Resumen
La filosofía del Idealismo alemán ocupa un lugar fundamental en el desarrollo del pensamiento filosófico. Muchas de sus ideas, a la vez que fueron reacción al pensamiento kantiano, sentaron las bases para la discusión filosófica del siglo XX, pues intentaron llevar al pensamiento hasta el encuentro con lo que asumieron como el fundamento absoluto de lo real. Frente a estas aspiraciones, Schelling en cierto sentido, Schopenhauer y Nietzsche cuestionaron las pretensiones de la razón y abrieron el paso hacia la consideración de un ámbito que se resiste al concepto: la presencia de la Voluntad. Considerando la tensión entre estos pensadores, el objetivo del presente artículo es brindar una aproximación general al modo en el que se desarrolló el Idealismo, así como una mínima exploración al surgimiento de las filosofías de la Voluntad de Schelling, Schopenhauer y Nietzsche, como opuestas a aquél. Asumiremos el supuesto de que las filosofías de estos tres autores fueron, en gran medida, la primera reacción contra el Idealismo, en general, y el pensamiento de Hegel, en particular.
Palabras clave: Filosofía trascendental, filosofía de la naturaleza, absoluto, libertad, cuerpo.
Abstract
The philosophy of German Idealism occupies a fundamental place in the development of philosophical thought. Many of its ideas, while they were reaction to Kantian thought, laid the foundations for the philosophical discussion of the twentieth century, as they tried to bring the thought to the encounter with what they assumed as the absolute foundation of the real. Faced with these aspirations, Schelling in a certain sense, Schopenhauer, and Nietzsche questioned the pretensions of reason and opened the way to the consideration of a field that resists the concept: the presence of the Will. Considering the tension between these thinkers, the aim of this article is to provide a general approach to the way in which Idealism was developed, as well as a minimal exploration of the emergence of the philosophies of the Will of Schelling, Schopenhauer and Nietzsche, as opponents to Idealism. We will assume the assumption that the philosophies of these three authors were, to a large extent, the first reaction against Idealism, in general; and Hegel’s thought.
Key words: Transcendental philosophy, philosophy of nature, absolute, freedom, body.
Introducción: Hegel como entelequia de la filosofía
Casi en todos los libros de historia de la filosofía se suele señalar que la época Moderna llega a su fin con el pensamiento desarrollado por los idealistas alemanes y con Georg Wilhelm Friedrich Hegel, especificamente. Por poner un ejemplo —que resulta muy relevante en el desarrollo filosófico en México—, José Gaos admite que el periodo de la “filosofía contemporánea” debe partir de Hegel: “Decididamente, por ser Hegel considerado universalmente, puede decirse, como el último gran clásico de la filosofía.”[1] Aunado a ello, el filósofo transterrado remata su parecer enfatizando que “[…] la filosofía de Hegel es la entelequia de la filosofía, a partir de la cual no era posible, no ya seguir filosofando por la misma vía, sino seguir filosofando, pura y simplemente, de suerte o mala suerte, que, a partir de ella, la filosofía no habría consistido, de hecho, de hecho histórico, más que en esfuerzos por reaccionar contra tal entelequia”.[2]
La afirmación de Gaos es expresión de una opinión compartida por casi todos los historiadores de la filosofía. El parecer de Bertrand Russell, por ejemplo, es coincidente con el de Gaos, pues aquél indica en su Historia de la filosofía occidental que Hegel “[…] fue la culminación del movimiento en la filosofía alemana que se inició con Kant”.[3] El parecer de muchos estudiosos, en efecto, admite que Hegel representa la culminación de un modo de ejercer la filosofía que tiene su origen, por lo menos, en Platón. Dicho ejercicio del quehacer filosófico puede ser mínimamente caracterizado como el desarrollo sistemático del pensamiento que, mediante el rigor conceptual que va concatenando los conceptos en una unidad coherente y congruente con el devenir mismo de lo que hay, brinda una exposición teórica de la realidad. Acaso por ello pueda decirse que la filosofía de Hegel es —valga el juego de palabras— el retrato hablado y conceptualizado del acontecer mismo de lo real.
Innegablemente, Hegel es un hito en la historia de la filosofía. Y ello es así, no sólo por las convenciones académicas que postulan los cánones donde figuran los autores que se consideran sobresalientes a lo largo de la tradición del pensamiento, sino porque su obra despunta como la máxima apoteosis del pensar: es el afán por mostrar el movimiento propio del pensamiento que, en la reflexión —en el volcarse hacia sí—, conlleva la objetividad de todo lo que hay. Esto quiere decir que la filosofía de Hegel es el portento teórico que da expresión al movimiento del pensamiento que versa sobre las cosas que, a su vez, entrañan un dinamismo constante. Pero, además, el devenir de las cosas o del conjunto entitativo que puebla lo real es motivado por un orden ideal, el cual es comprendido por el pensar y logra ser expresado, simbólicamente, a través de los conceptos y del lenguaje. Pudiera parecer, en este planteamiento, que acontece la convergencia de “dos devenires”, el de los objetos que se hallan en torno al ser humano (y el ser humano mismo, en tanto objeto entre objetos) y el del pensamiento que versa sobre aquéllos. Sin embargo, la gran audacia de Hegel ha sido la de mostrar que eso que pareciera ser dos movimientos acotados a sus respectivos ámbitos —el uno al de los objetos, el otro al del pensamiento— en realidad son expresión de uno y el mismo proceso: el desarrollo dialéctico de la Idea, reconocido por el acto conceptual del pensamiento. En dicha actividad, subjetividad y objetividad coinciden, llegan a identificarse, incluso. Con ello, todo cuanto hay lleva consigo el signo de lo ideal y, por tanto, de lo racional. Nada escapa a la razón o, como dice Hegel en su Filosofía del derecho, “[…] todo lo real es racional y todo lo racional es real.”[4]
Ante un planteamiento teórico que abraza la totalidad, ciertamente no puede sino sobrevenir el asombro de contemplar, en un sistema filosófico, la comprensión entera de la realidad. Hegel aspiró a ello. Por tal arrojo, el filósofo suabo merece ser comprendido como el punto culminante del oficio del pensar que se abisma en pos de la realidad. Este ímpetu, no obstante, tuvo unos antecedentes directos y, por supuesto, unas consecuencias. Los primeros, como ya indicaba la cita de Russell, pueden rastrearse hasta Kant. Los segundos, comienzan con los pensamientos de Schopenhauer y Nietzsche. En lo que sigue veremos ambos momentos con un poco más de detalle.
