Revista de filosofía

Coronavirus más allá del virus

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FOTOGRAFIA DE GRACIELA LOPEZ, TOMADA DEL PERFIL DE CUARTO OSCURO

 

Resumen

En este trabajo hablo, desde una perspectiva política, acerca del acontecimiento del COVID-19 y del COVID-19 como acontecimiento y como discurso, buscando en la pandemia del nuevo coronavirus aquello en lo que el poder ejerce sus investiduras. Polemizo la aparente inocencia de la medicina y la salud como dispositivos de seguridad, y trato de rastrear la manera en que proceden el biopoder —entendido según Michel Foucault— y el poder soberano —entendido según Foucault, Carl Schmitt y Giorgio Agamben—, para luego trazar conceptualmente un poder al que he decidido llamar “biopoder soberano”. Finalmente, abordo el tema de una crisis que no se reduce a esta emergencia sanitaria excepcional, sino que se desborda por toda nuestra propia situación normal capitalista.

Palabras clave: covid-19, acontecimiento, discurso, biopoder, poder soberano, capital.

 

Abstract

In this work I talk, from a political perspective, about the event of COVID-19 and the COVID-19 as an event and as a speech, searching in the pandemic of the new coronavirus for where the power exercises its investments. I polemicize the apparent innocence of medicine and health as safety devices, and I try to trace the way in which biopower —understood according to Michel Foucault— and sovereign power —understood according to Foucault, Carl Schmitt and Giorgio Agamben— proceeds, to conceptually sketch a power that I have decided to call “sovereign biopower”. Finally, I board the subject of a crisis that does not reduces to this exceptional sanitarian emergency, but overflows all around our own capitalistic normal situation.

Key words: covid-19, event, speech, biopower, sovereign power, capital.

 

No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles.

Walter Benjamin

 

El virus que corona el mundo

Hoy día, pareciera que cualquier cosa que se diga acerca de algo distinto del COVID-19 resulta no ser importante. Por doquier operan diversos procesos de selección y eliminación de temas que no vienen a ser más que “accesorios” para el momento actual. Pareciera también que los diversos escritos de varios intelectuales a nivel mundial hubieran agotado las posibilidades de pensar este acontecimiento o, por lo menos, hubieran sujetado y esquivado su maleabilidad interpretativa, dejándonos libre el paso para ya más bien empezar a construir caminos tomando sus teorías como cimientos a los cuales deberíamos recurrir, agradecidos, como textos de consulta recurrente durante la pandemia. De todos modos, a riesgo de parecer repetitivo, ingenuo o simplemente superfluo, pensé que merecía la pena hacer otro ejercicio más de reflexión y análisis en torno al coronavirus más allá del virus.

No hace falta insistir en que la pandemia nos ha sorprendido y nos ha sacudido. No hace falta tampoco enfatizar en la increíble y exponencial velocidad de su avance, ni en la gravedad de sus efectos. Pero de lo que quiero hablar no es de eso, sino más bien de una serie de interrogantes y situaciones que quedan abiertas, no solamente a partir del virus, sino sobre todo a partir de cómo nos hemos mostrado frente a él.

El problema del COVID-19 como virus ha esparcido una multiplicidad de problemas relacionados con el COVID-19 como acontecimiento y, al mismo tiempo, como discurso. No me refiero con esto simplemente a los discursos médicos, sino sobre todo la medicalización de los discursos, que nos advierten, como entre líneas, que la enfermedad es el otro y el afuera. La evidente solución tentativa ha sido entonces el aislamiento preventivo, la separación obligatoria, el encierro responsable, el estado de sitio domiciliar.

Enfermos reales y virtuales hemos sido encerrados según prácticas sanitarias y securitarias que no logran ser neutrales. Infectados y sospechosos somos apartados y vigilados al margen del flujo social, no soportando ya vernos circular y mezclarnos en la cotidianidad. Cualquier estornudo nos delata, nos acosa y nos acusa de ser un peligro a la seguridad y la salud públicas. Nuestro lugar es, por ahora, no tener lugar. Debemos excluirnos y ser excluidos.

El cierre de fronteras no se ha gestionado sólo a nivel internacional, sino también desde diversas esferas micropolíticas. Las prácticas de soberanía se han manifestado no sólo a nivel estatal, sino también a nivel personal. La frontera también es el cuerpo; y su muralla, el tapabocas. El mensaje es claro: prohibido el paso.

¿Cómo establecer relaciones con lo que está fuera de toda relación, ahora que la palabra “contacto” lleva la connotación contagio? No me cabe duda de que el aislamiento es una medida inmunitaria bastante efectiva para evitar y prevenir contagios masivos y una propagación aún más exponencial del virus (lo cual, además, funciona de manera excelente como recordatorio de que el cuidado de sí y el cuidado del otro van radicalmente juntos). Lo que interrogo, sin embargo, es cómo el problema del contagio y la salud, como categorías biológicas, se han acoplado de maravilla con otras operaciones políticas que parasitan los discursos y las medidas sanitarias que se han tomado a nivel nacional e internacional. Hoy se ha hecho particularmente vigente la figura de la inmunidad[1] que acecha a la comunidad; la inmunidad que no sólo se remite a una categoría médica, o incluso jurídica, sino sobre todo a una estrategia política.

 

Nadie es profeta en su tierra

La pandemia del COVID-19 nos ha obligado a salir de ciertos paisajes familiares hacia terrenos cuyas cuadrículas no estaban presupuestas ni presupuestadas. Nos enfrentamos, en verdad, a una cierta imposibilidad comprensiva. El acontecimiento acaece por fragmentos, regiones, niveles, y socava aquello sobre lo que se lo quiere hacer reposar. Es inmediatamente desconcertante, intransitable e intraducible. Necesitamos cierto alejamiento, cierta separación temporal o epistémica, para pensar el acontecimiento con más detenimiento que prisa. Necesitamos una “sana distancia” (lo cual implica, a mi parecer, no estar todo el tiempo pegados a las pantallas buscando noticias que frecuentemente no hacen mucho más que ir sumando casos al mismo tiempo alarmantes y alarmistas).

Por ahora, la pandemia se resiste a la mirada de topo del sabio que, apenas balbuceante, no logra jamás emprender su vuelo como el búho de Minerva. La conciencia, como nos recuerda Hegel,[2] llega post festum, y este complejo acontecimiento nos obliga, como señalan María Antonia González Valerio y Rosaura Martínez Ruiz, “a una reflexión pausada para procurar vislumbrar las muchas perspectivas y situaciones que están imbricadas. Una pausa que sin embargo llegará después. El momento actual respira aires de urgencia”.[3]

Resulta indispensable, para ver con otras luces lo que está sucediendo, modificar el sistema general de archivo del que dependen nuestras interpretaciones, nuestras formaciones discursivas y nuestra producción del campo enunciativo. Pero también es imprescindible movernos dentro de nuestro archivo actual para que el acontecimiento no se nos aparezca extremadamente borroso y no nos quedemos pálidos, estériles, impotentes frente a él. Que no nos traicione el archivo ni nos pase, como a Carlos Monsiváis, que o ya no entendemos lo que estaba pasando, o ya pasó lo que estábamos entendiendo.

