Revista de filosofía

Armonía y justicia: Dialéctica, pólis y peste

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MICHIEL SWEERTS, “LA PESTE DE ATENAS” (1652-1654)

 

Immunity
Long overdue
Contagion
I exhale you
Naive
I opened up to you
Venom in mania
.

Fear Inoculum, Tool

 

Resumen

La humanidad ha atravesado por diversas pestes a lo largo de la historia. Actualmente atravesamos por una más, Covid-19, y en cada una hay un pretexto para la especulación. Encuentro en Edipo rey de Sófocles un motivo oportuno para unir dos conceptos inevitablemente entrelazados: plagas y pólis. Siempre que una ciudad enferma debe surgir la pregunta por la comunidad y el papel personal en ella. Edipo genera el veneno de Tebas gracias a que no sabía quién era. Ante la ausencia de autoconocimiento cualquier pólis padecerá un sinnúmero de injusticias que le impedirán ejecutar cualquier tipo de melodía social. Amistad, autoconocimiento y justicia son necesarias en el combate a cualquier malestar.

Palabras clave: covid-19, autoconocimiento, justicia, plaga, Platón, dialéctica, pólis

 

Abstract

Humanity has gone through many pests in its entire history. We are actually going through one more, Covid-19, and in each one of them we can find the perfect pretext for speculation. I fin in Edipus the King from Sophocles a timely motive to put together to ideas inevitably interlocked: plagues and polis. Every time a city gets sick there should emerge the question about the community and the personal role in it. Edipus generates the venom in Thebes thanks to not knowing who he really was. When lacking self-knowledge any polis will suffer countless injustices that will not allow for it to play any social melody. Friendship, self-knowledge and justice are necessary to fight any illness. 

Key words: covid-19, self-knowledge, justice, plague, Platon, dialectic, polis

 

Armonía y justicia en la Ilustración griega

En Edipo rey somos convocados ante la plaga que azota a Tebas. ¿Por qué Tebas padece hambre, infertilidad y muerte? El oráculo asesta su espada: hasta no encontrar al asesino del antiguo rey (Layo) la ciudad continuará sufriendo. Existe una relación directa entre la injusticia y las plagas. Una ciudad corrupta recibirá corrupción. Los griegos eran muy celosos de su comunidad. La pólis griega comprendía los límites del territorio y todo lo que dentro de esos límites habita: plantas, animales y personas. Todos eran parte de un todo, gracias al cual el individuo podía desarrollarse. Por eso el ostracismo era una pena capital. El destierro era la muerte, porque sin la comunidad no somos nada.

Cada individuo es tan necesario como cualquier otro. No hay imprescindibles, pero tampoco prescindibles. En la Antigua Grecia se pretendía que cada uno cumpliera con su función al interior de la pólis. La oikeiopragía[1] que Platón explica en el libro IV de República (434c8) sólo confirma lo anterior. El Estado justo será aquél en donde cada individuo cumple con su función. Hacer lo que nos corresponde implica utilizar racionalmente nuestra libertad. También es comprender la relevancia del engranaje social. Basta un solo individuo no haciendo lo que debe hacer para que se entre en una situación desfavorable. Igual que en Tebas, la acción de un individuo es suficiente para enfermar a la pólis entera, cualquier pólis.

La primera función que todo individuo ha de cumplir es la de respetar y seguir su propia naturaleza. Somos racionales o, como sentenció Aristóteles, el hombre es un zoón logón. Somos animales que usamos el lógos. Sin el lógos no podríamos estar leyendo estas palabras porque ellas mismas son lógos. Hablamos (légein) porque pensamos. Así, lo que compete al ser humano es utilizar la razón apropiadamente. Platón explica que la función de la razón es la de gobernar y mandar; Aristóteles agrega que además toma decisiones y calcula. No obstante, la razón no siempre hace eso. Y es que la falla de la definición aristotélica es que el hombre no es un animal con lógos, sino un animal que puede hacer uso de lógos. Podemos hacer uso de él, pero no estamos obligados a hacerlo. La libertad clava su aguijón. Consecuentemente, la función del ser humano no es la de ser racional, sino la de hacerse racional. Hacernos racionales es ejecutar la razón como debería ser ejecutada, sabiendo que podríamos ejecutarla de una manera distinta.