La fragua del Idealismo absoluto
Si Hegel es la máxima expresión del ejercicio filosófico sistemático, al punto de ser considerado la realización de éste, entonces no sería descabellado enfatizar que el suabo despunta como el punto más alto del movimiento filosófico del Idealismo alemán. El inicio de este movimiento arranca, sin lugar a duda, en la magna obra filosófica de Kant. Tras la aparición de las tres Críticas, el pensamiento alemán entró en un proceso de revisión sobre los postulados del maestro de Königsberg. Lo que, acaso, resultó más urgente de pensar para los filósofos post-kantianos fue el problema de la relación entre la razón y la cosa en sí, así como el problema de la libertad. Grandes pensadores, como Reinhold o Herder, plantearon diversas críticas y comentarios al pensamiento kantiano, pero destacan por su importancia e influencia los aportes de Fichte, Schelling y, por supuesto, Hegel.
Johann Gottlieb Fichte fue el primer gran pensador que intentó llevar a la filosofía kantiana, más allá de sus límites. Esto puede verse en el hecho de que Fichte se dio a conocer mediante la publicación del Ensayo de una crítica de toda revelación. Dicha obra fue publicada en un primer momento de manera anónima, pero por el tratamiento del tema, el cual consistió en el análisis de la relación que tiene la subjetividad trascendental con Dios, parecía tratarse de una especie de cuarta crítica elaborada por Kant. Fue éste quien desmintió tal atribución, pero admitió que él mismo alentó a Fichte para que publicase dicha obra.
En el Ensayo, Fichte buscaba explicar el fenómeno de la revelación religiosa[5] que puede observarse en prácticamente todas las culturas. De acuerdo con el autor, si era posible explicar filosóficamente dicho fenómeno, ello implicaba que era menester hacerlo desde principios a priori que podrían ser análogos, si no los mismos, a los que hacen posible el ejercicio práctico de la razón. En este sentido, el Ensayo se apoya teóricamente en lo planteado por Kant en su Crítica de la razón práctica y, por tanto, coloca como centro a la actividad racional que hace posible que la propia razón se autodetermine. Dicha actividad muestra que la libertad se halla en el seno mismo de la racionalidad y, por tanto, los principios que permiten realizar las acciones emanan de la libertad ínsita en la subjetividad.[6] Fichte reconoce en Kant al autor que le permite postular que la libertad es un principio fundamental, en virtud de que hace posible el resto de los principios a priori de la razón.
Para Fichte es la racionalidad que constituye a la subjetividad, el lugar en el cual se encuentra la libertad. Ahora bien, las funciones que la razón realiza, esto es, la capacidad de determinar aquello otro que no es ella misma, no implica que tenga la capacidad de inventar el conjunto de entes con los que se enfrenta y a los que determina para convertirlos en objeto para ella. De manera que Fichte se replantea el problema de la relación que hay entre la subjetividad y la objetividad y, por ende, del vínculo que tiene la razón con el mundo y los estudios que sobre éste puede realizar aquélla. Para tratar de resolver este asunto, el filósofo elabora sus Principios Fundamentales de toda la Doctrina de la ciencia. En dicha obra, el autor sintetiza la estructura a priori de la razón en lo que, para él, es el auténtico principio al que se reduce la subjetividad: el Yo absoluto. Esta primera persona del singular no se refiere al individuo específico, sino a una estructura ulterior que siempre se encuentra en el fondo de toda representación.[7] En todo acto de presenciar algo, ya sea empírico o intelectual, en última instancia, es un yo quien atestigua lo que ocurre. Incluso, dicho yo tiene la posibilidad de ejercer un movimiento reflexivo y, por tanto, de mirarse a sí mismo como aquel que ve a los objetos distintos de sí. Esta potestad hace evidente que ese yo es incondicionado, pues es determinado sólo por sí mismo y desde sí mismo. En una palabra, se trata de un yo in-dependiente o, mejor dicho, absoluto. Si hay un Yo absoluto, es claro que también es libre precisamente porque nada ajeno a sí mismo lo constriñe ni lo determina y sólo en él radica la identidad (Yo = Yo). Como ya lo había sugerido Fichte en su Ensayo, la libertad habría de concebirse como el principio desde el cual el fundamento de la subjetividad quedara establecido. Por ello, para el discípulo de Kant, era patente que el principio de la subjetividad habría de mantenerse como algo totalmente libre, absoluto e independiente. Fichte logró reconocer que es el Yo absoluto y libre lo que siempre subyace en el fondo de toda comprensión: en todo pensar siempre queda insinuado el sujeto pensante. El filósofo declara:
“Se deduce que lo absolutamente puesto y fundado en sí mismo es el fundamento de una cierta acción del espíritu humano [la acción de emitir juicios] (la Doctrina de la Ciencia demostrará que es fundamento de toda acción del espíritu humano), o sea, es su puro carácter; el puro carácter de la actividad en sí: prescindiendo de sus características empíricas particulares.”[8]