Parece entonces prudente tomarnos la molestia de escuchar el acontecimiento, especialmente en lo que puede tener de único y de agudo, en vez de sencillamente añadirle, de manera apresurada, indiscriminada e irresponsable, piezas y figuras extrañas a él. No es momento para ponernos la capa de brujo o vestirnos de falsos profetas.

Aunque es innegable que hemos salido –nos han sacado- del viejo habitus, tampoco estamos absolutamente en tierra virgen. Algo podemos y, creo, debemos hacer; o mejor, no hacer. No nos apresuremos a juzgar la pandemia desde un ingenuo profetismo crepuscular, incluso apocalíptico. Aunque no podemos evitar sentir tanto temor como la situación se merece, habría que evitar el pánico desesperado, exacerbado y exagerado que se canaliza solamente en el célebre virus (especialmente cuando se convierte en una especie de esquizofrenia irresponsable o en una paranoia conspiranóica que atribuye la emergencia del COVID-19 a sujetos súper poderosos que pueden vanagloriarse de él). Recordemos que el acontecimiento tampoco es inmortal ni originario, sino que es a la vez portador y productor de historia. Recordemos, pues, que la emergencia del nuevo coronavirus se ha hecho presente en un estado determinado de las relaciones de fuerza, así como también del sistema de archivo discursivo.

 

El discurso del coronavirus y el coronavirus como discurso

Todo discurso está a la vez más y menos poblado de lo que cree. Nunca es sólo lo que dice ni lo que se dice, y decir es de por sí siempre hacer algo distinto a simplemente expresar lo que se piensa o traducir lo que se sabe. Es por ello que resulta tan complejo hablar de discurso; no tanto por lo que en él se refiere a una suerte de analítica de la verdad de sus enunciados, sino más bien por lo que se refiere al juego político de las relaciones de poder que lo atraviesan, lo ocupan, se introducen en él y en él emergen y se exponen. El espacio del discurso abre toda una serie de operaciones políticas.

 

FOTOGRAFIA TOMADA DEL INSTAGRAM DE ERINK TEOTL

Diversos efectos de poder-saber se producen, se articulan y se envuelven en nuestras sociedades alrededor del discurso; efectos que, por sus propios procedimientos, rigen las formaciones del campo enunciativo, sus reglas de composición y las relaciones que les sirven de soporte. Las condiciones de emergencia y funcionamiento de todo acontecimiento discursivo están siempre ligadas circularmente a los sistemas de poder que las producen y las mantienen, a un incontrolable campo de fuerzas que no es creado propiamente por los saberes ni a partir de su palabra. Todo saber, antes de empezar a hablar, está ya atravesado por una multiplicidad de relaciones de poder.

Ahora bien, sabemos que sucede, en general, que se acepta políticamente aquello que se presenta como desde un cierto umbral de indiferencia política, es decir, como si fuese apolítico y estuviera “fuera del poder”. Y sucede hoy lo mismo, en particular, con la medicina y la salud, a las que la pandemia ha convertido en una especie de nuevas religiones, con pedestal, altar y todo eso. Pero, aunque se suele teatralizar y descarnar la estrecha relación de la salud con la política en nombre de una falsificada y fraudulenta neutralidad biológica, lo médico también es político.

La medicina no es una pura ciencia ni una ciencia pura. Ante todo, es una formación discursiva. En cuanto tal, sus dominios de aparición tienen historia y efectos políticos. De este modo, la problemática que aquí me interesa no es saber cuál es el poder que pesa, como desde el exterior, sobre la medicina, sino más bien qué efectos de poder circulan entre sus discursos; o bien, siguiendo a Michel Foucault, “cuál es de algún modo su régimen interior de poder”.[4]

Entre la aproximación al COVID-19 como virus y la aproximación a éste como discurso, quizás no haya una diferencia demasiado grande de objeto o de dominio, pero sin duda lo hay en cuanto al punto de arranque, a la perspectiva y a los cuestionamientos. No me interesa demasiado la composición proteínica del nuevo coronavirus, sino la producción y el desarrollo de la formación efectiva de los discursos que se adhieren viralmente a él y a partir de él, construyendo diversos dominios de gestión y de poder (incluso de espectáculo). El material que aquí entra en vigor es una multiplicidad compleja y espesa de acontecimientos que circulan en el espacio de los discursos del coronavirus y del coronavirus como discurso.

Puede parecer un poco áspero tratar a la medicina y a la salud no a partir de la dulce y desinteresada pureza que en ellas se dice expresar, sino a partir de un oscuro y difuso conjunto de ejercicios de poder. O quizás, como escribe Foucault, “no debiera hablarse de oscuridad, sino de una luz un poco turbia, falsamente evidente y que oculta más de lo que manifiesta”.[5] Es cierto que llega a ser desagradable hacer aparecer una serie de movimientos políticos allí donde se tenía la costumbre de ver desplegarse, en su transparencia y su inocencia, los juegos limpios del cuidado de sí y del otro.

Resulta en verdad desconcertarte y un tanto incómodo reconocer que la medicina no es ese consuelo que dice ser, puesto que en ella se aglutinan súbitamente multiplicidades grumosas de relaciones de poder. Tantas cosas nos sujetan ya, que no queremos que lo hagan también las ciencias de la salud. Es insoportable. Y es comprensible que lo sea. Pero no por ello debemos preferir ilusionarnos con una consoladora bondad de la medicina, tan tierna, que se preocupa inocentemente por el bienestar de la especie humana. También la medicina debería voltear su aguijón hacia sí misma para descubrir lo que en ella puede haber de peligroso.

Pensar las condiciones anfibias de la medicina y la salud en relación con la política debería tener, como los virus, cierto poder de contagio. En el ejercicio mismo de portar el discurso y detentar una palabra que toma a la vida —y particularmente a la vida saludable— como su objeto precioso se reúne toda una red compleja de poderes que penetran en el corazón de la medicina y de la salud. ¿Qué produce, por ejemplo, el hecho de que se tomen medidas políticas a partir de discursos médicos, o mejor dicho medicalizados, en nombre de la salud pública? Estoy convencido de que las únicas respuestas decentes han de ser políticas. Entonces, ¿qué miedo es ése que nos hace responder en términos meramente médicos cuando se nos habla de situaciones políticas? He ahí el poder del discurso; he ahí el discurso del poder.