No querer actuar siempre racionalmente puede ser la primera justificación para imponer un sistema totalitario. Porque el individuo que no cumple con su función pone en riesgo la armonía de toda la comunidad. Es tan delicado, que el propio Edipo, sin siquiera saber que estaba matando a Layo, estaba comprometiendo el futuro de Tebas. La hýbris de Edipo, conocido por su cólera inflamada, desoyó a la razón y mató al rey de Tebas y a sus guardias. Fue la acción de un individuo lo que estaba enfermando a toda la pólis. Los griegos tenían esta idea de la comunidad muy arraigada. Cada individuo es lo que es gracias al sitio geográfico donde crece, se alimenta y se desarrolla. Porque nos nutrimos de la cultura de esa sociedad a la que pertenecemos. Para bien y para mal somos el resultado de nuestra pólis.

Por eso, la concepción de justicia que aporta Platón parece tener mucho más sentido que la que reza darle a cada quien lo que le corresponde. Mejor y más objetiva es que cada quien haga lo que le corresponde. La especialización de los oficios parece surgir aquí, aunque como mencioné líneas atrás, lo primero que nos corresponde es un comportamiento racional[2]. Quien falta a esta máxima enferma a la ciudad, porque él mismo está enfermo. La expresión de Platón es que el alma está en desarmonía, pues al no lograr moderación en los apetitos perdemos nuestra octava haciéndonos sonar desafinados. Pensemos así también a la comunidad.

Imaginemos que la pólis es un gigantesco instrumento de cuerdas. Cada individuo que allí habita es una cuerda que forma parte del instrumento. Llamemos a este instrumento lirópolis. La lirópolis requiere de cada cuerda para que al ser ejecutada suene la melodía allí pretendida. Esto hace referencia al término griego harmonía. Además de significar la eufonía entre distintos sonidos, también significa tensión justa. La cuerda de la lirópolis tiene que tener la tensión justa para sonar a mi (E), a fa (F), a do (C) o a re (D), según sea el caso. La tensión justa significa que dicha cuerda está tensada de manera que, si debe sonar en mi, no la tense de más pues sonará a fa o la tense de menos que sonará a re sostenido (D#). La precisión de esto requiere que el cálculo sea cuidadoso y pensado. Lirópolis estará afinada cuando cada cuerda esté tensada justamente, es decir, cuando cada individuo haga lo que le corresponda. Basta una cuerda desafinada para que, aunque se ejecute a la perfección el instrumento, toda la melodía pierda armonía. Allí lo delicado de cada integrante de la comunidad.

 

Los contrarios al servicio de la existencia

Cuenta Aristóteles (Metafísica, I, 5, 686a 23-26) que Pitágoras estableció la tabla de opuestos a partir de los cuales la realidad funcionaba. Para el filósofo matemático el mundo tenía una base numérica que debíamos respetar y descubrir. El creador era el uno y la creación se representaba con el dos. La famosa díada que también asumiría Platón. El mundo es el resultado de una serie de contrarios que interactúan constantemente entre sí. Placer-dolor, luz-oscuridad, masculino-femenino, cuadrado-oblongo, par-impar, limitado-ilimitado, vida-muerte son algunos ejemplos. Esta díada, como la llamó Platón, es de lo que está hecho el mundo. Un contrario necesita del otro. Lo alto lo entendemos por lo chaparro, lo grande por lo pequeño, lo bueno por lo malo y la salud por la enfermedad. Tener placer significa perder el dolor que precedía al placer y, al mismo tiempo, iniciar el camino hacia el dolor. La intensidad del placer dependerá de la intensidad del dolor y viceversa.