Ahora bien, de acuerdo con Fichte, el Yo absoluto se coloca a sí mismo y también coloca, en tanto distinto de sí, al No-yo.[9] Esto último le permite al Yo reconocerse como tal, mediante el hecho de percatarse de que es distinto del No-yo. El Yo absoluto que se coloca a sí mismo y coloca al No-yo para afirmarse a sí mismo, ejerce la auto reflexión —es decir, el darse cuenta de sí mismo— a través del No-yo y, mediante dicho ejercicio, se reconoce a sí mismo en aquello que lo limita (el No-yo es límite del Yo, en tanto que se trata de aquello que no es él mismo). Al reconocerse el Yo por medio del No-yo, más aún, al encontrarse en el No-yo, ambos polos se identifican (Yo = No-yo). Así, salta a la vista nuevamente que sólo el Yo podría constituirse como el principio fundamental de la subjetividad, pues en éste radica la constante conformación de sí mismo y del mundo (el No-yo), aunado al hecho de ser lo radicalmente libre.[10] El propio Hegel comprende este sentido de la filosofía fichteana cuando afirma que: “El puro pensar de sí mismo, la identidad del sujeto y del objeto, en la forma yo = yo, es el principio del sistema de Fichte, y si únicamente nos atenemos de modo inmediato a este principio, como en la filosofía kantiana al principio trascendental que sirve de fundamento a la deducción de las categorías, tenemos, resueltamente expresado, el auténtico principio de la especulación.”[11]
Por su parte, Friedrich Wilhelm Joseph Schelling considera que el principio subjetivo no es suficiente para comprender la totalidad de lo que hay. El autor del Sistema del idealismo trascendental señala que el saber de lo real debe reconocer que la subjetividad se halla siempre en oposición de la objetividad, y que lograr entender los principios de la relación de ambos elementos, sería el objetivo de una ciencia fundamental. Precisamente en este punto es donde se distancia de su maestro Fichte, pues, según Schelling, el fundamento de la ciencia no puede albergarse únicamente en la subjetividad —por tanto, en el Yo— sino que ha de ser encontrado tanto en el plano objetivo (que para Schelling es la naturaleza en su conjunto) y el subjetivo (es decir, el ámbito del espíritu humano).[12] Así pues, el fundamento de toda ciencia ha de ser buscado por una ciencia de los principios y, además, debe reconocer que su explicación ha de dar razón de la subjetividad y la objetividad. Para Schelling, es la filosofía la que se encargará de tal investigación y ésta, a su vez, se dividirá en la ciencia de los principios de la objetividad (o filosofía natural) y la ciencia de los principios trascendentales de la subjetividad (filosofía trascendental).
Desde el principio de su Sistema del idealismo trascendental, Schelling indica que es menester reconocer que la naturaleza —i.e. la objetividad— tiene un aspecto material y otro formal. El primero es el que nos permite observar a la naturaleza en su concreción: figuras, texturas, entes singulares, etcétera. Pero, al hacer abstracción de ello, es factible reconocer las leyes por las cuales se rigen todas las singularidades de la naturaleza, con lo cual accedemos a la Idea que está de fondo, determinando todo el plano de lo objetivo.[13] Correlativamente, el plano de la subjetividad (que el autor reconoce como derivado de lo objetivo) cuenta con una estructura a priori que le permite comprender conceptualmente el plano ideal de la naturaleza, al punto de desarrollar el conocimiento científico. Pero, entre lo más destacable se encuentra el hecho de que la racionalidad humana, al provenir de la propia naturaleza, sería la máxima expresión del plano ideal que gobierna todo. Así, el reencuentro de la razón con la Idea sería la realización plena del saber y, por ende, la reconciliación de lo objetivo con lo subjetivo. Al respecto, afirma el alemán:
“La naturaleza alcanza por primera vez su meta más elevada, hacerse ella misma enteramente objeto, en la más alta y última reflexión, que no es otra cosa que el hombre o, en sentido más general, lo que llamamos razón, por la cual la naturaleza retorna por primera vez enteramente a sí misma y se hace manifiesto que ella es originariamente idéntica con lo que en nosotros es conocido como inteligente y consciente.”[14]
En este sentido, será Schelling quien establezca que la subjetividad no se limita a las fronteras del ser racional, sino que la naturaleza toda está determinada por la Idea y, en este sentido, el idealismo es mucho más que subjetividad trascendental. Dado que habría algo más que la subjetividad trascendental, o sea, la Idea que también regula a la propia naturaleza, para Schelling es claro que lo absoluto no es el Yo explicado por Fichte, sino aquello que unifica a lo natural y a la racionalidad humana. Schelling busca, con esto, mostrar que la libertad no se encuentra en el Yo, sino en algo superior a éste y a la naturaleza material. [15] Lo absoluto, en todo caso, es la Idea. Con este planteamiento, el idealismo puede comenzar a ser considerado como absoluto.
A pesar del portento teórico que ostentan las propuestas sistemáticas de Fichte y Schelling, Hegel se consolidó como el filósofo que rebasó ambos sistemas teóricos. Para el suabo, tanto Fichte como Schelling no alcanzan a llegar al plano de lo absoluto, en virtud de que aquello que asumen como lo fundamental, se agota en lo subjetivo o en lo objetivo. Hegel señala que el principio Yo=Yo establecido por Fichte, ciertamente responde al principio de la subjetividad. Pero, dicha identidad sólo atañe a la subjetividad y no alcanza a explicar el despliegue de la objetividad. Por su parte, Schelling parece trascender el planteamiento de su maestro, pero coloca la identidad en el plano de la objetividad, sin explicar, en rigor, cómo es que se unifica lo objetivo con lo subjetivo.