La salud y la medicina, lejos de ser esos elementos transparentes, inocentes o neutros en los cuales la política se pacifica y el discurso de despolitiza, son unos de los puntos preferidos en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes. Los discursos y las medidas que se han adoptado nacional e internacionalmente frente a la pandemia del coronavirus no revelan, por lo tanto, una limpia preocupación universal por la salud, sino que han sacado a relucir ciertos poderes fundamentales de afirmación y administración de la vida. No lo saben, pero lo hacen.

 

Medicina y salud como dispositivos de seguridad

El COVID-19 ha llegado a ser el banco y el blanco favorito de un amplio abanico de acontecimientos discursivos, no sólo acerca de lo patológico, sino sobre todo acerca de la peligrosidad y la seguridad de las poblaciones. La medicina y la salud han tomado, de manera privilegiada y poderosa, el papel de dispositivos de seguridad.

La medicina se ha convertido en aquello por lo cual las poblaciones deben pasar para acceder a su propia seguridad y a la totalidad de su salud. De ahí la increíble importancia que los gobiernos le han reconocido y, al mismo tiempo, el reverencial temor en el que la han envuelto; de ahí el entusiasmo global por la medicina y, simultáneamente, el fenómeno de que, de pronto, todos los enigmas del mundo nos parecen tan ligeros comparados con los problemas de la medicina. Al mismo tiempo, la pandemia ha desatado un exacerbado deseo de salud: deseo de tenerla, de acceder a ella, de descubrirla, de liberarla, de articularla como discurso, de formularla como verdad y de contraponerla a la peligrosidad y a la enfermedad. Esa deseabilidad de la salud nos ata al orden y a la orden de interrogarla, de sacar a la luz su ley y su poder mediante las más obsesivas confesiones.

Tal vez nunca antes nos habíamos dedicado con tanto fervor y con tanta ansiedad a interrogarnos sobre la salud, pretendiendo arrancar de su noche a la preocupación, supuestamente pura, por nuestros hábitos, nuestras instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes y nuestra higiene. Pero no es un fenómeno puramente médico el hecho de que amemos la salud con tanta pasión, de que se haya vuelto tan deseable conocerla y tan valioso todo lo que de ella se dice, de que se nos incite a desplegar todas nuestras habilidades para sorprenderla y se nos imponga el deber de forzar sus secretos y extraer sus confesiones más verdaderas, o de que se nos culpabilice por haberla ignorado durante tanto tiempo.

La monarquía de la salud, resguardada por la caballería de la medicina, merece causar cierto asombro y siquiera un mínimo de sospecha en la medida en que el problema se piense socialmente más que individualmente; políticamente, más que biológicamente. Decir a la salud no es de suyo decir no al poder; muy por el contrario, el poder incorpora a la salud a un cálculo de costos y, lejos de establecer la división binaria entre lo permitido y lo prohibido en términos puramente médicos, fija, por una parte, la media que ha de considerarse como óptima y, por otra parte, los límites de lo aceptable, más allá de los cuales ya no habrá que pasar. De este modo, se vuelve posible esbozar, fabricar, trabajar, organizar, acondicionar y regularizar toda una distribución administrativa y administrable de las palabras y las cosas, de los discursos y los cuerpos.

Apoyadas en una serie de datos estadísticos y médicos, las medidas de salud pública han tratado de maximizar los elementos y los recursos, así como de minimizar la circulación y los contagios, sin desconocer que jamás se los suprimirá o contendrá del todo. Trabajan con cantidades que son maleables, incluso reductibles, pero nunca por completo. Entonces, como no se puede anular la peligrosidad, se trabajará sobre probabilidades de seguridad.

Más que de un asunto de disciplinas, la medicina-consuelo y la salud-imperativo se tratan de fenómenos securitarios que logra inducir e incidir dentro de las políticas públicas y al interior de los procesos y las relaciones sociales. Pero cabe interrogarnos, ¿de qué tipos de salud tienen necesidad las sociedades actuales?

 

Pandemia y biopoder

Como era de esperarse en un artículo más o menos filosófico acerca de la pandemia del COVID-19, voy a caer en el lugar común y poco original de intentar pensar este acontecimiento apoyándome del célebre Michel Foucault -quien, para variar, murió enfermo de un virus- y de aquel sonadísimo concepto suyo que resulta tan a la mano en estos tiempos: el biopoder.

Los poderes que se hacen presentes en el fenómeno de la pandemia no se manifiestan simplemente en las medidas restrictivas que nos instan a quedarnos en casa (y que, por cierto, no por ser prohibitivas son en sí y para sí dominadoras u opresoras, pero tampoco por tomar a la salud pública como motivo y fundamento son en sí y para sí benevolentes). El poder puede mucho más que prohibir que nos asomemos por la puerta. No salgan de casa. No se relacionen. No se organicen. No se digan nada. Dejen que los discursos oficiales produzcan el saber de la verdad y la verdad del saber. Si el poder no fuera más que represivo y no hiciera otra cosa que prohibir, no se le obedecería tan de buena gana. Pero no es sólo coactivo, sino también creativo. Tiene sus potencias positivas que le permiten, no sólo contener, sino sobre todo ordenar, organizar, conducir y concluir las conductas y las disposiciones de los otros, incluso en los ámbitos microfísicos y en el complejo campo de sus procedimientos. Dicho de otro modo, si el poder es fuerte, se debe a su capacidad de producir efectos positivos, incluso en el campo de la salud y la vida. ¿Cómo se relaciona, entonces, el poder con la vida? He aquí el problema del biopoder.

El biopoder no es una sustancia, un fluido o algo que emana. No se trata de principios, reglas o teoremas, sino de un conjunto de mecanismos, procedimientos, técnicas, tecnologías, dispositivos y relaciones de poder que se ejercen sobre la vida y su gestión. Consiste, en otras palabras, en un poder que, lejos de estorbar la vida y la salud, las ha pasado a administrar. Lo cual no significa, empero, que la vida haya sido exhaustivamente subsumida por técnicas que la conocen y la dominan. Ella escapa constantemente al poder-saber, sin estar por ello plenamente presente al margen de él. No hay que imaginar una instancia específica de la vida que estuviese propiamente en contacto político con el biopoder, sino que más bien este último se ejerce precisamente organizando y administrando aquélla. El biopoder, por lo tanto, es precisamente aquello que hace entrar a la vida —y sus procesos— en el dominio de una administración calculadora que la sujeta.

