Resumen
Durante los primeros 30 años del siglo XX, la crítica de arte en México sufrió transformaciones muy importantes. Por un lado, los contenidos dejaron de concentrarse en Europa para fijar la mirada en el arte nacional y, por otro, las revistas literarias y los suplementos culturales de los principales diarios del país se encargaron de fijar ideas muy disímiles que apoyaban o se contraponían al discurso oficial revolucionario que comenzó a generarse a inicios de 1920.[1]
Palabras clave: México, crítica, arte, historia, revista, siglo XX.
Abstract
During the first 30 years of the 20th century, art criticism in Mexico experienced very important transformations. On the one hand, topics stopped focusing on Europe to pay attention to the national arts; on the other, literary magazines and cultural supplements published in newspapers spread and set very different aesthetic ideas that supported or opposed the official revolutionary discourse generated at the beginning of 1920.
Keywords: Mexico, criticism, art, history, magazine, twentieth century.
Para efectos prácticos, los periodos históricos suelen articularse en bloques cuya frontera está marcada por algún acontecimiento bélico, un gran descubrimiento o cambios significativos en el ámbito político y social; así tenemos la América precolombina, la Europa de la Contrarreforma, el peronismo o la era digital. Los cortes cronológicos, aunque pretendan no ser arbitrarios, terminan por encasillar momentos en los que conviven varios sistemas de valores que se anclan en convicciones del pasado inmediato y tienen repercusiones en el futuro próximo.
Este fenómeno se repite con frecuencia en el estudio de la cultura mexicana, particularmente con el paso del siglo XIX al XX: haber llegado al año de 1900, no implicó una inmediata modificación en la mentalidad general ni en las prácticas políticos heredadas del siglo anterior. Los verdaderos cambios se observan, sobre todo, después de la primera década del siglo XX. Aquel periodo de entre siglos, conocido como Porfiriato –llamado así debido al prolongado gobierno del general Porfirio Díaz– o pax porfiriana, corresponde en tiempo y tendencias ideológicas a la belle époque francesa, de la que México se empeñó en nutrirse. En efecto, la producción cultural mexicana, en cualquiera de sus manifestaciones, pretendía alcanzar la perfección francesa y de Francia también se tomaron los modelos del “buen gusto”, categoría estética de difícil encuadre que permeó la valoración de las artes durante todo el siglo XIX. La llegada del nuevo siglo sí se esperó con gran entusiasmo, sobre todo porque en ese momento el país se encontraba en excelentes condiciones para competir desde los ámbitos económicos y culturales con cualquier otra nación. Ya desde 1889 México había participado en las Exposiciones Internacionales, dando a conocer sus mejores productos industriales y artísticos. De hecho, en 1900 se le concedió una mención honorífica a la Escuela Nacional de Bellas Artes, un premio que legitimaba sus prácticas educativas y su política cultural. La línea progresiva se habría dilatado de no ser porque detrás de los grandes éxitos internaciones, en México había un creciente descontento social que dio pie al estallido de la Revolución (o guerra civil, para mayor precisión). Los levantamientos de campesinos y obreros no estaban contemplados en el esquema económico, pero tampoco se tenía previsto que aquel modelo francés tan ligado al art nouveau, tendría una caducidad inminente con la llegada de los nuevos adelantos tecnológicos y con el apogeo de las vanguardias artísticas. Todo esto confluyó en un periodo que va más o menos de 1911, año de la renuncia de Porfirio Díaz, a inicios de la década de 1930, cuando la política, el orden social y la economía se estabilizaron de manera relativamente favorable para el grueso de la población.
Como consecuencia de lo anterior, durante las primeras décadas del siglo XX, las bellas artes entraron en un remolino de tendencias que las colocaban en los terrenos del conservadurismo, en el cauce revolucionario, en la pauta de la vanguardia internacional o en el claustro la libertad individual. Al revisar los comentarios sobre arte, llama la atención la polifonía de opiniones relacionadas con el quehacer del artista y la función del arte. No necesariamente se trata de crítica, sino de reflexiones sobre lo que producían los artistas y sobre los rumbos que debería tomar el arte del momento, el arte revolucionario.
