus gobernantes, mediante elecciones, no deja de haber constituido una casta, en donde o se eternizan en el poder, o lo comparten con familiares, amigos y facciones ad hoc, con formalismos, más o formalismos menos, una vez en el gobierno o en el poder, tampoco eligen nada, simplemente ejecutan ordenes, aprietan botones de un sistema que va en piloto automático. Si quiera en los tiempos de campaña, de lo electoral, en el ritual en que han transformado las elecciones, eligen, ni sus discursos, ni sus ropas, ni sus gestos, ni sus acciones. Todo está definido de ante mano, para que en forma salvífica, ante tanta imposibilidad de elegir algo, se cree la farsa de lo electoral, en donde personas que no tienen la posibilidad de hacer sinapsis neuronal, son perversamente dispuestas a que elijan lo que en verdad no eligen ni elegirán.
Poner en blanco sobre negro, de allí la necesidad de expresarlo en su acepción negativa que damos (en verdad que nos es dada desde la occidentalidad) a la caracterización de la Africanidad pero a la que, desde la deconstrucción o decolonialidad que pretendemos hacer, volvemos con la idea, de Africanizarnos en un sentido auténtico, real o digno, para que podamos seguir teniendo no ya democracia, política, o mundo, sino humanidad.
Todo lo que se observa, en su cruel nitidez, acerca de lo erróneo que resulta el que nos sigamos conduciendo bajo la lógica del autoengaño de no reconocer que ciertas cosas no elegimos, se pueden apreciar en África con mayor claridad, pese a que en todas las aldeas tengamos síntomas que nos hablan de la misma problemática.
Para volver, para re africanizarnos, o re humanizarnos, debemos partir de la base de un principio africano, Ubuntu de la lengua Xhosa que dice: “Yo soy porque nosotros somos”. El tener la noción, clara, concisa y contundente de nuestra existencia, a partir de una noción de cuerpo, colectiva, es lo que nos permitirá comprender de la necesidad de que lo indescifrable del destino, del azar, de la fortuna, tiene que ser el eje rector para que de tanto en tanto, tengamos representaciones concretas y reales que conduzcan nuestros destinos políticos, a sabiendas que mediante la vara impredecible del azar, cualquiera que forme parte de la comunidad, tendrá que estar preparado, formado, y dispuesto para gobernar, con la contundencia en su mente, en su corazón y en el espíritu que es en cuanto existe un nosotros que nos hace posible/s.[1]
Notas
[1] La séptima obra “La democracia africanizada” (El macabro fundamento, El hijo del pecado, El Voto Compensatorio, La democracia incierta, El acabose democrático e Interdicciones filosóficas, políticas y psicoanalíticas) del autor oriundo de Corrientes, Francisco Tomás González Cabañas, fue editado por el sello Español “Camelot”. Agosto de 2018.