La dinámica de los contrarios implica una dialéctica como la pensó Heráclito. «Es necesario saber que la guerra es común y la justicia discordia, y que todo sucede según discordia y necesidad» (22 B 80). El conflicto que surge a partir de un par de conceptos interpuestos jala hacia una resolución. Lo racional carecería de sentido sin lo irracional, la virtud sin el vicio y el sonido sin el silencio. La conflagración que nota Heráclito da pie a la más bella armonía[3]. Platón recoge en Banquete (187a5-6) otro fragmento (51) de Heráclito que dice así: «lo uno, aunque es en sí mismo discordante, concuerda consigo mismo (αὑτῷ συμφέρεσθαι), como la armonía del arco y la lira». El análisis que de él hace aporta luz al tema porque como explica Platón, «es absurdo pensar que la armonía es discordante (διαφέρεσθαι) o que existe a partir de elementos todavía discordantes» (Banquete, 187a7-8). El arte de la música vuelve lo agudo y lo grave concertantes para adquirir armonía. Y en esto es muy claro Platón, «la armonía no podría darse en cosas aún discordantes, lo agudo (ὀξέος) y lo grave (βαρέος), porque la armonía es una consonancia (ἁρμονία συμφωνία ἐστίν)» (187b3-4).

 

No hay consonancia sin armonía. Ojo que el vocablo griego para consonancia es synfonía. Evidentemente, es imposible una sinfonía sin armonía. En este diálogo, Platón utiliza armonía como eufonía, un equilibrio de sonidos que suenan bien, pero no deja de estar presente la idea de la tensión entre dos polos. Porque la armonía no es ni lo grave ni lo agudo, lo discordante, sino lo que está entre ambos y logra concordancia, que es otra manera de traducir el griego συμφωνία. Debido a la díada este mundo es el resultado de la tensión justa entre dos fuerzas que jala cada una en dirección opuesta. La existencia consiste en ese delicado equilibro que surge entre la vida y la muerte. Basta un virus o una bacteria para comprometer ese equilibrio y aniquilarla.

Es necesario un tercer elemento para que esta dialéctica concluya su ciclo. Siguiendo una lógica pitagórica, el propio Aristóteles (De Caelo, 1268a 11-14) reconoció al número 3 fundamental en la comprensión del mundo. «En efecto, tal como dicen también los pitagóricos, el todo y todas las cosas quedan definidos por el tres; pues fin, medio y principio contienen el número del todo y esas tres cosas constituyen el número de la tríada». Con toda certeza, lo habrá escuchado mentar muchas veces en la Academia, pues Platón en Parménides (145a9-11) aborda una idea similar: «Si es un todo, ¿no tendrá principio, medio y fin? ¿O acaso le es posible a algo ser un todo sin estas tres cosas? Si le faltara alguna de ellas, ¿consentiría aún en ser un todo?». En Timeo, por ejemplo, mientras Platón desarrolla la composición del alma del mundo apela a una composición geométrica que ha de partir de una serie de números (1, 2, 3, 4, 8, 9 y 27) que posteriormente han de unirse mediante sus medias armónicas y medias aritméticas, mismas que, a su vez, deben estar engarzadas mediante un tercer elemento. De esta manera el alma del mundo queda compuesta según una progresión geométrica que apela a la escala griega dórica.

Lo relevante de todo este asunto no es tanto conocer los números de la escala musical de ella derivada[4], sino que Platón se percata de que entre una cosa y otra la conexión siempre es necesaria. En ocasiones, no sólo necesaria, sino dota de sentido a lo que se está realizando. Lo notable de lo agudo y lo grave no es lo agudo o lo grave por sí mismos, sino el encuentro que se da a partir de esos timbres que provocan tanto placer al oído. La existencia de lo agudo sólo se explica mediante la de lo grave, pero sólo se comprende cabalmente en la armonía. Aquello que tensa justamente dos polos es lo que permite que el mundo siga existiendo. El calor permite hablar del frío y viceversa, pero no es sino en lo tibio donde el uno y el otro hallan su propósito. Nada puede ser sólo calor o sólo frío porque la existencia sería nula. El calentamiento global es una amenaza a dicho equilibrio y por eso el planeta y todos los que de él dependemos sufrimos las consecuencias. Lo que se calienta de más o lo que se enfría de menos rompe la tensión justa que se había logrado, provocando una disonancia y desarmonía.

 

Corrupción y disrupción: caminos hacia la re-construcción

La humanidad le tiene miedo a las crisis. Huimos de todo tipo de crisis: políticas, económicas, sociales, culturales, personales, maritales, filiales, mentales y físicas, entre otras. Las crisis ponen a prueba el sistema de equilibrio sobre el que se ha basado la existencia. De allí la preocupación de muchos por la presencia de cualquier elemento que pueda desajustar algo. Toda crisis es un periodo de prueba que permite ver las fortalezas y las grietas en la estructura. Son necesarias, forman parte de la díada. El desarrollo de toda existencia consiste en la constante superación de una crisis. Rechazarlas es también rechazar la posibilidad del propio crecimiento.

