Revista de filosofía

Descartes contra la Iglesia católica, una lectura contextual de la metafísica cartesiana

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Descartes contra la Iglesia católica, una lectura contextual de la metafísica cartesiana

TOMADA DE I THINK SEARCH

 

Resumen

 A menudo los alumnos más novicios tienen serios problemas con Descartes, especialmente porque sus hilos metafísicos inusualmente se relacionan con su contexto científico y religioso. ¿Qué quería decir el filósofo de la duda cuando sentenciaba que era necesaria una nueva filosofía dado que había una ciencia nueva? En el presente artículo relacionamos las ideas de la metafísica cartesiana con su contexto, tanto epistemológico como político, pues si bien Descartes no escribió ninguna obra filosófica dedicada exclusivamente a la filosofía política, lo cierto es que a través de su metafísica el filósofo francés nos desvela una crítica política cuyo objetivo consiste en salvar la libertad humana del fanatismo y el dogmatismo del poder eclesiástico de su contexto más cercano.

Palabras clave: ciencia, Descartes, iglesia, matemáticas, meditaciones, metafísica.

                    

Abstract

Often the most novice students have serious problems with Descartes, especially since his metaphysical threads are unusually related to his scientific and religious context. What did the philosopher of doubt mean when he sentenced that a new philosophy was necessary since there was a new science? In this article we relate the ideas of Cartesian metaphysics with their context, both epistemological and political, because although Descartes did not write any philosophical work dedicated exclusively to political philosophy, the truth is that through his metaphysics the French philosopher reveals a political criticism whose objective is to save human freedom from fanaticism and the dogmatism of ecclesiastical power from its closest context.

Keywords: science, Descartes, church, mathematics, meditations, metaphysics.

 

En 1644 se encontraba René Descartes de viaje en París, lugar donde conoció a Pierre Chanut, embajador francés en Suecia y uno de los negociadores de la Paz de Westfalia. Chanut habló largamente de la reina Cristina de Suecia a Descartes y de su interés por la ciencia y la filosofía, y tras solicitar la reina los servicios del filósofo francés como maestro personal, éste aceptó y se trasladó a Estocolmo. Era septiembre de 1649 y cinco meses más tarde, el 11 de febrero de 1650, Descartes moría a la edad de 53 años de, supuestamente, una neumonía. Según el mito de la muerte de Descartes, la causa de su neumonía se debió al frío que cogió el filósofo al ir a dar clases a la reina a las 5 de la mañana en un país con un clima al que el autor del Discurso del método no estaba acostumbrado, un frío que no pudo soportar. No obstante, el mito se puso en duda en 1980 cuando el historiador Eike Pies apuntó que, tras haber hallado en la Universidad de Leiden una carta secreta en la que se describía al detalle su agonía descrita por el médico de la corte que atendió a Descartes, el holandés Johan Van Wullen, los síntomas presentados —náuseas, vómitos, escalofríos— no eran propios de una neumonía, sino de un envenenamiento. Así, tras consultar a varios patólogos, Pies concluyó en su libro El homicidio de Descartes, documentos, indicios, pruebas que la muerte se debía a envenenamiento por arsénico. Treinta años más tarde, el profesor Theodor Ebert confirmó las sospechas: Descartes había sido envenenado por el capellán François Viogué, un capellán ultra conservador temeroso de la “nefasta influencia” que el filósofo francés podía ejercer en la Reina de Suecia. A pesar de las tempranas horas a las que la reina de Suecia quería recibir las clases, el devoto de Descartes solía confesarse y comulgar con cierta regularidad antes de dirigirse al palacio a dar sus clases, motivo que ha permitido al profesor Ebert elaborar sus tesis: el capellán Viogué le habría dado una hostia bañada en un producto similar al arsénico a Descartes.

 

El presente artículo no tiene como finalidad descubrir los intríngulis del asesinato de Descartes, ni tampoco su relación con el capellán Viogué, sino desvelar qué razones de la filosofía cartesiana pudieron motivar al capellán a asesinar al filósofo francés, hipótesis defendida recientemente por el profesor Theodor Ebert. Es de sobra conocido que durante la época de Descartes, la Iglesia católica tenía una lucha abierta contra la ciencia, desde Giordano Bruno hasta Galileo, sin contar cuántas víctimas fueron asesinadas en nombre de la verdad divina, pero pocas veces hemos relacionado la obra filosófica de Descartes directamente con su época y su contextos: a menudo señalamos a Descartes como la luz racional frente a la oscuridad dogmática, pero es inusual relacionar su metafísica directamente con su contexto político-religioso. Lo que pretendemos en este artículo es, precisamente, relacionar las ideas de la metafísica cartesiana con su contexto, no sólo epistemológico, sino también político, pues si bien Descartes no tiene ninguna obra filosófica dedicada a la filosofía política, motivo por el cual su filosofía escasas veces ha sido relacionado con la política, en este artículo desvelaremos cómo la misma filosofía cartesiana es una filosofía política cuyo objetivo consiste en salvar la libertad humana del fanatismo y el dogmatismo del poder eclesiástico. De ahí que la tesis del envenenamiento pueda ser mucho más cercana a la verdad que la muerte causada por neumonía, una tesis esta última más cercana a elaborar un mito superficial del filósofo que contribuiría a hacer de Descartes un personaje excéntrico en vez de un pensador digno de su tiempo.

 

De la ciencia escolástica a la ciencia moderna

 

René Descartes nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye en Touraine, hoy en día llamada “Descartes” en su honor, después de que su madre abandonara la ciudad de Rennes. Su padre, Joachim Descartes, era consejero en el Parlamento de Bretaña, perteneciente a una familia de baja nobleza. René era el tercero de los descendientes del matrimonio entre Joachim Descartes, parlamentario de Rennes, y Jeanne Brochard. Después de la temprana desaparición de su madre; la cual tendría lugar pocos meses después de su nacimiento, quedó al cuidado y crianza de su abuela, su padre y su nodriza. El 13 de mayo de 1597 muere su madre, cuando el futuro filósofo tenía apenas trece meses. Con once años René Descartes entra en el Collège Henri IV de La Flèche, un centro de enseñanza jesuita en el que impartía clase el padre François Fournet —doctor en filosofía por la Universidad de Douai— y el padre Jean François (matemático) —que le enseñará matemáticas durante un año—, donde permanecerá hasta 1614. Allí aprendió física y filosofía escolástica, y mostró un notable interés por las matemáticas.