Si bien el pensamiento de Hegel es cercano al de Schelling, el de aquél se distancia de éste por el modo en que comprende la noción de reflexión. Para Schelling, el momento en que el pensamiento contempla la identidad de la Idea que rige a la naturaleza y a la subjetividad, lo que acontece es una intuición intelectual: un mirar sin mediación la identidad misma de la Idea consigo misma. Pero en este ver al principio absoluto, lo que se revela es que dicho principio siempre se hallará más allá de la subjetividad, por lo que la Idea quedará siempre fuera de la racionalidad. Hegel, por su parte, también considera que la Idea regula todo el orden de lo real, pero, a diferencia de su amigo, considera que la razón es capaz de reencontrarse a través del concepto con la Idea que estructura a la totalidad. El punto en el cual la razón comprende y reconoce el ámbito ideal de lo real, no se da sólo como una intuición, sino que acontece la reflexión. Esto quiere decir que la Idea se percata de su identidad a través de la alteridad de lo formado por ella misma, y lo comprende por la razón que articula los conceptos. Por tanto, la Idea se reconoce a sí misma como sujeto y objeto de todo lo real, es decir, como ontológicamente idéntica a sí y, a la vez, como distinta de sí. Pero este reconocimiento revela que la identidad y la diferencia coinciden en lo absoluto, por tanto, la realidad toda es, a la vez, una y múltiple; idéntica y diversa en sí misma. Admite el filósofo idealista:“Sólo en la oposición real puede ponerse lo absoluto bajo la forma del sujeto y del objeto, por esencia el sujeto puede pasar al objeto, o el objeto al sujeto: el sujeto puede devenir objetivo para sí mismo, puesto que es originariamente objetivo o puesto que el objeto mismo es sujeto-objeto, o el objeto puede devenir subjetivo, puesto que originariamente no es sino sujeto-objeto.”[16]
Así pues, de acuerdo con Hegel, la reflexión es lo que le permite a la Idea desdoblarse, ser otra respecto de sí y, por consiguiente, superar su condición de ser sólo idéntica. Lo reflexivo, en suma, es lo que le permite sostener a Hegel que toda la realidad — la cual es una y múltiple a la vez— es absolutamente racional y, por supuesto, activa (pues pensarse, es una actividad). El de Hegel, en suma, es el sistema que sintetiza en unidad los planos de lo natural y lo espiritual,[17] por ello, en su filosofía queda expuesta la totalidad de lo real en tanto racional y, recíprocamente, lo racional se asume como lo que puede representar, mediante conceptos, lo real. Con Hegel, la Idea es lo real absolutamente.[18]
Como podemos observar, los sistemas de pensamiento que se suceden desde Kant hasta Hegel se empeñan por encontrar aquello que es radicalmente incondicionado, libre y absoluto. Y, dado que Hegel es quien afirma rotundamente que la realidad es la Idea, con su magna obra se consuma el Idealismo absoluto. Incluso la opinión acerca de que, entre los idealistas alemanes, Hegel fue el más destacado filósofo surgió casi inmediatamente después de haberse conocido su sistema. Un testimonio de esto lo ofrece Heinrich Heine, quien elaboró una obra titulada Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania en la que ofreció un panorama histórico de la consolidación del robusto pensamiento alemán desde los tiempos de Lutero, hasta el autor de La fenomenología del espíritu. Heine considera que Hegel representa la máxima expresión del Idealismo alemán en los siguientes términos:“Creo que con el intento de contemplar intelectualmente al Absoluto termina la carrera del señor Schelling. Aparece entonces un pensador más grande que desarrolla la filosofía de la naturaleza hasta convertirla en un sistema completo, explica con esta síntesis el mundo entero de los fenómenos, complementa las grandes ideas de sus predecesores con ideas aún más grandes, las lleva adelante vertebrando todas las disciplinas, y las fundamenta así científicamente. Es este pensador un discípulo del señor Schelling, pero un discípulo que en el reino de la filosofía se va apoderando poco a poco de todo el poder de su maestro, crece ambiciosamente por encima de éste y acaba por relegarlo a la oscuridad. Se trata del gran Hegel, el mayor filósofo que ha engendrado Alemania desde Leibniz. No hay duda de que supera a Kant y a Fichte. Es agudo como aquél y fuerte como éste, y tiene además al mismo tiempo una constitutiva paz en el alma, una armonía de pensamientos que no se encuentran ni en Kant ni en Fichte, en los cuales domina más el espíritu propiamente revolucionario.”[19]
Las líneas que ofrece Heine son el testimonio del tremendo impacto que suscitó la filosofía hegeliana. Fue un acontecimiento profundo, difícil de asir y, por lo mismo, lento para ser asimilado. Lo cual, no obstante, no impidió el surgimiento de voces disonantes que pusieron en crisis el pensamiento hegeliano e, incluso, a la racionalidad moderna que encontraba en la obra de Hegel su máxima realización. Esos pensadores abrieron otra senda del pensar, dando lugar las consideraciones sobre un ámbito que con el paso de los años seguiría siendo explorado: la voluntad.
La irrupción de la Voluntad frente al Idealismo
A partir de 1811, Schelling emprendió la redacción de un proyecto que, desafortunadamente, fue fallido, pues no alcanzó a concluirse y fue publicado póstumamente. Dicha obra inclusa es la que lleva por título Las edades del mundo. En esta obra, el filósofo pretendió realizar la exposición del propio devenir del absoluto, en la forma de un relato. De acuerdo con lo escrito en dicha obra, el absoluto contiene una historia de sí mismo que puede ser comprendida en el presente, debido a que lo que es sigue siendo del modo en que comenzó a ser. El origen del absoluto, según Schelling, es la libertad primordial: la ausencia de constricción alguna. De aquí que, para el filósofo, el fundamento de todo sea una nada: “A la mayoría, como nunca ha sentido esa libertad suprema, le parece que lo supremo es ser un ente o sujeto; de ahí que pregunten: ¿Qué se puede pensar por encima del ser?, y se contestan a sí mismos: «La nada» o algo parecido.”[20]
¿Qué hace, entonces, que de esa libertad absoluta surja el mundo? Para Schelling, esta pregunta se contesta por principio: nada; no hay algo que, externamente, perturbe a la libertad primigenia, pues nada la constriñe, ni nada quiere. Sin embargo, lo que el filósofo admite es que esa voluntad que nada quiere es una suerte de meditación continua. Por tanto, se trata de una potestad que, continuamente, se busca a sí misma desde dentro. Y este afán por conocerse a sí misma genera un deseo inmanente: el querer conocerse externamente. Así, en el seno de la voluntad que nada quiere, emerge otra voluntad: la —llamada por Schelling— voluntad de existencia. Afirma el autor:
“[…] se puede saber que en el estado de interioridad primera cada naturaleza no es nada más que una meditación [Sinnen] tranquila sobre sí misma, una meditación que […] no puede ser consciente de sí misma; un ir-a-sí-mismo, un buscarse-a-sí-mismo y encontrarse-a-sí-mismo que cuanto más interior tanto más delicioso resulta, y que genera el deseo de tenerse y conocerse exteriormente, el cual deseo acoge entonces a la voluntad que es el comienzo para la existencia”.[21]
Así pues, el propio Schelling inaugura con este planteamiento la crítica que pretende identificar al absoluto con la Idea y, por tanto, con la racionalidad subjetiva. En cambio, lo que propone es la dinámica (movimiento y desarrollo) de dos voluntades: por una parte, la voluntad de nada, la cual consiste en una radical y total independencia. Es la fundamental ausencia de necesidades y, por ello, quieta en el fondo mismo de lo real. Por otro lado, la voluntad que quiere o la voluntad de existencia sería el querer de expansión de lo absoluto. Dicha expansión, de acuerdo con el pensamiento schellinguiano, no respondería a necesidad alguna, pues se trataría del querer de lo absoluto: un deseo que emana de sí mismo, y de nada más. El planteamiento de Schelling, pues, trata de dos furias que, afirmándose y oponiéndose, conforman la tensión fundamental que crea y mantiene la armonía de este mundo. Con tal propuesta, el germano se aleja completamente de la filosofía idealista, en general, y de la obra de Hegel, en particular. Parece abandonar el idealismo, aunque no abandona la intuición de que el principio último de la totalidad ha de ser absoluto, o sea, libre.
