Revista de filosofía

Ver para cre(a)r: la mirada como acto creativo

1.74K
Ver para cre(a)r: la mirada como acto creativo

Resumen

Se propone la idea de una multi-autoría -o coautoría- del arte nacida entre la obra y el espectador, partiendo de entender la mirada de éste como un acto creativo. La ausencia de un espectador activo da lugar al discurso o idea hegemónica de la voz única del arte, excluyente de posibles lecturas alternas; en oposición, la mirada -entendida como proceso creador- transforma al arte en un territorio indómito, polisémico, detonante de lecturas alternas y propicio para generar una relación distinta del espectador con la obra, ajena a la cultura dominante y a la endogamia de la comunidad artística que propone lecturas oficiales. La mirada creativa va en contra de las certezas; así, el arte deviene arriesgado.

Palabras clave: arte, mirada, acto creativo, diálogo, autoría.

 

Abstract 

The idea of ​​a multi-authorship -or co-authorship- of the art born between the work and the viewer is proposed, based on understanding its gaze as a creative act. The absence of an active spectator gives rise to the hegemonic discourse or idea of ​​the unique voice of art, excluding possible alternate readings; in opposition, the look – understood as a creative process – transforms art into an indomitable, polysemic territory, triggering alternate readings and conducive to generating a different relationship of the viewer with the work, oblivious to the dominant culture and inbreeding of the artistic community which proposes official readings. The creative look goes against certainties; Thus, art becomes risky.

Keywords: art, gaze, creative act, dialogue, autorship.

 

Un hombre se habría hecho preguntas; el niño no se las hacía: miraba.

Víctor Hugo

La relación entre cualquier obra de arte y el espectador es, siempre, un diálogo. Aun y cuando no seamos plenamente conscientes de ello, el estar frente a cualquier manifestación artística nunca supone un monólogo. Según Jaques Aumont, el espectador percibirá y asimilará cierta información que la obra ofrezca, pero lo hará, siempre, condicionado por un bagaje personal; en dicho bagaje confluirán ideas, costumbres, convenciones, etc., todas estas, determinadas por el pensamiento de cada individuo. Como el autor de La imagen lo afirma, haciendo eco de lo propuesto a su vez, por Ernest Gombrich, “No hay mirada inocente”.[1]

El arte no es simple, a pesar de los múltiples esfuerzos por hacerlo ver así -por domesticarlo, por hacerlo amigable-, no tiene que serlo si lo entendemos como reflejo de las inquietudes del ser humano, como una huella; o incluso, como una acción dada de por sí en nuestra condición, pues para que los animales creen arte hace falta la presencia –la mirada- del humano. Constantemente se trata de “esterilizar” o “domesticar” las posibilidades de la expresión humana, lo que refleja un interés por reglamentar aquello que, en muchas ocasiones, trasciende a la razón; el arte puede superar la razón, pero no negarla, no en el sentido de desconocerla, pues la usa, pero como herramienta, y no como única norma ni pretendido fin. El arte no solo se siente, también puede pensarse y, en este sentido, más que una mera estimulación retiniana, puede ofrecer un medio para cuestionar y dudar.

Pero ¿cómo devolver o reconocer esta posibilidad del arte, esa invitación a considerarlo allende las delimitaciones culturalmente establecidas? Si la postura del artista está dada por su papel de emisor de la obra, de productor, y con base en este planteamiento cumple su parte en tanto produzca aquello que les es natural – la obra-, el receptor habrá de posicionarse y reconocerse como el otro necesario para que el fenómeno arte pueda consumarse. Sin embargo, el papel de espectador puede tomar matices diferentes, y es justo en este abanico de posibilidades que la mirada puede revelarse como determinante para dotar al arte de la inconsistencia y el riesgo de transgredir el posicionamiento culturalmente correcto que se haga –o se pretenda hacer- de él.

Se asume que cualquier espectador debe interactuar con la obra para así, establecer una comunicación efectiva; de esta manera, se prefiere al espectador activo en lugar del pasivo. Sin embargo, la actitud aparente activa a la que se apela en los receptores de las expresiones artísticas revela rápidamente su verdadero talante inverso: una pasividad estricta normada por convenciones y acuerdos culturales: así, se será un buen receptor en tanto se atenga a los códigos impuestos –ya sea por el artista, el curador o las instituciones-; y habrá de cuidarse de no extralimitarse, so peligro de acusar un conocimiento deficiente para establecer un dialogo apropiado con la sintonía de la propuesta artística. Volviendo a Aumont, este opina que “la vista es el sentido más intelectual”,[2] no obstante, habrá de cuidarse de no enlodar la perspectiva libre en pos de una higienizada, desinfectada por una moralina que, justificándose en la tradición o la historia, argumente posturas simplistas y políticamente correctas en torno a eso inasible/tenue de lo que el arte puede hablar.