 

TOMADA DE UACHATEC

 

La educación que recibió en La Flèche hasta los dieciséis años (1604-1612) le proporcionó, durante los cinco primeros años de cursos, una sólida introducción a la cultura clásica, habiendo aprendido latín y griego en la lectura de autores clásicos, así como un vasto conocimiento de la filosofía y ciencia escolástica, basada principalmente en textos filosóficos de Aristóteles y acompañados por comentarios de jesuitas (Suárez, Fonseca, Toledo). Aristóteles era entonces el autor de referencia para el estudio, tanto de la física, como de la biología, así como una introducción a las matemáticas, tanto puras como aplicadas: astronomía, música, arquitectura. La filosofía y ciencia escolástica marcaron profundamente a Descartes, tanto en su educación de juventud como en su posterior filosofía, la cual se enfrentaría a la misma escolástica. Pero ¿por qué motivos debería Descartes enfrentarse a la educación que recibió?

  

 La escolástica

 

La escolástica fue una corriente teológica y filosófica que utilizó parte de la filosofía grecolatina clásica para comprender la revelación religiosa del cristianismo. Esta corriente fue la predominante del pensamiento medieval tras la patrística de la Antigüedad tardía, representada en gran medida por Agustín de Hipona, y se basó en la coordinación entre fe y razón, subordinado la razón a la fe para explicar racionalmente los preceptos de la religión cristiana. Dicha corriente devino como hegemónica en las escuelas catedralicias y en los estudios generales que posteriormente dieron lugar a las universidades medievales europeas entre los siglos XI y XV: los franciscanos, Alberto Magno, Alejandro de Hales, Buenaventura o Duns Scoto, fueron autores relevantes para la corriente escolástica, pero ninguno fue tan importante como Tomás de Aquino, a quien se puede considerar si no como el fundador, al menos como el organizador de la filosofía escolástica, motivo por el cual cuando nos refiramos a la escolástica, lo haremos en gran medida refiriéndonos a la filosofía de Tomás de Aquino.

 

La física de los escolásticos era esencialmente anticorpuscular y nada explicaban por medios puramente mecánicos. Para entender la física, aplicaban los criterios tomasinos y, por extensión, los aristotélicos: las nociones de acto y potencia, así como los de forma y materia eran la esencia epistemológica para ilustrar la física. De este modo, el movimiento de las cosas se explicaba a través del paso de la potencia al acto, fórmula que expresa con cierta claridad el hecho de que, para Aristóteles, el cambio se explicaba como la actualización de una potencia, de un «poder ser» que precede al cambio mismo. Así, si decimos que un hombre sano ha enfermado, sería poco plausible suponer que la salud se ha convertido directamente en su contrario, la enfermedad. Para atenuar esta contradicción podemos decir que quien enferma no lo hace como consecuencia de su salud, sino que lo hace porque en él se actualiza una cierta «potencia de enfermar» que ya poseía cuando estaba sano. En consecuencia, las cosas físicas, precisamente en la medida en que tienen materia, no son enteramente lo que son, no poseen su ser de una manera plena y completa, sino que parte de su ser está solo en potencia, es decir, que «pueden» alcanzarlo o no, por lo que son lo que son en acto, pero también son lo que son en potencia, es decir, lo que pueden llegar a ser. De este modo, el movimiento se explicaría, no por una explicación mecánica, sino ontológica, en la medida en que el movimiento se basaría en lo que somos y podemos llegar a ser.

 

De aquí resultaba que en las cosas materiales había una doble composición, a saber, la de materia y forma, que unidas constituían la esencia de un cuerpo (la sustancia aristotélica), pero esta esencia no incluía en sí misma el último acto, que era el ser. De ahí la necesidad de la creación, esto es, la necesidad de una causa que redujese al acto de existir de la cosa misma, motivo por el cual los cuerpos en acto están dotados también de verdadera actividad y dicha actividad radica en la forma sustancial, pero su ejercicio se verifica por medio de formas accidentales. Por ejemplo, en el fuego, el calor no es la forma sustancial, sino accidental, pues ésta se funda en la sustancial, y le sirve como de instrumento para calentar. La idea dominante de esta teoría establecía que el mundo físico no se explicaba por la mera extensión, sino que reclama la admisión de actualidades y fuerzas que no pueden medirse por simples principios geométricos, pues si bien con la geometría se explica una fase de los fenómenos, según la teoría escolástica quedan muchas cosas de las que sólo se puede dar razón apelando al dinamismo, o teoría de fuerzas aristotélica: la realidad va más allá de los cálculos geométricos, y así también el movimiento y sus causas.

 

Una de las teorías imprescindibles de los escolásticos para explicar dichos fenómenos y el origen de sus causas es que el fundamento de la verdad estaba en Dios, o en un lenguaje más aristotélico, en el primer motor. Aunque en las cosas haya muchas esencias o formas y, por tanto, muchas verdades individuales, la verdad última de todas ellas estriba en Dios. Así, y como afirmaba Tomás de Aquino, la verdad de nuestro entendimiento depende de su conformidad con las cosas, pero la verdad de las cosas nace de su conformidad con el entendimiento divino: la esencia divina incluye la representación inteligible de todas las cosas, por lo que las ideas de todo están en Dios, o más bien hay en Dios una idea infinita que equivale a todas las reales y posibles. En conclusión, las causas del movimiento residen en el primer motor divino y para conocer el movimiento y sus causas es necesario conocer a Dios, subordinado de esta manera la razón a la fe.