El siglo XX llegó mientras el modernismo y el decadentismo destilaban sus mejores jugos artísticos. La Revista Moderna de México (1903-1911) circulaba entre las élites culturales del país como digna heredera de una tradición editorial que tenía como referente inmediato la Revista Azul (1894-1896) y, poco antes, la segunda época de El Renacimiento (1894). Además, había revistas interesadas en temáticas más amplias, como El Mundo Ilustrado (1894-1914), pero siempre atentas a las novedades artísticas y literarias, para difundirlas o criticarlas. No es éste el espacio para discutir si México contaba o no con un sólido ideal estético, pero es un hecho que, a pesar de los avances y los méritos, se mantenía la misma sensación de imperfección a la que se enfrentaron los comentaristas de arte después de la Independencia: la nación no contaba con una propuesta propia. Incluso a pesar del excelente papel que mostró México en la Exposición de 1900, Sebastián Bernardo de Mier, delegado de México en Francia, opinó con cierta resignación:
Todos los pabellones de la calle de las naciones, en que éstas están representadas, prefirieron primero emplear arquitecturas graves y nuevas. México, que como hemos visto no tiene una arquitectura que lo caracterice, que a la simple vista de la fachada de su pabellón, recuerde su nacionalidad, como la tienen Italia, España, Noruega, etcétera, debía adoptar un estilo serio que revelara el carácter del nuevo gobierno que rige su destino y el estilo etilo Neo-Greco, que satisfacía estas condiciones, fue el adoptado.[2]
La falta de optimismo en los juicios sobre el arte nacional era constante para quien quisiera hablar de arte nacional con objetividad, de ahí que durante la segunda mitad del siglo XIX no faltaran comentarios contra los críticos que sepultaban la obra de arte con juicios desalentadores, sobre todo si el creador era joven. Debido a la ausencia de benevolencia, el crítico se veía como una figura perniciosa para el espíritu creador.[3] No es casual que Julio Ruelas haya representado a la crítica de inicios del siglo XX como un bicho con sombrero de burgués, lentes de inspector, regla de preceptor, orejas de burro, pico agudo y piernas de prostituta, más dispuesto a dañar al artista que a incentivarlo.
A falta de especialización profesional, el conocimiento individual legitimaba la labor del crítico. Desde las primeras publicaciones periódicas del México independiente se observa que los historiadores, los abogados y los literatos tomaban la batuta de la crítica sin más preparación profesional que su convivencia con las “bellas letras” y su trato personal con artistas, además de los limitados conocimientos sobre materia artística que poseían. El comentario de arte en México desde siempre se caracterizó por basarse en apreciaciones personales y comparaciones con obras provenientes de otras latitudes. Era realmente extraño que, para argumentar una opinión, se tomara en consideración el razonamiento de críticos reconocidos a nivel internacional. Aunque las historias contemporáneas de la crítica de arte otorguen un lugar primordial a figuras como G. W. Friedrich Hegel, Jacob Burckhardt o Heinrich Wölfflin, no hay elementos para pensar que alguno de ellos hubiese tenido recepción inmediata –y mucho menos, influencia– en los comentaristas de arte mexicanos. El filósofo Antonio Caso sería uno de los primeros ejemplos en demostrar lo contrario, pero sus Principios de estética se publicaron en 1925, en un contexto en el que poca gente podría haberse interesado en él. Lo que sí se encuentra con mayor frecuencia son reflexiones sobre arte esparcidas en la literatura (francesa) y retomadas en México como punto de partida para emitir juicios estéticos. Cuando la prensa dejó de ser objeto exclusivo de élites y se abrió paso a la empresa editorial como negocio, un nuevo comentarista entró en escena: el repórter.