¿Dónde está, pues, la opción para ver limpiamente potencialidades inadvertidas e impensadas en el arte? En la mirada, en la vista salvaje, en el libre observar de aquello que, más que comprobado, se presenta frente a nosotros cuestionando, incluso, su propio carácter fáctico, conceptual y/o material. La mirada que es activa, o despierta, se posiciona en contra de correcciones culturales y discursivas, cuestiona tanto o más que la propia obra; si se procede así, la recepción del arte se distanciará de esa postura a la que pareciera relegarse al espectador: el ver lo que le está permitido, el interactuar con la obra -siempre y cuando lo haga ateniéndose a las convenciones estéticas y discursivas aplicables en cada momento-, cuidándose de transgredir convenciones culturales que delimitan a priori, lo que el espectador puede y debe percibir.

El ojo debe ser capaz de violar la pretendida sacralidad del discurso del arte; así, la mirada crea, voluntariamente, a partir de la obra, que puede devenir materia prima o, incluso, pretexto. Si la mirada se vuelve activa, su concavidad es abandonada en pos de una intrusión convexa; de receptora, pasará a productora. La percepción tendrá oportunidad de des-nudarse de imperativos y la obra misma podrá liberarse: “Porque, una vez terminada la obra, ésta adquiere vida propia, y puede expresar una cosa muy distinta de la que debía significar en un principio”.[3]

La mirada como acto creativo da margen a que el arte sea –o vuelva a ser- algo salvaje, un terreno indómito donde importa menos la corrección política y el buen gusto, que el abanico de posibilidades que se nos brinda al mirar con nuestros propios ojos, sin las gafas de realidad aumentada que nos ofrecen las convenciones culturales o la sacralidad aparentemente inexpugnable de la comunidad artística que, en un afán de pretendida unidad, edifica una endogamia protocolaria y discursiva que institucionaliza al arte –o al menos, pretende hacerlo- y, apelando a un supuesto espíritu gregario, vapulea pronunciamientos diferentes o cuestionadores de sus propuestas, anteponiendo para ello una supuesta camaradería necesaria para la buena salud del arte; abrazos y no balazos.

Pero ¿no es esto limar las garras del arte? Organizar exposiciones sin riesgo, cobijado por un grupo de colegas o amigos que estarán ahí porque la corrección política los obliga -faltar es un pecado-, es aventar el arte desde un balcón sabiendo que lo espera una red de seguridad; cuando el arte podría –y, quizá, debería- lanzarse de un despeñadero sin más ayuda que su materia, que su propia posibilidad; se busca, demasiado, que el arte sea Arte, se ha esparcido demasiado la viscosa tinta de lo correcto, del buen gusto. En opinión del historiador norteamericano Robert Brentano: “El buen gusto -aunque a veces se pueda suspirar por él- es y tiene que ser el más mortal enemigo de todo lo creador”.[4] La mirada será creadora en tanto aseste un vistazo de medusa a la cultura engarrotada por la Cultura, por la corrección, por las buenas intenciones; una vez más, por el buen gusto y su seguridad: “El buen gusto protege de la experiencia al lector y de la experimentación al escritor”.[5]

En este sentido, la crítica de arte es, mayormente, entendida en sentido peyorativo, se ha convertida en maniquea: elige, únicamente, entre el escarnio burlón, dramático y barato o la glorificación, el reconocimiento del genio y la unción de los elegidos. En este ámbito, no hay espacio para cuestionar, para dudar, se posee el don de la clarividencia y podemos ufanarnos de poseer oráculos contemporáneos; en más de una ocasión, el nombre pesa más que las acciones. La crítica como creación, como reflexión, parece proscrita; la voz del juez es inapelable so pena de escarnio, el experto ha desmenuzado la obra, nos ha permitido comulgar del misterio: “Han rebajado las artes visibles a la categoría de artes fáciles de comprender, y las cosas fáciles de comprender son las únicas que no valen la pena de contemplarse”.[6] Nos ha dado todo, las posibilidades de la obra han concluido ahí donde su ojo ha quedado exhausto. Seamos correctos: habremos de acatar sus límites.