ANDREAS CELLARIUS, PLANISFERIO COPERNICANO (1661)

  

La ciencia moderna

 

A pesar de la importancia de la escolástica durante los siglos XVI y XVII, sus preceptos empezaban a ponerse en duda, ya no sólo a partir de la crítica que le hiciera Ockham en el siglo XIV, sino especialmente por las anomalías de los postulados de la ciencia antigua, como por ejemplo los cosmológicos de la tradición ptolemaica los cuales ya no permitían dar cuenta de las trayectorias de los planetas al no ajustarse a las nuevas y más precisas observaciones de las que se disponía en el siglo XVI y XVII. Según la teoría aristotélico-ptolemaica, el mundo era un cosmos finito, dividido en dos regiones totalmente separadas entre sí, las cuales eran regidas por leyes diferentes. Por un lado, en el mundo sublunar o terrestre se hallaba la Tierra, siendo ésta el centro del universo; y por el otro lado, el mundo supralunar estaba formado por el Sol, la Luna, los cinco planetas conocidos y las estrellas. Paradójicamente, la Tierra, que era inmóvil, padecía todos los cambios y corrupciones, y el mundo supralunar estaba en movimiento constante, pero regular e inalterable, formando un orden armónico y perfecto, dando lugar a dogmas cristianos del espacio divino (supralunar) y el espacio humano (sublunar). Sin embargo, este modelo geocentrista no ofrecía respuestas a los nuevos fenómenos que se observaban como los cambios de brillo y tamaño o la altura del Sol en las diferentes estaciones, hasta el punto de que, aplicando el vocabulario de Thomas Khun, el paradigma geocéntrico sufría constantes anomalías que lo hicieron entrar en crisis. Hubo que esperar al siglo XVI a que el astrónomo polaco Nicolás Copérnico señalara un nuevo paradigma a través de su obra Revolutionibus Orbium Coelestium: el heliocentrismo, modelo que revolucionó el panorama científico e inició el camino, no sólo de la astronomía moderna, sino el de toda la ciencia moderna.

 

Nicolás Copérnico, Johannes Kepler, Giordano Bruno o Galileo Galilei fueron figuras imprescindibles para poner en sospecha la astronomía antigua y escolástica al mismo tiempo que abrieron las puertas a una nueva astronomía. También ocurriría en la biología y la medicina a partir de De humani corporis fabrica de Vesalius que puso en duda el modelo galénico; Paracelso o Georg Agricola en el campo de la química eliminando el misticismo de la magia y la alquimia; o en campo de las matemáticas y la física, donde Willebrord Snellius encontró la ley matemática de la refracción, e incluso nuestro autor, René Descartes, que mostró, mediante la construcción geométrica y la ley de la refracción, que el radio angular de un arco iris es de 42°. Las ciencias antiguas escolásticas se tambaleaban debido a las revoluciones científicas de las nuevas ciencias modernas que, mediante el empleo de las matemáticas en la explicación de los efectos derivados de unas causas, ya no determinaban ontológicamente la causas, sino que cuantificaban sus efectos: la matematización de las observaciones empíricas permitía el estudio de los efectos de unas causas todavía desconocidas. Ahora bien, ¿qué significa la matematización de la ciencia? Pues que las leyes de la naturaleza (el movimiento, los cuerpos, las sustancias) se regían por leyes objetivas y calculables, de ahí que Galileo sentenciara que las matemáticas son el lenguaje con el que Dios ha escrito el universo.

 

La fe y la ciencia en contradicción

 

A pesar de la importancia de los descubrimientos y demostraciones empíricas y matemáticas de Copérnico, hay que comprender que la mayoría de la gente pensaba que el sistema copernicano era totalmente ridículo y nadie quería adoptarlo como modelo. Sin embargo, las teorías cosmológicas de Giordano Bruno superaron el modelo copernicano, pues proponían que el Sol era simplemente una estrella y que el universo debía contener un infinito número de mundos habitados por animales y seres inteligentes. Igualmente, y como miembro de la Orden de los Dominicos, propuso en el campo teológico una forma particular de panteísmo, lo cual difería considerablemente de la visión cosmológica sostenida por la Iglesia católica. Además de estos razonamientos, sus afirmaciones teológicas también fueron otra de las causas de su condena, que lo llevaron a ser ejecutado por las autoridades civiles de Roma después de que la Inquisición romana lo declarara culpable de herejía, motivo por el cual fue quemado en la hoguera el 17 de febrero de 1600.

 

La suerte de Giordano Bruno fue compartida por otros científicos, muertes que fueron responsables de la mala fama que la Iglesia se otorgaba mediante sus sentencias. Así, por ejemplo, el teólogo y polifacético científico aragonés Miguel de Villanueva, conocido entre otros nombres por el de Miguel Servet, se dedicó al estudio de ramas de la ciencia como las matemáticas, la astronomía, meteorología, geografía, anatomía y farmacología. Fue parte de la reforma protestante y realizó grandes trabajos con relación a la idea de la circulación pulmonar, razones suficientes para ser perseguido por la Inquisición. Si bien pudo recorrer gran parte de Europa escapando, oculto en las sombras, fue finalmente capturado en Ginebra y quemado vivo el 27 de octubre de 1553. La misma suerte corrió Lucilio Vanini, más conocido como Giulio Cesare Vanini, el cual fue condenado a la hoguera siendo quemado vivo en la ciudad de Toulouse en 1619 al plantear que los seres humanos eran descendientes de los monos y que la inmortalidad del alma era algo poco plausible. Hubo que esperar hasta Galileo para que el modelo copernicano fuera finalmente aceptado más allá de los círculos de astrónomos y para que las ejecuciones por motivos científicos perdieran legitimidad.

 

TOMADA DE AUDEMAC

 

Galileo Galilei era miembro destacado de la Academia Nacional de los Linces, creada en 1603 por el príncipe romano Federico Cesi y patrocinada por el Papa Clemente VIII. La jerarquía le autorizó enseñar el sistema heliocéntrico copernicano, pero solamente como una simple hipótesis y no como una verdad física. Sin embargo, al publicar su obra Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Coperniciano, fue llamado a declarar ante el Santo Oficio y se le exigió probar su teoría, de la cual no pudo dar pruebas irrefutables. Como consecuencia, fue sentenciado a retractarse, a guardar silencio, y a una especie de arresto domiciliario de por vida. Galileo murió en 1642, jamás fue excomulgado y ni siquiera fue encerrado en una mazmorra, ni torturado, por lo que su condena reflejaba que, aunque la Iglesia católica no estaba dispuesta a aceptar las teorías contrarias a sus dogmas, sí que era consciente de que sus dogmas tenían cada vez menos popularidad y legitimidad.

