Trad. Maria Konta
Resumen: No más que un acto desinteresado, no se trata aquí ni de compasión y tampoco de sensibilidad a las tragedias del tiempo. Su ramo, que Jeff Koons ofrecerá a sus mecenas habituales o lo dejará al pie de la Torre Trump.
Todos saben que un regalo puede ser tanto un instrumento de poder como un testimonio de afecto.[1] A veces es mucho más dominante que afectivo, y esta tendencia crece con el tamaño y el carácter llamativo del regalo. Derrida dijo que un verdadero regalo implicaría que el propio donador lo ignorara. Cuando el regalo no solo está lejos de ser ignorado por parte del que lo ofrece, sino que además le cuesta mucho dinero al que lo recibe, no hay ningún regalo: uno no está muy lejos del tiro de misil ostentoso.
¿Quién o qué quiere hacer valer su poder con una bomba en forma de tulipanes gigantes (o más bien paletas, para mirarlas)? Estos no son ni el Sr. Jeff Koons ni la soberanía del arte. Es una voluntad maligna de dedicar el “arte”, de un mismo gesto, a la mercancía con una “M” muy grande, y a una puerilidad ridícula, bulliciosa y, sin duda, burlona. Hoy en día, el arte está en un estado de inquietud ante lo que experimentan todas las actividades humanas: depende de ella de dar forma al mundo y, si el mundo está repugnante, la tarea se vuelve difícil, estrecha, extraordinariamente exigente, pero aún más necesaria … Ahora, ciertos artistas o supuestos tales juzgan que la angustia debe ser desahogada por la infantilidad, la inutilidad y la fanfarronería. El resultado, el “regalo” es un objeto decorativo, monumental y kitsch, desprovisto tanto de cualquier impacto crítico como de intensidad: un signo blando y echado, típico de un estilo preferido por unos pocos coleccionistas que gozan de buena fama. Su ramo, que Jeff Koons propondrá a sus clientes habituales o lo dejará caer al pie de la Torre Trump, donde estará al estilo de la casa.
Con dinero y chismes, el Sr. Koons pretende hacer doblarse bajo las toneladas de sus tulipanes: el arte, la gente y la capital de un país. El pretexto invocado sería un homenaje a las víctimas de los ataques. Al igual que los regalos, los tributos pueden ser tiránicos, ensordecedores igual que lamentables. No más que un acto desinteresado, no se trata aquí ni de compasión y tampoco de sensibilidad a las tragedias del tiempo. Durante casi un siglo, las guerras y los exterminios han quitado el gusto de los monumentos a los muertos, por lo que el salvajismo ha destruido lo que una vez podría tener sentido, o parecerlo.
No se dirá que el país y su capital habrán sufrido este acto impostor e indignante. Prevenirlo es una necesidad no sólo artística, financiera, moral y política: es la necesidad de negarse a degradarse.
Notas
[1] El original en francés “Un cadeau avilissant” fue publicado en Libération el 30 de enero 2018. Agradezco a Jean-Luc Nancy por darme el permiso de publicar su traducción al español.
Véase https://www.liberation.fr/debats/2018/01/30/un-cadeau-avilissant_1626270