Estar aquí, leyendo y escribiendo, significa que superamos, al menos, la primera crisis: nacer. No haber logrado salir del vientre materno cuando era debido significaba el fin de la existencia intrauterina y la no existencia extrauterina. Lo mismo de haber salido del vientre antes de lo debido. Nacer es superar la crisis que nos indica que, aunque el vientre materno es lo más cómodo, cálido y placentero que hemos experimentado, es momento de buscar otro lugar donde continuar-iniciar nuestra existencia. Allí ya no cabemos y las contracciones que experimenta la madre son el síntoma de que o salimos-nos sacan o allí terminó todo.

Para comprender mejor esto vendría muy bien recordar a un estoico, Epicteto, quien en su Manual (I, 1) nos advertía que de las cosas que existen «unas cosas dependen de nosotros; otras no dependen de nosotros». Las crisis están dentro de la categoría de las cosas que no dependen de nosotros (al menos, claro, que seamos la causa de dichas crisis). Nosotros no somos causa de la crisis económica, de la crisis de seguridad, de la crisis de salud o de la crisis de la pandemia. Incluso provocándolas, no dependen de nosotros los alcances y efectos de dichas crisis. Porque las crisis tienen su propia existencia.

De nosotros sí depende, en cambio, lo que hagamos con las crisis. Nuestra actitud, comportamiento, creencias, conocimiento y aprovechamiento determinará en mucho el modo de ser al concluirse la crisis. Por un lado, está la especialización de nuestra naturaleza y ser congruentes con quienes somos. Al hacer lo que a cada quien le corresponde hacer estamos haciendo que la lucha para aminorar los efectos y la duración de la crisis esté en nuestro poder. Por otro, también depende de nosotros el modo de encarar la crisis. Puede ser con temeridad, cobardía o valentía. En cada uno de nosotros está hacerlo con virtud y no con miedo.

Las crisis tensan la existencia entre dos polos que exigen una resolución. El movimiento es inminente, o hacia un lado o hacia el otro. La decisión es personal, aunque el impacto de la misma pueda ser social y ecológicamente impactante. Allí está la guerra, madre de todo. El conflicto carga consigo la resolución. Oculta entre los velos superficiales de su temerosa belleza es posible hallar ese lógos. «La armonía oculta es mejor que la visible (ἁρμονίη ἀφανὴς φανερῆς κρείττων)», recuerda Heráclito.[5] Es una advertencia del filósofo de Éfeso. Debemos tener cuidado con la belleza externa, antes debemos ahondar en la interna. Una armonía superficial puede camuflarse muy fácilmente, pero la que hay en el alma, jamás. Igualmente, un conflicto puede ser espantosamente bello, pero el deber es averiguar cuál es el lógos que conlleva. Allí hallaremos la armonía oculta, porque como el mismo filósofo nos dice: «La naturaleza ama esconderse (φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ)».[6]

FOTOGRAFIA TOMADA POR FLOR HERNÁNDEZ

 

Amistad y conocimiento de sí mismo

Aristóteles expresa que allí donde hay amistad la justicia es innecesaria (Ética Nicomaquea, VIII, 1, 1155a 26-27), aunque aclara que los justos sí necesitan de amistad, pues, de hecho, son quienes son más capaces de amistad. Esta reflexión de Aristóteles sobre la amistad arranca asestando una máxima contundente, pues afirma que la amistad «es lo más necesario para la vida (ἀναγκαιότατον εἰς τὸν βίον)» (VIII, 1, 1155a 2-3). Como lo nota muy bien Lledó[7], el griego ἀναγκαιότατον implica una necesidad del tipo comer o beber agua, aquello sin lo cual es imposible mantenernos con vida. Parece que Aristóteles no se anda con rodeos cuando expone lo radical de la amistad en la vida del ser humano. Y es lo que «los amigos potencian el pensamiento, que es la actividad propia del sabio».[8]