Aun cuando Schelling pueda considerarse como el primero en romper con el Idealismo, sobre todo de cuño hegeliano, sin lugar a duda, Arthur Schopenhauer puede ser contemplado como el primer gran crítico del Idealismo alemán en su conjunto. Para el filósofo de Danzig, la posibilidad de acceder a lo en sí mediante un sistema teórico que, además, lograse capturar lo allende al plano fenoménico en un concepto, le parecía una franca traición, si no incomprensión, de la filosofía kantiana. Schopenhauer acusa a Fichte, Schelling y Hegel de haber pretendido que el plano de la representación —esto es, el resultado de la conformación del mundo mediante la estructura a priori de la racionalidad— fuese capaz de albergar la comprensión de lo en sí, es decir, de aquello que escapa a los límites del conocimiento teórico. La principal crítica de Schopenhauer a los tres autores mencionados es, pues, la de haber intentado categorizar, bajo principios racionales, lo en sí en tanto que tal.
Puesto que Schopenhauer se asume como un intérprete ortodoxo de Kant, sostiene tajantemente que sólo hay dos planos de lo real, perfectamente acotados: el de la racionalidad (el ámbito de la subjetividad) y el de lo en sí. Esto, como puede apreciarse, correspondería con la diferencia fenómeno/ noúmeno planteada por Kant. De acuerdo con Schopenhauer, el ámbito de lo fenoménico es el de la presencia del mundo: el incesante flujo de la experiencia y el consecuente desarrollo del conocimiento teórico hasta llegar a las ciencias. Más allá del ámbito teórico y empírico, aunque arraigado en la propia corporalidad del ser humano, se encontraría otra presencia que rebasa —y aun somete— al individuo mismo: la Voluntad.
Para el autor de El mundo como voluntad y representación, la Voluntad es la furia indómita que envuelve y somete a los entes que pueblan el mundo. Esta potestad volitiva es, para este filósofo, la auténtica cosa en sí, toda vez que es lo irrepresentable, a-conceptual e irracional por antonomasia. Se trata de un querer incontenible que busca satisfacerse y, por ello, determina todo, objetivándolo como aquello que satisfaga su menesterosa presencia. Pero dicha presencia, aunque envuelva y atraviese todo el mundo fenoménico, sin embargo, acontece en lo más cercano y familiar: el cuerpo. En efecto, ¿cómo nos percatamos de la presencia de la Voluntad? Schopenhauer afirma que el sujeto de conocimiento, esto es, el individuo que se percata de su entorno y de sí mismo en dicho entorno, mediante las categorías propias de la racionalidad, posee un cuerpo que se le manifiesta de dos maneras. Por una parte, el cuerpo del sujeto cognoscente es representado por él como un objeto más entre objetos. Esto le permite entender y determinar racionalmente que la corporalidad opera según leyes. Pero, por otra parte, el cuerpo de ese mismo sujeto se presenta como una potestad ingobernable, incluso opuesta a las determinaciones de la razón. El querer se manifiesta en el cuerpo y hace manifiesta la impotencia de la razón frente al impetuoso advenimiento del deseo. El de Danzig afirma:
“Al sujeto del conocimiento, que por su identidad con el cuerpo se presenta como individuo, le es dado este cuerpo de dos modos totalmente diferentes: en primer lugar, como representación en la intuición del intelecto, en cuanto objeto entre objetos, y sometido a las leyes de éstos; pero también al mismo tiempo de muy otra manera, a saber, como aquello inmediatamente conocido que describe la palabra voluntad. […] Cualquier acto genuino de su voluntad es simultánea e inevitablemente un movimiento de su cuerpo; él no puede querer realmente ese acto sin percibir al mismo tiempo que aparece como un movimiento del cuerpo.”[22]
El reconocimiento de la Voluntad no se da a través de una postulación conceptual. Es decir, no se llega al reconocimiento de ese ámbito mediante la abstracción racional, sino que acontece en la cercanía inmediata pero indeterminada del propio cuerpo. Dicho de otro modo, podemos constatar que nuestro cuerpo, observado por nosotros mismos, se comporta de cierta manera gracias a la comprensión racional que de él tenemos. Sin embargo, hay vivencias que se manifiestan como quereres que, en definitiva, no pueden ser previstos, ni menos aún, sometidos por medio de la conceptualización (por ejemplo, el advenimiento del hambre puede ser explicado racionalmente, pero la sensación que se tiene de ella en el propio cuerpo, así como el momento y la intensidad con que aparece, revela una furia que no depende ni se elimina mediante la comprensión racional). Por consiguiente, en el propio cuerpo como objeto representable se da, de manera imprevisible, la fuerza del querer en el cuerpo. Eso en sí, no acaba de ser determinado por la razón y se mantiene siendo, de manera genérica, pura voluntad. De aquí que, para Schopenhauer, lo radicalmente indeterminado por la razón, la cosa en sí planteada ya por Kant, sea para el de Danzig, la Voluntad. Por esto, Schopenhauer afirma: “[…] la palabra voluntad, que como una palabra mágica debe develarnos la esencia íntima de aquella cosa en la naturaleza, no es en modo alguno una dimensión desconocida, algo alcanzado mediante silogismos, sino algo conocido inmediatamente y que nos es muy familiar, de suerte que sabemos y comprendemos lo que la voluntad es […].”[23]
Schopenhauer declara que, si hay un absoluto, en definitiva, se trata de la Voluntad, no de la Idea ni ninguna otra categoría que la razón puede abrazar, albergar o con la cual pudiera identificarse. Y, además, dicho absoluto no se descubre en una especulación conceptual, sino en las vivencias encarnadas del cuerpo. Esa furiosa presencia que envuelve a la subjetividad no requiere de abstracción alguna, pues se hace patente en el querer que, cotidianamente, se nos presenta a todos. Con esto, Schopenhauer se opone abiertamente al pensamiento de los idealistas y, por supuesto, a la filosofía de Hegel.