En el primer volumen de su Historia de la sexualidad, Foucault distingue al biopoder del poder soberano, cuyo privilegio primordial consistiría en el derecho de disponer de la vida de los súbditos. Si el soberano la garantiza, también puede proceder a quitarla. Sin proponerse necesariamente la muerte directa de los súbditos, pareciera lícito para él exponer sus vidas. En este sentido, el soberano ejercería sobre ellos un derecho indirecto de vida y muerte. Pero si alguno de los súbditos se levanta contra éste, entonces puede, a título de castigo, ejercer sobre la vida de aquél un poder directo: el derecho de hacer morir. De este modo, el derecho de vida y muerte no es absoluto, sino relativo, pues está condicionado por el delito y el castigo. No obstante, sigue siendo un derecho disimétrico fundado en una desigualdad necesaria y en la necesidad de la desigualdad. El soberano, según Foucault,

“[…] no ejerce su derecho sobre la vida sino poniendo en acción su derecho de matar, o reteniéndolo; no indica su poder sobre la vida sino en virtud de la muerte que puede exigir. El derecho que se formula como “de vida y muerte” es en realidad el derecho de hacer morir o de dejar vivir. Después de todo, era simbolizado por la espada. […] El poder era ante todo derecho de captación: de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida; culminaba en el privilegio de apoderarse de ésta para suprimirla.”[6]

La fórmula propia del poder soberano es aquella de hacer morir y dejar vivir. Pero desde que los poderes asumieron como función y tarea administrar la vida en lugar de suprimirla, la fórmula inversa, hacer vivir y dejar morir, se ha convertido en la razón de ser y en la lógica de su ejercicio. Tal es la forma de proceder del biopoder. El derecho de muerte se ha desplazado políticamente hacia las exigencias de administrar la vida. De este modo, por ejemplo, las cuarentenas obligatorias que vivimos hoy día no se hacen en nombre de un soberano al que hay que defender, sino que se practican en nombre de la vida y de la necesidad que tenemos de sobrevivir. Y aunque la muerte se permite, no se desea; no por motivos humanitarios, sino administrativos. El interés del poder por la vida no se debe tanto a una preocupación ética por su bienestar (en realidad es la menor de las preocupaciones), sino sobre todo a un extraño y perverso deseo de control. Tal como indica Foucault: “El cuidado puesto en esquivar la muerte está ligado menos a una nueva angustia que la tornaría insoportable para nuestras sociedades, que al hecho de que los procedimientos de poder no han dejado de apartarse de ella. […] Ahora es en la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su límite, el momento que no puede apresar”.[7]

FOTOGRAFIA TOMADA POR FLOR HERNANDEZ

¿Para qué calcular y administrar la vida? Por supuesto, para invadirla, controlarla y modificarla. El arma del biopoder no es la muerte ni la amenaza permanente de invocarla. No se trata de hacer jugar la muerte allí donde la vida se vuelve desobediente, invocando un poder que consiste en suprimirla, sino más bien de distribuir lo viviente en un dominio de utilidad y de gestión; de medir, organizar y jerarquizar la vida en vez de simplemente anularla gracias a una opacidad asesina. El formidable derecho del soberano parece ahora, según Foucault, “[…] el complemento de un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales”.[8]

Así como lo médico se refleja en lo político, sucede lo mismo con lo biológico. Los fenómenos de vivir y enfermarse se convierten en objeto y apuesta del juego político. Incluso en lo que pareciera ser obra de la naturaleza, como un virus, interviene la política. La vida y la muerte, el cuerpo y su fragilidad, la salud y la enfermedad, no son simples hechos aleatorios y azarosos que suceden espontánea e inaccesiblemente de tiempo en tiempo, sino que pasan al campo de control e intervención del biopoder.

El biopoder no se las ve simplemente con sujetos de derecho sobre los cuales recae la amenaza última de asesinato. Su ejercicio se centra en seres y procesos vivos, y su dominio se desplaza de la espada a la vida, a la que toma a su cargo para abrirse acceso al cuerpo que él mismo fabrica y el cual combina la disciplina de los individuos y la regulación de las poblaciones.

El biopoder se ejerce tanto en formas anatomopolíticas como en formas biopolíticas. La anatomopolítica se ejecuta como disciplina sobre los cuerpos individuales. Por ejemplo, durante la pandemia del COVID-19, a través de los crecientes reglamentos y hábitos de higiene, como los regímenes de lavado de manos de treinta segundos, mediante las obligadas adaptaciones que hemos tenido que acoger frente a las tecnologías de teletrabajo y educación a distancia a las que la mayoría no estábamos habituados, a través de las nuevas restricciones, coerciones e hipervigilancias físicas y virtuales que la cuarentena nos ha obligado a adoptar, etcétera. La biopolítica, por su parte, se ejerce sobre el cuerpo-especie, que escalona una multiplicidad de tácticas, dispositivos y procedimientos diversos que residen y se practican en el nivel de los fenómenos masivos de población.

El biopoder da lugar a una red diversa de mecanismos a nivel macro (como estimaciones estadísticas, exámenes médicos y pruebas de COVID-19 en gran escala, o como la recurrente voluntad de verdad de algunos gobiernos que pretenden el monopolio legítimo de la producción, canalización y transmisión del saber acerca de la “situación real” de la pandemia), pero también abre toda una microfísica de poderes moleculares que facilitan que las conductas sean acorraladas y los movimientos perseguidos (como la hipervigilancia infinitesimal de los vecinos y la familia, que incluye una variada gama de amonestaciones morales que dicen ser médicas).

Hoy por hoy, en el tiempo del peligro de un acontecimiento viral, la administración de la vida y la salud parecen importar más que la vida y la salud mismas. La manera en la que cada sociedad se entera del COVID-19 y se enfrenta a él parece convertirse en su índice de fuerza, que revela al mismo tiempo su energía política y su vigor médico. Pero no estamos meramente ante un bienaventurado combate mundial contra un virus, sino también frente un litigio fundamental sobre la administración de la vida en relación con su correlato necesario, la permisión de la muerte. Si Aristóteles[9] afirmaba, hace más de dos mil años, que somos animales biológicamente vivientes capaces de una existencia política, hoy por hoy la pandemia nos recuerda que nos hemos convertido en seres en cuya política misma está puesta en entredicho nuestra vida biológica.

 

La excepción como norma y el hambre canina de biopoder soberano

A pesar de los pesares de la lectura que hace Giorgio Agamben[10] sobre el acontecimiento del COVID-19 (y que ha sido tan duramente criticada tras ser publicada, principalmente por servirse indiscriminadamente de la pandemia para ver apresuradamente reflejadas sus teorías en el mundo, en vez de tomarse la molestia de atender a la situación concreta), me interesa retomar algunos de sus conceptos clave, incluyendo aquél que ha quedado tan manchado, el estado de excepción, en la medida en que, tal como la historia latinoamericana nos lo ha enseñado, éste ha sido una pequeña puerta por la que ha podido entrar cualquier Mesías, o por lo menos cualquier soberano.