Aunque la Revolución Mexicana dio inicio oficialmente en 1910, resulta curioso que el término “revolución” y sus derivados gramaticales no se encuentren en los comentarios de arte sino hasta la década sucesiva, como si los literatos supusieran que la política interna era ajena a la creación artística. En cuanto a la exposición de novedades artísticas, poco había cambiado en relación con la década anterior. La Escuela Nacional de Bellas Artes –antes Academia de San Carlos– seguía concentrando tanto la enseñanza del arte como su difusión. No es de sorprender que Manuel G. Revilla en su libro Biografías. Artistas (1906) agrupara artistas plásticos y músicos ya fallecidos o de edad muy avanzada, lo cual es sintomático del valor superior que encontraba en las obras ejecutadas a mediados del siglo XIX. Por lo que respecta a la antigua Academia, a partir de 1910, año del centenario del inicio de la guerra de Independencia, comenzó a recibir críticas negativas por mantenerse anquilosada en un pasado glorioso y por no ofrecer a sus estudiantes los elementos necesarios para entrar en sintonía con el quehacer artístico internacional pues, mientras en Francia el impresionismo había marcado los nuevos ritmos del arte, en la Academia seguían pintándose cuadros de gran formato con tema histórico y religioso. Por tal motivo, algunas revistas de la primera década del siglo como Arte y Letras, Savia Moderna, El Diario Ilustrado y Nueva Era publicaban crónicas relacionadas con muestras de arte, homenajes a artistas, notas biográficas y noticias varias relacionadas con el arte más allá de lo que ocurriera en la Escuela Nacional de Bellas Artes y en sus salones de exposición. Destacan las firmas de Alfredo Híjar y Haro, Ricardo Gómez Robelo, José Juan Tablada, Rafael de Zayas y, caso curioso, también la de Ángel Zárraga, pintor, debido a que, por tradición, los pintores, por admirados que fueran, no compartían sede en el parnaso de los literatos; de hecho, no pocas veces se hablaba de ellos como excelentes ejecutantes, pero muy poco preparados para la expresión escrita. Más tarde, también Gerardo Murillo y Diego Rivera destacaron por sus aportaciones críticas al arte y a las políticas culturales del momento.[4]
Para 1912, la revista Argos ya daba noticias de los triunfos de estos tres artistas mexicanos: Gerardo Murillo “Dr. Atl”, “un encantado sinfonista de visiones de montaña”, Diego María Rivera y Barrientos, “un armonista placentero, poético, con un colorido tamizado por un gusto que alía la belleza a la delicadeza” y Ángel Zárraga, “quien se lleva la palma entre los pintores hispanoamericanos”;[5] incluso la revista publicó alguna nota sobre el futurismo italiano.
Por paradójico que resulte, el momento de peor descontrol político se perfiló como el mejor para expresar opiniones. En 1916 se fundó el periódico El Universal, con su correspondiente suplemento cultural El Universal Ilustrado. Este diario compitió con Excelsior, nacido en 1917 y cuyo suplemento fue la ya existente Revista de Revistas. La llegada de estos nuevos vehículos de comunicación masiva con intereses comerciales y poco vinculados a grupos de literatos con ideas afines, permitió mayor difusión y más amplia cabida de opiniones. En cuanto a El Universal Ilustrado Yanna Hadatty indica que “se destina a un público amplio, interesado en la cultura urbana moderna que generan los medios masivos de comunicación: el cine, la radio y los anuncios publicitarios de la moda. Es una publicación que se desarrolla según el ritmo del crecimiento de la tecnología, pero también de acuerdo con los intereses del consorcio”.[6] Y la misma caracterización podría aplicarse a Revistas de Revistas.
La pluralidad de tipologías textuales que tenían cabida en los suplementos culturales abrió espacios para la difusión de cartas, ensayos, comentarios críticos o informativos, poemas, retratos literarios, biografías, reseñas de obras, crónica de exposiciones, entrevistas, fotoreportajes, necrologías y otras formas de difundir y comentar las artes plásticas. La Revolución terminó de acto en 1921, año en que se festejó también el bicentenario de la consumación de la Independencia, pero, un par de años antes, los comentaristas de arte ya se habían percatado de que algo había cambiado: finalmente había artistas que pintaban de manera muy personal, sin la evidente búsqueda por igualar a sus homólogos europeos. El caso más interesante fue, sin duda, Saturnino Herrán, pues, sin haber tenido la ocasión de estudiar en Europa, logró adelantos en su técnica que lo posicionaban como el pintor más representativo de la nueva expresión artística nacional, sin parangones con otros artistas de viejo cuño como Germán Gedovius, Leandro Izaguirre, Antonio Fabrés o Félix Parra, cuya obra, aunque vigente y apreciada, mantenía fuertes vínculos con las expresiones del romanticismo tardío. Lamentablemente, Herrán falleció en 1918. En 1920, Manuel Toussaint, conocido entonces como poeta, escribió una monografía en su honor en donde indica:
Una de las mas interesantes modalidades del arte de Herrán es el amor a México, al México popular y típico, y al México legendario, colonial y prehispánico. Corrían en él las condiciones necesarias para ser el pintor mexicano por excelencia. La provincia le daba su tradicionalismo monástico, tan austero como en tiempos del Virreinato, vivo en las costumbres maternas. Caldeaba su sangre el fuego hispano que se delataba hasta en sus bromas picantes y oportunas. Pero la tristeza india pesaba sobre él con la fuerza de la fatalidad como un veneno infalible diluido en la linfa de sus venas. […] Con estos factores espirituales, cuando el pintor era ya dueño de su técnica y su cultura comenzaba a desarrollares, natural fue que convirtiese los ojos de su arte hacia México.[7]
Después haber publicado textos breves sobre arte virreinal, poemas y prólogos, la monografía de Herrán fue el primer trabajo de gran aliento de Toussaint, quien para este momento ya tenía muy claro que el comentario de arte podía basarse en una simple emoción estética, pero que tenía mayor valor aquél que tomaba en cuenta la historia del objeto artístico o las condiciones culturales que envolvían la vida y obra de un artista. Es decir, para él, había una diferencia muy clara entre historia y crítica de arte. De hecho, él mismo se había profesionalizado como historiador de arte, más que como crítico: tenía muy claro que el crítico debía poseer tres virtudes, “precisión histórica, crítica europea y elegancia de forma”.[8] Al definir al crítico ideal, Toussaint puso al descubierto sus propias pretensiones, pues en el mismo año publicó algunas monografías sobre arte virreinal que cuentan con las tres mencionadas características. La actividad de este hombre de letras fue muy importante en la prensa cultural, sobre todo en lo referente al rescate documental de la arquitectura virreinal. Su nombre aparecía con frecuencia en revistas de amplia difusión, pero después de su texto sobre Herrán, incursionó muy poco en la crítica de arte y raramente emitió juicios sobre artistas jóvenes y vivos.
Si para 1900 había resignación por no contar con elementos artísticos pertenecientes sólo a México, la obra de Herrán y los comentarios de Toussaint demostraron que el espíritu artístico mexicano nació con el mestizaje y que la nación contaba con suficientes materiales de inspiración y perfeccionamiento artístico en las artes populares. Irónicamente, en la búsqueda por encontrar modelos satisfactorios en Europa, el siglo XIX no pudo percatarse de la belleza inherente a la estética vernácula que siempre había estado presente en la vida cotidiana de los mexicanos. Este valor de innegables raíces nacionales fue explotado con gran acierto desde la política cultural.
Como parte de los festejos de la Independencia, el Dr. Atl escribió Las artes populares en México, obra monumental que acompañó la Exposición de Arte Popular Mexicano. Con este acto simbólico, las tendencias artísticas del país dieron un giro satisfactorio. Si anteriormente los comentaristas de arte notaban la falta de identidad y de competencia en los artistas nacionales –en relación con sus homólogos europeos–, tratándose de artesanía, difícilmente se podía competir con las riquezas de México. Por lo demás, las artes populares fueron “rescatadas” de la miopía a partir de reflexiones teóricas que se integraban muy bien a las deliberaciones internacionales sobre la pureza racial y la pulcritud del primitivismo. En este tenor, las artes vernáculas serían importantes
[…] porque todas tienen, o en sus formas, o en su técnica, o en su espíritu decorativo, o en sus coloraciones, el sello de un innato y hondo sentimiento estético […] Además, las manifestaciones artísticas o industriales de las razas indígenas puras y de las razas mezcladas o intermedias, presentan –al contrario de lo que acontece en los grupos étnicamente semejantes a los europeos– caracteres muy marcados de homogeneidad, de método, de perseverancia, y constituyen realmente una verdadera cultura nacional.[9]
A partir de la lectura del libro del Dr. Atl, se entiende que el nuevo valor que adquirieron las artes populares habría sido imposible sin la Revolución, por lo tanto, los verdaderos artistas revolucionarios deberían adoptar la nueva tendencia. Los suplementos culturales documentaron con entusiasmo cada iniciativa tomada en favor de la reivindicación de lo popular. Aunque no se trata de crítica de arte, abundan textos informativos, crónicas y entrevistas –acompañadas con fotografías– donde se expone cada paso hacia la consolidación de un presupuesto de arte nacional.