Hacia 1874, un joven filólogo que leyó con sumo interés la filosofía de Schopenhauer escribió lo siguiente:
“Pertenezco a esos lectores de Schopenhauer que, tras haber leído una primera página suya, saben con certeza que leerán todas las demás y que escucharán cada una de las palabras que haya dicho. Mi confianza en él fue inmediata y en la actualidad sigue siendo la misma que hace nueve años. Lo comprendí como si hubiese escrito para mí: digo esto para expresarme de una manera inteligible, aunque inmodesta y necia.”[24]
Ciertamente, la influencia que tuvo Schopenhauer en Nietzsche fue decisiva. El autor de Así habló Zaratustra recuperará, al menos en sus primeros escritos, el espíritu intempestivo de Schopenhauer. Y aunque en sus últimos escritos Nietzsche se alejará del pensamiento schopenhaueriano, lo cierto es que la idea de Voluntad será decisiva, pero pensada en un sentido distinto, incluso contrario, al de Schopenhauer.
Es innegable que el oriundo de Röcken será el filósofo que demolerá con mayor vehemencia todo el sistema filosófico de la tradición de occidente y, por supuesto, también la del idealismo alemán. Nietzsche puede considerarse como la segunda y más fuerte reacción contra el idealismo. Su afán por romper con las mediaciones conceptuales para dejar ser a la vida en su cruda manifestación hizo que renunciara por completo a las categorías que el idealismo había construido. Y, no obstante, un Nietzsche todavía joven —el que escribió El nacimiento de la tragedia— intentará encontrar un cierto espíritu alemán, perdido o sepultado bajo capas de ideas técnicas, científicas y progresistas.[25] Nietzsche, en ese momento de su desarrollo teórico, concibe la posible coincidencia de un espíritu que recuerde y se reencuentre con la furia de una voluntad perdida. Acaso este doble movimiento pudiera ser equivalente a sus postulados de lo apolíneo y lo dionisíaco; pero también podría suceder que la influencia que ha tenido Nietzsche para desarrollar tal pensamiento sea la del idealismo alemán, por un lado, y la de Schopenhauer, por otro. Como fuera, lo que es claro es que Nietzsche se opone a las nociones idealistas y se convierte en el máximo detractor de tales postulados: el desarrollo del espíritu no está empujado por la Idea, sino por el afán de afirmación, por el poder que el individuo, en concreto, posee en su ser. Es un principio vital, en todo caso, el que Nietzsche plantea frente al Principio de la Idea.
En su obra La gaya ciencia, Nietzsche ofrece una breve reflexión acerca de lo que denomina “el viejo problema «¿qué es alemán?»”.[26] En dicho apartado, indica que los alemanes reconocen en el pensamiento de Leibniz, Kant y Hegel algo que les es propio y, por lo cual, están agradecidos. En este punto, Nietzsche plantea lo siguiente sobre el pensamiento de Hegel: “Nosotros alemanes, somos hegelianos, aunque no hubiera habido nunca un Hegel, en la medida en que (al contrario de todos los latinos) le atribuimos instintivamente al devenir, al desarrollo, un sentido más profundo y valor más rico que a aquello que «es»”.[27] Inmediatamente después de esta consideración hacia el suabo, Nietzsche se pregunta por la presencia de Schopenhauer, a la cual clasifica como un pensamiento no alemán sino, más bien, europeo. En dicha consideración, Nietzsche enfatiza que la principal diferencia entre Hegel y Schopenhauer consistió en el ateísmo del segundo. Lo anterior no se reduce a una cuestión de fe, sino a las implicaciones que tiene el hecho de desprenderse de Dios como el sustento de todo lo real. Para Nietzsche, el mérito de Schopenhauer consiste en haber sido el primero en proclamar el vacío de Dios y, con ello, de mostrar la pregunta por el sentido de la existencia ahí donde lo divino ya no es garante de lo real. Al respecto, declara Nietzsche lo siguiente:
“Una cuarta pregunta sería si también Schopenhauer con su pesimismo, es decir con el problema del valor de la existencia, tendría que haber sido precisamente un alemán. No creo. El acontecimiento después del cual era de esperar con seguridad este problema, […], la declinación de la creencia en el dios cristiano, el triunfo del ateísmo científico es un acontecimiento europeo en su conjunto […]. A la inversa, habría que atribuir precisamente a los alemanes —a aquellos alemanes de los que Schopenhauer era contemporáneo— haber retardado del modo más prolongado y peligroso ese triunfo del ateísmo; Hegel en particular fue su retardador par excellence, de acuerdo con su grandioso intento de convencernos de la divinidad de la existencia, recurriendo incluso, en última instancia, a nuestro sexto sentido, el «sentido histórico». Schopenhauer, como filósofo, fue el primer ateo declarado e inflexible que hemos tenido los alemanes: éste era el fondo de su hostilidad contra Hegel. El carácter no divino de la existencia era para él algo dado, palpable, indiscutible; si veía a alguien vacilar y dar rodeos en esto, perdía siempre su serenidad de filósofo y montaba en cólera.”[28]