Aristóteles brinda, en esta misma obra (Ética Nicomaquea, VIII, 1155a 1-16), siete razones de por qué son necesarios los amigos. 1) Nos ayudan a utilizar mejor los bienes exteriores, 2) facilitan la conversación, 3) permiten paliar las desventuras, 4) ayudan a no errar en el terreno moral, 5) permiten que el anciano siga siendo un agente de praxis, 6) en la edad madura coadyuvan a ejecutar acciones más bellas y dignas de alabanza, y 7) mejoran la vida contemplativa[9]. La amistad es fundamental por lo que provoca. Acerca a las personas entre sí, pues muestra que el tú puede ser un yo y que el yo es un tú. La reciprocidad como requisito indispensable de la amistad. Donde el intercambio de afectos y bienes no existe, la relación no es de amistad; puede ser de placer o de utilidad, pero la amistad implica virtud.

Otro rasgo determinante de la amistad es que sólo puede darse entre iguales. Jamás se puede ser amigo de alguien que no es un igual o a quien no se percibe como un igual. Entre amo y esclavo la amistad es prácticamente imposible, como lo es entre quienes adulan o humillan a los demás. La amistad es un reconocimiento entre iguales. Por eso parece que donde hay amistad la justicia es innecesaria. Los amigos se cuidan, se protegen, se exigen, se aceptan y buscan el bien del otro. Reconocen las similitudes y las diferencias. Los amigos integran en sí mismos la dialéctica que rige al mundo. El amigo contempla los opuestos y logra la concordia, en ocasiones al decretar la necesidad de notas más agudas; en otras, proponiendo sonidos más graves.

La amistad no puede darse por placer ni por utilidad. El vicio no es bienvenido en la comunidad de los amigos. Tener amigos es placentero, pero los amigos no se tienen por placer, éste es una consecuencia de una relación amistosa. Tampoco hay amistad allí donde la relación está unida por un interés, pues en el momento en el que dicho interés desaparezca, así también la amistad. Sin embargo, un amigo siempre genera interés que, como en el placer, sólo surge como consecuencia, nunca como finalidad. La comunidad debería estar sustentada sobre estos cimientos, los de la amistad, entendida ésta como una virtud que unifica los contrarios que perviven en todo ser humano. Así también lo buscaron los apóstoles cuando establecieron las primeras comunidades cristianas tras la muerte de Jesús. La fraternidad, el amor por el otro, era lo que unía a la sociedad. Y es que la amistad genera armonía, pues tensa justamente las cuerdas sobre las que se desarrolla la pólis.

 

Autoconocimiento y comunidad

En Alcibíades Sócrates pretende mostrarle a un joven e inmaduro Alcibíades que para gobernar a un pueblo es necesario primero cumplir con dos requisitos: gobernarse a sí mismo (134c ss.) y saber obedecer (135b). Este diálogo de Platón, cuya autenticidad puso en duda Shcleiermacher, sirvió desde el neoplatonismo como introducción al pensamiento platónico. El diálogo es extraordinario para hacer antropología filosófica, pues en el fondo del mismo se halla la pregunta ¿qué es el hombre?, junto con un sinnúmero de guías para perfeccionar la conducta y el pensamiento humano. Además, es el único diálogo que tenemos de Platón donde la famosa inscripción délfica aparece: «Conócete a ti mismo: γνῶθι σαυτόν».

La tradición cuenta que en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos se hallaba aquella inscripción que Sócrates popularizó convirtiéndola en una de sus máximas. Y es que conocerse a uno mismo es la tarea más compleja. Conocerse es reconocerse, es recordarse, es hurgar en sí mismo y validar lo que somos. Conocerse es un ejercicio dialéctico donde cada individuo habla de sí mismo asumiendo todo lo que se es o, por lo menos, lo que se cree que se es. Somos agentes de pasiones, emociones, libertad y, también, racionalidad. Somos una tensión que busca perpetuamente la justa medida. El imperativo délfico cuestiona la humanidad del ánthropos. ¿Quién eres?, parece leerse en dicho frontispicio. No es posible dar una respuesta certera sin una herramienta, una técnica, un conocimiento, que permita al ser humano ahondar en los oscuros abismos de su propio ser.