Un poco antes de 1920 y durante toda esa década, las revistas culturales estuvieron colmadas de imágenes de artesanías, reportajes sobre música y danza tradicionales, entrevistas a pintores o literatos en relación con el renacimiento del arte mexicano. La abundancia de comentarios al respecto derivó en una autoconfianza en el trabajo artístico del país, sobre todo el de los artistas jóvenes que, como parte de sus actividades profesionales, participaban en la elaboración de carteles comerciales o como ilustradores de revistas. Diego Rivera, Jean Charlot, Ramón Alva de la Canal, Fermín Revueltas, Miguel Covarrubias, David Alfaro Siqueiros y varias decenas de jóvenes artistas en formación explotaron su talento para embellecer portadas de revistas y libros, pero ya no seguían el modelo francés (ahora ya pasado de moda), sino que imponían nuevas maneras de representar la realidad y, con ello, modificaban la educación visual del pueblo de México.
Los editores de El Universal Ilustrado y Revista de Revistas no podían mantenerse ni al margen, ni pasivos ante los cambios estéticos, por eso ofrecían al público imágenes basadas en lo popular, pero también diseños vinculados con el futurismo, el cubismo y otras de las vanguardias que se inscribieron en la estética nacional. Además, con el desarrollo del cine en Estados Unidos, no podían faltar representaciones caricaturescas de actrices, flappers, dandys, rascacielos y ciudades inundadas de luces y diversión nocturna. A estas imágenes correspondía algún texto en el que se mostraba la modernidad del mundo. Basta observar las portadas de los suplementos culturales de 1918 y compararlas con las de 1922 para constatar que el verdadero arranque de la modernidad del siglo XX en México, llegó en 1921.
Las revistas también se ocuparon de asuntos locales de gran trascendencia para el desarrollo de las artes y la configuración del modelo de arte revolucionario. Con frecuencia se hablaba de la Fundación de la Secretaría de Educación, por José Vasconcelos, así como de sus políticas culturales. A partir de 1922 se abrieron espacios para difundir la obra de los muralistas, sobre todo la de Diego Rivera. No podían faltar los artículos originales o traducidos relacionados con las vanguardias europeas y las últimas exposiciones de arte en el país y en el mundo. Todo esto se encontraba en las páginas de un mismo número de los suplementos culturales, en sana convivencia con la exposición de adelantos tecnológicos como la radio, la arquitectura a base de cemento, la expansión de la electricidad, los automóviles y el incipiente feminismo. Tratándose de arte, con frecuencia reproducían fragmentos de libros recién publicados, como ocurrió con los textos de Toussaint o Atl arriba mencionados.
Llama también la atención la intervención de jóvenes escritores como comentaristas de artes plásticas y literatura, entre ellos, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Francisco Monterde, Arqueles Vela, quienes compartían páginas con intelectuales más experimentados como José Juan Tablada, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Toro, Alfonso Cravioto, Abelardo Carrillo y Gariel, Federico E. Mariscal, entre otros, además de los acostumbrados colaboradores de las revistas: José D. Frías (Bona Fide), Manuel Horta, Julio Sesto, Fernando Ramírez de Aguilar (Jacobo Dalevuelta), Demetrio Bolaños Espinosa (Oscar Leblanc), José M. González de Mendoza (El abate de Mendoza), Renato Molina Enríquez, Febronio Ortega (Pablo Leredo). Ciertamente, el despertar artístico de México no debió su impacto únicamente a la pluma de sus comentaristas. El gobierno en turno comenzó a instrumentalizar la percepción positiva de la nueva estética; como indica Danaé Torres:
La unificación ideológica inició desde 1920 con el fin de disolver las diferencias sociales que podrían reiniciar el conflicto armado; fue apoyada por iniciativas culturales diversas y campañas nacionalistas que motivaron la unificación, pero, sobre todo, la homogeneización del pueblo por medio de estructuras simbólicas que más tarde se convertirían en un imaginario colectivo que daría forma a las tradiciones históricas de la revolución.[10]
Las campañas nacionalistas estuvieron basadas en el éxito que tuvo la participación de Diego Rivera en los murales de la Escuela Nacional Preparatoria y la revelación del arte popular. El presidente Álvaro Obregón fue el primero en aprovechar la ocasión y mantuvo aquellas iniciativas culturales instauradas por José Vasconcelos –quien dejó el cargo de Secretario de educación en 1924– y que se ajustaban a las necesidades de unificación ideológica mediante la mitificación de la Revolución como sustento de identidad nacional. Si en la segunda década del siglo el ciudadano común sabía que las luchas armadas eran varias y que los guerrilleros perseguían causas distintas, para 1925 a nadie le quedaba duda de que la batalla fue sólo una y que tenía un objetivo preciso: derrocar al gobierno anterior y democratizar al pueblo. El muralismo respondió muy bien a este discurso. En efecto, el interés espiritual y estético de Vasconcelos se transformó en política y los murales rápidamente representaron como héroes nacionales a los revolucionarios Francisco Villa, Emiliano Zapata y a sus legiones de campesinos armados. La Revolución nació del pueblo y buscaba su beneficio, por lo tanto, el arte popular también era benéfico para el país y debía promoverse.