 

La Iglesia no toleraba que su palabra fuera puesta en duda, pero lo que los científicos y filósofos no entendían es que se les condenara, incluso a la muerte, por defender unas teorías que no contradecían a Dios, sino a los hombres. Incluso más grave era que, si como decía Galileo, las matemáticas son el lenguaje con el que Dios ha escrito el universo, todavía era más inexplicable que se condenara a aquellos que, empleando un conocimiento divino como las matemáticas, fueran quemados en la hoguera. Ante esta situación, el problema no eran las nuevas ciencias, sino las viejas filosofías y dogmas que no aceptaban el conocimiento de Dios desvelado a través de las nuevas ciencias modernas. De ahí que Descartes pensara que las nuevas ciencias necesitaban una nueva filosofía, y que dicha filosofía debía aplicar los métodos científicos en el razonar filosófico.

 

La filosofía cartesiana

 

Descartes inició una nueva interpretación de la realidad y del conocimiento que ha sido el óvulo de lo que hoy somos como sujetos posmodernos. Su filosofía tenía como motivo explicar las ciencias modernas, por lo que las necesitaba, iniciando un nuevo camino en el mundo de las ideas hasta el punto de fracturar la relación con toda filosofía anterior, es decir, con la escolástica. Tras las tesis y planteamientos cartesianos, todos los filósofos posteriores tuvieron que posicionarse, ya fuera prosiguiendo los motivos cartesianos (Pascal, Malebranche, Spinoza) u oponiéndose (Hobbes, Locke, Hume). Ya fuera para seguirlo o para criticarlo, ninguno pudo obviar a Descartes y los problemas que planteó, e incluso hoy somos sus herederos en cuanto a subjetivismo se refiere: si bien el giro copernicano fue iniciado por la ciencia, el cartesianismo llevó a la reflexión filosófica el giro copernicano poniendo al ser humano en el centro y posibilidad de toda condición de posibilidad de conocimiento. Pero ¿en qué consiste la filosofía de Descartes? ¿Qué es que la hace tan imprescindible?

 

Descartes creyó que la racionalidad apuntaba al orden y a la medida de toda ciencia general. A diferencia de sus contemporáneos escolásticos, el filósofo francés consideraba que si bien el ser humano tenía la capacidad de raciocinio y no había llegado a ninguna verdad universal irrefutable era porque, sencillamente, no había dirigido correctamente su entendimiento. Para dirigirlo correctamente, era necesario un método, y éste tenía que ser tan eficaz, por lo menos, como el que empleaban las ciencias empíricas que utilizaban las matemáticas. Descartes consideraba que era fundamental que la mente pudiera seguir un orden, y este orden consistía en que el pensamiento recorriera, uno a uno, todos los pasos de manera que lo posterior solo se afirmara una vez que se hubiera presupuesto lo anterior, y que lo anterior no presupusiera lo posterior. Es en el Discurso del método, la obra que se publica en el año 1637, y constituye el prólogo de las 3 partes en las que se divide la obra, a saber, La dióptrica, Los meteoros y La geometría, donde finalmente apareció la exposición oficial y más estilizada del método.

 

El Discurso del método

 

Descartes tituló esta obra Discurso del método con una finalidad precisa que podemos observar en una carta que dirige al sacerdote, matemáticos y filósofo francés Marin Mersenne, al que le explica que la ha titulado “Discurso” y no “Tratado” para poner de manifiesto que no tenía intención de enseñar, sino sólo de hablar. Con esto Descartes trató de alejarse de cualquier problema que pudiese surgir con sus contemporáneos, especialmente con la Iglesia, por las ideas vertidas en esta obra, intentado escapar así de una posible condena eclesiástica como había ocurrido poco tiempo antes con Galileo, cuyas ideas Descartes no consideraba desacertadas.

 

Si bien la idea cartesiana del «cogito ergo sum» (pienso, luego existo) es una derivación de la reflexión de Agustín de Hipona, el cual sentenciaba que si me engaño, existo, lo que plantea Descartes en el Discurso del Método había ya sido formulado de modo muy semejante por filósofos menos conocidos de su tiempo, como Francisco Sánchez, el cual dibujaba un método pre-cartesiano en 1576 cuando reflexionaba que retornaba a sí mismo poniendo todo en duda como si nadie hubiera dicho nada jamás. A pesar de ello, Descartes se percató de la necesidad de una reforma del entendimiento para que la nueva ciencia pudiera triunfar y creó un método de investigación que reunía las ventajas del análisis geométrico y del álgebra, pero sin sus defectos, gracias al cual hacía fácil lo difícil y descubría lo oculto. Igualmente, a través del Discurso del método Descartes expuso de manera ejemplar algunos de los principios esenciales de su filosofía y planteó temas que serían posteriormente desarrollados por él en otros ensayos. De este modo, rompía con el viejo mundo medieval y creaba la posibilidad de otro nuevo, el mundo de la Edad Moderna del que nosotros somos herederos.

 

TOMADA DE HERDER EDITORIAL

 

El libro está dividido en un prefacio y seis partes. La primera parte del libro trata el problema de la ciencia de la época y de su rechazo de la enseñanza tradicional, de la que solo salva a las matemáticas. Todas las demás ciencias, que carecen del rigor del método matemático, pueden ser prácticas o proporcionar un placer intelectual o estético. La segunda parte, propone el método matemático como fundamento de todas las demás ciencias, un mismo método para todas las ciencias (mathesis universalis). El método cartesiano será la duda, que utilizará para llegar a verdades firmes y evidentes, es decir, a la certeza. La tercera parte trata de establecer unas normas de actuación, a fin de no dejar el campo de la moral desnudo, mientras no encuentra un fundamento de esta. Hasta que se demuestre la falsedad o verdad de los preceptos morales de la tradición, debemos mantenernos fieles a los mismos.