Resulta conveniente, ante tal cuestionamiento, dotar al hombre de una herramienta con la que cavar hacia dentro. Tanto los sofistas como Sócrates vieron en la paideia el utensilio con el cual llegar al autoconocimiento. Cuando Platón hace decir a Protágoras en Teeteto (178b3-4) que «el hombre es la medida de todas las cosas (Πάντων μέτρον ἄνθρωπός ἐστιν)» busca desestimar el relativismo que puede de allí desprenderse. Sin embargo, además de la lectura de Platón sobre dicha frase está el entendimiento de que el único que puede develar el mundo, su mundo, su interior, es el hombre mediante otra de las grandes herramientas: el lenguaje, las palabras, el lógos. Así que el hombre sí es, en cierto sentido, la medida de todas las cosas en tanto que el medio con el cual accede a la realidad fue creado por él. Así también, el autoconocimiento es una medida necesaria donde cada uno de nosotros somos la medida de lo que revelamos que somos. De aquí nace la relevancia de la paideia como instrumento que sirve al hombre para desdoblarse y verse desde afuera.

En el caso de Sócrates, esta paideia implicaba el propio uso del lenguaje para corregir o afirmar dicho lenguaje. La mayéutica como arte partero de ideas consiste en la reconfiguración de lo que pensamos que somos, dicen que somos y realmente somos. El foco está en la excelencia humana. Educar en areté, porque el hombre puede ser sólo excelente mediante la virtud. Es esta y no otra cualidad la que otorgará al hombre la configuración que ensalza y nos avienta hacia lo que podemos ser: bellos-buenos o kalokagathós. Conocerse a sí mismo es una invitación a mirarse para educarse. Miro lo que soy y corrijo lo que sea necesario corregir.

Mirarse y cuidarse. Conocerse para cuidar lo que somos y lo que no queremos ser, para cuidar nuestro ser y permanecer en la virtud. Por eso Sócrates invita a Alcibíades a cuidar no lo que tiene, sino aquello gracias a lo cual tiene lo que tiene, es decir, su alma. La máxima délfica, sin embargo, requiere también del cuerpo. Porque el acceso a lo que soy, mi alma, surge mediante el cuerpo. No es imperativo cuidar el cuerpo por el cuerpo, sino por su vínculo con el alma. Alma y cuerpo se tensan en la búsqueda por la mismidad. Como lo advierte Platón en Timeo (87c4-d3): Todo lo que es bueno es bello y lo bello no es desproporcionado (οὐκ ἄμετρον). […] Así, ninguna proporción ni desproporción es más decisiva para la salud y la enfermedad y para la virtud y el vicio que la que existe entre el alma y el cuerpo mismos.

La estrecha relación entre alma y cuerpo es innegable. De allí el desarrollo de Platón a partir de esta confluencia en la psicomatosis y la somatopsique. Cuerpo y alma son una comunidad (κοινωνίας),[10] como está apuntado en Fedón (65a), que ha de aprender a trabajar como tal. Debido a que las necesidades del cuerpo son distintas de las del alma, es que el alma debe mantener un gobierno sobre el cuerpo, pues de lo contrario, la areté y el autoconocimiento serían imposibles. Pero como bien advierte Sócrates en Alcibíades (133b), si un ojo quiere mirarse a sí mismo, debe mirar a otro ojo allí donde reside la visión; de la misma manera, un alma que quiera mirarse tiene que mirar a otra alma en el lugar donde reside lo mejor del alma, la sabiduría, que será la razón.

Conocerse a sí mismo resulta en una tarea fecunda cuando no hay un soliloquio, sino un diálogo, un encuentro entre personas que mediante su lógos le comunican a mi lógos el ser que soy. No existe un tú sin un yo. Conocerse es mirarse en el otro para reconocerse como parte del otro. Yo soy el otro y el otro soy yo. Esta sublime y sutil dialéctica del autoconocimiento devela la innegable solidaridad humana. Sin dicha solidaridad el ser humano jamás lograría saber quién es. El idiótes, en su incapacidad de ver hacia afuera, hacia lo demás, ve de sí mismo lo que cree que es el sí mismo y bucea en el abismo de la ignorancia y del vicio. No sabe hacer comunidad y por eso tampoco puede conocerse. Quien no logra saber quién es inicia un cáncer que infecta vorazmente a la pólis.