El estado de excepción se trata menos de estar fuera de la norma que de salir de ella. No consiste en la mera suspensión de ésta, sino de las condiciones normales que la hacen posible; pues la norma, según Agamben, “[…] se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella”.[11] De aquí que el estado de excepción no sea un caos anterior al orden, sino la situación que resulta de su suspensión. O bien, siguiendo nuevamente a Agamben: “No es la excepción la que se sustrae a la regla, sino que es la regla la que, suspendiéndose, da lugar a la excepción”.[12]

No existe un solo derecho que sea aplicable a un caos, ya que toda norma requiere que las condiciones de vida a las cuales se aplica efectivamente y quedan sometidas a su regulación normativa, tengan una configuración normal. Pero la situación actual no es normal. Ahora bien, ¿quién decide si la situación es o no, en efecto, normal? ¿Quién crea esa situación y la garantiza? Tanto para Carl Schmitt[13] como para Agamben, quien decide acerca de la situación normal y el estado de excepción es la figura del soberano (que ha adoptado la forma moderna del Estado-nación; y aunque los procesos de globalización pretendan diluir los contornos entre una soberanía y otra, la pandemia nos ha hecho recordar que las fronteras siguen ahí, invisibles como el virus).

La excepción, según Schmitt y Agamben, es más interesante que la normalidad, pues puede decirnos algo más que no pueden los casos normales o, por lo menos, puede manifestar a la norma en su excepcionalidad y traducirla en claves que no son tan distinguibles en condiciones normales. Pero, además, es la excepción la que funda, poniéndose a sí misma como situación límite, la posibilidad misma de algo como una “situación normal”. De esta suerte, aun los casos excepcionales, que escapan a la situación normal en tanto que no hacen parte de sus códigos, no quedan por ello absolutamente privados de conexión con ella. Cada excepción es simultáneamente un debilitamiento y un reforzamiento de la norma; ante todo, se trata de transmutaciones.

La situación normal no es una estructura rígida, sino una serie de relaciones móviles que se estiran. No se limita a distinguir entre lo que está dentro y lo que está fuera de su orden, sino que logra incluir aquello que es excluido: es capaz de interiorizarlo y encerrarlo bajo la forma específica de la excepción. La norma se dilata para alcanzar lo excepcional, y lo excepcional manifiesta que la norma está siempre más allá de sí misma. Pero la mayor ironía de la excepción consiste en que, según Agamben, “[…] ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en la regla”.[14]

El ordenamiento de una situación que ha de ser llamada “normal” no consiste solamente en una conquista de tierras y personas, o en una simple imposición de cierto orden jurídico, sino también en la localización, codificación y ocupación del otro y del afuera, que son excepcionales por excelencia. Ahora bien, nuestra normalidad real, práctica, concreta, no sólo realiza esa “exclusión inclusiva”, en la cual incluye lo que es expulsado de ella, sino que al mismo tiempo opera una terrible y temible “inclusión exclusiva”, en la cual expulsa algo que había sido incluido dentro de ella. Nuevamente, hablamos del otro (que suele ser pobre, migrante, mujer, homosexual, indígena, enfermo, etcétera).

¿Del otro puede decirse si está fuera o dentro, por ejemplo, de las normas y las medidas de salud pública? Si, como decíamos en el apartado anterior, el biopoder hace vivir y deja morir, podemos encontrar en la figura del otro la encarnación por excelencia de aquél a quien el poder no tiene ningún empacho en dejar morir. El otro es abandonado, de hecho y de derecho, por la administración de la vida; o bien, el abandono de su vida es administrado. Al otro se lo mantiene dentro de la norma abandonándolo. Se le incluye excluyéndolo. Este es, creo yo, el problema fundamental: nuestra situación normal no es menos terrorífica que el caos excepcional.

La administración de la vida y la masificación de la muerte no son producto único del virus. Detrás de ellas se ocultan una serie de procedimientos que nomadizan, hibridan y saltan entre el biopoder y el poder soberano. La mortalidad, la longevidad y los niveles de salud de las poblaciones no sólo son biopolíticamente localizable, sino también soberanamente dirigibles. Ni siquiera las muertes aparentemente indiscriminadas que el COVID-19 ha propiciado son del todo aleatorias. En muchos países, por ejemplo, se está decidiendo arbitrariamente acerca de quién vive y quién muere.

Fijémonos, por decir algo, en el sonado caso de Italia. La soberanía exacerbada ha decidido dejar morir a las personas mayores de ochenta años. Se han vuelto sacrificables. Si se contagian, nadie los atiende. Se han convertido en la personificación de otro de los conceptos clave de su compatriota Agamben, el Homo sacer. ¿Será porque representan un peligro para la administración de la vida, o más bien la administración de la vida representa un peligro para ellos? La gestión biopolítica de su vida y su muerte, que precede por mucho a la pandemia, se vuelve aparentemente aceptable con ella. ¿Acaso la toleramos sólo porque no encontramos otra opción que dejarla operar?

Otro caso profundamente problemático es el de Filipinas, donde el presidente Rodrigo Duterte autorizó a los cuerpos policiales disparar a quienes incumplan con la cuarentena obligatoria. Esta es su consigna: no aparezcan si no quieren desaparecer. La vida de los filipinos se les presenta como radicalmente expuesta a la muerte; su existencia se invierte para sí como renuncia a su propia existencia so pena de ser suprimidos; su situación es la alternativa entre dos inexistencias; su vida es su propia anulación.

No es el aumento en el número de personas descartables lo que hace necesario al biopoder, sino que, a la inversa, es el desarrollo del biopoder el que vuelve a las personas descartables. Ciertas prácticas mortales como las que ocurren en Italia -o en Guayaquil, o en Nueva York, y un triste etcétera-, o incluso franca y abiertamente asesinas como las que suceden en Filipinas -y otro tristísimo etcétera-, han llegado a ser vitales para la administración biopolítica de unas poblaciones que viven a costa de la muerte de sí mismas. Como advierte Foucault, “el poder de exponer a una población a una muerte general es el envés del poder de garantizar a otra su existencia”.[15] Italia le acordó suficiente edad a la vida como para tornar aceptable la muerte, y la administración de la vida en Filipinas quizás oculta una secreta voluntad de muerte (tal vez una verdadera necropolítica encubierta). Nos encontramos aquí ante el principio de dejar morir para hacer vivir o, directamente, poder matar para poder vivir. ¿Y quién decide acerca de este principio? Ciertamente, no las leyes naturales. Si seguimos la argumentación de Schmitt y de Agamben, podríamos decir, tentativamente, que la decisión está recayendo en gran medida en la figura del poder soberano.