 

Es en la cuarta parte del Discurso del método que Descartes encuentra la primera verdad indudable, el cogito. En esta parte no solo pone en duda la realidad y los sentidos, sino también las matemáticas y todo lo relacionado con el tema de la verdad. Genera la hipótesis del Genio maligno que nos puede engañar sobre todas las cosas, pero de lo que no se puede dudar es de la existencia de un ser que duda, es decir, de un sujeto pensante: si bien el Genio maligno me puede hacer dudar de todo, incluso de mí, no me cabrá duda de que mientras dudo, soy algo que duda y, por lo tanto, soy algo que piensa. De esta forma da con el punto de partida y fundamento del conocimiento, la sustancia pensante o res cogitans: el yo pienso, constituye una idea clara y distinta y la primera verdad evidente de la historia del pensamiento universal. En esta reflexión recupera el argumento ontológico de la existencia de Dios empleada por Anselmo de Canterbury[1] y la modifica explicando que si yo, que pienso, soy imperfecto, existe la imperfección y, por lo tanto, tiene que existir algo perfecto, y este algo perfecto no puede ser nada más que Dios. De esta forma, queda demostrada para el filósofo la realidad del mundo, desmontando la hipótesis del genio maligno.

 

Por último, en la quinta parte el filósofo francés se dedica a aplicar el método matemático a las ciencias naturales, a la física, demostrando que el todo el universo está regido por leyes matemáticas, y en la sexta y última Descartes confiesa las razones que lo llevan a retrasar su publicación y el miedo del filósofo de sufrir el rechazo que sufrió Galileo, defendiendo la necesidad de constituir una comunidad científica que haga avanzar en el camino de la ciencia, acercándose cada vez más a la verdad. De este modo, podemos observar como a través del Discurso del método, Descartes planteaba la necesidad de fomentar una actitud de investigación libre, alejada de los argumentos de la decadente tradición escolástica que se enseñaba todavía en las universidades y que él había aprendido y de la que había comprendido su inutilidad. De ahí que en esta obra resumiera el método que permitiera al entendimiento humano llegar a la certeza de las ideas claras y distintas en cuatro pasos: no admitir como verdadera cosa alguna que no sea evidente, evitando la precipitación; dividir cada una de las dificultades en cuantas partes sea posible y en cuantas requiera su mejor solución; conducir ordenadamente los pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo gradualmente hasta el conocimiento de los más compuestos; y finalmente, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales que se llegue a estar seguro de no omitir nada. Solo nos queda una última reflexión filosófica: ¿qué papel juega Dios en la reflexión cartesiana?

 

Las Meditaciones metafísicas

 

Las Meditaciones metafísicas se publicaron por primera vez en 1641 en latín, con el título Meditationes de prima philosophia, in qua Dei existentia et animæ immortalitas demonstrantur, una obra en la que se elabora el sistema filosófico que había introducido en 1637, en la 4ª parte del Discurso del método. Dedicado a la Facultad de Teología de la Universidad de París, de la que esperaba recibir la aprobación oficial para su filosofía, el libro contiene la exposición más amplia y compleja del pensamiento cartesiano.

 

En las dos primeras meditaciones, Descartes adopta la regla de la “duda metódica” para poner en duda todos los conceptos y hacer tabla rasa con ellos. A través de la hipótesis hiperbólica del Genio maligno, inventada para poner bajo sospecha y duda incluso las verdades más obvias como las matemáticas, aplica la duda en sí mismo. Pero es gracias a esta duda que llega a la primera idea clara y distinta, a saber, el «cogito ergo sum». Ciertamente, dado que el ser humano duda, no puede dudar de que duda mientras duda, por lo que es obvio que duda, y dado que la duda es una cualidad del pensar, Descartes demuestra, de este modo, que somos una sustancia pensante y, por lo tanto, existimos. Sin embargo, todavía no podemos demostrar que su materialidad, su corporalidad exista ciertamente. A la certidumbre de la existencia real de los objetos exteriores fuera del “yo”, incluso del propio cuerpo, sólo se llega mediante la demostración de la existencia de Dios, porque las ideas de los cuerpos exteriores y las de las matemáticas no nos garantizan la existencia de los objetos, sino sólo del “yo” que los piensa; es menester, pues, invocar el argumento de la veracidad de Dios, que produce en nosotros esas ideas.

 

TOMADA DE PINTEREST

 

Entramos en la tercera meditación, mediante la cual indagamos si hay un Dios, y si éste es veraz. Debido a que somos una cosa que piensa y sólo podemos demostrar, por el momento, nuestra existencia pensante, es necesario observarnos a nosotros, a nuestro entendimiento y aquello propio del pensamiento: las ideas. De estas tenemos aquellas obtenidas por la experiencia y la imaginación, o en lenguaje cartesiano, las adventicias y las facticias. Dado que ambas provienen de los sentidos, por lo que nos pueden engañar y, por lo tanto, llevar a duda, serán descartadas como ideas de conocimiento válido. Nos quedan, no obstante, las innatas, ideas que tenemos independientemente de la experiencia como aquellas de la geometría y la aritmética (matemáticas), pero también aquellas que nos son superiores, como las de la perfección, inmortalidad o eternidad. La premisa necesaria para la investigación es que la perfección objetiva de las ideas debe tener su causa en una realidad de no menor perfección formal, es decir, que a la idea que poseemos del Ser perfectísimo debemos asignar una causa de igual perfección, por lo que tiene que existir alguna causa que haya puesto en mi pensamiento ideas que no puedo haber obtenido de los sentidos, como la idea de perfección, inmortalidad o eternidad. Rescatando el argumento ontológico de Anselmo, a este ser o sustancia lo llamaremos Dios, por lo que la idea de Dios es innata, y no podríamos tenerla si Dios no existiese verdaderamente. Y dado que las ideas de las matemáticas, que son perfectas e innatas puestas por Dios, como aquellas de la infinitud o eternidad, podemos concluir, pues, que las matemáticas también son un producto de Dios.