 

Edipo como remedio

No hay historia más trágica que la de Edipo. Sófocles logró hacer del mito de Edipo el epítome del autoconocimiento. Peste y pólis unidas gracias a esa ignorancia que tanto denunciaron Sócrates y Platón: la arrogante, la de creer que se sabe lo que no se sabe. «La causa de todos los males»[11] comienza cuando uno mismo piensa que es autosuficiente y que los demás son prescindibles, reutilizables, insignificantes. Edipo creía que sabía quién era, pero no era así. Pensaba que era hijo de Pólibo y Mérope, ciudadano de Corinto, cuando realmente era un tebano hijo de Layo y Yocasta. Este yerro determina el desarrollo de la tragedia, de su tragedia y la de Tebas.

La ciudad es azotada por una plaga debido a una injusticia cometida contra el antiguo rey (Layo) que no ha sido castigada. Ya se cocinaba la máxima socrática que dicta que «cometer injusticia es peor que padecerla y que no pagar la culpa es peor que pagarla»[12]. Tebas sufría a causa de una culpa no pagada. La peste era el efecto provocado por una injusticia hacia quien detentaba el gobierno, independientemente de si Layo era o no un ciudadano ejemplar —la custodia de la esfinge hacia la ciudad indica que no lo era— matarlo es un acto injusto. Edipo no sabía que mataba a Layo cuando lo hizo en el cruce de caminos; desconocía tres puntos: 1) quien tenía enfrente era Layo, 2) Layo era el gobernador de Tebas y 3) Layo era su padre. Al enfrentarlo y darle muerte asesinó al gobernador de Tebas y a su padre, convirtiéndose así, aún sin saberlo, en parricida. Sin embargo, cuando Edipo llega a Tebas entra triunfante, pues vence a la esfinge en el acertijo que mantenía a Tebas sitiada. Edipo llegaba como el remedio (φάρμακον) que la ciudad necesitaba. Sí, pero también traía el veneno que infectaría a la ciudad en los próximos años: la injusticia.

Inicia así un doble proceso de catarsis. Por un lado, Tebas debía ser purificada de la peste al hallar al responsable de la muerte de Layo. Por otro lado, en desconocimiento total, Edipo expiaría la culpa de la ignorancia. El nuevo rey debía encarar la verdad de su propio ser o, de lo contrario, enfermar de muerte a la ciudad y aniquilar su propio lógos. Será la misma hýbris que mató a Layo la que empujará a Edipo hacia el descubrimiento de sí mismo. Esa cólera inflamada lo conducirá por el doloroso proceso de la verdad y le permitirá salir avante. Busca la verdad, rechaza la verdad, asimila la verdad y finalmente la acepta. Este proceso, que llamo afectivo, de la verdad está claramente marcado en Edipo. Quien ha de cumplir la máxima délfica inevitablemente debe atravesar por esta tetralogía. Conocerse a sí mismo consiste en una catarsis, misma que cimenta las bases para la vida en comunidad.

La primera comunidad con la que Edipo, y cualquier hombre, deben lograr armonía es la del alma. Es necesario sintonizar a la razón con la cólera y los apetitos. Conocerse es lograr la areté necesaria para que cada parte cumpla con su función. Porque el imperativo del saber es imperativo de mejorar.[13] El mejoramiento es para sí mismo, pero también para los demás. Porque la kalokagathía de cada ciudadano hace de la pólis un mejor lugar. Por ello, el conocimiento de uno mismo exige la amistad interna, la amistad consigo mismo como la llamó Aristóteles. Dicha amistad tensa los puntos discordantes al interior de cada persona y los une en una melodía consonante.

Al conquistarse a sí mismo surge un estado de justicia, pues cada parte cumple con lo que le corresponde hacer. Además, como se ha visto a lo largo de este desarrollo, el conocimiento de sí mismo implica al otro, siempre al otro, quien me refleja todo lo que soy y lo que no soy, corrige lo que creo ser y afirma lo que sé que soy. Conocerse a sí mismo es un acto de solidaridad, porque quien se conoce se cuida y quien cuida de sí, cuida a los demás. Cuando Edipo acepta que es quien realmente es acata las leyes cuidándose y cuidando a los demás de sí mismo. Él era la plaga por la que Tebas se hallaba en la miseria, por lo que él, también debía ser, nuevamente, el remedio gracias al cual la ciudad recuperaría la salud. Edipo fue la salvación-veneno-salvación de Tebas. Cuando Edipo logra el verdadero autoconocimiento agrega para sí mismo lo excelente que hay en cada ser humano. De esta manera inicia el proceso de recuperación de la comunidad tebana, antes enferma.