Las líneas precedentes revelan que, para Nietzsche, el pensamiento de Hegel es el último momento en el cual se pensó la unidad de la existencia como algo sostenido por la divinidad. En este sentido, con Hegel, la explicación del orden de lo real se circunscribe a una metafísica de la presencia que mantiene todo en armonía. A partir de la filosofía de Schopenhauer, la ausencia de Dios se da junto con la ruptura de una metafísica de la presencia y, por ende, se destruye la idea de que lo real es racional. Esta des-sacralización de lo real es lo que, según Nietzsche, resultaba evidente para Schopenhauer. Sin embargo, el autor de Ecce homo señala que, a pesar del planteamiento schopenhaueriano, su respuesta es limitada o incluso vana, por cuanto finalmente también busca un tipo de salvación. Dice el de Röcken:
“Al rechazar de este modo la interpretación cristiana y condenar su «sentido» como una falsificación, nos asalta inmediatamente de una manera terrible la pregunta schopenhaueriana: ¿tiene entonces algún sentido la existencia? —esa pregunta que necesitará un par de siglos para siquiera ser oída completamente y en toda su profundidad. Lo que el propio Schopenhauer respondió a esta pregunta fue —disculpadme— algo precipitado, juvenil, sólo un compromiso, un modo de quedarse detenido y prendido precisamente de esas perspectivas morales cristiano-ascéticas cuya creencia quedaba revocada junto con la creencia en dios…”.[29]
Lo cierto es que Nietzsche reconoce en Schopenhauer, el primer momento que comienza a derrumbar el sentido trasmundano del idealismo alemán y de la metafísica occidental en su conjunto. Pero, a pesar de ello, para el filólogo, el autor de El mundo como voluntad y representación no logra sacudirse completamente las categorías metafísicas. Y aunque Schopenhauer inaugura la posibilidad de la existencia más allá de Dios y de lo absoluto entendido como lo racionalmente comprendido como indeterminado, todavía proclama la posibilidad de superar o negar a la Voluntad. Nietzsche, en cambio, asume la presencia del querer y lo reconocer como la afirmación de la vida misma, sin conceptos ni teorías metafísicas. Con Nietzsche, pues, el idealismo comienza a encontrar —si es que no se consumó para entonces— su fin.
Después del Idealismo
No puede negarse el impacto teórico y político que el Idealismo absoluto tuvo durante el siglo XIX y parte del XX. Se trató de un movimiento filosófico sumamente prolijo, donde el pensamiento llegó a sus máximas formas especulativas en pos de la libertad, del conocimiento de la totalidad y la posibilidad de que la racionalidad se apropiara conceptualmente del mundo. El siglo XIX descolló como el impulso de la razón que pretendió, altiva, comprender las ideas contenidas por la divinidad y exponer en un sistema el despliegue de la totalidad a partir de sus principios fundamentales. Esa sublimación del pensamiento, sin embargo, no se mantuvo en esas cumbres y, paulatinamente, desató el reconocimiento de que eso que tan audazmente buscaba, en rigor, era imposible.
Con la llegada del siglo XX y la evidente irrupción de la técnica, aquella ciencia del espíritu que pretendió llevar al pensamiento con la identificación de lo absoluto, perdió presencia entre los diversos estudios naturales y, al interior de la propia filosofía, fue cuestionada por los pensadores de la tradición anglosajona y por el neokantismo que emergió a finales del siglo XIX. No obstante, el lugar que el Idealismo alemán y la filosofía de Hegel, en particular, poseen dentro del desarrollo histórico de la filosofía es innegable. Incluso, acaso siga siendo vigente ese pensamiento porque no se trata, simplemente, de un “momento” o un “periodo” que ha dejado de tener vigencia. Conviene recordar que, en filosofía, todo lo pasado siempre sigue presente. En el curso de invierno de los años 1930 y 1931 que impartió Martin Heidegger sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel, brinda unas palabras que suscribimos totalmente. Dice el autor de Ser y tiempo:
Lo que queremos sólo puede ser esto: aprender a comprender que todos nosotros ante todo debemos partir hacia allí donde el ser-ahí nos da la libertad para despertar nosotros mismos de nuevo la disposición para la filosofía; es decir, la libertad para una preparación completa para la obra filosófica de Hegel y de todos los que fueron anteriores a él; para decirlo mejor: de todos los que estuvieron con él. Por ello debemos aprender a comprender que tal cosa no acontece en virtud de acometer cualquier empresa literaria o mediante la invocación a la pretendida superioridad de los más avanzados. Pues en filosofía «no hay predecesores ni sucesores», y esto no significa que a todo filósofo le sea indiferente cualquier otro, sino que, por el contrario, lo que se dice con eso es que todo filósofo que sea realmente tal es contemporáneo con cualquier otro, justamente porque él es en lo más íntimo la palabra de su tiempo.[30]
Ciertamente, como señala Heidegger, Hegel es un contemporáneo. Pero no sólo él, sino también todos los que “estuvieron con él”. Así, podemos admitir que Schopenhauer y Nietzsche también siguen presentes y vigentes en el camino del pensar. La tensión que se dio entre el Idealismo y las filosofías de la Voluntad bien podría considerarse como la que ha abierto muchas de las líneas de investigación filosófica del mundo contemporáneo. Lo cierto es que, tanto en la aspiración por comprender la Idea, como en el reconocimiento de la Voluntad, el pensar se abismó mucho más allá de sus límites. Acaso, por ello, lo que toca pensar a fondo en el presente, sea la nada.
Bibliografía
- Fichte, Johann Gottlieb, Ensayo de una crítica de toda revelación, Madrid, Gredos, 2013.
- _______, Fundamento de toda la Doctrina de la ciencia, Madrid, Gredos, 2013.