Aquello que la mirada puede permitirnos – si primero le permitimos actuar a esta- apenas encuentra un pálido eco en lo que nos enseñan a ver; al mirar creamos, y establecemos, al menos, un diálogo. Miramos, ahí donde existimos, donde estamos, la mirada no solo nos hace testigos, nos revela nuestra condición de eternos actores, de hacedores; volviendo al texto de La imagen, “El espectador construye la imagen, la imagen construye al espectador”.[7] Podemos, incluso, ver aquello que nos han dicho, no existe; si nos atrevemos a mirar, podemos ver ahí donde se nos dice que no hay nada, pues no solo vemos imágenes, podemos ver el tiempo, el olvido, la materia, el horror; hacer de la mirada un acto creativo obliga a disponer de un tiempo mayor que aquel necesario para ver sin cuestionar, como un mero espejo mudo; pues el ojo creador, intrusivo, está animado de un espíritu crítico que “[…] ve a la obra de arte como punto de partida para una nueva creación”.[8]

Fincamos nuestro orgullo ahí donde podemos decir mío, y para mirar realmente, hay que alejarse de esas costas seguras que conocemos y nos pertenecen: hay que lanzarse, no al peligro, pero sí a lo desconocido; no a donde no vemos en absoluto, sino a la sombra, ahí donde miramos a medias. Es necesario ver el mar desde el mar, no desde la arena; mirarlo es estar en el mar, hablar de este mientras se está mojado. La mirada nos permite encontrarnos ahí donde se revela nuestra ausencia: al ver el sol por mucho tiempo, logramos ver poco más que sombra. hay que ser algo ciego para mirar verdaderamente; vuelvo al sol, demasiada luz, oscurece.

En la mirada creativa desaparece -o, mejor aún, se hace traslúcida- la gruesa capa de ordenamientos culturales, políticos e históricos: la obra se puede mostrar desnuda, sin más cuerpo que su presencia; así, la obra es reanimada, la polisemia se hace presente, incluso, en contra del propio artista. Sus potencialidades van más allá de lo proyectado. Duchamp abordó esa cualidad de potencialidad de la obra, una de la que el creador/productor no tiene el poder último ni total, el “coeficiente de arte”[9] pretendía, al menos, señalar hacia eso que a fuerza de su evanescencia, de su levedad, no era fácilmente expresado.

Ahora bien, si consideramos esa presencia fantasma, ligera –¿Insignificante quizá? ¿Por qué todo lo referente al arte debe ser considerado importante? – pudiéramos proponer una infinitud de la obra, ya sea como pieza en constante cambio, o mejor aún, en constante creación: ¿Acaso el autor puede saber cuándo la obra está definitivamente concluida? Según Roland Barthes en su artículo La muerte del autor: “[…] el escritor moderno nace a la vez que su texto”,[10] no hay motivos suficientes para excluir una constante construcción de la obra, un continuo mutar, una incertidumbre constante; el mismo Barthes advierte sobre la fragilidad de la autoría: “[…] el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras”[11] ¿Qué nos impide de suplir “escritor” por pintor, fotógrafo, escultor, dibujante, performancero, director… espectador?

Se puede establecer un efectivo diálogo con ambos franceses, Duchamp opinaba que “[…] el acto creativo no es desempañado por el artista solamente […]”,[12] como se dijo antes, el espectador es el otro sine qua non la obra no se completa; sin la mirada externa, esta no ha nacido plenamente: “[…]el espectador lleva la obra al contacto con el mundo exterior por medio del desciframiento y la interpretación de sus cualidades internas y así agrega su contribución al acto creativo”.[13]

Además, mirar nos obliga a estar, a situarnos y reconocernos frente a la obra; así, la factura es apenas uno de los atributos de los que nos podemos apoyar; lo mismo sucede con el discurso, el título… y la obra misma. Si miramos, concedemos tiempo a la obra, que generalmente se nos presenta como una ecuación en la cual, en apariencia, se muestran todos los elementos que la conforman, junto con los únicos resultados posibles. Se ve a la obra como si no hubiera más que decir, cómo si la declaración artística fuera, per se, lapidaria; una revisión semejante repara, apenas, en la configuración técnica del arte ese “Trabajo de Sísifo, sin más valor que el de una obra de virtuosismo”,[14] en la materialidad más inmediata que asegura, categóricamente, que ahí solo hay eso -lo único- y nada más. Aquí, la mirada destruye, socaba los resultados previstos o posibles, libera a la obra, incluso, a pesar de la propia obra.