Como el uso político del arte se implementó en un ambiente de desorientación ideológica oficial, algunos escritores y pintores, frente a la imposición de lo nacional, no tardaron en manifestarse en pro de la libertad creativa. Las revistas literarias fundadas por los colaboradores más jóvenes de Vasconcelos, La Falange (1922-1923), Ulises (1927-1928) y Contemporáneos (1928-1931), con frecuencia manifestaron su desacuerdo contra la imposición de un arte nacional condicionado a priori por coordenadas ideológicas limitadas; de hecho, los editores de estas publicaciones abogaban por una apertura que permitiera experimentar con el recentísimo surrealismo,[11] el cubismo y otras manifestaciones artísticas que partían de una búsqueda estética o conceptual personal, no colectiva, cuyos frutos eran artísticamente válidos, a pesar de no perseguir el afán mexicanista generalizado. Estas revistas fueron las primeras en separarse de la postura oficial, y muy a menudo publicaban comentarios de arte poco favorables hacia la postura nacionalista o exaltaban valores de artistas extranjeros o mexicanos que se alejaban de ella. En contraparte, el grupo estridentista fundó la revista Horizonte (1926-1927), absolutamente vinculada con la causa revolucionaria.[12]
La sinfonía de voces discordantes abrió las puertas a un fenómeno poco frecuente entre los artistas y literatos de las décadas anteriores: la polémica. Para esta modalidad discursiva, los suplementos culturales tuvieron un papel decisivo, pues lograban reunir en sus páginas a los miembros de grupos disímiles. Una manera muy efectiva de generar querellas eran las pequeñas entrevistas a personajes del medio artístico y literario donde se preguntaba específicamente sobre alguna discusión efervescente en el momento o las entrevistas colectivas, donde el reportero hacia la misma pregunta a varios individuos con ideologías distintas, por ejemplo: “¿Existe un renacimiento literario en México?”, “¿Existe una literatura mexicana moderna?”, “¿Existe una crisis en nuestra literatura de vanguardia?”, “¿Incendiaría usted la Academia de Bellas Artes?” Incluso los encabezados, con cierto toque sensacionalista, declaraban de inicio los antagonismos: “El pintor Clemente Orozco hace cargos a Diego Rivera, y éste los contesta” o “La polémica de los pintores sube de tono. El monigotismo apenas es intolerable en Diego Rivera”.[13] También hubo pintores extranjeros recién llegados a México que se integraron a las discusiones: el guatemalteco Carlos Mérida argumentó que los críticos que veían en Herrán a un pintor original y nacional estaban equivocados, mientras que el español Gabriel García Maroto colaboró en la revista Contemporáneos, tanto en el diseño de portada como con un artículo en el primer número que encendió el enfado de Diego Rivera.
La historia de la crítica de arte en los años 20 debe entenderse necesariamente desde sus contextos de emisión, pues, generalmente, lo que pareciera un punto de vista espontáneo suele estar en relación directa con otros discursos, ya sea para apoyarlos o contradecirlos. Por lo demás, no siempre conviene pensar que los diversos comentarios sobre arte formaron parte de un aparato gubernamental, sino que hubo una vasta difusión de razonamientos originales que, más bien al contrario, se oponían a las políticas culturales que pretendían dar unidad estética a toda la nación bajo el cobijo de la imagen de una Revolución mitificada. Encontrar esos discursos en la prensa de la época y lograr ponerlos en relación con otras expresiones contemporáneas no solo ayuda a comprender el estado de las artes plásticas a inicios del siglo XX, sino que aporta elementos para distinguir y descifrar las iniciativas del estado en búsqueda de un aparato artístico común y la expresión libre de puntos de vista al respecto, que pueden coincidir con la directriz oficial, pero que no necesariamente forman parte de ella.