El poder soberano decide y condena, mientras que las poblaciones son condenadas a ser decididas. Si vivimos o morimos pareciera ser una cuestión que nos incumbe menos a nosotros que a la figura soberana del poder, en cuya gestión de la vida lleva en sus manos la muerte. La decisión de quién tiene derecho a la salud y quién no, quién tiene derecho a la vida y quién no, es a la vez límite, escándalo, incluso paradoja del biopoder en su relación con el poder soberano, pero no contradicción, gracias a la producción biopolítica del cuerpo-especie. La muerte de algunos cuerpos individuales, “débiles” y “prescindibles”, se ha hecho tolerable gracias a una biopolítica que se jacta, campante y rampante, de estar “salvando a la especie”; y, si bien acepta que sin individuos no existiría la especie, proclama y reclama que ningún individuo es indispensable para que ésta exista. El poder es astuto, meticuloso, y puede incluso invertir su representación para hacerse aparecer como esquivando exactamente lo que hace. Así, se vuelve posible la decisión del “biopoder soberano” de dejar morir a quienes significan una suerte de peligro biológico para el resto de la población.

El acontecimiento-pandemia no sólo ha separado a las poblaciones en cuarentena, sino que ha unido con un fuerte abrazo al biopoder y al poder soberano. La pandemia ha permitido ver con cierta claridad que el soberano no sólo pretende el monopolio legítimo de la fuerza (como pensarían Thomas Hobbes[16] y Max Weber[17]), ni solamente decide sobre lo lícito y lo ilícito, sobre el derecho de hacer morir y dejar vivir (como pensaría Foucault), o sobre la situación normal y la situación excepcional (como pensarían Schmitt y Agamben), sino que incluso decide sobre la implantación e implicación de la vida en la esfera de la administración o, dicho de otro modo, sobre la gestión de las relaciones de vida. Es decir (muy a riesgo de que Foucault se perturbe desde su tumba en Francia y Agamben desde su casa en Italia por lo que estoy a punto de decir), el poder soberano también decide acerca de los mecanismos, los procedimientos, los dispositivos y las tecnologías del biopoder.

El carácter normativo del biopoder, o su condición de devenir-norma, de convertirse en situación normal, no se debe fundamentalmente a que ordene y prescriba, sino a su capacidad productiva de crear el ámbito de la propia referencia en la vida. El biopoder se trata antes de la sujeción de la vida en una situación administrable que del castigo a aquello que altera precisamente esa situación administrativa y administrada. También el biopoder requeriría crear las condiciones de vida a las cuales se aplica efectivamente y quedan sometidas a su administración, para que pueda tener una configuración normal. En el ejercicio del biopoder, por lo tanto, interviene de manera exacerbada la figura del poder soberano.

Ahora bien, yo me pregunto, ¿cómo le hicimos para llegar a dejar morir, o incluso directamente hacer morir, en nombre de una santa cruzada por hacer vivir? ¿Cómo pueden los poderes ejercer en el acto de dejar morir sus más altas prerrogativas, si su papel mayor pretende ser el de asegurar, reforzar, sostener y multiplicar la vida y ponerla en orden, es decir, hacer vivir? ¿Cómo le hicimos para llegar a inmolar la vida en nombre de la salud pública, para la cual ningún sacrificio parece demasiado grande? ¿Qué tanto de la pandemia es excepción y qué tanto es norma? ¿Qué tanto de lo que es excepcional estamos normalizando? ¿Qué tanto de lo que ha resultado hasta ahora normal nos está pareciendo excepcional? ¿Qué tanto que “debería” ser normal es excepcional? ¿Qué tanto que “debería” ser excepcional resulta normal? ¿Cuánto tiempo dura una situación excepcional antes de convertirse en situación normal?

FOTOGRAFIA TOMADA DEL INSTAGRAM DE ERINK TEOTL

 

Al César lo que es del César

Si hubiera normalmente sistemas de salud adecuados y suficientes, tal vez el biopoder soberano no tendría que estar decidiendo ahora de una manera excepcional y masiva quién vive y quién muere. Pero no los hay. Sin embargo, el colapso sanitario no es un fenómeno nuevo (ni mucho menos un hecho natural); es, en parte, la resultante de un constante y perverso deterioro político. En Italia y en todo el mundo (aunque cabe mencionar el caso de aquella pequeña isla caribeña que tan excepcionalmente se maneja en estos asuntos y cuya situación en lo que se refiere a la pandemia del COVID-19 lo demuestra, incluso mandando ayuda a otros países: Cuba). Los mismos Estados que siempre corren a salvar a los grandes bancos cuando éstos pierden ganancias se quedan sin recursos para atender la salud de las personas. Es algo similar a cuando el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional niegan fondos a los países para buscar agua a cien metros bajo tierra, pero les ofrecen excavar pozos de tres mil metros para buscar petróleo.

Lo que hace unos meses era para muchos un desvío ligeramente divergente y sumamente lejano, de allá por la China, se ha convertido aquí y ahora en una ruptura fundamental. Ese problemilla lateral se ha convertido en un gigantesco problema central alrededor del cual parecieran comenzar a gravitar los demás, y todas las crisis actuales parecieran brotar de su seno y pertenecerle. Pero esta ilusión no es más que una inversión espectral de nuestras relaciones sociales envueltas en un carácter fetichista; no es más que un quid pro quo, es decir, tomar una cosa por otra.

Karl Marx hablaba del carácter fetichista propio de la mercancía, el cual consiste en tomar las relaciones sociales entre personas como relaciones sociales entre cosas. Eso sucede todo el tiempo. Pero también está sucediendo lo opuesto, en un sentido más o menos peculiar. Pensemos, por ejemplo, en nuestra reciente relación táctil con las cosas: ésta se nos aparece ahora como una relación sanitaria con las personas. En cada objeto se asoma una pregunta fundamental: ¿quién más ha tocado esto que yo toco? Y en esta pregunta suelen esconderse muecas de asco, de angustia y, casi siempre, de odio hacia el otro, que se ha convertido no sólo en “enemigo” (como teoriza Carl Schmitt), sino en “peligro biológico”.

¿De dónde viene el odio al otro? Ciertamente, no sólo del coronavirus. Nuestro mundo es patológico desde mucho antes de la crisis del COVID-19. El otro (cuyo rostro, insisto, suele ser pobre, indígena, migrante, mujer, homosexual, etcétera) pareciera ser de por sí un peligro odioso y odiable, aunque no esté enfermo. A estas alturas de la crisis sanitaria, probablemente a casi nadie resultaría raro si, en nombre de la higiene pública, entraran en vigor y en rigor los famosos procedimientos, mecanismos y dispositivos asesinos —incluso malthusianos[18]— de la “limpieza social” (situación que, cabe mencionar, es menos hipotética de lo que suena). Mientras que los dispositivos de seguridad permiten a las tecnologías de poder invadir la vida, el discurso de la peligrosidad, como su reverso, ejerce sobre las poblaciones bastante temor como para que comenzamos a escuchar cómo gruñen y se pronuncian, en el otro, la enfermedad y la muerte.