Miramos y el mundo aparece, pero, sobre todo, el mundo vive y así, se arriesga; se vuelve volátil, indefinido, peligroso; no ha terminado ni lo hará, habrá algo para mañana, para después. El tigre enjaulado se traga los barrotes y los usa como alas, la incertidumbre aparece: no sabemos nada.

Quizá, algún día vaya a perderse la oportunidad de ver, sin imágenes fijadas en un soporte, no tanto por riqueza sino, más bien, por carestía: el espectador dejará de intentar asir lo que ve, y se volverá un mero espejo, entonces la imagen será lo real, lo que puede actuar sobre aquello que se ha eliminado, que se ha reducido a la pasividad completa.

Paradójicamente, podemos comprobar como el arte, de forma gradual, se va alejando de las imágenes estáticas, de las representaciones que acusen lo permanente, lo definitorio; incluso en la pintura y la escultura podemos encontrar huellas de un gusto por lo súbito, lo móvil… por la brevedad. Pareciera que el arte, cada vez más, apuesta por el instante, por lo indefinido; pero hay que tener cuidado, aun ahí hay imagen e, incluso, una quizá más nítida, una que nos hable más de nosotros que aquella que no se mueve jamás. Si el cuerpo y el movimiento son -o están siendo- los terrenos predilectos para hacer el arte, el cuerpo ha devenido fin; después de siglos de haberse mantenido en su estatuto de medios, estos revierten las reglas y reclaman el derecho a hablar de lo transido, lo indefinido, de la imagen mutante que todos somos.

El movimiento como fenómeno, presente y activo en el arte, nos invita a manifestar nuestra presencia frente a las obras; pero, primero, habrá que mirarlas, poseerlas un poco, dialogar con ellas, impregnarlas profusamente de aquello que llevamos a cuestas.

Quizá en este sentido era la diatriba que, en su libro El grabado en madera, Paul Westheim dirigía hacia las xilografías que, hacia los siglos XIV y XV, se empecinaban en alcanzar las gradaciones tonales y los finos detalles del hueco grabado en metal. Westheim fundamentaba su querella en el hecho que, al mostrar los grabados todo lo que se podía esperar de una imagen real, la imaginación y capacidad de pregnancia que se podía esperar por parte del espectador era castrada, no había enigma por resolver o imagen que construir, se acababa el dialogo: la imagen lo daba todo o, mejor dicho, lo dilapidaba: “El tipo humano que llegó a componer el nuevo público era de imaginación más pobre porque se dejaba cautivar cada vez más por la apariencia exterior de las cosas […] tenia dirigida su mirada ya no hacia el prístino fondo espiritual de las cosas, sino hacia el mundo”.[15]

Y es que fuerza de dominar un instante, a través de la técnica, de la representación, el artista tiende a crear un monologo: “[…] es mucho lo que ofrece al ojo: hace todo lo posible porque no descanse ni un minuto”[16], el espectador se convierte en pasivo, no hay un espacio libre para que este aporte algo, hacerlo dañaría la configuración que se le presenta. Así, lentamente, el espectador aprendió –o creyó siempre saberlo- a esperar todo de la obra: ver y callar, dentro de sí no había nada que pudiese aportar.

Ahora bien, si lo propuesto por el autor refiere a un hecho de un periodo específico (s. XIV-XV), no por ello sus ideas se suscriben a dicho momento, pues lo expresado por éste responde más a una actitud discursiva que a una coyuntura histórica; Westheim criticaba la perdida expresiva propia del grabado en madera -que se caracterizaba por elementos visuales específicos surgidos de la naturaleza propia de los materiales con los que se elaboraba- en pos de la imitación de los acabados estilísticos que se lograban en las planchas de metal: volvemos al punto de la totalidad de la imagen – a la imposibilidad de agregar algo ahí, donde se supone esta todo– el nuevo canon del Renacimiento, auxiliado de la perspectiva de Brunelleschi y la promesa artístico-científica de plasmar la realidad tal cual era asestó un golpe importante a la imaginación y la interacción del espectador con la obra; golpe del que, aun en nuestros días, no podemos decir que nos hallamos recuperado.