Edipo arranca del sufrimiento a su pólis asumiendo para sí el sufrimiento del autoconocimiento. Comprende la magnitud de su injusticia, su no hacer lo que le corresponde, y emprende el exilio. Ha tocado, finalmente, la melodía que le permite un alma en armonía. La catarsis está finalizada en la salud de los demás. La recuperación de Tebas de la peste se trenza con la aceptación por parte de Edipo de su propio ser. Consciente del autoconocimiento como de una dialéctica entre pares escoge la ceguera física como símbolo de la luz que halló en su interior. La ciudad se salva porque un individuo comprendió que debía hacer lo que le correspondía ante sus actos pues cualquier disonancia rompe toda armonía. El equilibrio se ha restaurado. Edipo al saber quién es hizo del mandato délfico una máxima de solidaridad.

Toda peste exige mirar hacia dentro para restaurar la armonía perdida y reestablecer el amor hacia los demás siendo amigo de uno mismo. Es la oportunidad que la naturaleza le brinda al ser humano para recordar que el uno jamás puede sobrevivir sin los muchos. Comunidad y mismidad engarzan sus lazos en una sinfonía majestuosa. Frente a cualquier epidemia o pandemia resulta necesario que todo individuo comprenda su función en el entramado social. Lo que cada persona haga puede estar enfermando o sanando a la ciudad. Y por eso vale la pena preguntarnos, ¿quién de nosotros está siendo Edipo? ¿Cuál Edipo?

 

Bibliografía

  1. Colli, Giorgio. La naturaleza ama esconderse. Traducido por Miguel Morey. Sexto Piso: México, 2009.
  2. Laks, André. La filosofía política de Platón a la luz de las Traducido por Nicole Ooms. UNAM: México, 2007.
  3. Lledó, Emilio. Amistad y memoria. Fineo-UANL: Monterrey, 2008.
  4. Rivadeneyra, Roberto. Música, matemática y gimnasia como remedios y profilácticos para el mal físico, moral y psicológico en Platón (tesis doctoral). Universidad Panamericana: México, 2019.
  5. Vallejo Campos, Álvaro. Adonde nos lleve el logos. Trotta: Madrid, 2018.
  6. Zagal, Héctor. Amistad y felicidad en Aristóteles. Ariel: México, 2014.

 

Notas

[1] Una referencia muy buena para comprender mejor este término la hallo en Álvaro Vallejo Campos, Adonde nos lleve el logos. Para leer la República de Platón, 1ª ed., pp. 102 y ss.

[2] Para una discusión más detallada sobre el tema de la especialización recomiendo la lectura de André Laks, La filosofía política de Platón a la luz de las Leyes, 1ª ed., pp. 19-21.

[3] Cf. 22 B 8; 22 A 22.

[4] Si desean conocer dichos números y su equivalente en notas musicales remito a mi tesis doctoral: Roberto Rivadeneyra, Música, matemática y gimnasia como remedios y profilácticos para el mal físico, moral y psicológico en Platón, pp.193-200; 286-294.

[5] 22 B 54.

[6] 22 B 123. Sobre este fragmento y, en general, el pensamiento de Heráclito, vale la pena el curso que Giorgio Colli dictó sobre el filósofo de Éfeso: La naturaleza ama esconderse, 1ª ed., p. 208.

[7] Cf. Emilio Lledó, Amistad y memoria, 1ª ed., p. 167.

[8] Héctor Zagal, Amistad y felicidad en Aristóteles, 1ª ed., p. 41.

[9] Debo la claridad de esta clasificación al libro de Zagal antes citado: Op.cit., pp. 36-40.

[10] Como opuesto a ἰδιότης que a su vez proviene de ἴδιος que significa peculiar, privado, personal, separado.

[11] Cf. Alcibíades, 118a4.

[12] Platón, Gorgias, 474b4-5.

[13] Cf. Platón, Alcibíades, 133c.