El COVID-19 no sustituyó la patología del odio al otro ni la desigualdad que en él encuentra su más grande sentido, sustento y fundamento, sino que las instaló en un sistema de reglas, discursos y medidas sanitarias que las han tomado a su cargo en nombre de la vida y la salud. No hay, en verdad, administración de la vida que no se funde en la desigualdad.

Si bien el coronavirus no tiene de antemano un sesgo de clase, nuestra propia organización social, económica y política desigual se encargará de que las mayores víctimas sean las más pobres, las más vulnerables, las más desprotegidas, las más otras. El virus no es democrático ni afecta por igual a todos. ¿Qué está pasando, por ejemplo, con quienes no pueden digitalizar su modo de vida? ¿Qué sucede con quienes viven al día y no pueden acumular medios de existencia suficientes para quedarse en casa, o sencillamente no tienen casa? ¿Qué ocurre con quienes no pueden acudir a nuestros sistemas de salud en ruinas o, incluso, con aquellos a quienes nuestros sistemas de salud en ruinas niegan su atención? ¿Son acaso un peligro para la administración excepcional de la vida, o la administración normal de la vida es de por sí un peligro para ellos y para ellas? ¿De esas personas puede decirse si están fuera o dentro de las normas de salud pública? ¿No quedan siempre expuestas y amenazadas, no sólo por el virus, sino también por la calle y el hambre? ¿No quedan acaso, en sí y para sí, exhibidas y en peligro?

A muchos mata la estructura proteínica del nuevo coronavirus, pero a muchos más matan los procesos estructurantes de la vieja desigualdad que, como sabemos, lleva desde hace mucho tiempo el apellido “capitalista”. El capital no cede protagonismo en ninguna obra y, francamente, me aterra más que cualquier virus aquél que vino al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros: es más letal y ninguna cuarentena parece poder detenerlo ni contenerlo.

El COVID-19 no sólo ha pasado a ser tema de operaciones políticas e intervenciones médicas, sino también de preocupaciones económicas. Pero, a diferencia de lo que piensa Slavoj Žižek[19], no ha sido ese golpe al estilo Kill Bill (la “Técnica del corazón explosivo de la palma de cinco puntos”) al capitalismo. Lo ha hecho tambalear, es verdad, pero el capital probablemente continué operando contante y sonante, incluso con nuevas tecnologías de trabajo en casa. En cualquier momento puede operar una serie de repliegues y desplazamientos, y puede investirse e invertirse en cualquier parte –como en los famosos delivery, por ejemplo-. Incluso las preocupaciones y las ayudas humanitarias están siempre en riesgo de ser mercantilizadas y capitalizadas.

Es cierto que la comunión de nuestro cuerpo con los tentáculos del mercado se ha reducido, en buena medida, a la obtención de los medios de vida más básicos. Pero es igualmente cierto que quienes podemos obedecer la famosa consigna de quedarnos en casa, no podríamos hacerlo si no estuvieran, allá afuera, esos otros que arriesgan su vida para, contradictoriamente, sobrevivir. Como dicen María Antonia González y Rosaura Martínez, “[…] esta crisis no es más que un dispositivo que hace visible de manera dramática cómo nuestra vida depende y está sostenida por otras”.[20] Además del personal médico, dependemos de esos otros que, incluso con sus novedosas licencias que los certifican oficialmente como trabajadores esenciales, siguen sin descanso, sin condiciones laborales —por no decir de vida— dignas y, para colmo, muchas veces sin siquiera atención médica. Esos otros, a quienes se les está pagando con más aplausos desde los balcones que con salario, son quienes, dejándose morir, nos hacen vivir.

Los antagonismos sociales no son daños colaterales del coronavirus, sino una de las consecuencias necesarias de los procesos de valorización del valor, así como una de sus condiciones de posibilidad mismas. Y aunque en muchos países, por ejemplo, los gobiernos hayan prohibido la reducción de los salarios o los despidos a causa de la emergencia sanitaria, sabemos que ni la ley ni el rey pueden demasiado cuando chocan con los altares del capital y su frío cálculo de pesos y centavos.

No sólo el número de contagios va en aumento, sino también el número de desempleados y despedidos que resguardan, con su noble sacrificio, los altares de la tasa de ganancia. Los capitalistas, que pueden sostenerse más tiempo sin los trabajadores que éstos sin aquéllos (pues los estómagos de los segundos se vacían antes que los bolsillos de los primeros), trompetean victoriosos mientras los trabajadores entierran a sus muertos (los cuales no sólo se ven amenazados por virus excepcionales, sino también por el hambre que los acecha normalmente).

Es propio de las relaciones sociales específicamente capitalistas el fenómeno de que las oscilaciones repentinas del mercado afecten menos a la ganancia de los capitalistas que al salario de los trabajadores. Estos últimos no se benefician necesariamente cuando, por medio del secreto del capital, aumenta la ganancia de los primeros, pero es prácticamente una ley que ven siempre reducidos sus salarios cuando ellos obtienen menos ganancias. Los trabajadores, debido a la relación misma de dependencia del trabajo al capital, nunca pueden ganar tanto como lo hacen los capitalistas, y nadie sufre las pérdidas tan cruelmente como ellos. Incluso sucede alrededor del mundo que, mientras el biopoder soberano decide masivamente con su población quién vive y quién muere, a una cantidad igualmente masiva de gente reducida a la condición de Homo sacer le toca decidir, con su familia, quién come y quién no. En términos generales, según escribe Marx en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, “[…] puede decirse que cuando salen perjudicados a la par el obrero y el capitalista, el primero se ve afectado en su existencia misma, mientras que el segundo sólo se ve afectado en cuanto a las ganancias de su riqueza muerta”.[21]

Para los trabajadores resulta funesta la separación del trabajo frente a los medios de producción y frente a los productos de su trabajo. Por su lado, esta misma separación resulta condición necesaria de la producción capitalista en general. El capital, a diferencia de lo que piensan sus apologetas economistas, no es el fruto del espíritu emprendedor, el buen trabajo y el increíble ahorro de los capitalistas, ni mucho menos de su mérito. Sí es producto del trabajo, pero del trabajo ajeno que, vampíricamente, los capitalistas chupan a los trabajadores en el proceso de producción y, sobre todo, de valorización. El capital, según lo describe y escribe Marx en 1844, “[…] no es sino trabajo acumulado; es decir, […] se le arrebata al obrero una parte cada vez mayor de sus productos, […] su propio trabajo se enfrenta cada vez más a él como propiedad de otros y los medios necesarios para su existencia y su actividad se concentran cada vez más en manos de los capitalistas”.[22]