Así, la crítica del autor de El grabado en madera va en el sentido de la actitud que tomó el espectador a partir de las ideas renacentistas que impregnaron al arte y a la representación, y del cómo la comunicación y la interacción entre obra y receptor se vio afectada. Si a través del arte supuestamente se le presentaba lo real, el espectador nada podía agregar, había acabado aquel dialogo aquella acción de la mirada creativa anterior:

Tal como al niño le bastaba una muñeca, unos trapos, un poco de oropel -y al salvaje un palo tallado- para representarse lo supremo y más hermoso, lo más fascinante y sublime, así bastaban a aquellos hombres unos cuantos contornos, una indicación somera, para hacer brotar de su fantasía ricas y movidas imágenes […] El artista trabajaba para un público creador, que proyectaba la obra de arte su propia visión, su propio acervo de representaciones.[17]

Es posible entrever, en las opiniones expresadas por Aumont, Barthes, Duchamp y Westheim, la convergencia de una idea de interacción intrínseca entre arte y espectador; interacción, incluso, inconsciente o allende al deseo o al control de aquel que mira y de aquel que produce; y que libera o permite un lugar a la potencia a la obra y las posibilidades de ésta. Así, el autor y el mismo espectador quedan expuestos a lo incierto, a no escucharse a sí mismos, sino a aquello que aparece frente a ellos.

Parece que poco place más que entender las obras, dominarlas, decir: esto ha sido así y no pudiera ser de otra manera; se habla pues, de ideas inútiles, de corrientes artísticas superadas, pero ¿cómo se supera una idea si no es bajo la utopía del mito –lamentable- del progreso? Se pretende castrar el ojo, educarlo –esto es, reducirlo-: “El ojo, entrenado de esta suerte para mirar y comprobar lo verdaderamente real, ve también en el arte ya solo la comprobación de los hechos”,[18] y ha de mirar ahí donde es permitido, donde no tenga ninguna materia para laborar, para crear algo más que aquello que otros han dispuesto para él.

A través de la mirada como acto creativo, la autoría única del creador se ve trastocada; de igual forma, sus pretensiones, si bien válidas, no serán las únicas susceptibles de ser consideradas en el dialogo obra-espectadores. Si la obra de arte es, como se dijo antes, siempre polisémica, la creación nunca se detiene y permanece como una metamorfosis sempiterna; supera las modalidades de la comunicación pues, como dice Barthes -parafraseando a Mallarmé- “[…] es el lenguaje, y no el autor, el que habla […]”.[19]

 

Bibliografía

  1. Aumont, Jacques, La imagen, Paidós, Barcelona, 1992.
  2. Barthes, Roland, “La muerte del autor” en Cuba literaria, (http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html), 01/12/19.
  3. Brentano, Robert, Obispos y santos, en El taller del historiador, Lewis Perry Curtis, 47-69. México: FCE, 1975.
  4. Duchamp, Marcel, “El acto creativo”, en Barra chunky, (https://barrachunky.wordpress.com/2011/09/22/el-acto-creativo-por-marcel-duchamp/), 14/12/19.
  5. Hugo, Víctor, El hombre que ríe, Plaza Editorial, USA, 2017.
  6. Westheim, Paul, El grabado en madera, FCE, México, 1954.
  7. Wilde, Oscar, El crítico como artista, Eliber, Barcelona, 2013.

 

Notas

[1] Jaques Aumont, La imagen, ed. cit., pp. 90-92.
[2] Ibídem, p. 98.
[3] Oscar Wilde, El crítico como artista, ed., cit., p. 20.
[4] Robert Brentano, Obispos y santos, ed. cit., p. 84.
[5] Ídem.
[6] Oscar Wilde, El crítico como artista, ed. cit., 21.
[7] Jacques Aumont, La imagen, ed. cit., 86.
[8] Oscar Wilde, La imagen, ed. cit., 20.
[9] Marcel Duchamp, “El acto creativo”, en Barra chunky, https://barrachunky.wordpress.com/2011/09/22/el-acto-creativo-por-marcel-duchamp/, 01/12/19.
[10]Barthes, Roland “La muerte del autor”, Cuba Literaria (2017): 3, http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html, 01/12/19.
[11] Ídem.
[12] Marcel Duchamp, “El acto creativo”, ed., cit.
[13] Ídem.
[14] Paul Westheim, ed., cit., p. 146.
[15] Ibídem, p. 122.
[16] Ibídem, p. 118.
[17] Ibídem, p. 122.
[18] Ibídem, p. 24.
[19] Roland Barthes, ed., cit.