 

Ahora bien, si Dios es perfecto, entonces no nos puede engañar, porque el engaño procede de alguna privación, es decir, de alguna imperfección. De este modo, el engaño y el error sólo pueden provenir de nosotros, que somos imperfectos, y éste es debido a un defecto de la voluntad, que, por encima del intelecto, puede afirmar o negar lo que no es claramente conocido. Por lo tanto, el error no es de Dios, sino del ser humano, quedando así concluida la cuarta meditación. A Descartes no le sobran razones para seguir demostrando la existencia de Dios, pues todavía podríamos mantener la hipótesis del genio maligno. Ahora bien, si dijimos que Dios es perfecto, entonces Dios no es el genio maligno, y dado que Dios es el ser provisto de todas las perfecciones, no puede faltarle la existencia, que es una perfección; luego Dios existe.

 

En la sexta y última meditación, Descartes pasa al problema de la existencia de las cosas naturales. Alcanzada la certidumbre de la existencia de una sustancia infinita (Dios) y de la existencia del sujeto pensante (cogito), queda demostrar si las cosas corpóreas, materiales existen. Es cierto que nuestro cuerpo, mediante los sentidos, aprende aquello que no es dañoso, pero el conocimiento obtenido por medio de los sentidos depende a su vez de cada sujeto y del juicio apresurado y del funcionamiento de nuestros nervios, que transmiten sensaciones particulares locales. Por lo tanto, no podremos demostrar la existencia de los cuerpos mediante los sentidos, porque nos siguen llevando al terreno de la duda, pero hay una cualidad de los cuerpos que podemos conocer mediante las ideas innatas que nos ha dado Dios, como son las ideas matemáticas de la geometría y la aritmética: el peso, la fuerza, la longitud, el volumen y la masa son cualidades extensivas que puedo matematizar y obtener, mediante las matemáticas, un conocimiento universal, claro y distinto, y por lo tanto, sin engaño. Es más, sabiendo que este conocimiento matemático que me ha otorgado Dios me permite conocer el mundo extenso, puedo demostrar que existe el mundo corpóreo, pero además puedo asegurar que el modo matemático que empleo para conocer el mundo físico no es erróneo porque es de origen divino. Así, pues, las ideas innatas, que son el conocimiento válido porque no dependen de la engañosa experiencia y son un producto de Dios, me permiten conocer el mundo en su forma extensiva, por lo que no solo existe la res extensa, sino que además la puedo conocer matemáticamente: como decía Galileo, las matemáticas son el lenguaje con el que Dios ha escrito el universo.

 

Descartes y la crítica velada a la Iglesia

 

La relación de Descartes con la fe no es la misma que la relación del filósofo y la Iglesia: si bien Descartes era un devoto convencido, y de ello nos queda constancia al saber que a pesar de las tempranas horas a las que la reina de Suecia quería recibir las clases, el filósofo solía confesarse y comulgar con cierta regularidad antes de dirigirse a palacio a dar sus clases, motivo del cual se podría demostrar cómo fue asesinado por el capellán Viogué, lo cierto es que su relación con el poder institucionalizado de la fe no era igual. Prueba de ello lo hallamos en la dedicatoria que Descartes realiza a los decanos y doctores de la Facultad de Teología de París en su libro Meditaciones metafísicas.

 

Descartes escribe en la dedicatoria que él siempre entendió que los problemas de Dios y del alma son los dos principales de entre los que hay que estudiar con los recursos de la filosofía más bien que de la teología, pues así lo explican las Sagradas Escrituras y éstas hay que respetarlas. No obstantes, los infieles pueden entender esto como un círculo vicioso, motivo por el cual Descartes está dispuesto, siguiendo la tradición escolástica, a demostrar que la razón puede explicar a la fe, porque la razón no es contraria a la fe. Para dicha explicación, sin embargo, el filósofo francés recurrirá a la geometría, ya que a diferencia de que, en geometría, estando todo el mundo convencido de que no se suele escribir nada para lo cual no se disponga de una demostración segura, con más frecuencia yerran en la materia los indoctos admitiendo lo falso en su deseo de que parezca que lo entienden. En conclusión, los geómetras investigan la verdad a través de los cálculos matemáticos, ideas creadas por Dios, mientras que en filosofía son pocos los que investigan la verdad y muchos más los que esperan conseguir fama de inteligentes con sólo atreverse a combatir las mejores doctrinas. De este modo, Descartes defiende el uso de las matemáticas para un correcto uso de las facultades intelectuales, disciplina que está conectada con el conocimiento divino y que, por lo tanto, no busca la fama, sino la verdad.

 

No obstante, Descartes es muy consciente del contexto en el que vive: hace apenas 41 años que Giordano Bruno fue quemado vivo por explicar, matemáticamente, el heliocentrismo, y que Galileo cumple su condena desde hace 8 años por intentar lo mismo. Por este motivo, el filósofo francés se dirige a los decanos y doctores de la Facultad de Teología de París argumentando que no espera que sus argumentos sean de gran utilidad si estos no le ayudan con su patrocinio. Así las cosas, Descartes envía el texto de las Meditaciones metafísicas a los ilustres de la Facultad de Teología de París para que le corrijan sus argumentos y para que todo lo que falte o no esté suficientemente acabado o requiera mayor explicación, sea añadido, terminado y explicado. Pero el objetivo último de Descartes es demostrar la existencia de Dios a los ateos mediante argumentos herederos de la lógica matemática, a pesar de que su uso para otras demostraciones haya sido la condena para Giordano Bruno o Galileo: si bien el filósofo francés finaliza la dedicatoria resaltando la enorme utilidad de los decanos y doctores de la Facultad de Teología de París como las figuras más firmes del baluarte de la Iglesia Católica, lo cierto es que usará la figura de Dios y su demostración matemática para denunciar, veladamente, a quien ha usado el nombre de Dios para el propio interés, como la Iglesia católica. Pero Descartes no se detiene aquí, sino que además acusa a los mismos representantes de la Iglesia, que son hombres, como los responsables de los errores a los que han sometido a la humanidad: aplicando la cuarta meditación, el filósofo francés señala el error de la Iglesia (aceptar ideas confusas como el geocentrismo) y la acusa de perseguir y condenar a aquellos científicos que, usando las matemáticas, producto de Dios, han demostrado que el geocentrismo, y por extensión ciertos dogmas cristianos, eran erróneos.