Resulta entonces evidente que los salarios no se deducen de la ganancia de los capitalistas ni son una concesión del producto del trabajo a los trabajadores mismos, sino al revés. Los capitalistas no lo son en favor de los trabajadores, sino gracias a ellos y, sobre todo, a pesar de ellos. Si los primeros quieren obtener más ganancia, tan sólo tienen que robar más trabajo ajeno a los segundos (para lo cual hay diversos modos, que Marx expone a detalle en El Capital, pero que acá no podré desarrollar). Pero si los trabajadores quieren aumentar, aunque sea un poquito, su salario, tienen que sacrificar su tiempo y, renunciando a su vida, prestarse a trabajar al servicio de la avaricia y el capricho de los capitalistas, con lo cual, además, se reduce la duración de su vida de por sí enajenada. La elevación del salario presupone y trae consigo, según Marx, “[…] la acumulación del capital, lo que quiere decir que enfrenta cada vez más al obrero con el producto de su trabajo”.[23]

Bajo las condiciones capitalistas de existencia, los trabajadores tienen que luchar, según Marx, “no sólo por sus medios de vida físicos, sino también por conseguir trabajo, es decir, por la posibilidad de obtener los medios necesarios para poder desarrollar sus actividades”.[24] Y si sucede que la mercancía que ellos ponen en venta, su propia fuerza de trabajo, no se vende —es decir, si sucede lo que realmente sucede—, son ellos mismos quienes pagan las consecuencias de volverse tan inútiles como el dinero puesto fuera de la circulación. Los trabajadores, lejos de poder comprar mercancías, se ven obligado siempre a venderse ellos mismos como tales.

Es consecuencia, y al mismo tiempo condición necesaria de las relaciones sociales capitalistas, que los trabajadores se hallen obligados al exceso de trabajo y a la muerte prematura, así como a la degradación al papel de meros medios de producción y, sobre todo, de valorización del valor; o sea, al papel de siervos del capital que se va acumulando peligrosamente frente a ellos. Mientras que los capitalistas, por su parte, se hallan liberados de trabajar. La acumulación de riqueza de los capitalistas significa sobre todo su reverso: acumulación de miseria de los trabajadores, que son quienes más pierden, y pierden siempre. Los dados están cargados. Cualquier modo en que se halle el capital, “normal” o “excepcional”, se traduce para los trabajadores en dependencia, pobreza, miseria y muerte, que no son un resultado inédito de la pandemia sino que se derivan, según Marx, “[…] de la esencia misma de lo que actualmente es el trabajo”.[25]

Con lo dicho aquí no pretendo suavizar la angustia que genera la silueta de una inminente recesión —incluso depresión— económica de la que no podemos dimensionar su contenido más que en vivo o, ya después, retrospectivamente. Lo que quiero decir es más bien que estas crisis no son propias de la pandemia del coronavirus, sino de la pandemia del capital; que no son consecuencia de una situación excepcional, sino de la cotidianidad de nuestras propias reglas normales. Al César lo que es del César.

La emergencia sanitaria ha anticipado, o más bien manifestado, una crisis impensable salvo desde el modo de producción específicamente capitalista: que tras unas cuantas semanas de cuarentena en las que no asistimos a la fábrica, al molino, o a cualesquiera medios de producción en los que se absorbe sedientamente nuestro trabajo, se presuma una ruina gigantesca. Y, en verdad, no podía ser de otro modo, dado que la producción de mercancías se ha convertido en la forma de la producción en general, por lo que nuestra economía entera depende prácticamente de que los productos del trabajo, y la fuerza de trabajo misma, se realicen socialmente como mercancías.

Sólo sobre el fundamento del modo de producción propiamente capitalista la mercancía se convierte en la forma general y dominante del producto del trabajo. Sólo bajo la forma capitalista de reproducción de la vida producimos valores de uso con vistas al valor de cambio, es decir, producimos para el mercado. El capital no sólo crea los medios técnicos para generalizar la producción de mercancías, sino también la necesidad social para hacerlo. ¿Cómo le hicimos, como sociedad, para convertir en necesidad esa rareza de producir y reproducir nuestra propia vida como una mercancía que, igual que el papel higiénico, se ha de comprar y vender en el mercado, y que escasea igual que este último?

He aquí lo más preocupante en lo que se refiere a las crisis capitalistas en general, y a ésta que se viene en particular. Como advertían Karl Marx y Friedrich Engels en 1848[26], o el año 171 a.C. (antes del Coronavirus), el capitalismo afronta sus propias crisis preparando las siguientes y disminuyendo los medios para prevenirlas. Mientras los cuerpos —aún— vivos de los individuos y de la especie sean inmolados por diversos poderes a la tasa de ganancia, no veo motivos para dudar de que el capital muerto seguirá marchando sin cambiar demasiado el paso. Y tampoco veo motivos lo bastante fuertes como para creer que los apologistas de la economía capitalista, con el perverso cinismo que los caracteriza, dejarán de pensar en este movimiento necrófilo del capital como una compensación por la miseria, los padecimientos y la muerte de los otros durante el período de transición. Es un sacrificio que están dispuestos a aceptar.

15 de abril de 2020

 

Bibliografía

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Notas

[1] Cf. Roberto Esposito, Immunitas. Protección y negación de la vida, et. al
[2] Cf. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Fenomenología del Espíritu, ed. cit.
[3] María Antonia González Valerio y Rosaura Martínez Ruiz, “Covid-19: crítica en tiempos enfermos”, ed. cit.
[4] Michel Foucault, “Verdad y poder”, ed. cit., p. 178
[5] M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit. p. 295
[6] Foucault, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, ed. cit., p. 164
[7] Ibid., p. 167
[8] Ibid., p. 165
[9] Aristóteles, Política, ed. cit.
[10] Cf. Giorgio Agamben, “La invención de una epidemia” y “Contagio”, en Sopa de Wuhan, ed. cit.
[11] G. Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, I, ed. cit., p. 30
[12] Ibid., p. 31
[13] Cf. Carl Schmitt, Teología política, ed. cit.
[14] Agamben, Op. cit., pp. 32-33
[15] Foucault, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, ed. cit., p. 165
[16] Cf. Thomas Hobbes, Leviatán, ed. cit.
[17] Cf. Max Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, ed. cit.
[18] Cf. Thomas Robert Malthus, Ensayo sobre el principio de la población, ed. cit.
[19] Cf. Slavoj Žižek, “El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill…”, en Sopa de Wuhan, ed. cit.
[20] María Antonia González Valerio y Rosaura Martínez Ruiz, Op. cit.
[21] Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, ed. cit., p. 17
[22] Ibid., p. 18
[23] Ibid., pp. 19-20
[24] Ibid., p. 17
[25] Ibid., p. 22
[26] Cf. Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista y otros escritos políticos, ed. cit.