Bibliografía
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- Caso, Antonio, Principios de estética, Secretaría de Educación, México, 1925.
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- (http://reflexionesmarginales.com/3.0/horizonte-paginas-de-encuentro-circuitos-de-reflexion/), consultado el 13 de diciembre de 2018.
- Hadatty Mora, Yanna, “El Universal Ilustrado en los años veinte: el posicionamiento en el campo cultural”, en Rose Corral et al., eds., Laboratorios de lo nuevo. Revistas literarias y culturales de México, Espala y Río de la Plata en la década de 1920, El Colegio de México, México, 2018, pp. 247-269.
- Ibarra, Fernando, “Reflexiones metatextuales sobre la crítica de arte en la prensa mexicana de finales del Siglo XIX a principios del XX”, en Adriana Pineda Soto (coord.), Recorridos de la prensa moderna a la prensa actual, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Red de Historiadores de la Prensa y el Periodismo en Iberoamérica, Universidad Autónoma de Querétaro, Morelia, 2015, pp. 321-339.
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- Mier, Sebastián Bernardo, México en la Exposición Universal Internacional de París. 1900, en Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo XIX. Estudios y documentos III (1879-1902), UNAM, México, 1997, pp. 576-582.
- Moyssén Xavier, La crítica de arte en México (1896-1921). Estudios y documentos, estudio introductorio de Julieta Ortiz Gaytán, UNAM, México, 1999, 2 tomos.
- Murillo, Gerardo, “Dr. Atl”, Las artes populares en México”, en Obras 3. Artes plásticas. Primera parte, El Colegio Nacional, México, 2007.
- Saborit, Antonio, coord., El Universal Ilustrado. Antología, Fondo de Cultura Económica, México, 2017.
- Torres de la Rosa, Danaé, Avatares editoriales de un “género”: tres décadas de la novela de la Revolución mexicana, ITAM, Bonilla Artigas, Iberoamericana Vervuet, México, Madrid, 2015.
- Toussaint, Manuel, “Las artes plásticas de México”, en México Moderno, tomo I, México, agosto de 1920-enero de 1921, p. 63.
- Toussaint, Manuel, Saturnino Herrán y su obra, Ediciones México Moderno, México, 1920.
Notas
[1] El presente trabajo se ha llevado a cabo gracias al apoyo del proyecto PAPIIT IN401617 “La configuración de géneros literarios en la prensa mexicana de los siglos xix y xx”, coordinado por la Dra. Luz América Viveros Anaya del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
[2] S. B. de Mier, México en la Exposición Universal Internacional de París. 1900, pp. 581-582.
[3] Sobre el papel de la crítica en el siglo XIX véase, F. Ibarra, “Reflexiones metatextuales sobre la crítica de arte en la prensa mexicana de finales del Siglo XIX a principios del XX”, pp. 321-339.
[4] Una recopilación de textos sobre arte y artistas la llevó a cabo Xavier Moyssén con el título de La crítica de arte en México.
[5] Ulrico Brendel, “El salón de otoño”, p. 21.
[6] Y. Hadatty, “El Universal Ilustrado en los años veinte: el posicionamiento en el campo cultural”, p. 249.
[7] M. Toussaint, Saturnino Herrán y su obra, p. 12.
[8] M. Toussaint, “Las artes plásticas de México”, p. 63.
[9] G. Murillo, “Dr. Atl”, Las artes populares en México”, p. 9.
[10] D. Torres, Avatares editoriales de un “género”: tres décadas de la novela de la Revolución mexicana, p. 134.
[11] Véase Mario Mendicuti Abarca, “Recepción y crítica del surrealismo en la revista Contemporáneos”.
[12] Véase Andrea García Rodríguez, “Horizonte: páginas de encuentro, circuitos de reflexión”.
[13] Un buen número de estos textos ha sido recopilado por Antonio Saborit en El Universal Ilustrado. Antología.