 

El innatismo como defensa anti-inquisitoria

 

Las Meditaciones metafísicas sirvieron a Descartes para demostrar que el conocimiento de verdades universales es posible. El uso de la duda metódica, también empleado en su Discurso del método, es un método y principio para llegar a una base de conocimiento cierto desde donde partir y fundamentar otros conocimientos del mundo. Así, el uso de la duda como método tiene, para Descartes, el objetivo de encontrar verdades seguras, tangibles y fácticas de las cuales no sea posible dudar en absoluto, verdades evidentes que permitan fundamentar la edificación del conocimiento con absoluta garantía. En este método la cuestión preliminar y fundamental es la de decidir por dónde empezar la búsqueda, y el filósofo parte de su primera idea clara y evidente, a saber, el «Cogito, ergo sum», pues descubre que debido a que duda es algo que duda, y ese “ser-algo” le demuestra que existe, constituyendo así la primera verdad.

 

A partir de esta primera verdad, Descartes podrá demostrar la existencia de Dios, siendo la tercera idea clara y distinta la demostración evidente de la existencia del mundo físico. La relación entre la segunda verdad (la existencia de Dios) y la tercera verdad (la existencia del mundo físico) están íntimamente relacionadas, pues si bien el mundo físico es percibido por los sentidos y estos pueden engañarme, lo cierto es que, gracias al uso de ideas innatas, proporcionadas por Dios, es posible obtener un conocimiento objetivo, universal y necesario de la extensión de las cosas físicas. Dicho de otro modo, debido a que en tanto que sujetos pensantes poseemos ideas previas a la experiencia, como lo son aquellas de las matemáticas,[2] y que éstas sólo pueden haber sido puestas por un ser que tenga dichas cualidades y nosotros no podemos serlo porque somos imperfectos, entonces se demuestra, no sólo que Dios existe, sino que las matemáticas son ideas innatas que provienen de un ser superior a nosotros, a saber, Dios. En conclusión, las matemáticas son una creación divina que, mediante su empleo, podemos conocer objetivamente el mundo físico, pues gracias a las matemáticas podemos comprender la cualidad primaria de las cosas, su res extensa.

 

JONAS SUYDERHOEF, “DESCARTES” (SIGLO XVII)

 

Ahora es cuando nos cabe reflexionar y preguntarnos si, siendo las matemáticas una idea innata que Dios nos ha puesto en el entendimiento, y siendo Dios perfecto no ha cometido error en dotarnos del conocimiento matemático, ¿Qué sentido tiene haber condenado a aquellos que, empleando las matemáticas, han descubierto cosas que los sentidos no eran capaces de demostrar? ¿Qué sentido tiene condenar a Giordano Bruno y Galileo, y tantos otros, cuando estos han usado las matemáticas, que nos ha dado Dios, para demostrar el heliocentrismo? ¿Y qué sucede y puede suceder con todos aquellos que, empleando la lógica matemática, son perseguidos y condenados? ¿No es más cierto que el error es una imperfección humana que se caracteriza por emplear nuestra voluntad más allá de nuestro entendimiento? Esta es la crítica que, veladamente, Descartes realiza, no a Dios, sino a quien lo ha representado durante tantos y tantos siglos; esta es la crítica que el filósofo francés realiza sutilmente denunciando a quien ha empleado en vano el nombre de Dios contra aquellos que, usando las ideas que éste les ha dado, han explicado el mundo físico que Él ha creado; esta es la denuncia, en definitiva, que Descartes realiza a través y entre las líneas de sus Meditaciones metafísicas contra los abusos de la Iglesia católica y la Inquisición.

 

La pugna entre la ciencia moderna y el dogma católico

 

El descubrimiento de los paradigmas heliocéntricos o de los sistemas anatómicos del cuerpo, entre otros, ponían en duda la ciencia escolástica y, consecuentemente, la autoridad epistemológica de la Iglesia. Por otro lado, el creciente protestantismo de Martin Luther en el centro de Europa ponía también en duda la integridad moral de la Iglesia católica y ésta reaccionó violentamente contra quien le discutía su autoridad, tanto epistemológica, como moral o de cualquier ámbito. Así, la Inquisición que se fundó en 1184 en la zona de Languedoc para combatir la herejía de los cátaros o albigenses, amplió sus competencias contra todo tipo de herejía a través de la Inquisición romana fundada por el Papa Paulo III. Ésta se trataba de un organismo bastante diferente de la Inquisición medieval, ya que era una congregación permanente de cardenales y otros prelados que no dependía del control episcopal, extendiendo su ámbito de acción a toda la Iglesia católica. Su principal tarea fue desmantelar y atacar a las organizaciones, corrientes de pensamiento y posturas religiosas que socavaran la integridad de la fe católica, y examinar y proscribir los libros que se considerasen ofensivos para la ortodoxia.

 

Si bien al comienzo la actividad de la Inquisición romana se restringió a Italia, cuando Gian Pietro Caraffa fue elegido Papa como Paulo IV, en 1555, comenzó a perseguir a numerosos sospechosos de heterodoxia, entre los que se encontraban varios miembros de la jerarquía eclesiástica, como el cardenal inglés Reginald Pole, así como a investigadores y científicos como Giordano Bruno o Miguel Servet, entre otros. El caso más famoso fue el de Galileo Galilei que en 1633 fue procesado y condenado al destierro a más de 50 km de Roma, suspendiéndole asimismo el abono del dinero que recibía a modo de una beca moderna. De esta manera, la Iglesia aplicaba toda su voluntad de poder a contracorriente contra la ciencia moderna, pues aceptar los postulados de la ciencia moderna no sólo ponía en cuestión a la escolástica, siendo contraria a ella y, por lo tanto, prescindible, sino que además ponía en duda la autoridad de la Iglesia pues el Dios que durante siglos habían defendido de repente no era tal y como lo habían defendido. Eran conscientes de que no se ponía en duda la existencia de Dios, sino la hegemonía de quien decidía cómo era Dios: si la Iglesia con sus profundas raíces en el sistema feudal y aristocrático, o la ciencia moderna, nutrida de burgueses sin poder que cada vez lo reclamaban más. Esta pugna, que en un principio se muestra como una pugna de la fe, en realidad no era más que una pugna entre voluntades de poder, a saber, qué estrato social debía determinar cómo vivir en el viejo continente.