- Gaos, José. Obras completas XI. México, UNAM,
- Grave, Crescenciano, Schelling: el nacimiento de la filosofía trágica moderna, México, UNAM, 2011.
- Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Fundamentos de la Filosofía del derecho, Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1993.
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- Heidegger, Martin. La fenomenología del espíritu de Hegel, Madrid: Alianza, 2012.
- Heine, Heinrich, Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, Madrid, Tecnos, 2015.
- Hoffmann, Thomas Sören, Una propedéutica, Buenos Aires, Biblos, 2014.
- Nietzsche, Friedrich, Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Barcelona, Tusquets, 2000.
- _______, La gaya ciencia, Madrid, Tecnos, 2016.
- Russell, Bertrand, Historia de la filosofía occidental. Tomo II, Barcelona, Aguilar, 2013. [Epub].
- Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph, Sistema del idealismo trascendental, Barcelona, Anthropos, 2005.
- _______, Las edades del mundo, Madrid, Akal, 2002.
- Schopenhauer, Arthur, El mundo como voluntad y representación. Vol. 1, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2005.
Notas
[1] Gaos, Obras completas XI, ed. cit., p. 45.
[2] Idem.
[3] Russell, Historia de la filosofía occidental. Tomo II, ed. cit., Cap. XXII.
[4] Cf. Hegel, Fundamentos de la Filosofía del Derecho, ed. cit., p. 57 [XX].
[5] Desde luego, a pesar de que Fichte acentúa el carácter religioso en la revelación cristiana, admite que hay una presencia de revelación de lo divino en todas las manifestaciones religiosas de las culturas. Cf. Fichte, Ensayo de una crítica de toda revelación, ed. cit., §1, pp.5-6.
[6] La libertad de la que hablamos se refiere al hecho de que la propia racionalidad, desde sí misma (por tanto, de manera in-dependiente) es capaz de articular su propia ordenanza, sin necesidad de responder a factores externos. Por tanto, si la razón posee límites, éstos no le son impuestos por algo ajeno a ella, sino por mor de su propia naturaleza. Luego, la razón es radicalmente libre: racionalidad y libertad se identifican.
[7] El término representación es de suma relevancia para el idealismo alemán e, incluso, para toda la filosofía moderna en su conjunto. El término representación (traducción del alemán Vorstellung), no se limita a un volver a presentar lo captado. La representación, dentro del idealismo, implica un mostrar de otra forma lo que hay más allá de la subjetividad. El caso kantiano es paradigmático en esto. Si atendemos al hecho de que la cosa en sí se transforma al entrar en contacto con la estructura racional dando por resultado el fenómeno, entonces lo que observamos es que el fenómeno es la cosa en sí, pero mostrada con otra forma, siendo otra, alterada. Esto es lo que explica por qué mientras se tenga la estructura racional es imposible la captación de la cosa en sí, tal como es por sí misma. La representación, entonces, es una alteración de lo real no una simple repetición posterior de algo que sido presenciado en un momento previo.
[8] Fichte, Fundamento de toda la Doctrina de la ciencia, ed. cit., e §1, p. 264.
[9] Al decir que el Yo absoluto coloca, lo que se quiere decir es que reconoce o se percata de su singularidad a la par que capta la presencia de todo lo otro que no es él mismo. En este sentido, el Yo absoluto coloca el reconocimiento de sí de lo otro frente a lo cual se observa (No-yo). El Yo absoluto, por ello, no confiere realidad ontológica al objeto, por lo que el No-yo quedará reconocido y asumido conceptualmente por el Yo, pero no la realidad en sí misma de los objetos.
[10] Cf. Ibidem. Parte II, §4, A. pp. 49-50.
[11] Hegel, Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling, ed. cit., p. 7 [L, 5].
[12] Cf. Schelling, Sistema del idealismo transcendental, ed. cit., pp. 149-152 [339-342].
[13] Para Schelling, la naturaleza es expresión concreta de un orden ideal que puede ser captado por la razón humana. Podría decirse que Schelling es un autor que recupera, en cierto sentido, el espíritu de los antiguos griegos, para quienes es el Lógos lo que ordena, estructura y da sentido a lo real. Schelling considera que este ámbito ideal o la Idea es lo que vincula al ser humano con la naturaleza.
[14] Schelling, Sistema del idealismo transcendental, p. 151 [341].
[15] Cf. Ibidem, p. 430 [630].
[16] Hegel. Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling, p. 118 [J, 128].
[17] La noción de Espíritu [Geist] es una de las más complejas de la filosofía hegeliana. Una sugerente manera de comprender dicha noción nos la ofrece Thomas Sören Hoffmann cuando dice que “El espíritu designa una estructura original de la totalidad que, en primer lugar, está presente como poder objetivamente supraindividual y que sólo se otorga poco a poco una autoconciencia explícita, es decir, que la representa como saber.” Vid. Hoffmann, Hegel. Una propedéutica, ed. cit., p. 230.
[18] Crescenciano Grave sintetiza muy bien la diferencia entre Schelling y Hegel en los siguientes términos: “La diferencia entre Hegel y Schelling se concentra en que el primero pone al concepto como principio y el segundo piensa al principio como irreductible al concepto.” Grave, Schelling: el nacimiento de la filosofía trágica moderna, ed. cit., p. 54.
[19] Heine, Sobre la religión y la filosofía en Alemania, ed. cit., p. 152.
[20] Schelling, Las edades del mundo, ed. cit., p. 58 [14].
[21] Ibidem, pp. 59-60 [19].
[22] Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, ed. cit., Libro II, §18, p. 188 [119].
[23] Ibidem, §22, p. 200 [133].
[24] Nietzsche, Schopenhauer como educador. p. 49.
[25] Cf. Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas, ed. cit., Tercera conferencia, pp. 87-89.
[26] Nietzsche, La gaya ciencia, ed. cit., §357, pp. 282-287.
[27] Ibidem, p. 283.
[28] Ibidem, p. 284.
[29] Ibidem, p. 285.
[30] Heidegger, La fenomenología del espíritu de Hegel, ed. cit., p. 51 [45].