 

La historia ha acabado dando la razón a quien posteriormente fue perseguido por la Inquisición, aunque hubo que esperar hasta el siglo XX cuando el papa Juan Pablo II exhortó a la Iglesia a reconocer los errores cometidos por sus hombres y en su nombre contra Galileo y otros científicos. Incluso podríamos decir que uno de los motivos filosóficos de la existencia de los artículos 18 y 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que defienden la libertad de pensamiento, conciencia, opinión y expresión tienen su origen en el contexto cartesiano que hemos analizado a lo largo del artículo. No obstante, de lo que realmente estamos seguros es que la ciencia moderna acabó sustituyendo a la escolástica y que la matemática se empleó en todas las ciencias, aceptando paradigmas que contradecían la epistemología católica, con la consecuencia que la razón dejó de estar subordinada a la fe cristiano-católica para estar subordinada al conocimiento científico-matemático.[3]

 

JAN BAPTIST WEENIX, RETRATO DE RENÉ DESCARTES (1648)

 

La importancia de Descartes es capital, especialmente puesto en su contexto. A menudo los alumnos más novicios tienen serios problemas con el filósofo de la duda metódica, especialmente porque su filosofía pocas veces se relaciona con su contexto. Es cierto que se explican las revoluciones científicas, pero pocas veces se relaciona su pensamiento filosófico como expresión directa de la represión religiosa que se ejercía en su contexto. A través de la filosofía cartesiana se descubre un grito a favor de la libertad humana, pues incluso podríamos defender que la demostración de la existencia de Dios en Descartes tan sólo tiene un objetivo: no condenar a aquellos que emplean los recursos con los que Dios nos ha capacitado (las matemáticas) y demuestran cosas contrarias a instituciones humanas como la Iglesia, porque el error no es de Dios, sino de los seres humanos. De ahí la relación de los artículos 18 y 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y la importancia de Descartes para los alumnos en la actualidad.

 

La hipótesis del asesinato de Descartes cobra, así, mucho más sentido, inscribiéndose en esa tradición de la Iglesia que condenaba a muerte a quien cuestionaba la autoridad católica. Si bien Descartes buscó el reconocimiento y patrocinio de los ilustres de la Iglesia católica, sabía que era un paso previo para evitar su condena, pero lo cierto es que a través de sus reflexiones defiende la libertad humana como aquella que puede conocer la verdad pero que también puede errar. Cuando el historiador Eike Pies apuntó en 1980 que, tras haber hallado en la Universidad de Leiden una carta secreta en la que se describía al detalle la agonía de la muerte de Descartes escrita por el médico Johan Van Wullen, los síntomas presentados no eran propios de una neumonía, sino de un envenenamiento, los textos cartesianos tomaron una nueva perspectiva histórica. Y cuando treinta años más tarde, el profesor Theodor Ebert confirmó que Descartes había sido envenenado por el capellán François Viogué, un capellán ultra conservador temeroso de la “nefasta influencia” que el filósofo francés podía ejercer en la Reina de Suecia, ya no había duda de que la filosofía cartesiana era un peligro que había que destruir y así lo hicieron: incluyeron la filosofía cartesiana en el Index librorum prohibitorum condenando sus textos hasta 1948 y eliminaron al origen de los mismos, a saber, asesinando a Descartes. A pesar de que hoy toda esta historia nos queda lejos, su cercanía en cuanto a la libertad humana es inagotable, pues empleando el ingenio y la inteligencia, Descartes utilizó la figura de Dios para rescatarlo de las garras de la Iglesia católica para al final proteger la libertad de pensamiento humana más allá de todo dogmatismo y autoritarismo.

 

Bibliografía

  1. Canterbury, San Anselmo, Proslogion, Tecnos, Madrid, España, 1998.
  2. Descartes, René, Méditations métaphysiques, Flammarion, Francia, 1992.
  3. Descartes, René, Discurso del método, Tecnos, Madrid, España, 2003.
  4. Descartes, René, Reglas para la dirección del espíritu, Alianza, Madrid, España, 1984.
  5. De Teresa, J., Breve introducción al pensamiento de Descartes, UAM, México, 2007.
  6. Ebert, Theodor, L’énigme de la mort de Descartes, Paris, France, 2011.
  7. Echegoyen, Javier, “XXXIX – Filosofía escolástica”, en Torre de Babel Ediciones – Filosofía – Psicología –Enseñanza (https://www.e-torredebabel.com/Balmes-Historia-Filosofia/Filosofia-escolastica-H-F-B.htm), consultado el 27 de diciembre 2019.
  1. Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica de España, España, 2006.
  2. Messori, Vittorio, «Galileo Galilei» Leyendas negras de la Iglesia, Planeta, España, 2001.
  3. Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E, “Resumen de Meditaciones metafísicas, de René Descartes”, en Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea (https://www.biografiasyvidas.com/obra/meditaciones_metafisicas.htm), consultado el 27 de diciembre de 2019.
  1. Xiol, Jaume, Descartes. Un filósofo más allá de toda duda, Bonalletra Alcompas, España, 2015.

 

Notas


[1] En su obra de 1078, Proslogion, Anselmo de Canterbury definió a Dios como «algo mayor que lo cual nada puede ser pensado», y argumentó que este ser debe existir en la mente, incluso en la mente de la persona que niega la existencia de Dios. Canterbury, San Anselmo, Proslogion, ed. cit., p. 11.
[2] Son conocimientos objetivos, universales y necesarios el hecho de que un triángulo tiene tres costados y la suma de 2+2 es 4, porque se dan en todos los lugares, sin poder ser de otro modo y previos a nuestra existencia, es decir, que tienen carácter propio.
[3] Según la visión hegemónica de la tradición occidental, la razón quedó liberada de la fe y su culminación fue la Ilustración. No obstante, y como se discutió posteriormente al siglo de las luces, desde Nietzsche hasta nuestra actualidad, se puso en duda dicha separación entre fe y razón que teóricamente llevó a cabo el siglo de las luces, en la medida en que todavía la razón aplica valores morales derivados de la fe como el sacrificio político, el progreso moral o la utopía social.